Papá Goriot (26 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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Con objeto de abandonar su pensión maloliente, innoble, en la que se humillaban periódicamente sus pretensiones, ¿no hacía falta pagar un mes a su patrona y comprar muebles para su apartamento de dandy? Era siempre algo imposible. Si, a fin de procurar el dinero necesario para su juego, Rastignac sabía comprar en casa de su joyero relojes y cadenas de oro que luego llevaba al Monte de Piedad, ese sombrío y discreto amigo de la juventud, se encontraba sin inventiva y sin audacia cuando se trataba de pagar la comida, el alojamiento o de comprar los accesorios indispensables para la explotación de la vida elegante. Una necesidad vulgar, deudas contraídas para necesidades satisfechas, ya no le inquietaban. Como la mayor parte de aquellos que han conocido esta vida de azar, aguardaba hasta el último instante para saldar créditos sagrados a los ojos de los burgueses, como hacía Mirabeau, que no pagaba el pan hasta que se le presentaban bajo la forma apremiante de una letra de cambio. Hacia esa época, Rastignac había perdido el dinero y se había cubierto de deudas. El estudiante empezaba a comprender que le sería imposible continuar esta existencia sin tener recursos fijos. Pero, aun gimiendo bajo los punzantes efectos de su precaria situación, sentíase incapaz de renunciar a los goces excesivos de esta vida y quería continuarla a toda costa. Los azares con los que había contado para su fortuna hacíanse quiméricos, y los obstáculos reales iban en aumento. Al iniciarse en los secretos domésticos del señor y de la señora de Nucingen habíase dado cuenta de que, para convertir el amor en instrumento de fortuna, era preciso haber perdido toda la vergüenza y renunciar a las nobles ideas que constituyen la absolución de las faltas de la juventud. Esta vida exteriormente espléndida, pero roída por todos los gusanos del remordimiento y cuyos fugaces placeres eran expiados por persistentes angustias, la había abrazado resueltamente Eugenio, y se revolcaba en ella, haciendo, como el Distraído de La Bruyère, un lecho en el fango; pero, como el Distraído, todavía no manchaba más que su vestido.

—¿De modo que hemos dado muerte al mandarín? —le dijo un día Bianchon al levantarse de la mesa.

—Todavía no, pero se encuentra en sus estertores.

El estudiante de medicina tomó estas palabras como una broma, pero no era tal. Eugenio, que desde hacía tiempo comía por primera vez en la pensión, habíase mostrado pensativo durante la comida. En vez de marcharse, después de los postres, quedóse en el comedor, sentado al lado de la señorita Taillefer, a la cual lanzó de vez en cuando miradas expresivas. Algunos huéspedes estaban aún sentados a la mesa comiendo nueces, otros se paseaban continuando discusiones empezadas. Como casi todas las tardes, cada cual se marchaba cuando le parecía, según el grado de interés que tomaba en la conversación o según la mayor o menor pesadez que le causaba su digestión. En invierno era raro que el comedor fuera completamente evacuado antes de las ocho, momento en el que las cuatro mujeres permanecían solas y se vengaban del silencio que su sexo les imponía en medio de aquella reunión masculina. Intrigado por la preocupación de que Eugenio daba muestras, Vautrin permaneció en el comedor, aunque al principio hubiera parecido que tenía prisa en salir y se mantuvo constantemente de un modo que Eugenio no le viera y creyera que se había marchado. Después, en vez de acompañar a aquellos huéspedes que fueron los últimos en marcharse, se quedó en el salón. Había leído en el alma del estudiante y presentía un síntoma decisivo. Rastignac se encontraba en efecto en una situación perpleja que muchos jóvenes han debido conocer. Amante o coqueta, la señora de Nucingen había hecho pasar a Rastignac por todas las angustias de una pasión verdadera, desplegando para con él los recursos de la diplomacia femenina de moda en París. Después de haberse comprometido a los ojos de la gente para establecer cerca de ella al primo de la señora de Beauséant, vacilaba en darle realmente los derechos de los que él ya parecía disfrutar.

Desde hacía un mes excitaba tanto los sentidos de Eugenio, que había acabado ya atacándole también el corazón. Si en los primeros momentos de sus relaciones el estudiante había creído ser el dueño, la señora de Nucingen habíase convertido en la más fuerte, con ayuda de aquellas maniobras que ponían en movimiento en Eugenio todos los sentimientos, buenos o malos, de los dos o tres hombres que coexisten en un joven de París. ¿Era esto un cálculo por parte de ella? No; las mujeres son siempre sinceras, incluso en medio de sus mayores falsedades, porque ceden a algún sentimiento natural. Quizá Delfina, después de haber dejado que sobre ella tomara tanto imperio aquel joven y haberle demostrado un afecto excesivo, obedecía a un sentimiento de dignidad que hacía que retrocediese en sus concesiones o se complaciera en suspenderlas. ¡Es tan propio de una parisiense, en el momento en que una pasión la arrastra, el vacilar en su caída, el querer probar el corazón de aquél a quien va a entregar su porvenir! Todas las esperanzas de la señora de Nucingen habían sido traicionadas una sola vez y su fidelidad por un joven egoísta acababa de ser pagada con ingratitud. Tenía todo el derecho de ser desconfiada. Quizás había advertido en las maneras de Eugenio, al que su rápido éxito había engreído, una especie de falsa estima ocasionada por lo extraño de la situación de ambos. Sin duda deseaba parecer imponente a un hombre de esa edad y encontrarse grande delante de él después de haber sido durante mucho tiempo pequeña delante de aquel que la había abandonado. No quería que Eugenio la creyera una conquista fácil, precisamente porque sabía que había pertenecido a De Marsay. En fin, después de haber sufrido el degradante placer de un verdadero monstruo, de un joven libertino, era tanto el goce que experimentaba al pasearse por las floridas regiones del amor, que constituía sin duda un encanto para ella el admirar todos sus aspectos, escuchar durante mucho tiempo sus estremecimientos y dejarse acariciar mucho tiempo por castas brisas. El verdadero amor expiaba las faltas del mal amor.

Este contrasentido será desgraciadamente frecuente en tanto los hombres no sepan cuántas flores destrozan en el alma de una joven los primeros golpes del engaño. Fueran cuales fueran sus razones, el caso es que Delfina se burlaba de Rastignac y se complacía en burlarse de él, sin duda porque se sabía amada y estaba segura de poder hacer cesar las angustias de su amante conforme a su real capricho de mujer. Por respeto a sí mismo, Eugenio no quería que su primer combate terminara en una derrota, y persistía en su conducta, como un cazador que quiere absolutamente matar una perdiz en su primera salida. Sus ansiedades, su amor propio herido, sus desesperaciones, falsas o verdaderas, le ataban cada vez más a aquella mujer. Todo París creía que tenía relaciones íntimas con la señora de Nucingen, cerca de la cual no se hallaba en situación más avanzada que el primer día en que la había visto. Ignorando aún que la coquetería de una mujer ofrece a veces más beneficios que placer concede su amor, entregábase a insensatos accesos de rabia. Si el período durante el cual una mujer se resiste al amor ofrecía a Rastignac el botín de sus primicias, éstas le resultaban tan costosas como verdes, agridulces y deliciosas al paladar. A veces, viéndose sin un céntimo, sin porvenir, pensaba, a pesar de la voz de su conciencia, en las oportunidades de fortuna cuya posibilidad le había mostrado Vautrin en una boda con la señorita Taillefer. Ahora bien, se encontraba entonces en un momento en el que la miseria le hablaba con voz tan alta, que cedió casi involuntariamente a los sacrificios de la terrible esfinge por las miradas de la cual se sentía a menudo fascinado. En el momento en que Poiret y la señorita Michonneau volvieron a subir a sus respectivos aposentos, creyendo Rastignac que se encontraba solo entre la señora Vauquer y la señora Couture, que estaba haciéndose unas mangas de lana, cabeceando el sueño junto a la estufa, miró a la señorita Taillefer de un modo lo suficientemente tierno como para hacer que ésta bajase los ojos.

—¿Acaso tenéis alguna pena, señor Eugenio? —le dijo Victorina tras un momento de silencio.

—¡Qué hombre no las tiene! —respondió Rastignac—. Si estuviésemos seguros, nosotros, los jóvenes, de ser amados, con una abnegación que nos recompensase de los sacrificios que en todo momento estamos dispuestos a hacer, quizá no tendríamos nunca penas.

La señorita Taillefer le dirigió, por toda respuesta, una mirada que no era equívoca.

—Vos, señorita, vos os creéis hoy segura de vuestro corazón; ¿pero responderíais de que éste no habría de cambiar nunca?

Una sonrisa vagó por los labios de la pobre muchacha, romo un rayo de sol que brotase de su alma, e hizo brillar de tal modo su semblante, que Eugenio tuvo miedo de haber provocado una tan viva explosión de sentimiento.

—Si mañana fueseis rica y dichosa, si una inmensa fortuna os cayera de las nubes, ¿seguiríais amando al joven pobre que os había agradado en vuestros momentos de apuro?

La muchacha hizo con la cabeza un gracioso movimiento de afirmación.

—¿Un joven que fuese muy desgraciado?

Nuevo movimiento.

—¿Qué tonterías estáis diciendo ahí? —exclamó la señora Vauquer.

—Dejadnos —respondió Eugenio—; nosotros nos entendemos.

—¿Habrá entonces promesa de matrimonio entre el señor Eugenio de Rastignac y la señorita Victorina Taillefer? —dijo Vautrin con su voz de bajo apareciendo de pronto a la puerta del comedor.

—¡Ah!, me habéis asustado —dijeron a una la señora Couture y la señora Vauquer.

—Podría escoger peor —respondió riendo Eugenio, a quien la voz de Vautrin causó la más cruel emoción que jamás había experimentado.

—¡Nada de bromas pesadas, caballeros! —dijo la señora Couture—. Vamos, hijita, subamos a nuestra habitación.

La señora Vauquer siguió a sus dos huéspedes con objeto de ahorrar luz y lumbre pasando la velada en la habitación de ellas. Eugenio se encontró solo, frente a frente, con Vautrin.

—Ya sabía yo que llegaríais a esto —le dijo aquel hombre mirándole con imperturbable sangre fría—. Pero habéis de saber que tengo tanta delicadeza como cualquier otra cosa. No os decidáis en este momento, porque no os encontráis en vuestra situación normal. Tenéis dudas. No quiero que sea la pasión, la desesperación, sino la razón la que os determine a venir a mí. Quizás os hagan falta mil escudos. Tomad. ¿Los queréis?

Aquel demonio sacó de su bolsillo una cartera, de la cual extrajo tres billetes que agitó delante de los ojos del estudiante. Eugenio se encontraba en la más cruel de las situaciones. Debía al marqués de Ajuda y al conde de Trailles cien luises perdidos bajo su palabra. No los tenía, y no se atrevía a ir a pasar la velada en casa de la señora de Restaud, donde se le estaba esperando. Era una de esas veladas sin ceremonia, en las que se comen pastelitos, se bebe té, pero pueden perderse seis mil francos al juego del
whist
.

—Caballero —le dijo Eugenio disimulando a duras penas un temblor convulsivo—, después de lo que me habéis contado, debéis comprender que me es imposible estaros obligado en algo.

—Bien, me habríais dado un disgusto si me hubieseis hablado de otro modo —repuso el tentador—. Sois joven, guapo, delicado, orgulloso como un león y dulce como una muchacha. Seríais una buena presa para el diablo. Me gusta esta cualidad de los jóvenes. Todavía otras dos o tres reflexiones de alta política y veréis el mundo tal como es. Al representar algunas escenas de virtud, el hombre superior satisface todas sus fantasías con grandes aplausos de parte de los tontos de la galería. Dentro de unos días estaréis con nosotros. ¡Ah!, si quisierais ser mi alumno, os haría llegar a todas partes. No formularíais un deseo que no fuera satisfecho al instante, fuese cual fuese: honor, fortuna, mujeres. Toda la civilización se os convertiría en ambrosía. Seríais nuestro niño mimado, nuestro Benjamín, nos mataríamos por daros gusto. Todo lo que fuera para vos un obstáculo quedaría allanado. Si conserváis escrúpulos, ¿me tomáis, entonces, por un malvado? Pues, bien, un hombre que tenía tanta honradez como vos queréis tener, el señor de Turenne, efectuaba, sin creerse por ello comprendido, pequeños negocios con bandidos. No queréis estar obligado a mí en nada, ¿verdad? Tomad este dinero —añadió Vautrin sonriendo— y escribid ahí: «Aceptado por la suma de tres mil quinientos francos a pagar en un año». Y añadid la fecha. El interés es bastante subido para quitaros todo escrúpulo; podéis llamarme judío, y podéis considerarme como un ingrato. Permito que me despreciéis aún hoy, con la seguridad de que más tarde vais a quererme. Encontraréis en mí esos inmensos abismos, esos vastos sentimientos concentrados que los tontos llaman vicios; pero nunca me encontraréis cobarde ni ingrato. En fin, no estoy ni borracho ni loco, pequeño.

—¿Qué clase de hombre sois, entonces? —exclamó Eugenio—. Habéis sido creado para atormentarme.

—Soy un buen hombre que quiere ensuciarse para que vos estéis al abrigo del barro por el resto de vuestros días. ¿Me preguntáis por qué tengo tanto interés? Bien, algún día os lo diré suavemente al oído. Ante todo os he sorprendido mostrándoos el carillón del orden social y el juego de la maquinaria; pero vuestro primer susto se os pasará como el del soldado en el campo de batalla, y os acostumbraréis a la idea de considerar a los hombres como soldados decididos a morir al servicio de aquellos que se consagran reyes a sí mismos. Los tiempos han cambiado mucho. En otro tiempo se le decía a un valiente: «Ahí tienes cien escudos y me matas a fulano de tal», y uno cenaba tranquilamente después de haber liquidado a un hombre por un quítame allá esas pajas. Hoy os propongo datos una hermosa fortuna a cambio de un gesto que en nada os compromete y aún dudáis. Este siglo es un siglo blando.

Eugenio firmó el papel que le presentó Vautrin y recibió de éste los billetes de banco.

—Veamos —dijo Vautrin—. Voy a partir dentro de unos meses hacia América para ir a plantar mi tabaco. Os enviaré los cigarros de la amistad. Si llego a ser rico os ayudaré. Si no tengo hijos (que es lo más probable, porque no tengo intención de reproducirme), os legaré mi fortuna… ¿No es esto ser amigo de un hombre? Pero es que yo os quiero. Siento la pasión de sacrificarme por otro. Ya lo he hecho. ¿Sabéis?, yo vivo en una esfera más elevada que la de los otros hombres. Considero las acciones como medíos, y no veo más que el fin. ¿Qué es un hombre para mí? ¡Esto! —dijo haciendo chasquear la uña de su pulgar bajo uno de sus dientes—. Un hombre es todo o nada. Es menos que nada cuando se llama Poiret: se le puede aplastar como una chinche y apesta. Pero un hombre es un dios cuando se os parece: ya no es una máquina cubierta por la piel, sino un teatro en el que se suscitan los más bellos sentimientos, y yo no vivo más que por los sentimientos ¿Un sentimiento no es acaso el mundo en un pensamiento? Ved a papá Goriot: sus dos hijas son para él todo el universo, son el hilo mediante el cual él se guía a través del laberinto de la creación. Bien; para mí, que conozco la vida, no existe más que un sentimiento real, una amistad de hombre a hombre. Pierre y Jaffier, he ahí mi pasión. Me sé de memoria la
Venecia salvada
. ¿Habéis visto a muchas personas con arrestos suficientes como para, cuando un compañero dice: «¡Vamos a enterrar un cadáver!», ir a enterrarlo en seguida, sin pensarlo más? Yo he hecho esto. No hablaría así a todo el mundo. Pero vos sois un hombre superior, se os puede decir todo, todo lo comprendéis. Vos os casaréis. Saquemos nuestras puntas. La mía es de hierro y nunca se ablanda. ¡Je, je!

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