A Balzac puede achacársele, en efecto, falta de elevación, de don poético, de espiritualidad, defecto que puede señalarse asimismo a la mayoría de los adeptos del realismo; puede decirse casi de todos: de Balzac, y sobre todo, de Zola, como puede decirse de Galdós y de Baroja y, más aún, de Blasco Ibáñez, entre nosotros. En la lectura de su obra, es verdad, se siente un poco de ahogo: uno tendría ganas de gritarles lo que Turgueniev a Tolstoi: «
Elevad vuestro espíritu
». y aquí con mucha más razón. Un hecho significativo: a Balzac no le gustaban los versos, ni siquiera los buenos y se mostraba asombrado —o lo fingía— del entusiasmo que algunos poetas despertaban en sus compañeros, y entre ellos Gautier.
No obstante, fue Balzac, entre ellos, el que se manifestó con mejores dotes para captar la realidad; ninguno de los otros pudo comparársele en vigor, en el «élan» podríamos decir mejor, en la fuerza evocadora. Estas condiciones las poseyó en tal grado, que como hemos visto, ve le ha considerado, por solo esto, como digno de figurar entre los más grandes.
Estas cualidades están sobre todo, presentes en dos novelas:
Papá Goriot
y
Eugenia Grandet
, las dos obras más importantes de Balzac —así lo quería también Taine—, y las dos por lo mismo: por la fuerza y la verdad con que supo pintar los personajes, evocarlos ante nosotros. Eugenia Grandet y Papá Goriot, como don Quijote y Sancho, como el buen Pickwick, como Hamlet o como Otelo, como la Ana de Tolstoi, o el Raskolnikov de Dostoiewski, forman parte de esta galería de personajes, más vivos que los de la historia —más que los de la verdad—, porque tienen siempre, sobre aquéllos, la fuerza de los prototipos; se levantan ante nosotros con valor de símbolo. Balzac lo creía así y hacía burla de los que negaban esta verdad; Taine, en su
Filosofía del Arte
, se expresa en el mismo sentido, aludiendo a nuestro autor. «
Esta convergencia falta a menudo en la Naturaleza, pero nunca en la obra de los grandes artistas; por eso sus caracteres, aunque compuestos de los mismos elementos que los caracteres reales, tienen más fuerza que la realidad
».
Hay una anécdota a este respecto verdaderamente impresionante y significativa; nos cuentan, en efecto, que cuando escribía el final de su
Eugenia Grandet
sumido totalmente en la tarea, como lo hacía, recibió la visita de un amigo. Balzac se levantó; corrió hacia el que llegaba y se echó en sus brazos llorando «
¡La desgraciada
—le dijo—
se ha suicidado
!». Tal era la fuerza, la verdad con que vivía sus personajes y es posible, sí, que en este punto, no haya habido quien le igualara.
Cuenta Gautier en su estudio sobre el gran escritor, que en una conversación, oída por él, entre Balzac y Vidock, y habiendo afirmado éste que la realidad es a veces más dramática que en la novela, Balzac se echó a reír. «¡
Ah
! —le dijo el novelista—,
usted, por lo visto, cree en la realidad: la realidad la fabricamos nosotros». Es decir, la verdad en la novela, lo es más que en la realidad
.
En nuestros días, en estos días nuestros de desorientación y de pobreza, no se hace caso de este aspecto de la creación artística —hay que buscar novedades a toda costa—, y no obstante, la regla continúa vigente; la cosa tampoco es de hoy y ya Goethe lo reprochaba a los críticos de su tiempo. «
Son obras muy buenas
—decía en sus
Conversaciones con Eckermann— y
—aludiendo a algunas obras de su época—
revelan talentos admirables, que han sabido aprender y hacer propios el arte y el buen gusto, pero les falta una cosa: el vigor. Tome nota de esta palabra, y guárdela en su mente
». Y en otro lugar: «
Ciertamente, en arte y en poesía, la personalidad lo es todo
». Y las siguientes palabras, que encierran la mejor lección. «
Pero entre los críticos artísticos y literarios de nuestro tiempo existen seres tan infelices como para negarse a confesar esta verdad y considerar la presencia de una poderosa personalidad en una obra de poesía o de arte como un hecho sin importancia. Y es que para sentir realmente esta poderosa personalidad y para saber honrarla, es preciso que uno mismo sea importante
».
Tampoco es que se nieguen a confesarla, es que generalmente, no la ven. Sea como fuese, es la verdad que la niegan y así se produce aquella situación de que hablaba el propio Goethe y que vemos repetida hoy. «
Es muy posible que un crítico opine con más sensatez dentro de unos años y se esfuerce en difundir sus nuevas opiniones; no obstante, sus doctrinas falsas van siguiendo entretanto su camino, provocan su efecto y van creciendo como cizaña entre los trigos
».
Esta fuerza la tuvo Balzac como nadie; en ella encontró su grandeza, es verdad, con otra virtud de que se ha hablado poco, pero que es asimismo importante: la bondad.
En Rastignac, en el primero, en el de
Papá Goriot
, nos da Balzac, en una feliz conjunción, esta parte que completaba su persona, como escritor y como hombre: la tuerza en la cólera, en la amenaza lanzada sobre la ciudad culpable, pero a la vez, la piedad hacia la víctima, de donde nacía su ira, para este hermoso final y cerrar la obra armoniosamente con el símbolo doble de su alma: parece levantarse sobre la altura de Montmartre, en el crepúsculo triste, con la ciudad extendida a sus pies, y lanzarle la sombría amenaza: «¡
Ahora nos veremos tú y yo
!».
Los dos impulsos nacían del mismo fondo y se fundían aquí en un único impulso, pero los dos de la bondad inmensa de aquel alma; nacían, a la verdad, del amor.
En nuestra época de cinismos, se dijo por un escritor que con buenos sentimientos se producen malas novelas; es una frase que han ido repitiendo por ahí algunos como un hallazgo, como el gran descubrimiento; es verdad —es una perogrullada— que con buenos sentimientos se hacen malas novelas; pero lo es también, y mucho más —y más importante, sin comparación— que no se hacen buenas novelas con malos sentimientos. La prueba está en Balzac, en esta obra, y en todos los grandes escritores, en todas las grandes novelas.
Papá Goriot
es quizá la novela mejor, la más importante de Balzac; hay quien prefiere
Eugenia Grandet
. Taine cree que son las dos mejores, pero, sea una sea la otra, no cabe duda que son las destacadas en la producción del gran escritor.
En
Papá Goriot
, Balzac ha escrito el drama de la paternidad, como lo hizo Shakespeare en
El rey Lear
, y a menudo se han establecido comparaciones entre las dos obras; no hay, a la verdad, diferencias entre el drama de un comerciante, de un especulador de la revolución y un rey: el especulador, y el rey, debajo del manto y la corona, debajo del ropaje de un burgués, del mercader arruinado, son padres. Esta es la lección de Balzac. Lo que se necesitaba era el artista. Así Balzac, censurado por los románticos por la vulgaridad de sus temas, la condición de sus personajes, pudo decir, en cierto momento, y como hemos visto: «
Hay tanta tragedia en mis dramas de burgueses como en vuestras tragedias luctuosas
».
El escenario donde se desarrolla este drama moderno es París, y en París, en la pensión Vauquer, en uno de los barrios más pobres de la ciudad, en el barrio, como dice él, más siniestro.
Es el marco adecuado para la tragedia que va a desarrollarse, el digno de ella; es preciso también establecer el contraste —tan del gusto de los grandes autores y sobre todo, los románticos— entre este París y el París elegante que se movía, brillaba, engañaba, y se engañaba, entre la columna de Vendòme y la Cúpula de los Inválidos, aquel París, al que, visto desde la altura, en el cementerio del Père Lachaise, dirige Rastignac su desafío, en el atardecer triste del entierro de Papá Goriot, en aquella escena que se ha hecho famosa.
La pensión Vauquer es un poco refugio de náufragos; son despojos, los más, de una tempestad, que el oleaje arroja a la playa; se trata, sí, de náufragos salidos de la tempestad de la vida, y entre ellos, la propia señora Vauquer, la dueña de la pensión, y el más desventurado, el padre Goriot.
Rastignac es, después del padre Goriot, el personaje principal de la obra. Se ha dicho de Rastignac que el autor tuvo presente en su creación a un personaje conocido.
Es evidente que Balzac, como escritor realista, tomó siempre —y cogió— de la realidad; es seguro, como se ha dicho que la pensión Vauquer está pintada a base de los recuerdos de París del escritor, del tiempo, en que, falto de recursos, vivió en la capital y en el mismo barrio, pero esto, y tratándose de Balzac, puede decirse de la pensión, de los personajes y casi de todo.
En cuanto a Rastignac, Balzac puso en él algo de recuerdos de lecturas; por ejemplo, del Julián Sorel de Stendhal —Balzac conocía muy bien
El Rojo y el Negro
—; puso tal vez de un personaje conocido, pero en Rastignac, el escritor puso, sobre todo, de sí mismo y acaso es el personaje en quien se retrató mejor.
Rastignac tiene, como el autor, dos hermanas, y un hermano por el que sintió al parecer escaso afecto, lo que se atribuye a la preferencia que la madre le manifestó. Siempre sintió más amor por las hermanas.
Rastignac, y como se ha notado, se le parece en muchos aspectos salvo en lo físico, en lo cual ¿qué duda cabe? le habría gustado parecérsele; se le parece en su egoísmo y en su ambición, en su vivir, sobre todo, preocupado por su interés personal; se le parece en la actitud ante la vida, como ha escrito P. Citron en su prólogo a
Papá Goriot
; también «
en sus esfuerzos para ser recibido en todos los salones, conquistando a las grandes damas
»; en la ostentación a lo dandy, en presentarse a diputado y aspirar al sillón de la Academia —en lo cual le han acompañado muchos—, haciendo, como dice Citron, el juego a la sociedad a la vez que escribía contra ella «
el acta de acusación más formidable de toda la historia de la novela
». Y se le parece —añado yo— incluso en las debilidades, y sobre todo, en lo mejor que tenía y que era su bondad en los momentos extremos. Balzac fue, en verdad, el joven ambicioso, llegado de provincias, con sus sueños de triunfo y sus ambiciones secretas, pero también con su sinceridad, con su buena fe, y descubriendo con estupor, con ira, el fondo de aquel París brillante y deslumbrador en la superficie, y en el fondo tan corrompido, tan despreciable.
En este sentido, otro personaje, destacado —y más que Rastignac— es Vautrin, el ex-presidiario; en él ha simbolizado Balzac la protesta ardiente de su alma, la cólera de su alma, ante las injusticias de la sociedad, en un sentido más general, más universal, podríamos decir. Vautrin, es el destructor, el anarquista, «¿
Cree usted en algo estable en el mundo
? —le dice a Rastignac—;
créame, desprecie a los hombres y mire si encuentra una malla para poder pasar a través de la red del código. El secreto de las grandes fortunas, de las cuales no se sabe la causa, es un crimen olvidado porque se cometió con rapidez
». Esta es su idea y éste el motivo de sus iras, y de acuerdo con ellas aconseja a Rastignac; en este camino nada le detiene. En la pensión hay una infeliz, la señorita Victorina, cuyo padre, millonario —y miserable— no la quiere ver ni que se hable de ella en su presencia. Vautrin llega a proponerle a Rastignac hacer matar al hermano de Victorina, con lo cual quedaría ella heredera de todos los bienes, bienes que pasarían a Rastignac, casándose con ella, y previa la reconciliación con el padre.
La proposición suscita la indignación del joven, pero no deja de causar efecto en él, de conturbarle, como todo lo de Vautrin y que en el fondo responde bastante a lo que desea en secreto.
Todo esto, no obstante, carece de importancia, o resulta secundario a la hora de valorar los méritos; lo importante —y Balzac lo sabía— era lo realizado; era, en efecto, la verdad del autor, del creador, para él la única verdad, y superior, como hemos visto, a la verdad.
Vautrin es un personaje caro a su creador; es, en él, una obsesión y le veremos reaparecer a través de su obra hasta el último momento; lo hizo, es verdad, con muchos otros, y también con Rastignac, algo desfigurados, pero a ninguno como a éste, sobre el cual, ya al final de su vida, escribiría una obra de teatro titulada con su nombre.
Otro personaje destaca en el conjunto y en algún sentido: el estudiante amigo de Rastignac, el futuro médico Bianchon, puesto tal vez aquí para ayudar al anciano, nacido, pues, un poco de la piedad del autor, como Vautrin de su cólera y Rastignac de su ambición. Es Bianchon un joven sosegado, muy diferente, pues, de Rastignac; él vive sólo para su profesión, la medicina, y a ella dedica su tiempo y sus energías; Bianchon, es verdad, en la galería de personajes de Balzac resulta un poco extraño; parece arrancado de una obra de Murger; es hermano de los personajes de
Escenas de la vida bohemia
, un compañero más; tiene la simpatía de las criaturas de este autor, y es bonachón e inofensivo, amigo de bromas, tan despreocupado de todo como ellos, y como ellos, lleno de bondad.
En torno a estos personajes, los demás se mueven un poco como sombras; son figuras turbias, sórdidas, vapuleadas por la vida; hacen, a veces, con sus comentarios, el papel del coro en la tragedia antigua, pero acomodado aquí a la nueva tragedia; un coro, pues, burgués y malévolo. Se trata, sí, de corazones secos, como dice el autor, habitantes de las catacumbas, con aquella terrible comparación: «
… así como de peldaño en peldaño, disminuye la luz del exterior y la voz del guía adquiere mayor sonoridad cuando el viajero desciende a las catacumbas
». Comparación exacta, porque, ¿quién decidiría lo que es más horrible de ver, corazones secos o cráneos vacíos?
Del mismo modo, Papá Goriot, rodando de peldaño en peldaño, ha llegado allí, náufrago también de la vida, pero con una luz sobre ella, que le ilumina la mísera habitación donde vive, le hace soportable la existencia y hasta sentirse en ella feliz, y esta luz son sus hijas. Sus hijas son el centro de su vida; su razón de existir. «
El infierno del padre
—dirá—
es estar separado de sus hijas
». Y éste será en verdad su vivir.
Primero aparece rodeado de misterio, como Vautrin, y objeto, como aquél, de malévolas murmuraciones. Balzac rendía culto al folletín, en el que había hecho sus primeras armas; el padre Goriot, con su conducta, intriga a todos; de noche pasa ocultándose, y se ve luz en su habitación hasta altas horas; le visitan en secreto dos señoras elegantes; para los habitantes de la pensión, no cabe duda: son las amantes del anciano. Eugenio de Rastignac, mirando por las rendijas, le ve retorciendo objetos en un torno, en una misteriosa labor de brujo o alquimista.