Se encuentran allí algunos de esos muebles indestructibles, proscritos en todas partes, pero colocados allí como los desechos de la civilización en los Incurables. Veréis allí un barómetro de capuchino que sale cuando llueve, grabados execrables que quitan el apetito, todos ellos enmarcados en madera negra barnizada con bordes dorados; una estufa verde, quinqués de Argand, en los que el polvo se combina con el aceite, una larga mesa cubierta de tela encerada lo suficientemente grasienta para que un bromista escriba su nombre sirviéndose de su dedo como de un estilo, sillas desvencijadas, pequeñas esteras de esparto, calientapiés medio roto, cuya madera se carboniza. Para explicar hasta qué punto este mobiliario es viejo, podrido, trémulo, roído, manco, tuerto, inválido, expirante, haría falta efectuar una descripción que retardaría con exceso el interés de esta historia, y las personas que tienen prisa no perdonarían. El ladrillo rojo está lleno de valles producidos por el desgaste causado por los pies o por los fondos de color. En fin, allí reina la miseria sin poesía; una miseria económica, concentrada. Si aún no tiene fango, tiene manchas; si no presenta andrajos ni agujeros, va a descomponerse por efecto de la putrefacción.
Esta pieza se halla en todo su lustre en el momento en que, hacia las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer precede a su dueña, salta sobre los bufetes, husmea en ellos la leche contenida en varios potes, y deja oír su ronroneo matutino. Pronto aparece la viuda, con su gorro, bajo el que pende un mechón de pelo postizo, y camina arrastrando sus viejas zapatillas. Su cara avejentada, grasienta, de en medio de la cual brota una nariz como el pico de un loro; sus manos agrietadas, su cuerpo parecido al de una rata de iglesia, su busto demasiado cargado y flotante, se hallan en armonía con esta sala que rezuma desgracia, en la que se ha refugiado la especulación, y cuyo aire cálidamente fétido es respirado por la señora Vauquer sin que le produzca desmayo.
Su rostro fresco como una primera helada de otoño, sus ojos circundados de arrugas, cuya expresión pasa de la sonrisa prescrita a las bailarinas, a la amarga mueca de los usureros, en fin, toda su persona implica la pensión, así como la pensión implica toda su persona. El presidio no se imagina sin el capataz, no puede concebirse el uno sin el otro. La fofa gordura de esta mujer es el producto de esta vida, como el tifus es la consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su vestido, hecho con ropa vieja, resume el salón, el comedor, el jardincillo, anuncia la cocina y hace presentir los huéspedes. Cuando ella está allí, el espectáculo es completo. De una edad de unos cincuenta años, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han tenido desgracias. Tiene los ojos vidriosos, el aire inocente de una callejera que se hace acompañar para hacerse pagar mejor, pero, por otra parte, dispuesta a todo con tal de hacer más agradable su suerte. Sin embargo, es buena mujer en el fondo, dicen los huéspedes, que la creen sin fortuna al oírla gemir y toser como ellos. ¿Quién había sido el señor Vauquer? Ella nunca hablaba del difunto. ¿Cómo había perdido su fortuna? En las desgracias, respondía la señora Vauquer. Se había portado mal con ella, sólo le había dejado los ojos para llorar, aquella casa para vivir y el derecho de no compadecer ningún infortunio, porque, decía, había sufrido todo lo que es posible sufrir. Al oír los pasos de la señora, la gorda Silvia, la cocinera, se apresuraba a servir el desayuno de los huéspedes internos.
Generalmente los huéspedes externos sólo se abonaban a la comida del mediodía, que costaba treinta francos mensuales. En la época en que comienza esta historia, los internos eran en número de siete. El primer piso contenía los dos mejores apartamentos de la casa. La señora Vauquer habitaba el menos considerable, y el otro pertenecía a la señora Couture, viuda de un comisario-ordenador de la República francesa. Tenía consigo a una muchacha llamada Victorina Taillefer, a la que hacía de madre.
La pensión de estas dos señoras ascendía a mil ochocientos francos. Los dos apartamentos del segundo piso estaban ocupados, el uno por un anciano llamado Poiret; el otro por un hombre de unos cuarenta años de edad que llevaba una peluca negra, se teñía las patillas, decíase antiguo negociante y se llamaba señor Vautrin. El tercer piso se componía de cuatro habitaciones, dos de las cuales estaban alquiladas, una a una solterona llamada señorita Michonneau; la otra a un antiguo fabricante de fideos, pastas de Italia y de almidón, el cual dejaba que le llamaran papá Goriot. Las otras dos habitaciones estaban destinadas a los pájaros de paso, a esos desdichados estudiantes que, como papá Goriot y la señorita Michonneau, no podían destinar más que cuarenta y cinco francos mensuales a su sustento y a su alojamiento; pero la señora Vauquer deseaba poco su presencia y sólo les tomaba cuando no hallaba algo mejor: comían demasiado pan. En este momento, una de las dos habitaciones pertenecía a un joven venido de los alrededores de Angulema a París para estudiar leyes, y cuya numerosa familia se sometía a las más duras privaciones con objeto de poder enviarle mil doscientos francos anuales. Eugenio de Rastignac, que tal era su nombre, era uno de esos jóvenes que han sido forjados por la desgracia, que comprenden desde su infancia las esperanzas que sus padres depositan en ellos, y que se preparan un hermoso porvenir calculando ya el alcance de sus estudios y adaptándolos de antemano al movimiento futuro de la sociedad. Sin sus observaciones curiosas y la habilidad con la cual supo presentarse en los salones de París, este relato no poseería los matices de veracidad que sin duda deberá a su inteligencia sagaz y a su deseo de penetrar los misterios de una situación espantosa tan cuidadosamente ocultada por los que la habían creado como por el que padecía los efectos de la misma.
Encima de este tercer piso había un desván para tender la ropa y dos buhardillas en las que dormían un jornalero llamado Cristóbal y la gorda Silvia, la cocinera.
Además de los siete internos, la señora Vauquer tenía, alguno que otro año, ocho estudiantes de derecho o de medicina, y dos o tres hombres que vivían en el barrio y que sólo estaban abonados para la comida. La sala podía tener dieciocho personas a comer y podía admitir una veintena; pero por la mañana sólo se encontraban siete huéspedes cuya reunión ofrecía durante el desayuno el aspecto de una comida en familia. Cada cual bajaba en zapatillas, permitíase observaciones confidenciales sobre el modo de vestir o sobre el aire de los externos y sobre los acontecimientos de la noche anterior, expresándose con la confianza de la intimidad. Estos siete huéspedes eran los niños mimados de la señora Vauquer, la cual les medía con precisión de astrónomo los cuidados y las atenciones, conforme al importe de sus pensiones. Una misma consideración afectaba a esos seres reunidos por el azar. Los dos inquilinos del segundo sólo pagaban mil doscientos francos anuales. Esta pensión tan barata, que sólo se encuentra en el barrio de Saint-Marcel, entre la Bourbe y la Salpêtrière, y de la que constituía excepción la señora Couture, revela que estos huéspedes debían hallarse bajo el peso de desgracias más o menos manifiestas. Así, el espectáculo desolador que ofrecía el interior de aquella casa repetíase en el vestido de sus habituales, igualmente míseros. Los hombres llevaban levitas cuyo color habíase hecho problemático, zapatos como los que se arrojan en el rincón de los guardacantones de los barrios elegantes, vestiduras raídas. Las mujeres llevaban ropa gastada, reteñida, desteñida, viejos encajes zurcidos, guantes lustrosos por el uso. Si tal era la indumentaria, casi todas esas personas mostraban unos cuerpos sólidamente construidos, constituciones que habían resistido las tormentas de la vida, caras frías, duras, borradas como las de los escudos desmonetizados. Las bocas marchitas estaban armadas de dientes ávidos. Estos huéspedes hacían presentir dramas consumados o en acción; no esos dramas representados a la luz de las candilejas, entre telas pintadas, sino dramas vivientes y mudos, dramas helados que removían cálidamente el corazón, dramas continuos.
La vieja señorita Michonneau llevaba sobre sus ojos fatigados una visera grasienta de tafetán verde, con un borde de alambre de latón que habría asustado al ángel de la Piedad. Su chal de franjas delgadas y lloronas parecía cubrir un esqueleto, tan angulosas eran las formas que cubría. ¿Qué ácido había despojado a aquella criatura de sus gracias femeninas? Debía de haber sido linda y bien proporcionada. ¿Había sido el vicio, la pena, la codicia? ¿Había amado demasiado, había sido una cortesana? ¿Expiaba los triunfos de una juventud insolente que había sido sustituida por una vejez ante la cual huían los transeúntes? Su mirada daba escalofríos, su rostro era amenazador. Tenía la voz estridente de una cigarra que grita en su mata al acercarse el invierno. Decía haber cuidado a un señor anciano aquejado de un catarro en la vejiga y abandonada por sus hijos, que la creyeron sin recursos. Aquel viejo le había legado mil francos de renta vitalicia, periódicamente disputados por los herederos, de cuyas calumnias era objeto. Aunque el juego de las pasiones hubiera causado estragos en su rostro, se hallaban todavía en él vestigios de una blancura y de una delicadeza que permitían suponer que el cuerpo conservaba algunos restos de belleza.
El señor Poiret era una especie de mecánico. Al verle extenderse como una sombra gris a lo largo de una avenida del Jardín Botánico, la cabeza cubierta con una vieja gorra, sosteniendo apenas en la mano su bastón de puño de marfil amarillento, dejando flotar su levita que ocultaba mal un pantalón casi vacío, y unas piernas cubiertas con medias azules, mostrando su sucio chaleco blanco y su corbata mal anudada alrededor de su cuello de pavo, muchas personas se preguntaban si aquella sombra chinesca pertenecía a la raza audaz de los hijos de Jafet que mariposean por el bulevar italiano. ¿Qué trabajo había podido reducirle a tal estado? ¿Qué pasión había consumido su rostro? ¿Qué había sido?
Quizás había sido empleado en el Ministerio de Justicia, en la oficina a la que los ejecutores de obras envían sus memorias de gastos, la cuenta de los suministros de velos negros para los parricidas, bramante para los cuchillos. Quizás había sido cobrador a la puerta de un matadero, o subinspector de higiene. En fin, aquel hombre parecía haber sido uno de aquellos asnos de nuestra gran noria social, un pivote alrededor del cual habían girado los infortunios o las suciedades públicas, en fin, uno de esos hombres de los que al verles decimos: «Es preciso, sin embargo, que haya también tipos así». El bello París ignora esos rostros lívidos de sufrimientos morales o físicos. Pero París es un verdadero océano. Echad la sonda en él, y nunca llegaréis a conocer su profundidad. Recorredlo, describidlo; por mucho cuidado que pongáis en recorrerlo, en describirlo; por muy numerosos que sean y por muy grande que sea el interés que tengan los exploradores de ese mar, siempre se encontrará en él un lugar virgen, un antro desconocido, unas flores, unas perlas, monstruos, algo inaudito, olvidado por los buceadores literarios. La Casa Vauquer es una de esas monstruosidades curiosas.
Dos figuras formaban allí un sorprendente contraste con la masa de los huéspedes y de los habituales. Aunque la señorita Victorina Taillefer tuviera una blancura enfermiza parecida a la de las jóvenes afectadas de clorosis, y aunque se uniera al sufrimiento general que constituía el fondo de este cuadro, por una tristeza habitual, por un aire taciturno, sin embargo, su rostro no era viejo, sus movimientos y su voz eran ágiles. Aquella joven calamidad parecía un arbusto de hojas amarillentas, recién plantado en un terreno adverso. Sus cabellos de un rubio oscuro y su cintura en exceso delgada expresaban aquella gracia que los poetas modernos encontraban en las estatuillas de la Edad Media. Sus ojos grises expresaban una dulzura, una resignación cristianas. Sus vestidos sencillos, poco caros, revelaban formas juveniles. Era linda por yuxtaposición.
De haber sido feliz, habría sido encantadora: la felicidad es la poesía de las mujeres, tal como la «toilette» es el afeite. Si la alegría de un baile hubiera reflejado sus rosados matices sobre aquella cara pálida; si las dulzuras de una vida elegante hubieran llenado, hubieran teñido de carmín aquellas mejillas ya ligeramente sumidas; si el amor hubiera reanimado aquellos ojos tristes, Victorina habría podido competir con las más hermosas jóvenes. Le faltaba lo que crea por segunda vez a la mujer, los trapos y los billetes amorosos. Su historia habría suministrado tema para un libro. Su padre creía tener razones para no reconocerla, negábase a tenerla a su lado, no le concedía más que seiscientos francos al año, y había alterado su fortuna para poderla transmitir íntegramente a su hijo. Parienta lejana de la madre de Victorina, que en otro tiempo había ido a morir de desesperación a su casa, la señora Couture cuidaba de la huérfana como si fuera hija suya. Desgraciadamente la viuda del comisario-ordenador de los ejércitos de la República no poseía en el mundo más que su viudedad y su pensión; podía un día dejar a aquella pobre criatura, sin experiencia y sin recursos, a merced del mundo. La buena mujer llevaba a Victorina a misa todos los domingos, a confesar cada quince días, con objeto de hacer de ella una joven piadosa. Tenía razón. Los sentimientos religiosos ofrecían un porvenir a aquella pobre niña, que amaba a su padre, que cada año se dirigía a su casa para llevar el perdón de su madre, pero que todos los años encontraba la puerta de la casa paterna inexorablemente cerrada. Su hermano, único mediador, no había ido ni una sola vez a verla en cuatro años, y no le enviaba ningún recurso. Rogaba a Dios que abriera los ojos de su padre, que ablandase el corazón de su hermano, y rezaba por ellos sin acusarlos. La señora Couture y la señora Vauquer no encontraban en el diccionario bastantes injurias para calificar este bárbaro proceder. Cuando ellas maldecían a aquel millonario infame, Victorina dejaba oír palabras dulces, parecidas al canto de la paloma torcaz herida, cuyo grito de dolor expresa aún el temor.
Eugenio de Rastignac poseía un rostro muy meridional, la tez blanca, cabellos negros, ojos azules. Sus maneras, su actitud habitual denotaban al hijo de una familia noble, en la que la educación primera sólo había comportado tradiciones de buen gusto. Aunque trataba muy bien sus trajes, aunque durante los días laborables acababa de gastar las prendas de vestir del año anterior, sin embargo, algunas veces podía salir vestido como un joven elegante. Generalmente llevaba una levita vieja, un mal chaleco, la corbata negra, raída, mal anudada, del estudiante, un pantalón que hacía juego con todo lo anterior, y unas botas remendadas.