Papá Goriot (40 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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—¡A la fuerza, a la fuerza! ¡Pedid la guardia, todo, todo! —dijo lanzando a Eugenio una última mirada en la que brilló la razón—. Decidle al Gobierno, al procurador del rey, que me las traigan, ¡lo quiero!

—Pero las habéis maldecido.

—¿Quién ha dicho eso? —repuso el anciano, estupefacto—. ¡Bien sabéis que yo las amo, que las adoro! Estoy curado si las veo… Id, mi buen vecino, hijo mío querido; id, vos sois bueno; yo quisiera corresponderos con algo, pero no puedo datos más que las bendiciones de un moribundo. ¡Ah!, por lo menos quisiera ver a Delfina para decirle que os pague ella por mí. Si la otra no puede, traedme aquélla. Decidle que no la amaréis si no quiere venir. Os ama tanto, que vendrá. Dadme de beber, ¡las entrañas me arden! Ponedme algo sobre la cabeza. La mano de mis hijas me salvaría, estoy seguro… ¡Dios mío!, ¿quién va a rehacer sus fortunas si yo me voy? Quiero ir a Odesa para ellas; a Odesa, a hacer pasta para sopa.

—Bebed esto —dijo Eugenio incorporando al moribundo y cogiéndole con su brazo izquierdo, mientras que con el otro sostenía una taza llena de una tisana.

—¡Vos debéis amar a vuestro padre y a vuestra madre! —dijo el anciano estrechando con sus desfallecientes manos la mano de Eugenio—. ¿Comprendéis que voy a morir sin verlas, a mis hijas? Tener siempre sed, y no beber nunca; he ahí cómo he vivido desde hace diez años… Mis dos yernos han matado a mis hijas. Sí, ya no he tenido hijas desde que se casaron. ¡Padres, decidles a las Cámaras que hagan una ley sobre el matrimonio! En fin, no caséis a vuestras hijas si las amáis. El yerno es un malvado que todo lo corrompe en una hija, que todo lo mancilla. ¡Basta de casamientos! Esto es lo que nos arrebata nuestras hijas, y ya no las tenemos cuando morimos. Haced una ley sobre la muerte de los padres. ¡Es espantoso esto! ¡Venganza! Son mis yernos quienes les impiden venir. ¡Matadlos! ¡Muera el Restaud, muera el alsaciano, ellos son mis asesinos! ¡La muerte o mis hijas! ¡Ah, esto se acaba, muero sin ellas! ¡Ellas! ¡Nasia, Fifina, vamos, venid, pues! Vuestro papá se va…

—Mi buen padre Goriot, calmaos, tranquilizaos, no os agitéis, no penséis.

—No poder verlas, ¡esto es mi agonía!

—Las veréis.

—¿De veras? —exclamó el anciano, fuera de sí—. ¡Oh, poder verlas! Voy a verlas, voy a oír su voz. Moriré feliz. ¡Bien! Sí, ya no pido seguir viviendo, porque mis penas iban en aumento. Pero verlas, tocar sus vestidos, ¡ah!, nada más que sus vestidos, es bien poca cosa; ¡pero que sienta yo algo de ellas! Haced que pueda tocar sus cabellos, quiero…

Dejó caer la cabeza sobre la almohada cual si hubiera recibido un mazazo. Sus manos se agitaron sobre la colcha, como para coger los cabellos de sus hijas.

—Yo las bendigo —dijo haciendo un esfuerzo—, bendigo.

De pronto quedó sin fuerzas. En aquel momento entró Bianchon.

—He encontrado a Cristóbal —dijo—; va a traerte un coche. —Luego miró al enfermo, le levantó los párpados, y los dos estudiantes vieron que tenía los ojos sin brillo y sin calor.— Ya no se recobrará me parece —dijo Bianchon tomando el pulso de papá Goriot, palpándole, poniéndole la mano sobre el pecho.

—La máquina sigue funcionando; pero en su situación, esto es una desgracia; ¡más le valdría morir!

—A fe mía, sí —dijo Rastignac.

—¿Qué tienes, pues? Estás pálido como la muerte.

—Amigo mío, acabo de oír gritos y gemidos. ¡Hay un Dios! ¡Oh, sí!, hay un Dios, y nos ha hecho un mundo mejor, o nuestra tierra es un absurdo. Si no hubiera sido tan trágico, rompería a llorar, pero tengo el corazón y el estómago horriblemente oprimidos.

—Dime, pues, harán falta muchas cosas; ¿dónde ir a buscar dinero?

Rastignac sacó su reloj.

—Toma, ve a empeñarlo en seguida. No quiero pararme por el camino, porque tengo miedo de perder un minuto, y estoy esperando a Cristóbal. No tengo un céntimo y habrá que pagar al cochero a mi regreso.

Rastignac se precipitó hacia la escalera y partió para ir a la calle de Helder, a casa de la señora de Restaud. Durante el camino, su imaginación, impresionada por el horrible espectáculo de que había sido testigo, excitó su indignación. Cuando llegó a la antecámara y preguntó por la señora de Restaud, le respondieron que no estaba visible.

—Pero —le dijo al ayuda de cámara— vengo de parte de su padre, que se está muriendo.

—Caballero, tenemos órdenes muy severas de parte del conde…

—Si el señor de Restaud está en casa, decidle en qué circunstancias se encuentra su suegro y prevenidle de que es necesario que yo hable con él inmediatamente.

Eugenio estuvo esperando mucho rato.

—Quizás en este momento se esté muriendo —pensaba.

El ayuda de cámara le introdujo en el primer salón, donde el señor de Restaud recibió al estudiante de pie, sin invitarle a que se sentara, ante una chimenea en la que no había lumbre.

—Señor conde —le dijo Rastignac—, vuestro señor padre político está expirando en estos momentos en un cuchitril infame, sin un céntimo para comprar leña; está agonizando y pide ver a su hija…

—Caballero —respondióle con frialdad el conde de Restaud—, ya os habréis dado cuenta de que le tengo poco cariño al señor Goriot. Ha comprometido su carácter con la señora de Restaud, ha hecho la desgracia de mi vida, veo en él al enemigo de mi tranquilidad. Que muera o que viva, me es completamente indiferente. Ved cuáles son mis sentimientos con respecto a él.

»El mundo podrá censurarme, pero yo desprecio su opinión. Ahora tengo cosas más importantes que hacer que ocuparme de lo que vayan a pensar unos necios o unos indiferentes. En cuanto a la señora de Restaud, ahora le es imposible salir. Decidle a su padre que tan pronto como haya cumplido sus obligaciones conmigo y con sus hijos irá a verle. Si ella ama a su padre, puede quedar libre dentro de unos instantes…

—Señor conde, no me incumbe juzgar vuestra conducta; sois dueño de vuestra mujer; pero ¿puedo contar con vuestra lealtad? Pues bien, prometedme tan sólo decirle que su padre no tiene siquiera un día de vida y que ya la ha maldecido al no verla junto a su cabecera.

—Decídselo vos mismo —respondió el señor de Restaud, impresionado por los sentimientos de indignación que traicionaban el acento de Eugenio.

Rastignac entró, conducido por el conde, en el salón en que habitualmente se hallaba la condesa: la encontró deshecha en lágrimas, sentada en una poltrona. Parecía desesperada. Antes de mirar a Rastignac lanzó hacía su marido medrosas miradas, que revelaban una postración completa de sus fuerzas destruidas por una tiranía moral y física. El conde inclinó la cabeza, y la mujer creyóse animada a hablar.

—Caballero, lo he oído todo. Decidle a mi padre que si conociese la situación en que me encuentro, me perdonaría. No contaba con este suplicio, que es superior a mis fuerzas, caballero, pero resistiré hasta el fin —dijo a su marido—. Soy madre. Decidle a mi padre que soy irreprochable en cuanto a él, a pesar de las apariencias —exclamó con desesperación, dirigiéndose al estudiante.

Eugenio saludó a los dos esposos, adivinando la horrible crisis en que se encontraba la mujer, y retiróse estupefacto. El tono del señor de Restaud le había demostrado la inutilidad de su gestión y comprendió que Anastasia ya no era libre. Corrió a casa de la señora de Nucingen y la encontró en cama.

—Estoy enferma, pobre amigo mío —le dijo—. Me resfrié al salir del baile; tengo miedo de haber pillado una fluxión de pecho; estoy esperando al médico…

—Aunque tuvieseis la muerte en los labios —la interrumpió Eugenio— es preciso que vayáis arrastrándoos hasta vuestro padre. ¡Os llama! Si pudieseis oír el más leve de sus gritos, ya no os sentiríais enferma.

—Eugenio, quizá mi padre no esté tan enfermo como decís; pero me desesperará el aparecer culpable a vuestros ojos, y haré lo que vos queráis. Él, lo sé, se moriría de pena si mi enfermedad llegara a ser mortal a consecuencia de esta salida. Bien, iré tan pronto como haya venido mi médico. ¡Ah!, ¿por qué ya no lleváis vuestro reloj? —dijo al no ver ya la cadena. Eugenio se sonrojó—. ¡Eugenio! Eugenio, si ya lo habéis vendido o perdido…, ¡oh!, eso sería muy mala señal.

El estudiante se inclinó sobre la cama de Delfina y le dijo al oído:

—¿Queréis saberlo? ¡Pues bien, sabedlo! Vuestro padre ya no tiene con qué comprarse la mortaja en que habrán de envolverle esta tarde. Vuestro reloj está empeñado; ya no tenía nada.

Delfina saltó de pronto de su cama, corrió a su escritorio, cogió el bolso y lo tendió a Rastignac. Tiró del cordón de la campanilla y exclamó:

—¡Voy allá, Eugenio! ¡Id, yo llegaré antes que vos! Teresa —gritóle a su doncella—, decidle al señor de Nucingen que suba a hablar conmigo en seguida.

Eugenio, contento de poder anunciar al moribundo la presencia de una de sus hijas, llegó casi alegre a la calle Neuve-Sainte-Geneviève. Buscó en el bolso para poder pagar inmediatamente al cochero. El bolso de aquella joven, tan rica, tan elegante, contenía setenta francos. Una vez estuvo en lo alto de la escalera, encontró a papá Goriot sostenido por Bianchon y operado por el cirujano del hospital, bajo los ojos del médico. Le quemaban la espalda con moxas, último remedio de la ciencia, remedio inútil.

—¿Las sentís? —le preguntaba el médico.

Papá Goriot, habiendo visto al estudiante, respondió:

—Vienen, ¿verdad?

—Esto marcha mejor —dijo el cirujano—; habla.

—Sí —respondió Eugenio—, Delfina viene detrás de mí.

—¡Vamos! —dijo Bianchon—, estaba hablando de sus hijas, a las que llama sin cesar, como un sediento que pide agua.

—Basta —dijo el médico al cirujano—, ya no se puede hacer nada, no se le puede salvar.

Bianchon y el cirujano volvieron a colocar al moribundo en su infecto camastro.

—Sin embargo, sería preciso mudarle la ropa blanca —dijo el médico—. Aunque no exista ninguna esperanza, hay que respetar en él la naturaleza humana. Volveré, Bianchon —le dijo al estudiante—. Si volviera a quejarse, ponedle opio encima del diafragma.

El cirujano y el médico salieron.

—¡Vamos, Eugenio, valor, hijo mío! —dijo Bianchon a Rastignac cuando estuvieron solos—. Se trata de ponerle una camisa blanca y cambiar la ropa de su cama. Ve a decirle a Silvia que suba unas sábanas y venga a ayudarnos.

Eugenio bajó y encontró a la señora Vauquer ocupada con Silvia en poner los cubiertos encima de la mesa. A las primeras palabras que le dijo Rastignac, la viuda fue hacia él, con aire agridulce de una comerciante desconfiada que no querría perder el dinero ni molestar al cliente.

—Señor Eugenio —respondió—, ya sabéis como yo que papá Goriot ya no tiene un céntimo. Dar sábanas para un hombre a punto de morir es perderlas, y también habrá que sacrificar una de ellas para la mortaja. Ya me debéis ciento cuarenta y cuatro francos; añadid cuarenta francos de sábanas y otras pequeñas cosas como la vela que Silvia os dará; todo ello suma por lo menos doscientos francos, que una pobre viuda como yo no está en condiciones de perder.

»¡Caramba!, sed justo, señor Eugenio; bastante he perdido desde que la mala suerte ha entrado en mi casa hace cinco días. Habría dado diez escudos para que el buen hombre ese se hubiera marchado estos días, como vos decíais. Esto molesta a mis huéspedes. Por nada le haría yo llevar al hospital. En fin, poneos en mi lugar. Mi establecimiento ante todo; es mi propia vida.

Eugenio volvió a subir rápidamente a la habitación de papá Goriot.

—Bianchon, ¿y el dinero del reloj?

—Está allí, encima de la mesa. Quedan trescientos sesenta francos y un poco más. He pagado todo lo que debíamos.

—Tomad, señora —dijo Rastignac después de bajar la escalera horrorizado—, saldad nuestras cuentas. El señor Goriot no va a estar mucho tiempo en vuestra casa, y yo…

—Sí, saldrá con los pies por delante, el pobrecillo —dijo la señora Vauquer contando doscientos francos, con aire mitad alegre, mitad melancólico.

—Acabemos —dijo Rastignac.

—Silvia, dadme las sábanas e id a ayudar a esos señores allá arriba.

—No os olvidéis de Silvia —dijo la señora Vauquer al oído de Eugenio—. Ya hace dos noches que está velando.

Cuando Eugenio hubo vuelto la espalda, la vieja fue apresuradamente hacia la cocinera:

—Coge las sábanas viejas. Ya está bien para un muerto —le dijo al oído.

Eugenio, que había subido ya algunos peldaños de la escalera, no oyó las palabras de la vieja patrona.

—Vamos —le dijo Bianchon—, pongámosle la camisa. Aguántale erguido.

Eugenio se colocó a la cabecera de la cama y sostuvo al moribundo, al que Bianchon le quitó la camisa, y el buen hombre hizo un gesto como para guardar algo en el pecho y profirió gritos quejumbrosos e inarticulados, como los animales que han de expresar un gran dolor.

—¡Oh, oh! —dijo Bianchon—, quiere una cadenilla de cabellos y un medallón que le hemos quitado hace un rato para ponerle las moxas. ¡Pobre hombre!, hemos de volvérsela a poner. Está encima de la chimenea.

Eugenio fue a buscar una cadena trenzada con unos cabellos rubios cenicientos, sin duda de la señora Goriot. Leyó en un lado del medallón: Anastasia; y en el otro: Delfina. Imagen de su corazón que descansaba siempre encima de su corazón. Los rizos contenidos en el medallón eran tan finos, que debían haber sido cortados durante la primera infancia de sus dos hijas. Cuando el medallón tocó su pecho, el anciano profirió una exclamación que revelaba una satisfacción que daba escalofríos. Era uno de los últimos ecos de la sensibilidad, que parecía retirarse al centro desconocido del cual parten y al cual se dirigen nuestras simpatías. Su rostro convulso asumió una expresión de alegría morbosa. Los dos estudiantes, sobrecogidos ante aquel terrible estallido de una fuerza de sentimiento que sobrevivía al pensamiento, dejaron caer cálidas lágrimas sobre el moribundo, que dio un agudo grito de placer.

—¡Nasia! ¡Fifina! —dijo.

—Todavía vive —dijo Bianchon.

—¿Para qué le sirve eso? —dijo Silvia.

—Para sufrir —respondió Rastignac.

Después de hacer a su compañero una seña indicándole que le imitase, Bianchon se arrodilló para pasar sus brazos bajo las piernas del enfermo, mientras Rastignac hacía otro tanto en el otro lado de la cama con objeto de pasarle las manos debajo de la espalda. Silvia estaba allí, dispuesta a retirar las sábanas cuando el moribundo hubiera sido levantado, para sustituirlas por las que había traído. Engañado sin duda por las lágrimas, Goriot empleó sus últimas fuerzas para tender las manos; encontró a cada lado de su cama las cabezas de los estudiantes, las agarró violentamente por los cabellos y oyósele decir débilmente.

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