No se equivocó; se trataba también esta vez de una noble, una condesa, nada menos y extranjera; no le faltaba nada para su vanidad.
La condesa Evelina Hanska, la nueva aventura del escritor, estaba casada; era, con su esposo, propietaria de grandes posesiones en el país de su marido y aficionada a las letras.
La carta de la condesa fue el origen de una correspondencia entre los dos que después se ha hecho famosa.
Las deudas continuaban persiguiéndole, y los acreedores atormentándole, pero él no cejaba, y recurría a todo, en su afán de conseguir dinero —el dinero lo era todo—, y más adelante haría un viaje a Cerdeña para la explotación de unas minas de plata —verdaderamente parece una fábula inventada por él— con la cual, siempre en su imaginación, había de enriquecerse.
Tuvo estos días problemas con las autoridades, por no haber cumplido su servicio —no tenía tiempo— en la Guardia Nacional, lo que le costó incluso algunos días de cárcel. Volvió a la manía de editar —siempre en pos del dinero— y adquirió «La Chronique de Paris», llamando a colaborar a los jóvenes de más prestigio y entre ellos a Gautier. Sus deudas ascendieron con esta nueva empresa a 140.000 francos.
Su vida, contrariamente a lo que puede creerse, era la de un potentado. Llevaba una existencia de dandismo, de elegancia y ostentación; se le habían abierto las puertas de los salones y de las casas más famosas de París, y se le invitaba en todas partes; había ampliado el piso de la calle Cassini, adquirido, desde luego, a crédito, así como los muebles, las carrozas —no prescindía de nada— y los caballos; vestía con una refinada elegancia, ya sabemos la importancia que daba al vestir —tampoco pagaba al sastre— y asistía a todas las funciones de la ópera.
El amor de la condesa Hanska no fue obstáculo para que mantuviese relaciones con otra mujer —aquélla, de momento, estaba demasiado lejana—; era ésta también condesa; ya no se trataba más que con gentes de alcurnia y damas de la alta sociedad, que le escribían y le invitaban, y de la cual se sintió, según su manera, enamorado con locura.
Se trataba esta vez de la condesa Sara Guidoboni Visconti, beldad famosa, a la que conoció en una fiesta en casa de la condesa Apponyi embajadora de Austria.
En este tiempo Balzac había alquilado un apartamento secreto en la calle de «les Batailles», a nombre de Viuda Durand, «
para huir
, se ha escrito,
de los acreedores, para evitar su arresto por la Guardia Nacional, y para recibir a la Guidoboni
». con lo cual vemos que continuaba bastante alejado de los consejos que daba a Gautier sobre el trato con las mujeres y que obraba aquí como el mal predicador.
Todavía, en este tiempo, hemos de añadir dos mujeres más a la lista de sus aventuras, y las dos —no podía ser de otro modo— importantes y ricas. Fue una, Olimpia Pellisier, y la otra, la duquesa de Abrantés; mantuvo con ellas relaciones más o menos íntimas, y aunque no tuviesen en su vida la importancia de las otras, sobre todo, de la Hanska, como veremos, no dejaron de ocupar su tiempo y distraerle de sus agobios económicos, de sus continuos sobresaltos y persecuciones.
En este momento, murió la señora de Berny, la fiel compañera de tantos años. Balzac no pudo dejar de sentir la desaparición de aquella mujer que le había guardado fidelidad —ella sí— y que había permanecido a su lado, ayudándole siempre, hasta la hora de su muerte.
Todavía en estos últimos años, en los momentos de abatimiento, lo hemos visto, iba a verla y pasaba temporadas en su casa, donde incluso trabajó muchas veces en la novela de turno. Tal vez para llenar el vacío, para distraerse de la pena —es de presumir que la sintió—, emprendió Balzac un viaje por Italia.
Estuvo en Turín por algo relacionado con los Guidoboni y en otras ciudades de Italia, de la que se sintió también enamorado, y más adelante en Milán, donde visitó a Manzoni.
Tras esto volvió a París, y en él, a su combate.
Se le buscaba a causa de unas letras presentadas al cobro durante su ausencia, y se repitió una vez más el gesto de la señora de Berny. La enamorada de turno, la Guidoboni, le ocultó en su casa, en los Campos Elíseos, donde permaneció algún tiempo; descubierto al fin el escondrijo —este tono de folletín debió de entusiasmarle— la condesa le ayudó a salir del apuro prestándole la suma debida. Pero tampoco esto le inspiró prudencia.
Apenas salido de este apuro, le vemos adquiriendo un terreno en una finca llamada «les Jardies», junto a la carretera de Versalles, que, naturalmente, quedó sin pagar.
Lo adquirió, al parecer, con la intención de hacer negocio, pero el negocio llevaba la marca de los negocios de él, y no sólo no haría ganancias sino que, por el contrario, sería causa de nuevas deudas.
De vez en cuando, se refugiaba en casa de unos amigos —siempre tenía una invitación a punto, una casa nueva donde pasar unos días—; no tenía ya a la señora de Berny, y esta vez lo hizo en las casas de otros amigos; pasó una temporada en Fragussil, como huésped de Carraud, y en seguida después, en Nohan, con George Sand. En estos días se pasaba la vida ocultándose, ya en las casas de sus amigos, ya en viajes al extranjero; por ejemplo, el que emprendería muy pronto con la condesa, «la Extranjera», que había ya dejado de serlo.
No había pagado el terreno de «les Jardies», pero no importaba; en este tiempo se hacía construir allí una casa, mientras salía, nos dicen, de viaje para Cerdeña con la idea de explotar las minas de plata de que hemos hablado antes; sin duda pensaba pagar la casa con el producto de estas minas, tan imaginario como, al parecer, lo eran las minas. Vuelto a París, dejó los alojamientos de la calle Cassini y la calle Batailles, y pasó a vivir en la casa de su propiedad —cuando pagase las deudas—, ya terminada, en «les Jardies». En ella se instaló como lo hacía ahora, a lo grande, y recibiendo a sus amigos, todos hombres famosos, entre ellos Víctor Hugo; también a León Gurlan, que escribiría sobre él uno de los libros, si no el más amable, uno sin duda de los de mayor interés, por los pormenores y las anécdotas de la vida íntima del escritor.
Resolvió, al fin Balzac, vender la casa, con lo que pagó una parte de las deudas, y se instaló en la calle Baja de Passy, donde tuvo por algún tiempo a su madre.
Su tarea, sin embargo, no se interrumpía; preparaba la edición de sus obras, reunidas bajo el título genérico «La Comedia Humana» y escribía —una vez aún— para el teatro; su actividad no conocía reposo; escribía en todas partes; lo hacía en casa de la señora de Berny, en casa de la Guidoboni en el tiempo en que le tuvieron escondido, y ni siquiera, en el poco tiempo que estuvo en la cárcel —en la misma cárcel—, dejó un momento de trabajar.
No obstante, entre tanta actividad, entre este incesante ir y venir de un piso a otro, de una casa a otra, entre aventuras más o menos durables, venía ya desde tiempo persiguiendo una ilusión y lo hacía también sin descanso, a través de las borrascas y los días de sol, de las noches y los días, y esta ilusión había sido motivo ya de algunos viajes: era la condesa Hanska.
Había terminado la hora de la correspondencia y había llegado la hora de «perder el tiempo», como decía él del trato con las mujeres.
Hacía tiempo que se había descorrido el velo y el misterio de «la Extranjera» había dejado de ser misterio. Se habían quitado las caretas. Un tiempo antes ella le había escrito que estaba en Ginebra y él corrió a Ginebra para conocerla; fue un encuentro decisivo y principio de una segunda parte en aquellas relaciones, que habían al fin de terminar en matrimonio, lo que él no hubiera osado creer.
Su existencia era en este tiempo más agitada aún, si cabía. Continuaba trabajando igual y con la misma furia, como un forzado; pasaba a menudo noches enteras con la pluma en la mano. Cuando se dormía, o sentía el cansancio, se ayudaba con tazas de café, que sorbía en grandes cantidades; no era de extrañar, con esto, que su fortaleza empezara a resentirse, con los primeros síntomas de debilidad y también con una inclinación más fuerte hacia «la Extranjera», como si buscase en ella el reposo, el descanso de la batalla.
En estos días se produjo un hecho que dio aliento a su sueño y fue la muerte del esposo de la condesa, el conde Hanska, ocurrida en el mes de noviembre de 1841.
Poco después se trasladaba Balzac a San Petersburgo, donde permaneció tres meses, siempre con ella, recomenzado el idilio, si puede hablarse de idilio, porque é1 era ya un anciano y se sentía agotado y enfermo, y tampoco la condesa era una niña.
Hablaron de matrimonio; había aquí un impedimento; se necesitaba la autorización del Zar y no sería fácil conseguirla.
Se separaron, pero no pasó mucho tiempo sin que volvieran a reunirse, esta vez en Dresde, tras la publicación de su obra
Modesta Mignon
dedicada a la condesa, que le había sugerido el tema.
La condesa había ido a Dresde para el casamiento de su hija con el conde Misrech; los jóvenes esposos partían para su viaje de bodas. Balzac y la condesa partían a su vez para un viaje parecido a través de Bélgica y Holanda y acompañaban después a los esposos hasta Roma y Nápoles.
Debieron de ser los días más felices de su vida, y por un momento, se habría olvidado de sus deudas, de sus trabajos; debió de sentirse feliz.
Hizo aún otro viaje a Italia para reunirse con ella y poco después fue ella la que, por primera vez, iba a París.
Lo hacía para reponerse de una enfermedad, consecuencia al parecer del parto de un hijo, nacido muerto, y al que habían puesto el nombre de Víctor Honoré.
Los hechos iban acercándose a su fin. Balzac había adquirido últimamente una casa en la calle «Fortunee», hoy de Balzac, que amuebló con todo lujo con la intención de instalarse en ella con su amada una vez que se hubiesen casado.
Hizo un nuevo viaje, esta vez a Kiev, donde la condesa, ya repuesta de su enfermedad, le estaba esperando; permaneció algún tiempo con su amada, en sus posesiones, y escribió un interesante relato del viaje; se publicó el relato, con nuevas obras, que iban apareciendo sin cesar, mientras continuaban también publicándose los volúmenes de la «Comedia Humana».
Cuando Balzac regresó a París había estallado la Revolución; Luis Felipe caía del trono; Balzac intentó, por última vez, intervenir en política; se presentó diputado por la Asamblea con el consiguiente fracaso.
Por estos días volvió al teatro —un sueño perseguido a través de toda su vida—; lo hizo con su obra
La Maratre
, consiguiendo esta vez un señalado éxito.
Todo lo que tocaba ahora, puede decirse que, en sus manos, se convertía en oro; allí donde iba, escribiese lo que escribiera, le seguía el éxito infaliblemente. Era tal vez la señal del fin, como ocurre tantas veces en la vida de los grandes.
«
Las famosas deudas estaban al fin pagadas; la unión Soñada se había cumplido; el nido para la felicidad revestido de seda y adornado con plumón. Como si hubiesen presentido su próximo fin
—dice Gautier no sin amargura
—, los envidiosos de Balzac empezaban a elogiarle
—no todos, como veremos—.
Los parientes pobres, El primo Pons, en los que el genio del autor brilla en todo su esplendor y conseguía todos los sufragios. Era demasiado hermoso; no le quedaba sino morir
».
En un nuevo viaje a Kiev, para reunirse con su amada, Balzac cayó enfermo y esta vez de cuidado; hizo su aparición el mal, que le venía minando; pasó el invierno en aquella ciudad al lado de ella y de sus familiares.
Apenas repuesto, la condesa recibió la autorización del Zar para contraer matrimonio con el extranjero.
La ceremonia tuvo lugar en la iglesia de Santa Bárbara, en Berdicaf, en Ucrania; no obstante, el gozo duró poco. A los pocos días el escritor volvió a enfermar y mostró ya deseos, ya prisas, para volver a su país, a su París, a aquel París escenario de su gran batalla y de su triunfo, de sus angustias mayores y de sus mayores alegrías, a su centro, en verdad, en la tierra.
Volvió a París y se instaló en la casa nueva de la calle «Fortunee» con su esposa. Siempre había abrigado el temor —en su fondo supersticioso— de que la casa nueva atraía la muerte, que la muerte rondaba los muros de la casa nueva. La superstición era viva en muchos países en aquel tiempo, y también en España. «
La casa nueva
—dice nuestro refrán—
la sepultura abierta
»; la superstición era viva, sobre todo, entre las poblaciones campesinas, de cuyo medio procedía él. Esta vez la superstición —el augurio— se cumpliría.
Parecía, al principio, haber mejorado, pero no tardó en producirse la recaída.
Todavía acudió su madre a cuidarle: ya no se recuperó, y el 21 de agosto de aquel año de 1850 dejaba de existir.
Es de creer que en los últimos tiempos, con la aparición —volumen tras volumen— de su obra, realizado el sueño de la unión con la condesa, se sintió feliz.
Estaban, es verdad, las deudas. ¿Las deudas? Lo más probable es que no le pesaran tanto como nos dice Zweig; no las habría contraído con tanta facilidad, y en todo caso, debía ya de haberse acostumbrado a ellas. Gautier llega incluso a dudar de que existieran, o cuando menos, de que fueran tantas como él decía y de las que —puede decirse así— presumía.
Había dado fin a su «Comedia Humana» y en el magnífico prólogo escrito al frente nos había dado su testamento; había hecho su profesión de fe. Era monárquico —sin duda lo había sido siempre, pero sin conciencia clara del hecho—; ahora se afirmaba en esta fe; en cuanto a la religión, el catolicismo lo había heredado de sus padres, y sobre todo, de su madre, todavía presente en sus últimos momentos, con una energía que la proclamaba como madre de él.
Últimamente lo había declarado: era monárquico, porque, le parecía, como hijo, que la monarquía, «
defendía la autoridad, exaltaba la religión, predicaba el deber, censuraba las pasiones y no admitía la felicidad fuera del matrimonio y la familia
». cosa esta última, que no deja de parecer sospechosa si se tiene en cuenta su vida.
En cuanto al Cristianismo «
y sobre todo
—había escrito—,
al Catolicismo, no podía dejar de ser adepto de él siendo como había dicho en su “Medio Rural” un sistema completo de represión de las tendencias perversas del hombre y el elemento más grande del orden social». «Yo escribo a la luz de dos verdades eternas: la Religión y la Monarquía
».