Eugenio oyó el sonido pesado de las rodillas de papá Goriot, que sin duda cayó sobre el suelo de su habitación.
—¡Dios mío!, ¿qué he hecho? Mi hija entregada a ese miserable, que le exigirá todo a ella si quiere. ¡Perdón, hija mía! —exclamó el anciano.
—Sí, si yo me encuentro en un abismo, quizá tengáis vos parte de culpa en ello —dijo Delfina—. ¡Tenemos tan poca razón cuando nos casamos! ¿Acaso conocemos el mundo, los negocios, los hombres, las costumbres? Los padres deberían pensar por nosotras. Padre mío, nada os reprocho; perdonadme estas palabras. En esto la culpa es enteramente mía. No, no lloréis, papá —dijo besando la frente de su padre.
—No llores tú tampoco, mi pequeña Delfina. Dame tus ojos para que pueda secarlos al besártelos. Vamos, yo voy a desenredar lo que tu marido ha embrollado.
—No, dejadme obrar a mí; yo sabré manejarme. El me ama; pues bien, yo me serviré del imperio que ejerzo sobre él para obligarle a que invierta capitales en propiedades. Quizás nombre la propiedad de Nucingen en Alsacia que tiene en gran estima. Venid para examinar sus libros, sus negocios; el señor Derville no entiende nada de lo que sea comercial. Pero venid mañana. No quiero envenenarme. Pasado mañana es cuando el baile en casa de la señora de Beauséant tiene lugar y debo cuidarme para aparecer allí hermosa en honor a mi querido Eugenio. Vamos a su habitación.
En aquel momento un coche se detenía en la Neuve-Sainte-Geneviève y oyóse la señora de Restaud, que le decía a Silvia:
—¿Está mi padre?
Esta circunstancia salvó afortunadamente a Eugenio el cual pensaba ya echarse en la cama y fingir que estaba durmiendo.
—¡Ah!, padre mío ¿le han hablado últimamente de Anastasia? —dijo Delfina reconociendo la voz de su hermana—. Parece que en su hogar ocurren cosas extraordinarias.
—¿De veras? —dijo—. Eso significaría mi fin. Mi pobre cabeza no soportaría esta doble desgracia.
—Buenos días, padre —dijo la condesa entrando.— ¡Ah!, ¿estáis ahí, Delfina?
La señora de Restaud parecía desconcertada al encontrar a su hermana.
—Buenos días, Nasia —dijo la baronesa—. ¿Te parece extraordinaria mi presencia? Veo todos los días a mi padre todos los días.
—¿Desde cuándo?
—Si tú vinieras lo sabrías.
—No me excites, Delfina —dijo con voz quejumbrosa—. Soy muy desgraciada, estoy perdida, papá. ¡Oh, esta vez sí que estoy perdida!
—¿Qué te ocurre, Nasia? —exclamó papá Goriot—. Dínoslo todo, criatura.
La joven palideció.
—Vamos, Delfina, socórrela, sé buena con ella; todavía te amaré más, si puedo.
—¡Pobre Nasia! —dijo la señora de Nucingen haciendo que su hermana se sentara—. ¡Habla! Tú ves en nosotros a las dos únicas personas que siempre te amarán lo suficiente para perdonártelo todo. Ya ves, los afectos de familia son los más seguros.
Le dio a respirar sales, y la condesa volvió en sí.
—Voy a morir de estos disgustos —dijo papá Goriot—. Veamos —añadió removiendo la lumbre—, acercaos las dos. Tengo frío. ¿Qué te sucede, Nasia? Dímelo en seguida; me estás matando…
—Bien —dijo la pobre mujer—, mi marido lo sabe todo. Figuraos, papá, hace algún tiempo, ¿os acordáis de aquella letra de cambio de Máximo? Pues bien, no era la primera. Yo había pagado ya muchas otras. A principios del mes de enero, el señor de Trailles me parecía muy triste. No me decía nada; pero es tan fácil leer en los corazones de las personas que se aman, que una insignificancia es suficiente: luego hay los presentimientos. En fin, era más amable, más cariñoso que nunca; yo me sentía cada vez más dichosa. ¡Pobre Máximo! En su pensamiento se estaba despidiendo de mí, me decía; quería levantarse la tapa de los sesos. En fin, ¡le he atormentado tanto, le he suplicado tanto! He permanecido dos horas a sus pies. Me ha dicho que debía cien mil francos. ¡Oh, papá, cien mil francos! Yo he enloquecido. Vos no los teníais, yo lo había devorado todo…
—No —dijo papá Goriot—, yo no habría podido dároslos a menos de ir a robarlos. Pero lo habría hecho, Nasia. Iré a robarlos.
Al oír estas palabras lúgubremente proferidas, como el estertor de un moribundo, y que revelaban la agonía del sentimiento paternal reducido a la impotencia, las dos hermanas hicieron una pausa. ¿Qué egoísmo habría permanecido frío ante aquel grito de desesperación que, semejante a una piedra lanzada a un abismo, revela la profundidad de éste?
—Los he encontrado disponiendo de lo que no me pertenecía, padre mío —dijo la condesa sollozando.
Delfina sintióse conmovida y lloró apoyando su cabeza en el cuello de su hermana.
—Entonces, todo es cierto —le dijo.
Anastasia bajó la cabeza; la señora de Nucingen la estrechó en sus brazos, la besó con ternura y apoyándola en su corazón le dijo:
—Aquí serás siempre amada sin ser juzgada.
—Ángeles míos —dijo Goriot con voz débil—, ¿por qué vuestra unión es debida a la desgracia?
—Para salvar la vida de Máximo, en fin, para salvar toda mi felicidad —dijo la condesa, animada por aquellos testimonios de ternura cálida y palpitante—, llevé a la casa de aquel usurero que conocéis, un hombre fabricado por el infierno, al que nada puede conmover, a ese señor Gobseck, los diamantes de familia que tanto aprecia el señor de Restaud, los suyos, los míos, todo; los he vendido. ¡Vendido!, ¿comprendéis? ¡Él ha sido salvado! Pero yo, yo estoy muerta. Restaud lo ha sabido todo.
—¿Por quién? ¡Dímelo y lo mato! —exclamó papá Goriot.
—Ayer me llamó a su habitación. Acudí a ella… «Anastasia —me dijo con una voz… (¡Oh!, su voz ha sido suficiente; todo lo he adivinado)—, ¿dónde están tus diamantes?» «En mi habitación.» «No —me ha contestado mirándome—, están allí, encima de mi cómoda». Y me mostró el estuche, que él había cubierto con su pañuelo. «¿Sabéis de dónde proceden?», me preguntó. Yo caí a sus pies…, lloré, le pregunté de qué muerte quería verme morir.
—¡Tú dijiste eso! —exclamó papá Goriot—. Por el santo nombre de Dios, que el que os haga daño a la una o a la otra, mientras yo viva, habré de hacerle morir lentamente. Sí, le despedazaré como…
Papá Goriot guardó silencio; sus palabras expiraban en su garganta.
—En fin, querida, me pidió algo más difícil que hacerme morir. ¡Guarde el cielo a toda mujer de oír lo que yo he oído!
—Yo asesinaré a ese hombre —dijo papá Goriot con calma—. Pero no hay más que una vida y él me debe dos. En fin, ¿qué? —repuso mirando a Anastasia.
—Bien —prosiguió diciendo la condesa—, después de una pausa me miró y me dijo: «Anastasia, voy a sepultarlo todo en el silencio; permaneceremos juntos, tenemos hijos. No mataré al señor de Trailles; podría fallar la puntería, y para deshacerme de él de otro modo que no sea con un duelo podría yo tropezar con la justicia humana. Matarle en vuestros brazos sería deshonrar a los hijos. Pero para no ver perecer a vuestros hijos, ni a su padre, ni a mí, os impongo dos condiciones. Respondedme: ¿tengo un hijo que sea mío?». Le dije que sí. «¿Cuál?», me preguntó. «Ernesto, nuestro hijo mayor.» «Bien —me ha dicho—. Ahora juradme que en lo sucesivo me obedeceréis en un solo punto». Se lo juré. «Firmaréis la venta de vuestros bienes cuando os lo pida».
—No firmes —exclamó papá Goriot—. No firmes nunca eso. ¡Ah!, señor de Restaud, ¿no sabéis lo que es hacer feliz a una mujer, ella va a buscar la felicidad donde ésta se encuentra, y vos la castigáis por vuestra necia impotencia?… ¡Pero, alto, que yo estoy aquí! Me encontrará en su camino. Nasia, tranquilízate. ¡Ah, de modo que ama a su heredero! Bien, bien. Le arrebataré su hijo, que, ¡rayos y centellas!, es mi nieto. Lo llevaré a mi aldea, cuidaré de él, puedes estar tranquila. Haré capitular a ese monstruo diciéndole: Si quieres tener a tu hijo, devuélvele a mi hija su bien y déjala que se comporte como quiera.
—¡Padre!
—¡Sí, padre! ¡Ah!, soy un verdadero padre. Que ese estúpido señorón no maltrate a mis hijas. ¡Diantre!, no sé lo que tengo en las venas. Tengo la sangre de un tigre y quisiera devorar a esos dos hombres. ¡Oh, hijas mías! ¿Cuál es, pues, vuestra vida? Vuestra vida es mi muerte. ¿Qué será de vosotras cuando yo no exista? Los padres debieran vivir tanto como sus hijos. ¡Dios mío, qué mal organizado está tu mundo! Y sin embargo, Tú tienes un hijo, según nos dicen. Tú deberías evitar que sufriésemos en nuestros hijos. Mis ángeles queridos, sólo a vuestros dolores debo vuestra presencia. No me hacéis conocer más que vuestras lágrimas. Bien, sí, me amáis, lo veo. Venid, venid a llorar aquí. Mi corazón es grande, todo cabe en él. Sí, por más que lo traspaséis, los pedazos harán aún nuevos corazones de padre. Yo quisiera asumir vuestras penas, sufrir por vosotras. ¡Ah!, cuando erais pequeñas, erais tan dichosas…
—Sólo fuimos felices en aquellos tiempos —dijo Delfina—. ¿Qué se hizo de aquellos momentos en que nos dejábamos caer, dando tumbos, de lo alto de los sacos en el granero?
—¡Padre mío!, no es esto todo —dijo Anastasia al oído de Goriot, el cual se sobresaltó—. Los diamantes no han sido vendidos por cien mil francos. Máximo está siendo procesado. Me ha prometido portarse bien, y que no volvería a jugar. No me queda en el mundo más que su amor y lo he pagado demasiado caro para no morirme si él se me escapa. Le he sacrificado fortuna, honra, tranquilidad, hijos. ¡Oh!, haced que por lo menos Máximo esté libre, sea respetado, pueda permanecer en el mundo, donde sabrá crearse una situación. Ahora me debe algo más que la felicidad; tenemos unos hijos que quedarían sin fortuna. Todo estará perdido si le llevan a Santa Pelagia.
—No los tengo, Nasia. ¡Ya no tengo nada! ¡Es el fin del mundo! ¡Oh!, el mundo va a derrumbarse, es seguro. ¡Marchaos, procurad salvaros! ¡Ah!, todavía tengo mis pendientes de plata, seis cubiertos, los primeros que he tenido en la vida. En fin, ya no tengo nada más que mil doscientos francos de renta vitalicia…
—¿Qué habéis hecho de vuestras rentas perpetuas?
—Las he vendido reservándome este pequeño resto de renta para mis necesidades. Necesitaba doce mil francos para arreglarle un apartamento a Fifina.
—¿En tu casa, Delfina? —dijo la señora Restaud a su hermana.
—¡Oh, qué importa eso! —dijo papá Goriot—. Los doce mil francos están empleados.
—Ya lo adivino —dijo la condesa—. Para el señor de Rastignac. ¡Ah!, mi pobre Delfina, detente. Ya ves adónde he llegado yo.
—Querida, el señor de Rastignac es un joven incapaz de arruinar a su amante.
—Gracias, Delfina. En la crisis en que me encuentro, yo esperaba algo mejor de ti; pero tú nunca me amaste.
—Sí te ama, Nasia —exclamó papá Goriot—; ahora mismo me lo estaba diciendo. Hablábamos de ti; afirmaba que tú eras hermosa y que ella sólo era bonita.
—¡Ella! —repitió la condesa—. Ella es de una belleza fría.
—Aunque así fuera —dijo Delfina enrojeciendo—, ¿cómo te has portado tú conmigo? Tú has renegado de mí, tú has hecho que me cerraran las puertas de todas las casas adonde quería ir; en fin, tú nunca has desperdiciado la menor oportunidad de ocasionarme un disgusto. ¿Y acaso yo, como tú, he venido a sacarle a ese pobre padre su fortuna, de mil en mil francos, y reducirle al estado en que se encuentra? He ahí tu obra, hermana mía. Yo he visto a mi padre tanto como he podido, no le he puesto en la calle, y no he venido a lamerle las manos cuando, tenía necesidad de él. No sabía que hubiera empleado para mí esos doce mil francos. Yo soy muy ordenada, ya lo sabes. Por otra parte, cuando papá me ha hecho regalos, no es porque yo los haya mendigado jamás.
—Tú eres más feliz que yo: el señor De Marsay era rico. Tú has sido siempre mezquina como el oro. Adiós, no tengo hermana ni…
—¡Cállate, Nasia! —gritó papá Goriot.
—No hay más que una hermana como tú que pueda repetir lo que el mundo ya no cree; eres un monstruo —le dijo Delfina.
—Hijas, hijas mías, callaos, o me mato delate de vosotras.
—Vamos, Nasia, yo te perdono —dijo la señora de Nucingen—; eres desgraciada. Pero es que yo soy mejor que tú. Decirme eso en el momento en que yo me sentía capaz de todo para poder ayudarte, incluso de entrar en la habitación de mi marido, cosa que no haría ni para mí ni para… Eso es digno de todo el mal que has cometido contra mí desde hace nueve años.
—¡Hijas mías, hijas mías, besaos! —dijo el padre—. Sois un par de ángeles.
—No, soltadme —gritó la condesa, desprendiéndose de los brazos de su padre, que había querido estrecharla contra su pecho—; ella tiene para mí menos piedad de la que podría tener mi marido. ¡No se diría que es precisamente el espejo de todas las virtudes!
—Prefiero pasar ante la gente por deber dinero al señor De Marsay, que confesar que el señor de Trailles me cuesta más de doscientos mil francos —respondió la señora de Nucingen.
—¡Delfina! —gritó la condesa dando un paso hacia ella.
—Yo te digo la verdad, mientras que tú me estás calumniando —repuso fríamente la baronesa.
—¡Delfina!, eres una…
Papá Goriot se abalanzó hacia la condesa y le impidió que hablara tapándole la boca con su mano.
—¡Dios mío!, padre, ¿qué habéis tocado esta mañana? —le dijo Anastasia.
—Es verdad, perdón —dijo el pobre padre secándose las manos en el pantalón—. Pero es que no sabía que ibais a venir. Me estaba mudando.
Sentíase feliz por haberse atraído un reproche que desviaba hacia él la cólera de su hija.
—¡Ah! —repuso sentándose—, me habéis partido el corazón. ¡Yo me muero, hijas mías! El cráneo me quema por dentro como si estuviese lleno de fuego. Sed amables una con otra y amaos mucho. De lo contrario, me haríais morir. Delfina, Nasia, vamos, teníais razón, estabais equivocadas las dos. Vamos, Delfinita —añadió dirigiendo hacia la baronesa unos ojos llenos de lágrimas—, le hacen falta; vamos a buscárselos. No os miréis de esa manera.
Diciendo esto, se arrodilló ante Delfina.
—Pídele perdón para complacerme —le dijo al oído—; ella es la más desgraciada, ¿sabes?
—Pobre Nasia —dijo Delfina, asustada ante la salvaje y loca expresión que el dolor imprimía en el rostro de su padre—, estaba equivocada; dame un beso…
—¡Ah!, me estáis derramando bálsamo en el corazón —gritó papá Goriot—. Pero ¿dónde encontrar los doce mil francos? ¿Y si me ofreciera como sustituto en la milicia?
—¡Ah, padre! —dijeron las dos hijas rodeándole—. No, no.
—Dios os recompensará por esa idea, ¿no es verdad, Nasia? —dijo Delfina.
—Y además, pobre papá, eso sería como una gota de agua —comentó la condesa.