Papá Goriot (33 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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—¡Cómo!, ¿es que no sois mis hijos? —dijo Goriot.

—Pero papá —dijo la señora de Nucingen—, ¿qué habéis hecho entonces?

—Pues verás —respondió—. Cuando te hube convencido para que él estuviera cerca de ti, y te vi comprando cosas como para una novia, me dije: «Ella va a encontrarse en un apuro». El procurador pretende que el proceso contra tu marido, para hacer que te devuelva tu fortuna, durará más de seis meses. He vendido mis mil trescientas cincuenta libras de renta vitalicia; me he formado, con quince mil francos, mil doscientos francos de rentas vitalicias bien hipotecadas, y he pagado a vuestros comerciantes con el resto del capital, hijos míos. Yo tengo allá arriba una habitación de cincuenta escudos al año; puedo vivir como un príncipe con cuarenta sueldos diarios, y todavía me quedará algo. Yo no gasto nada, casi no necesito ropa. Hace quince días que me río diciendo: «Van a ser felices». Pues, bien, ¿no sois felices?

—¡Oh, papá, papá! —dijo la señora de Nucingen arrojándose al cuello de su padre, el cual la recibió en sus rodillas. Le cubrió de besos, le acarició las mejillas con sus rubios cabellos y derramó lágrimas sobre aquel viejo rostro—. Padre querido, sois un verdadero padre. No, no hay bajo el cielo un padre como vos. Eugenio os amaba ya antes. ¿Cuánto no va a amaros ahora?

—Pero hijos míos —dijo papá Goriot, que desde hacía diez años no había sentido el corazón de su hija latir bajo el suyo—, pero Delfinita, ¡tú quieres hacerme morir de alegría! Mi pobre corazón se va a romper. Vamos, señor Eugenio, ahora ya estamos en paz.

Y el anciano estrechaba a su hija con un abrazo tan salvaje, tan delirante, que la joven le dijo:

—¡Ah, me haces daño!

—¡Qué te he hecho daño! —exclamó el padre, palideciendo.

La miró con un aire sobrehumano de dolor. Para pintar bien la fisonomía de aquel Cristo de la Paternidad sería preciso ir a buscar comparaciones en las imágenes que los príncipes de la paleta han inventado para plasmar en el lienzo la pasión sufrida en beneficio de los mundos por el Salvador de los hombres. Papá Goriot besó dulcemente la cintura que sus dedos habían apretado en demasía.

—No, no, yo no te he hecho daño —repuso interrogándola con una sonrisa—; eres tú quien me ha hecho daño con tu grito. Esto cuesta más caro —dijo al oído a su hija, besándoselo con precaución—, pero hay que atraparlo sin que él se enoje.

Eugenio estaba atónito ante el inagotable cariño de aquel hombre, y lo contemplaba expresando aquella ingenua admiración que en la edad juvenil equivale a una fe.

—Yo seré digno de todo eso —exclamó.

—¡Oh, Eugenio querido!, es maravilloso que hayáis dicho eso!

Y la señora de Nucingen besó al estudiante en la frente.

—El ha rehusado por ti a la señorita Taillefer y sus millones —dijo papá Goriot—. Sí, la pequeña os amaba, y una vez muerto su hermano, vedla ahí rica como Creso.

—¡Oh!, ¿por qué habéis de decir eso? —exclamó Rastignac.

—Eugenio —le dijo Delfina al oído—, ahora hay algo que lamento esta tarde. ¡Oh, yo también os amaré mucho siempre!

—Este es el día más hermoso que he vivido desde que os casasteis —exclamó papá Goriot—. Dios podrá hacerme sufrir tanto como quiera, con tal que no sea a través de vos, y yo me diré: «En febrero de este año he sido durante un momento más feliz de lo que los hombres pueden ser durante toda la vida». ¡Mírame, Fifina! —le dijo a su hija—. Es muy hermosa, ¿no es cierto? Decidme, pues, ¿habéis encontrado muchas mujeres que tengan tan bellos colores y un delicioso hoyuelo en la barbilla como ella? No, ¿verdad que no? Pues bien, soy yo quien ha hecho este amor de mujer. En adelante, al sentirse feliz gracias a vos, llegará a ser mil veces mejor. Yo puedo ir al infierno, amigo mío —dijo—; si os hace falta mi parte de paraíso, yo os la doy. Comamos, comamos —añadió, sin saber ya lo que se decía—, todo es nuestro.

—¡Pobre padre!

—¡Si supieras, hija mía —dijo papá Goriot levantándose y dirigiéndose hacia ella, tomándole la cabeza y besándosela en medio de sus cabellos—, cuán feliz puedes hacerme sin gran esfuerzo! Ven a verme algunas veces; yo estaré allá arriba y no tendrás más que dar un paso. Prométemelo, anda, di.

—Sí, querido padre.

—Dilo otra vez.

—Sí, mi buen padre.

—Gracias, vamos ahora a comer.

La tarde se pasó en niñerías, y papá Goriot no se reveló el menos loco de los tres. Se recostó a los pies de su hija para besárselos; la miraba largo rato a los ojos; frotaba su cabeza contra el vestido de ella; en fin, hacía locuras propias del amante más joven y tierno.

—¿Lo veis? —dijo Delfina a Eugenio—. Cuando mi padre está con nosotros, es preciso pertenecerle a él por completo. Esto resultará molesto algunas veces.

Eugenio, que ya había sentido varias veces algunos movimientos de celos, no podía censurar estas palabras, que encerraban el principio de todas las ingratitudes.

—¿Y cuándo estará listo el apartamento? —dijo Eugenio, mirando a su alrededor—. ¿Será, pues, preciso separarnos esta tarde?

—Sí, pero mañana vendréis a comer conmigo —dijo ella—. Mañana es un día de Italianos.

—Yo iré a la platea —dijo papá Goriot.

Era medianoche. El coche de la señora de Nucingen aguardaba. Papá Goriot y el estudiante regresaron a Casa Vauquer conversando con Delfina con un creciente entusiasmo que produjo un curioso combate de expresiones entre aquellas dos violentas pasiones. Eugenio no podía por menos de reconocer que el amor del padre, no manchado por ningún interés personal, eclipsaba el suyo por su persistencia y extensión. El ídolo seguía siendo puro y hermoso para el padre y su adoración venía aumentada por todo el pasado y el futuro. Hallaron a la señora Vauquer sola en el rincón de su estufa, entre Silvia y Cristóbal. La vieja patrona estaba allí como Mario sobre las ruinas de Cartago. Aguardaba a los dos únicos huéspedes fijos que le quedaban, desolándose hablando con Silvia. Aunque lord Byron haya prestado muy bellas lamentaciones al Tasso, éstas distan mucho de la profunda verdad de las que se escapaban de los labios de la señora Vauquer.

—Mañana por la mañana sólo habrá que hacer tres tazas de café, Silvia. ¡Ah!, mi casa está desierta. ¿No es esto algo que destroza el corazón? ¿Qué es la vida sin mis huéspedes? Nada en absoluto. He ahí mi casa desierta, abandonada por sus hombres. La vida está en los muebles. ¿Qué le he hecho al cielo para merecer tales desastres? Nuestras provisiones de judías y de patatas están hechas para veinte personas. ¡La policía en mi casa! ¿Es que sólo vamos a comer patatas? Tendré que despedir a Cristóbal.

El saboyano, que dormía, se despertó de pronto y dijo:

—Señora…

—¡Pobre muchacho! Es como un dogo —dijo Silvia.

—¿De dónde van a llovernos huéspedes? Creo que voy a perder la cabeza. ¡Y esa sibila de Michonneau, que se ha llevado a Poiret! ¿Qué le daba, pues, a ese hombre para tenerlo pegado a sus faldas?

—¡Ah, señora! —dijo Silvia meneando la cabeza—, esas solteronas saben mucha gramática parda.

—Ese pobre señor Vautrin, del que han hecho un presidiario… —repuso la viuda—. Bien, Silvia, todavía no puedo creerlo; esto es superior a mis fuerzas. Un hombre alegre como ése, y tan generoso.

—¡Muy generoso! —dijo Cristóbal.

—Debe haber una equivocación —dijo Silvia.

—No, porque él mismo ha confesado —dijo la señora Vauquer—. ¡Y pensar que todas estas cosas han sucedido en mi casa, en un barrio en el que no pasa ni un gato! A fe de mujer honrada, estoy soñando. Porque, ya sabes, hemos visto a Luis XVI en la desgracia que tuvo, hemos visto caer al emperador, le hemos visto regresar y volver a caer; todo ello estaba dentro del orden de las cosas posibles; en tanto que no haya nada previsible contra las pensiones: se puede prescindir de rey, pero no se puede pasar sin comer; y cuando una mujer honrada, llamada de soltera De Conflans, da de comer toda clase de cosas buenas, entonces, a menos que llegue el fin del mundo… Pero sí, esto es, es el fin del mundo.

—¡Y pensar que la señorita Michonneau, que os ha hecho esta mala pasada, va a cobrar, según dicen, mil escudos de renta! —exclamó Silvia.

—¡No me hables más de ella! ¡Es una malvada! —dijo la señora Vauquer—. ¡Y se va a casa de la Buneaud, pagando más que en mi casa! Pero es capaz de todo; debió de cometer barbaridades, debió de robar en su época. Ella, ella es quien debería ir a presidio, en lugar de ese pobre hombre tan simpático…

En aquel momento, Eugenio y papá Goriot llamaron a la puerta.

—¡Ah!, he aquí mis dos fieles —dijo la viuda suspirando.

Los dos fieles, que sólo guardaban un ligero recuerdo de los desastres de la pensión burguesa, anunciaron sin ambages a su patrona que iban a vivir a la Chaussée d'Antin.

—¡Ah, Silvia! —dijo la viuda—. Este es mi último revés. Acabáis de darme el golpe de gracia, caballeros. Ha sido un golpe en el estómago. He aquí un día que me ha envejecido diez años. Voy a volverme loca, palabra de honor. ¿Qué hacer con las judías? Bien, si me quedo sola aquí, mañana te marcharás, Cristóbal. Adiós, señores, buenas noches.

—¿Qué es lo que le ocurre? —preguntó Eugenio a Silvia.

—¡Santo cielo!, he aquí que todo el mundo se ha marchado. Esto la ha trastornado. Vamos, oigo que está llorando. Eso le hará bien. He ahí la primera vez que se vacía los ojos desde que estoy a su servicio.

Al día siguiente, la señora Vauquer estaba, según su propia expresión, razonada. Si parecía afligida como una mujer que ha perdido a todos sus huéspedes, y cuya vida ha sido trastornada, conservaba toda su cabeza, y demostró lo que era el verdadero dolor, un dolor profundo, el dolor causado por el interés frustrado, por las costumbres violadas. Ciertamente, la mirada que un amante dirige a los lugares habitados por su querida, al abandonarlos, no es más triste que la mirada que la señora Vauquer dirigió a su mesa vacía. Eugenio la consoló diciéndole que Bianchon, cuyo internado terminaría dentro de algunos días, iría sin duda a sustituirle; que el empleado del Museo había manifestado a menudo el deseo de ocupar el apartamento de la señora Couture, y que, dentro de unos días, volvería a tener llena la pensión.

—¡Qué Dios os escuche, señor! Pero la desgracia está ya aquí. Antes de diez días llegará la muerte, ya lo veréis —le dijo lanzando una mirada lúgubre al comedor—. ¿Sobre quién echará la descarnada mano?

—Es estupendo poder marcharnos de aquí —dijo en voz baja Eugenio a papá Goriot.

—Señora —dijo Silvia sobresaltada—, ya hace tres días que no he visto a «Mistigris».

—Bien, si mi gato ha muerto, si nos ha abandonado, yo…

La pobre viuda no pudo terminar la frase; juntó las manos y se dejó caer en su sofá, abrumada por aquel terrible pronóstico.

Hacia el mediodía, hora en la que los carteros llegaban al barrio del Panteón, Eugenio recibió una carta en un elegante sobre, en el que figuraba el escudo de los Beauséant. Contenía una invitación dirigida al señor y a la señora de Nucingen para el gran baile anunciado desde hacía un mes, y que había de tener efecto en casa de la vizcondesa. A esta invitación se habían añadido unas palabras para Eugenio:

«He pensado, caballero, que os encargaríais con placer de ser el intérprete de mis sentimientos cerca de la señora de Nucingen; os envío la invitación que me habéis pedido, y estaré encantada de conocer a la hermana de la señora de Restaud. Traedme, pues, a esa linda persona, y procurad que ella no os robe todo vuestro afecto, porque me debéis mucho a mí, en pago del que yo os profeso.

Vizcondesa De Beauséant».

—Pero —se dijo pensativo Eugenio al volver a leer la misiva— la señora de Beauséant me da a entender claramente que no quiere saber nada del barón de Nucingen.

Fue en seguida a casa de Delfina, contento de procurarle una alegría de la cual sin duda él habría de recibir el premio. La señora de Nucingen se encontraba en el baño. Rastignac aguardó en el gabinete, presa de la natural impaciencia de un joven ardiente y ansioso de tomar posesión de una amante, objeto de dos años de deseos. Hay emociones que no se encuentran dos veces en la vida de los jóvenes. La primera mujer realmente mujer a la que se dirige un hombre, es decir, aquella que se presenta a él en el esplendor de los acompañamientos que quiere la sociedad parisiense, ésa nunca tiene rival. El amor en París no se parece en nada a los otros amores. Ni los hombres ni las mujeres se dejan engañar por los lugares comunes que cada cual extiende por decencia sobre sus afectos supuestamente desinteresados. En este país, una mujer no debe satisfacer solamente el corazón y los sentidos; sabe perfectamente que tiene mayores obligaciones que cumplir para con las mil vanidades de que se compone la vida. Ahí sobre todo el amor es esencialmente jactancioso, osado, derrochador, charlatán y fastuoso. Si todas las mujeres de la corte de Luis XIV envidiaron a la señorita de La Vallière el arranque de pasión que hizo olvidar a aquel gran príncipe que los puños de su vestido costaban cada uno mil escudos cuando los rasgó para facilitar al duque de Vermandois su entrada en la escena del mundo, ¿qué se le puede exigir al resto de la humanidad? Sed jóvenes, ricos y con título; sed aún algo mejor, si podéis; cuanto mayor sea el número de granos de incienso que llevéis a quemar ante el ídolo, tanto más os será propicio éste, si es que tenéis un ídolo. El amor es una religión, y su culto ha de costar más caro que el de todas las otras religiones; pasa rápidamente, y pasa como un pícaro que se complace en marcar su paso por las devastaciones que ocasiona. El lujo del sentimiento es la poesía de las buhardillas; sin esta riqueza, ¿qué sería del amor? Si hay excepciones a estas leyes draconianas del código parisiense, ellas se encuentran en la soledad, en las almas que no se han dejado arrastrar por las doctrinas sociales, que viven cerca de una fuente de aguas claras, fugitivas pero incesantes; que, fieles a sus verdes umbrías, contentas de escuchar el lenguaje del infinito, escrito para ellas en todas las cosas y que se encuentran en ellas mismas, aguardan pacientemente que sus alas remonten la tierra. Pero Rastignac, parecido a la mayor parte de los jóvenes que de antemano han saboreado las grandezas, quería presentarse armado a la lid del mundo; había contraído la fiebre de éste, sentía quizá la fuerza de dominarlo, pero sin conocer los medios ni el fin de esta ambición. A falta de un amor puro y sagrado, que llene la vida, esta sed de poder puede convertirse en algo hermoso; basta con despojarse de todo interés personal y proponerse la grandeza de un país como objeto. Pero el estudiante no había llegado aún al punto desde el cual el hombre puede contemplar el curso de la vida y juzgarla. Hasta entonces no había siquiera alejado completamente de sí el encanto de las lozanas y dulces ideas que envuelven como un follaje la juventud de los que se han criado en la provincia. Continuamente había vacilado en cruzar el Rubicón parisiense. A pesar de sus ardientes curiosidades, siempre había conservado ciertas reservas mentales sobre la vida feliz que lleva el verdadero gentilhombre en su castillo. Sin embargo, sus últimos escrúpulos se desvanecieron el día anterior, cuando se vio a sí mismo en su apartamento. Gozando de las ventajas materiales de la fortuna, como gozaba desde hacía tiempo de las ventajas morales que confiere el nacimiento, se había despojado de su piel de hombre de provincia y habíase establecido suavemente en una posición desde la cual divisaba un risueño porvenir. Así, mientras esperaba a Delfina, muellemente sentado en aquel lindo gabinete que poco a poco iba convirtiéndose un poco en el suyo, veíase tan lejos del Rastignac llegado el año antes a París, que al mirarlo por un efecto de óptica moral, preguntábase si se parecía en aquel momento a sí mismo.

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