—Entonces, ¿es que uno no puede hacer lo que quiere con su sangre? —gritó el anciano, desesperado—. Me entrego al que te salvará, Nasia. Mataré a un hombre para él. Haré como Vautrin, iré a presidio. Yo… —se detuvo como fulminado por un rayo—. ¡Nada! —dijo arrancándose los cabellos—. Si supiera adónde ir para robar… Pero es difícil incluso hallar la ocasión de robar. Y además, haría falta gente y tiempo para apoderarse de la Banca. Vamos, he de morir, no tengo más remedio que morir.
»¡Sí, ya no sirvo para nada, ya no soy padre! No. ¡Ella tiene necesidad de mí, ella me pide! Y yo, miserable, no tengo nada. ¡Ah!, tú te has constituido rentas vitalicias, viejo malvado, y tenías dos hijas. ¿Pero es que no las amas? ¡Revienta, revienta como un perro! Sí, yo estoy por debajo de un perro; un perro no se portaría así. ¡Oh, mi cabeza! ¡Está hirviendo!
—Pero, papá —gritaron las dos jóvenes, que le rodeaban para impedir que golpeara con su cabeza las paredes—, ¡sed razonable!
Papá Goriot sollozaba. Eugenio, espantado, cogió la letra de cambio que había firmado para Vautrin, y cuyo timbre llevaba una suma mucho mayor; corrigió la cifra, hizo de ella una letra de cambio regular de doce mil francos a nombre de Goriot y entró.
—Aquí tenéis todo vuestro dinero, señora —dijo presentando el papel—. Yo estaba durmiendo, vuestra conversación me ha despertado, y de este modo he podido saber que yo debía al señor Goriot. Aquí tenéis el título que podréis negociar, y lo pagaré fielmente.
La condesa quedóse inmóvil con el papel en la mano.
—Delfina —dijo pálida y trémula de cólera, de furor, de rabia—, yo te lo perdonaba todo, ¡pero esto! ¡El caballero estaba ahí y tú lo sabías! ¡Has cometido la vileza de vengarte de mí haciendo que le revelara mis secretos, mi vida, la de mis hijos, mi vergüenza, mi honor! Vamos, ahora te odio, ya no eres mi hermana, te haré todo el daño posible…
La cólera le cortó la palabra y la garganta se le secó.
—¡Pero si es mi hijo, nuestro hijo, tu hermano, tu salvador! —gritaba papá Goriot—. ¡Bésale, pues, Nasia! ¡Mira cómo le beso yo! —repuso besando a Eugenio con una especie de frenesí—. ¡Oh!, hijo mío, yo seré más que un padre para ti; quiero ser una familia. Quisiera ser Dios, y arrojaría el universo a tus pies. Pero dale un beso, ¿verdad que sí, Nasia? No es un hombre, sino un ángel, un verdadero ángel.
—Dejadla, papá; está loca en estos momentos —dijo Delfina.
—¡Loca, loca! Y tú, ¿qué es lo que eres? —preguntó la señora de Restaud.
—Hijas mías, me muero si continuáis —gritó el anciano cayendo sobre su cama como herido por una bala—. ¡Estas hijas me están matando! —se dijo.
La condesa miró a Eugenio, que permanecía inmóvil, absorto por la violencia de esta escena.
—Caballero —le dijo interrogándole con el gesto, la voz y la mirada, sin reparar en su padre, cuyo chaleco estaba desabrochando rápidamente Delfina.
—Señora, yo pagaré y me callaré —respondió sin aguardar la pregunta.
—¡Has matado a papá, Nasia! —dijo Delfina mostrando el anciano desvanecido a su hermana, la cual huyó.
—Yo la perdono —dijo el buen hombre abriendo los ojos—; su situación es espantosa y sería capaz de trastornar la cabeza más firme. Consuela a Nasia, sé amable con ella; promételo a tu pobre padre, que se muere —pidióle a Delfina, estrechándole la mano.
—Pero ¿qué es lo que os ocurre? —preguntó la hija, asustada.
—Nada, no es nada —respondió el padre—; ya pasará. Siento algo que me pesa en la frente, una jaqueca. ¡Pobre Nasia, qué porvenir!
En aquel momento, la condesa volvió a entrar y arrojóse a los pies de su padre:
—¡Perdón! —exclamó.
—Vamos —dijo papá Goriot—, ahora todavía me haces más daño.
—Señor —dijo la condesa a Rastignac, con los ojos llenos de lágrimas—, el dolor me ha hecho ser injusta. Seréis un hermano para mí, ¿verdad? —añadió tendiéndole la mano.
—Nasia —le dijo Delfina abrazándola—, mi pequeña Nasia, olvidémoslo todo.
—No —dijo—, ¡yo me acordaré de todo!
—Ángeles míos —exclamó papá Goriot—, me quitáis el velo que tenía sobre los ojos, vuestra voz me reanima. Vamos, volved a besaros. Bien, Nasia, ¿esta letra de cambio podrá salvarte?
—Así lo espero. Decid, pues, papá, ¿queréis poner en ella vuestra firma?
—¡Vaya, qué tonto soy! ¡Olvidarme de eso! Pero es que me he encontrado muy mal, Nasia; no me guardes rencor. Manda decirme que has salido de tu apuro. No, es mejor que vaya. Pero no, no iré; no puedo ya ver a tu marido, pues lo mataría. En cuanto a enajenar tus bienes, lo evitaré. Vamos, de prisa, hija mía, y haz que Máximo siente la cabeza.
Eugenio estaba estupefacto.
—Esta pobre Anastasia ha sido siempre de carácter violento —dijo la señora de Nucingen—, pero tiene buen corazón.
—Ha vuelto a entrar para el endoso —dijo Eugenio al oído de Delfina.
—¿Creéis?
—Quisiera no creerlo. Desconfiad de ella —respondió Eugenio levantando los ojos como para confiar a Dios unos pensamientos que no se atrevía a expresar.
—Sí, siempre ha sido un poco comedianta, y mi padre se deja engañar por ella.
—¿Cómo estáis, papá Goriot? —preguntóle Rastignac al anciano.
—Tengo ganas de dormir —respondió.
Eugenio ayudó a Goriot a acostarse. Luego, cuando el buen hombre se quedó dormido, teniendo en su mano la de Delfina, su hija se retiró.
—Esta noche en los Italianos —dijo a Eugenio— me dirás cómo va. Mañana os mudaréis de piso, caballero. Veamos vuestra habitación. ¡Oh, qué horror! —dijo entrando en ella—. ¡Pero si vos estabais aún peor que mi padre! Eugenio, te has portado muy bien. Yo os amaría más si ello fuera posible; pero, hijo mío, si queréis hacer fortuna, no hay que arrojar de ese modo doce mil francos por la ventana. El conde de Trailles es jugador. Mi hermana no quiere reconocer esto.
Un gemido les hizo reparar de nuevo en Goriot, al que hallaron dormido en apariencia; pero cuando los dos amantes se acercaron a él, oyeron estas palabras:
—¡No son dichosas!
Tanto si dormía como si estaba despierto, el acento de esta frase hirió tan vivamente el corazón de su hija, que ésta se acercó al catre en el que yacía su padre y le dio un beso en la frente. Abrió los ojos diciendo:
—¡Es Delfina!
—Bien, ¿cómo te encuentras? —le preguntó la joven.
—Bien —respondió el anciano—, no te preocupes; voy a salir. Id, hijos míos; que seáis dichosos.
Eugenio acompañó a Delfina hasta su casa; pero, inquieto por el estado en que había dejado a Goriot, rehusó comer con ella, y volvió Casa Vauquer. Encontró a papá Goriot de pie y a punto de sentarse a la mesa. Bianchon habíase colocado de forma que pudiese examinar bien el semblante del fabricante de fideos. Cuando le vio coger el pan y olerlo para juzgar acerca de la harina de que estaba hecho, el estudiante, al observar en este movimiento una ausencia total de lo que pudiera llamarse la conciencia del acto, hizo un gesto siniestro.
—Ven a mi lado, señor interno —le dijo Eugenio.
Así lo hizo Bianchon de buena gana, porque de este modo estaría más cerca del viejo huésped.
—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Rastignac.
—O mucho me equivoco, o su estado es grave. Ha debido ocurrir algo extraordinario en él, y me parece que se encuentra bajo el peso de una inminente apoplejía serosa. Aunque la parte baja del rostro está bastante serena, los rasgos superiores de la cara tienden hacia la frente, a pesar suyo, ¿sabes? Además, los ojos se hallan en el estado particular que denota la invasión del suero en el cerebro. ¿No podría decirse que están llenos de un fino polvo? Mañana por la mañana sabré algo más.
—¿Habrá algún remedio?
—Ninguno. Quizá se podrá retrasar su muerte si se encuentran los medios de determinar una reacción hacia las extremidades, hacia las piernas; pero si mañana por la noche no cesan los síntomas, el pobre hombre estará perdido. ¿Sabes por qué acontecimiento ha sido provocada la enfermedad? Ha debido de recibir un golpe violento bajo el cual su moral habrá sucumbido.
—Sí —dijo Rastignac, recordando que las dos hijas habían golpeado sin cesar el corazón de su padre.
«Por lo menos —decíase Eugenio—, Delfina ama a su padre».
Por la noche, en los Italianos, Rastignac adoptó ciertas precauciones para no alarmar en exceso a la señora de Nucingen.
—No os preocupéis —respondió la joven a las primeras palabras que le dijo Eugenio—, mi padre es fuerte. Sólo que esta mañana lo hemos zarandeado un poco. Nuestras fortunas están en peligro. ¿Os dais cuenta de la importancia de esta desgracia? Yo no podría vivir si vuestro afecto no me volviera insensible a lo que poco tiempo atrás constituirían para mí angustias mortales. Hoy no tengo más que un temor, más que una desgracia, y es la de perder el amor que me ha hecho sentir el placer de vivir. Aparte de este sentimiento, todo me es indiferente; ya no amo nada en este mundo. Vos lo sois todo para mí. Si siento la dicha de ser rica, es para agradaros más. Soy, para vergüenza mía, más amante que hija. ¿Por qué? Lo ignoro. Toda mi vida se halla en vos. Mi padre me dio un corazón, pero vos habéis hecho que palpitara. El mundo entero podrá censurarme, pero ¿qué me importa?, si vos, que no tenéis derecho a guardarme rencor, me disculpáis de los crímenes a los que me condena un sentimiento irresistible. ¿Creéis que soy una hija desnaturalizada? ¡Oh!, no, es imposible no amar a un padre tan bueno como es el nuestro.
»¿Podía yo impedir que él viera al fin las consecuencias naturales de nuestros deplorables matrimonios? ¿Por qué no los impidió? ¿No le correspondía a él reflexionar para bien de nosotras? Hoy, ya lo sé, sufre tanto como nosotras; pero ¿qué podemos hacer? ¡Consolarle! No le consolaríamos de nada. Nuestra resignación le causaría más dolor que nuestros reproches y nuestras quejas no le causarían mal alguno. Hay situaciones en la vida en las que todo es amargura.
Eugenio permaneció silencioso, lleno de ternura ante la expresión ingenua de un sentimiento verdadero. Si las parisienses son a menudo falsas, ebrias de vanidad, individualistas, coquetas, frías, es evidente que cuando aman realmente sacrifican mayor número de sentimientos a sus pasiones; se elevan por encima de sus pequeñeces y llegan a ser sublimes. Además, Eugenio estaba sorprendido por la inteligencia profunda y juiciosa que la mujer despliega para juzgar los sentimientos más naturales, cuando un afecto privilegiado la separa de ellos y la coloca a distancia. La señora de Nucingen extrañóse del silencio que guardaba Eugenio.
—¿En qué pensáis? —le preguntó.
—Estoy aún oyendo lo que me habéis dicho. Hasta ahora había creído que os amaba más de lo que vos me amáis a mí.
La joven sonrió y se previno contra el placer que experimentaba, para dejar la conversación dentro de los límites impuestos por las conveniencias. Jamás había oído las expresiones vibrantes de un amor joven y sincero. Unas palabras más, y no habría podido contenerse.
—Eugenio —dijo cambiando de conversación—, ¿es que no sabéis lo que ocurre? Todo París se encontrará mañana en casa de la señora de Beauséant. Los Rochefide y el marqués de Ajuda se han puesto de acuerdo para que nadie se entere de nada; pero lo cierto es que mañana el rey firma el contrato de matrimonio y vuestra prima aún no sabe nada. No podrá dispensarse de recibir en su casa, y el marqués no estará presente en su baile. Todo el mundo está comentando esta aventura.
—¡Y el mundo se ríe de una infamia y se recrea en ella! ¿No sabéis, pues, que la señora de Beauséant morirá de este disgusto?
—No —dijo sonriendo Delfina—, no conocéis a esa clase de mujeres. Pero todo París irá a su casa y yo también estaré allí. Sin embargo, esta felicidad os la debo a vos.
—Pero —dijo Rastignac— ¿no se tratará de uno de esos rumores absurdos como los que en tanta abundancia circulan por París?
—Mañana sabremos la verdad.
Eugenio no volvió a Casa Vauquer. No pudo renunciar a gozar de su nuevo apartamento. Si, el día antes, habíase visto obligado a abandonar a Delfina, a la una de la noche, fue Delfina la que le dejó hacia las dos para volver a su casa. Al día siguiente durmió hasta bastante tarde, y hacia el mediodía aguardó a la señora de Nucingen, la cual fue a desayunar con él. Los jóvenes son tan ávidos de estas cosas tan agradables, que Eugenio casi se había olvidado de papá Goriot. Fue una larga fiesta para él el habituarse a cada uno de aquellos elegantes objetos que le pertenecían. La señora de Nucingen estaba allí, confiriendo un nuevo valor a todas las cosas. Sin embargo, hacia las cuatro, los dos amantes pensaron en papá Goriot, recordando la felicidad que él se prometía al ir a vivir en aquella casa. Eugenio observó que era necesario llevar allí cuanto antes al buen hombre, si es que había de estar enfermo, y dejó a Delfina para correr a Casa Vauquer. Ni papá Goriot ni Bianchon se hallaban a la mesa.
—Bien —le dijo el pintor—, papá Goriot se encuentra mal. Bianchon está arriba con él. El buen hombre ha visto a una de sus hijas, la condesa de Restaurama. Luego ha querido salir y su enfermedad ha empeorado. La sociedad va a verse privada de uno de sus bellos ornatos.
Rastignac se precipitó hacia la escalera.
—¡Eh, señor Eugenio!
—¡Señor Eugenio!, la señora os llama —le gritó Silvia.
—Señor —díjole la viuda—, el señor Goriot y vos habíais de marcharos el quince de febrero. Hace tres días que ha pasado el quince y estamos ya a dieciocho; tenéis que pagarme un mes por vos y por él; pero si queréis salir fiador por papá Goriot, vuestra palabra será suficiente.
—¿Porqué? ¿Es que no tenéis confianza?
—¡Confianza! Si el buen hombre perdiera la cabeza y se muriese, sus hijas no me darían un céntimo, y todos sus bártulos no valen ni diez francos. Esta mañana se ha llevado sus últimos cubiertos, no sé por qué. Habíase vestido como un joven. Que Dios me perdone, pero creo que llevaba colorete; me ha parecido rejuvenecido.
—Yo respondo de todo —dijo Eugenio estremeciéndose de horror y temiendo un desastre.
Subió a la habitación de papá Goriot. El anciano yacía en su lecho y Bianchon estaba cerca de él.
—Buenos días, padre —le dijo Eugenio.
El buen hombre le sonrió dulcemente y respondió volviendo hacia él unos ojos vidriosos:
—¿Cómo se encuentra mi hija?
—Bien, ¿y vos?
—También.
—No le fatigues —dijo Bianchon llevándose a Eugenio a un rincón de la habitación.