En fin, hay individuos nacidos mercenarios, que no hacen ningún bien a sus amigos o a sus deudos porque les deben; mientras que al hacer favores a desconocidos, cosechan una ganancia de amor propio: cuanto más cerca de ellos se encuentra el círculo de sus afectos, menos aman; cuanto más se extiende, más serviciales son. La señora Vauquer participaba sin duda de estas dos naturalezas, esencialmente mezquinas, falsas, execrables.
—Si yo hubiera estado aquí —le decía entonces Vautrin—, esta desgracia no os habría sobrevenido. Habría desenmascarado a esa farsanta. Conozco sus artimañas.
Como todos los espíritus mezquinos, la señora Vauquer tenía la costumbre de no salir del círculo de los acontecimientos y no juzgar las causas de los mismos. Le gustaba achacar las culpas a los demás. Cuando tuvo lugar esta pérdida, consideró al honrado fabricante de fideos como el principio de su infortunio, y comenzó desde entonces, como ella decía, a desenamorarse. Cuando hubo reconocido la inutilidad de sus mimos y de sus gastos de representación, no tardó en adivinar la razón de ello. Advirtió entonces que su huésped tenía su modo propio de vivir. En fin, quedó demostrado que su esperanza tan lindamente acariciada se apoyaba sobre una base quimérica, y que nunca sacaría nada de aquel hombre, según la expresión de la condesa, que parecía muy experta. Llevó necesariamente su aversión más lejos que su amistad. Su odio no estuvo en proporción con su amor, sino con sus esperanzas frustradas. Si el corazón humano halla reposo al subir las cuestas del afecto, raras veces se detiene en la rápida pendiente de los sentimientos de odio. Pero el señor Goriot era su huésped; la viuda viose, pues, obligada a reprimir las explosiones de su amor propio herido, a enterrar los suspiros que le ocasionó esta decepción y a devorar sus deseos de venganza, como un monje humillado por su prior. Los espíritus mezquinos satisfacen sus sentimientos, buenos o malos, con incesantes pequeñeces. La viuda empleó su malicia de mujer en inventar sordas persecuciones contra su víctima.
Empezó por suprimir las superfluidades introducidas en su pensión. «Basta de pepinillos y boquerones; todo esto no son más que engañabobos», le dijo a Silvia la mañana en que volvió a su antiguo programa. El señor Goriot era un hombre frugal, en quien la parsimonia necesaria a las personas que han hecho ellas mismas su fortuna había degenerado en hábito. La sopa, el hervido, un plato de legumbres, habían sido, habían de ser siempre su comida predilecta. Resultó, pues, difícil a la señora Vauquer atormentar a su huésped, cuyos gustos en modo alguno podía contrariar. Desesperada de encontrar a un hombre inatacable, comenzó a disminuir sus consideraciones para con él, y de este modo hizo que sus huéspedes compartieran su aversión por Goriot, los cuales, por afán de divertirse, coadyuvaron a las venganzas de ella. Hacia el fin del primer año, la viuda había llegado a tal grado de desconfianza, que se preguntaba por qué aquel negociante, que poseía de siete a ocho mil libras de renta, una soberbia platería y joyas tan valiosas como las de una querida, permanecía en casa de ella, pagándole una pensión tan módica en proporción a su fortuna. Durante la mayor parte de este primer año, Goriot había comido a menudo fuera de casa una o dos veces por semana; luego, insensiblemente, llegó al punto de que ya no comió fuera de casa más que dos veces al mes. La señora Vauquer sintióse contrariada al ver la exactitud progresiva con la que su huésped comía en su casa. Estos cambios fueron atribuidos tanto a una lenta disminución de fortuna como al deseo de contrariar a su patrona. Una de las costumbres más detestables de estos espíritus liliputienses es la de suponer sus mezquindades en los demás. Desgraciadamente, al fin del segundo año, el señor Goriot justificó las habladurías de que era objeto al pedir a la señora Vauquer que le dejara pasar al segundo piso y reducir su pensión a novecientos francos. Tuvo necesidad de una economía tan estricta, que no encendió lumbre en la chimenea del aposento de él durante todo el invierno. La viuda Vauquer quiso cobrar por adelantado, a lo que consintió el señor Goriot, a quien ella desde entonces llamó papá Goriot.
Resultaba difícil adivinar las causas de esta decadencia. Como había dicho la falsa condesa, papá Goriot era un socarrón, un taciturno. Según la lógica de las personas de cabeza vacía, todas indiscretas porque no tienen nada que decirse, aquellos que no hablan de sus acciones es porque deben realizar malas acciones. Aquel negociante tan distinguido convirtióse, pues, en un bribón. Según Vautrin, que hacia esa época fue a vivir a la Casa Vauquer, papá Goriot era un hombre que iba a la Bolsa y que, después de haberse arruinado en ella, cometía estafas. O tal vez era uno de esos jugadores que todas las noches van a probar suerte y ganan diez francos en el juego. También hacían de él un espía agregado a la alta política; pero Vautrin pretendía que no era bastante astuto para ello. Papá Goriot era asimismo un avaro que prestaba dinero, un hombre que jugaba a la lotería. Se hacía de él todo cuanto de más misterioso engendran el vicio, la vergüenza y la impotencia. Únicamente que, por innobles que fuesen su conducta o sus vicios, la aversión que inspiraba no llegaba al extremo de que le expulsaran: pagaba su pensión. Además, servía para que cada cual desahogara en él su buen o mal humor por medio de bromas o de broncas. La opinión que parecía más aceptable y que fue generalmente adoptada era la de la señora Vauquer. De oírla a ella, aquel hombre tan bien conservado, sano, y con el cual aún era posible encontrar placer, era un libertino de aficiones extrañas. He aquí sobre qué apoyaba la viuda Vauquer sus calumnias. Unos meses después de la partida de aquella desastrosa condesa que había sabido vivir durante seis meses a sus expensas, una mañana, antes de levantarse, oyó en su escalera el fru-frú de un vestido de seda y el paso gracioso de una mujer joven y ligera que se introducía en la habitación de Goriot, cuya puerta había sido abierta inteligentemente. En seguida vino la gorda Silvia a decirle a su dueña que una joven demasiado linda para ser honrada, vestida como una diosa, calzada con borceguíes hermosos y nuevos, habíase deslizado como una anguila desde la calle hasta su cocina y le había preguntado por el apartamento del señor Goriot.
La señora Vauquer y su cocinera pusiéronse a escuchar y sorprendieron varias palabras tiernamente pronunciadas durante la visita, que duró algún rato. Cuando el señor Goriot acompañó a su dama, la gorda Silvia tomó en seguida su cesta y fingió ir al mercado para poder seguir a la pareja amorosa.
—Señora —díjole a su ama al regresar—, el señor Goriot debe ser endiabladamente rico. Figuraos que en la esquina de la Estrapade había un soberbio carruaje en el que ella montó.
Durante la comida, la señora Vauquer corrió una cortina para impedir que Goriot fuera incomodado por el sol, uno de cuyos rayos caía sobre sus ojos.
—Sois amado por las hermosas, señor Goriot; el sol os busca —dijo aludiendo a la visita que había recibido—. ¡Demonio!, tenéis buen gusto; era muy linda.
—Era mi hija —dijo con una especie de orgullo en el que los huéspedes quisieron ver la fatuidad de un viejo que pretende guardar las apariencias.
Un mes después de esta visita, el señor Goriot recibió otra. Su hija, que la primera vez había llegado en vestido de mañana, vino después de comer y vestida muy elegantemente. Los huéspedes, ocupados en conversar en el salón, pudieron ver una linda rubia, esbelta, graciosa y demasiado distinguida para ser la hija de papá Goriot.
—¡Ya van dos! —dijo la gruesa Silvia, que no la reconoció.
Unos días más tarde, otra joven, alta y bien proporcionada, morena, de cabellos negros y ojos vivos, preguntó por el señor Goriot.
—¡Ya van tres! —dijo Silvia.
Esta segunda hija, que la primera vez había ido a ver a su padre por la mañana, vino unos días más tarde, después de comer, con vestido de baile y en coche.
—¡Ya van cuatro! —dijeron la señora Vauquer y la gruesa Silvia, que no reconocieron en esta gran dama ningún vestigio de la joven vestida sencillamente por la mañana, cuando efectuó su primera visita.
Goriot pagaba aún mil doscientos francos de pensión. La señora Vauquer encontró muy natural que un hombre rico tuviera cuatro o cinco amantes, e incluso le pareció muy inteligente que las hiciera pasar por hijas suyas. No le importaba que las enviase a la Casa Vauquer. Únicamente, como estas visitas le explicaban la indiferencia de su huésped con respecto a ella, permitióse, al comenzar el segundo año, llamarle gato viejo. Finalmente, cuando su huésped cayó en los novecientos francos, le preguntó qué pensaba hacer con su casa, al ver descender a una de aquellas damas. Papá Goriot le respondió que esta dama era su hija mayor.
—Entonces, ¿tenéis treinta y seis hijas? —dijo con acritud la señora Vauquer.
—No tengo más que dos —repuso el huésped con la dulzura de un hombre arruinado que llega a todas las docilidades de la miseria.
Hacia el final del tercer año, papá Goriot redujo aún sus gastos, subiendo al tercer piso y poniéndose a cuarenta y cinco francos de pensión al mes. Prescindió del tabaco, despidió a su peluquero y dejó de ponerse polvos en el pelo. Cuando papá Goriot apareció por primera vez sin empolvar, su patrona dejó escapar una exclamación de sorpresa al advertir el color de sus cabellos, que eran de un gris sucio y verdusco. Su fisonomía, a la que secretas penas habían vuelto insensiblemente más triste de día en día, parecía la más desolada de los comensales. Ya no hubo entonces ninguna duda. Papá Goriot era un viejo libertino cuyos ojos no habían sido preservados de la maligna influencia de los remedios requeridos por sus enfermedades más que por la habilidad de algún médico. El color desagradable de sus cabellos provenía de sus excesos y de las drogas que había tomado para poder continuarlos. El estado físico y moral del buen hombre daba pie para todos estos cuentos. Cuando su ropa estuvo gastada, compró tela de algodón a catorce sueldos la vara para sustituir su fino lino. Sus diamantes, su petaca de oro, su cadena, sus joyas, desaparecieron pieza tras pieza. Había abandonado el traje azul, para llevar, tanto en verano como en invierno, una levita de paño basto marrón, un chaleco de pelo de cabra y un pantalón gris de cuero. Fue enflaqueciendo poco a poco; sus mejillas decayeron; su cara, antes con expresión de felicidad burguesa, se avejentó desmesuradamente; su frente se arrugó, su mandíbula se hizo más destacada. Durante el cuarto año vivido en la calle Neuve-Sainte-Geneviève, ya no parecía el mismo. El antiguo fabricante de fideos, de sesenta y dos años de edad, que no aparentaba más de cuarenta; el burgués gordo y fresco, que tenía algo juvenil en la sonrisa, parecía un septuagenario idiotizado, vacilante. Sus ojos azules tan vivaces asumieron un tono turbio, habían palidecido, ya no lagrimeaban, y su borde rojo parecía llorar sangre. A unos inspiraba horror, a otros compasión. Unos jóvenes estudiantes de medicina, habiendo observado el descenso de su labio inferior y medido su ángulo facial, le declararon afectado de cretinismo. Una tarde, después de comer, habiéndole dicho la señora Vauquer en son de burla: «Y bien, ¿ya no vienen a veros vuestras hijas?», poniendo en duda su paternidad, papá Goriot se estremeció como si su patrona le hubiera pinchado con un hierro.
—Vienen algunas veces —respondió con voz emocionada.
—¡Ah, ah! ¡Las veis aún alguna vez! —exclamaron los estudiantes—. ¡Bravo, papá Goriot!
Pero el anciano no oyó las bromas que su respuesta atraía; había caído en un estado meditabundo que los que le observaban superficialmente tomaban por un abotagamiento senil debido a su falta de inteligencia. Si le hubiesen conocido bien, quizás habríanse sentido vivamente interesados por el problema que presentaba su situación física y moral; pero nada había más difícil.
Aunque hubiera resultado fácil saber si Goriot había sido realmente fabricante de fideos, y cuál era su fortuna, los viejos cuya curiosidad se despertó acerca de él no salían de su barrio y vivían en la pensión como ostras en una roca. En cuanto a las otras personas, el torbellino particular de la vida parisiense les hacía olvidar, al salir de la calle Neuve-Sainte-Geneviève, como a aquellos jóvenes despreocupados, que la árida miseria de papá Goriot y su estúpida actitud eran incompatibles con una fortuna y una capacidad cualesquiera. En cuanto a las mujeres que él llamaba sus hijas, todos compartían la opinión de la señora Vauquer, la cual decía, con la lógica severa que la costumbre de suponerlo todo confiere a las viejas ocupadas en chismorrear: «Si papá Goriot tuviese hijas tan ricas como parecían ser todas las damas que han venido a verle, no estaría en mi casa, en el tercer piso, a cuarenta y cinco francos al mes, y no iría vestido como un pobre». Nada podía desmentir estas deducciones. Así, hacia el final del mes de noviembre de 1819, época en que ocurrió este drama, todos en la pensión tenían ideas muy definidas sobre el pobre anciano. Nunca había tenido hija ni mujer; el abuso de los placeres hacía de él un caracol, un molusco antropomórfico para clasificar entre los casquetíferos, decía un empleado del Museo. Poiret era un águila, un gentleman al lado de Goriot. Poiret hablaba, razonaba, respondía; no decía nada, en realidad, razonando o respondiendo, porque tenía la costumbre de repetir en otros términos lo que los otros decían; pero contribuía a la conversación, parecía sensible; mientras que papá Goriot, decía aún el empleado del Museo, estaba constantemente a cero grados Réaumur.
Eugenio de Rastignac había regresado con una disposición de espíritu que deben haber conocido los jóvenes superiores, o aquellos a los que una posición difícil comunica momentáneamente las cualidades de los hombres selectos. Durante su primer año de estancia en París, el escaso trabajo que requieren los primeros cursos de la Facultad le había dejado la libertad de saborear las delicias visibles del París material.
Un estudiante no tiene demasiado tiempo si quiere conocer el repertorio de cada teatro, estudiar las salidas del laberinto parisiense, conocer las costumbres particulares de la capital, escudriñar los lugares buenos y malos, seguir los cursos que divierten, hacer el inventario de los tesoros de los museos. Un estudiante se apasiona entonces por tonterías que le parecen grandiosas. Tiene su grande hombre, un profesor del colegio de Francia, pagado para mantenerse a la altura de su auditorio. En estas iniciativas sucesivas, ensancha el horizonte de su vida, y acaba concibiendo la superposición de las capas humanas que componen la sociedad. Si ha empezado admirando los coches en los Campos Elíseos un hermoso día de sol, llega pronto a envidiarlos. Eugenio había sufrido este aprendizaje, sin darse cuenta, cuando partió en vacaciones, después de haber obtenido el título de bachiller en letras y de bachiller en derecho. Sus ilusiones de la infancia, sus ideas de provincia habían desaparecido. Su inteligencia modificada, su ambición exaltada le hicieron ver con precisión en medio de la mansión paterna, en el seno de la familia. Su padre, su madre, sus dos hermanas y una tía cuya fortuna consistía en pensiones, vivían en la pequeña finca de Rastignac. Estas tierras, que rentaban unos tres mil francos, se hallaban sometidas a la incertidumbre que rige el producto industrial de la viña, y sin embargo, había que extraer cada año mil doscientos francos para él. La vista de esta constante indigencia que le ocultaban generosamente, la comparación que se vio obligado a realizar entre sus hermanas, que le parecían tan hermosas en su infancia, y las mujeres de París, que habían realizado para él el tipo de una belleza soñado; el porvenir incierto de esta numerosa familia que se apoyaba en él, la parsimoniosa atención con que vio que se recogían las más escasas producciones, la bebida hecha para su familia con las heces de la prensa, en fin, un gran número de circunstancias inútiles de consignar aquí, aumentaron su deseo de prosperar y le dieron sed de distinciones.