—Eso debía terminar así —dijo la señorita Michonneau a Poiret—. Desde hace ocho días no han hecho más que lanzarse tiernas miradas.
—Sí —respondió Poiret—. Entonces fue condenada.
—¿Quién?
—La señora Morin.
—Os estoy hablando de la señorita Victorina —dijo la Michonneau al entrar, sin darse cuenta, en la habitación de Poiret—, y vos me salís con la señora Morin. ¿Quién es esa mujer?
—¿De qué sería, entonces, culpable la señorita Victorina? —preguntó Poiret.
—Sería culpable de amar al señor Eugenio de Rastignac. No sabe adónde puede llevarla ese amor, ¡pobrecilla!
Por la mañana, Eugenio había sido reducido a la desesperación por la señora de Nucingen. En su fuero interno habíase entregado completamente a Vautrin, sin querer profundizar en los motivos de la amistad que le profesaba aquel hombre extraño ni el porvenir de semejante unión. Hacía falta un milagro para sacarle del abismo en el que ya había metido el pie desde hacía una hora, cambiando con la señorita Taillefer las más dulces promesas. Victorina creía oír la voz de un ángel, los cielos se abrían para ella, la Casa Vauquer se engalanaba con los fantásticos colores que los decoradores dan a los palacios de teatro: amaba y era amada; por lo menos, así lo creía. ¿Y qué mujer no lo habría creído como ella, al ver a Rastignac, escuchándole durante aquella hora robada a todos los Argos de la casa? Debatiéndose contra su conciencia, sabiendo que hacía mal y queriendo hacer mal, diciéndose que rescataría aquel pecado venial por medio de la felicidad de una mujer, habíase embellecido en su desesperación y resplandecía con todos los fuegos del infierno que tenía en su corazón. Felizmente para él, se produjo el milagro. Vautrin entró alegremente y leyó en el alma de los dos jóvenes, a los que había casado mediante las combinaciones de su genio infernal, pero cuya alegría turbó de pronto al cantar con su gruesa voz burlona:
Mi encantadora Fanchette en su ingenuidad…
Victorina se alejó, llevándose tanta felicidad como desgracia había tenido hasta entonces en su vida. ¡Pobre muchacha! Un apretón de manos, su mejilla rozada por los cabellos de Rastignac, unas palabras pronunciadas tan cerca de su oído que había sentido el calor de los labios del estudiante, la presión de su talle por un brazo trémulo, un beso dado sobre su cuello, fueron las prendas de su pasión, que la proximidad de la gruesa Silvia, que amenazaba con entrar en aquel radiante comedor, hizo más ardientes, más vivas, más intensas que los más bellos testimonios de afecto contados en las más famosas historias de amor. Aquellos pequeños sufragios, según una linda expresión de nuestros antepasados, parecían crímenes a una piadosa joven que se confesaba cada quince días. En aquella hora había prodigado más tesoros espirituales que los que más tarde, rica y feliz, habría podido dar al entregarse por entero.
—El asunto está concluido —dijo Vautrin a Eugenio—. Todo ha ido bien. Nuestro pichón ha insultado a mi halcón. Mañana, en la muralla de Clignancourt. A las ocho y media, la señorita Taillefer heredará el amor y la fortuna de su padre, mientras esté ahí, mojando sus tostadas con mantequilla en su café con leche. Ese pequeño Taillefer es muy diestro manejando la espada, pero será sangrado por un golpe que yo he inventado y que os revelaré, porque es sumamente útil.
Rastignac escuchaba con aire estúpido y no podía contestar nada. En aquel momento llegaron papá Goriot, Bianchon y otros huéspedes.
—He ahí como yo os quería —le dijo Vautrin—. Sabéis lo que hacéis. ¡Bien, mi pequeño aguilucho! Vos gobernaréis a los hombres; sois fuerte y valeroso; tenéis mi estima.
Quiso cogerle la mano. Rastignac retiró la suya y dejóse caer en una silla, palideciendo; creía ver ante sí un charco de sangre.
—¡Ah, todavía nos quedan algunos trapos manchados de virtud! —dijo Vautrin en voz baja—. El tío de Oliban tiene tres millones; conozco su fortuna. La dote os volverá blanco como un vestido de novia, y a vuestros propios ojos.
Rastignac no dudó un momento más. Decidió ir a prevenir durante la noche a los señores Taillefer, padre e hijo. Habiéndole dejado Vautrin en aquel momento, papá Goriot le dijo al oído:
—¡Estáis triste, hijo mío! Yo voy a alegraros. Venid.
El viejo fabricante de fideos encendió una bujía.
Eugenio le siguió con gran curiosidad.
—Vamos a entrar en vuestra habitación —le dijo papá Goriot, que había pedido a Silvia la llave del estudiante.— Esta mañana habéis creído que ella no os amaba, ¿verdad? Se ha visto obligada a despediros, y vos os habéis marchado enojado, desesperado. ¡Qué tonto! Es que ella me esperaba. ¿Comprendéis? Teníamos que acabar de arreglar un precioso apartamento al que iréis a vivir dentro de tres días. No me comprometáis. Ella quiere datos una sorpresa; pero yo no puedo guardar por más tiempo el secreto. Viviréis en la calle de Artois, a dos pasos de la calle de San Lázaro. Estaréis allí como un príncipe. Os hemos comprado muebles como para una novia. Sin deciros nada, hemos estado haciendo muchas cosas desde hace un mes. Mi procurador ha puesto manos a la obra; mi hija tendrá sus treinta y seis mil francos anuales, el interés de su dote, y yo voy a exigir la inversión de sus ochocientos mil francos en solares.
Eugenio estaba como mudo, y se paseaba por su habitación en desorden, con los brazos cruzados. Papá Goriot aprovechó un momento en que el estudiante le volvía la espalda para dejar encima de la chimenea una caja de tafilete rojo, en la que estaban grabadas en oro las armas de Rastignac.
—Hijo mío —decía el pobre hombre—, me he metido en todo esto hasta el cuello. Pero ¿sabéis?, hubo también mucho egoísmo por mi parte; he tenido mucho interés en que cambiaseis de barrio. No me diréis que no, ¿verdad?, si os pido alguna cosa.
—¿Qué queréis?
—Encima de vuestro apartamento, en el quinto piso, hay una habitación que forma parte del mismo; podré vivir en ella, ¿no? Me hago viejo, y estoy muy lejos de mis hijas. Yo no os causaré ninguna molestia. Solamente estaré allí. Me hablaréis de ella todas las tardes. No os molestará esto, ¿verdad? Cuando volváis, yo estaré en mi cama, os diré y me diré: Viene de ver a mi pequeña Delfina. La ha llevado al baile; es feliz gracias a él. Si yo estuviese enfermo, sería un consuelo para mí el oír que regresabais. ¡Habrá tanto de mi hija en vos! Sólo tendré que dar un paso para estar en los Campos Elíseos, adonde ellas van todos los días; las veré siempre, mientras que a veces llego ahora demasiado tarde. Y además, quizás ella vaya a vuestra casa. Yo la oiré, la veré por la mañana, caminando de prisa, como una gatita. Desde hace un mes ha vuelto a ser lo que era antes, una muchacha alegre y vivaracha. Su alma se halla en convalecencia; os debe la felicidad. ¡Oh!, yo haría por vos lo imposible. Cuando yo regresaba, ella me decía hace un rato: «Papá, ¡soy tan dichosa!». Cuando me dicen ceremoniosamente «padre», me dejan helado; pero cuando me llaman papá, me parece que aún las estoy viendo pequeñas, me devuelven todos los recuerdos. Creo que todavía no pertenecen a nadie —dijo el buen hombre, llorando—. Hace tiempo que no había oído esa palabra, hacía tiempo que no me había dado el brazo. ¡Oh!, sí, hace diez años que no he ido al lado de una de mis hijas. ¡Es algo tan bueno el rozar su vestido, andar a su mismo paso, participar de su calor! En fin, esta mañana he llevado a Delfina a todas partes. Entraba con ella en las tiendas. Y la he acompañado luego hasta su casa. ¡Oh!, haced que pueda estar con vos. A veces tendréis necesidad de que alguien os preste algún servicio, y yo estaré allí.
¡Oh!, si ese bruto de alsaciano muriese, si la gota tuviera la buena idea de subírsele al estómago, mi pobre hija sería dichosa. Vos seríais mi yerno, vos seríais públicamente su marido. ¡Bah!, ella es tan desgraciada por no conocer nada de los placeres de este mundo, que yo la absuelvo de todo. Dios debe de estar del lado de los padres que aman. Ella os ama demasiado —dijo moviendo la cabeza, después de una pausa—. Mientras caminábamos, ella me hablaba de vos y me decía: «¡Tiene tan buen corazón! ¿Habla de mí?» ¡Bah!, desde la calle de Artois hasta el pasaje de los Panoramas me ha hablado volúmenes enteros de vos. Ha derramado su corazón en el mío. Durante toda esta mañana, yo ya no era viejo, no pesaba siquiera una onza. Le he dicho que me habíais entregado el billete de mil francos. ¡Pobrecilla! Se ha echado a llorar, tan emocionada estaba. ¿Qué tenéis ahí encima de la chimenea? —dijo al fin papá Goriot, que se moría de impaciencia al ver inmóvil a Rastignac.
Eugenio miraba a su vecino con aire estúpido. Aquel duelo, anunciado por Vautrin para el día siguiente, contrastaba tan violentamente con la realización de sus más caras esperanzas, que experimentaba todas las sensaciones de la pesadilla. Volvióse hacia la chimenea, advirtió en ella la cajita cuadrada, la abrió y encontró en su interior un papel que cubría un reloj de Bréguet. En aquel papel se encontraban escritas estas palabras:
«Quiero que penséis en mí a todas horas, porque… Delfina».
Estas últimas palabras hacían alusión sin duda a alguna escena que había tenido lugar entre ellos, y Eugenio sintióse emocionado. Sus armas estaban interiormente esmaltadas en el oro de la caja. Aquella joya durante tanto tiempo anhelada, la cadena, la llave, la forma, los dibujos, respondían a todos sus deseos. Papá Goriot estaba radiante. Sin duda le había prometido a su hija referirle los menores efectos de la sorpresa que aquel regalo causaría en el ánimo de Eugenio, porque participaba de aquellas emociones y no parecía ser el menos feliz. Ya amaba a Rastignac, tanto para su hija como para él mismo.
—Iréis a verla esta tarde; ella os aguarda. El bruto del alsaciano cena en casa de su bailarina. ¡Ah, ah!, se ha quedado como un tonto cuando mi procurador le ha dicho lo que hace al caso. ¿No pretende amar a mi hija hasta la adoración? Que la toque y le mato. La idea de saber que mi Delfina está… (dio un suspiro) me haría cometer un crimen; pero no se trataría de un homicidio; es una cabeza de buey sobre un cuerpo de cerdo. Vos me admitiréis en vuestra casa, ¿verdad?
—Sí, papá Goriot, bien sabéis que yo os quiero…
—Ya lo veo; vos no os avergonzáis de mí. Dejadme que os abrace.
Diciendo esto, estrechó al estudiante entre sus brazos.
—Vos la haréis muy feliz; prometédmelo. Iréis esta tarde, ¿verdad?
—Sí, sí. He de salir para hacer unas cosas que no puedo aplazar.
—¿Puedo seros útil en algo?
—Por supuesto que sí. Mientras yo voy a casa de la señora de Nucingen, id vos a ver al señor Taillefer padre, a decirle que me conceda una hora durante la noche para hablarle de un asunto de la máxima importancia.
—¿Será verdad, entonces —dijo papá Goriot mudando el semblante—, que le hacéis la corte a su hija, como dicen esos imbéciles de ahí abajo? ¡Santo cielo! No sabéis lo que es una venganza de Goriot. Si nos engañaseis, de un puñetazo os haría saltar los dientes. ¡Oh!, no es posible.
—Os juro que no amo más que a una mujer en el mundo —dijo el estudiante—; lo sé desde hace un momento.
—¡Oh, qué feliz me hacéis! —dijo papá Goriot.
—Pero —repuso el estudiante— el hijo de Taillefer se bate mañana, y he oído decir que moriría.
—¿Y a vos qué os importa? —dijo Goriot.
—Hay que decirle que impida a su hijo dirigirse a… —exclamó Eugenio.
En aquel momento fue interrumpido por la voz de Vautrin, que cantaba:
¡Oh Ricardo, oh mi Rey! El universo te abandona…
Brum, brum, brum, brum!
Mucho tiempo he recorrido el mundo, Y me han visto…
Tra la, la, la, la…
—Señores —gritó Cristóbal—, la sopa os espera, y todo el mundo está a la mesa.
—Ven a tomar una botella de mí buen vino de Burdeos.
—¿Os parece bonito el reloj? —dijo papá Goriot—. Tiene buen gusto mi hija, ¿no?
Vautrin, papá Goriot y Rastignac bajaron juntos y se encontraron, debido a su retraso, sentados a la mesa, uno al lado de otro. Eugenio manifestó la mayor indiferencia a Vautrin durante la comida, aunque este hombre, tan amable a los ojos de la señora Vauquer, nunca como entonces hubiera desplegado tanto ingenio. Estuvo muy ocurrente y supo interesar a todos los comensales. Esta seguridad, esta sangre fría dejaron consternado a Eugenio.
—¿Sobre qué hierba habéis caminado hoy? —preguntóle la señora Vauquer—. Estáis alegre como un pinzón.
—Siempre estoy contento cuando he hecho buenos negocios.
—¿Negocios? —dijo Eugenio.
—Sí. He entregado una partida de mercancía que me valdrá buenos derechos de comisión. Señorita Michonneau —dijo, dándose cuenta de que la solterona le examinaba—, ¿tengo en la cara algún rasgo que os desagrade, que me hacéis el ojo americano? Si es preciso, lo cambiaré para resultaros agradable.
—Poiret, no nos enfadaremos por eso, ¿verdad? —dijo guiñando el ojo al viejo empleado.
—Vamos —dijo la señora Vauquer—, mejor sería que nos dieseis de vuestro vino de Burdeos, del que ya veo una botella que asoma la nariz. Eso nos dará alegría, además de que es bueno para el estómago.
—Señores —dijo Vautrin—, la señora presidenta nos llama al orden. La señora Couture y la señorita Victorina no se escandalizarán con nuestros discursos frívolos; pero respetad la inocencia de papá Goriot. Propongo un pequeño
botellorama
de vino de Burdeos, al que el nombre de Laffitte hace doblemente ilustre, dicho sea sin alusión política. ¡Vamos, chino! —dijo mirando a Cristóbal, que no se movió—. ¡Aquí, Cristóbal! ¡Cómo!, ¿no oyes tu nombre? ¡Chino, trae los líquidos!
—Aquí están, señor —dijo Cristóbal presentándole la botella.
Después de haber llenado el vaso de Eugenio y el de papá Goriot, saboreó él unas gotas, mientras sus dos vecinos bebían, y de pronto hizo una mueca.
—¡Diablo, diablo!, tiene el sabor del tapón. Toma esto para ti, Cristóbal, y ve a buscar más; a la derecha, ¿sabes? Somos dieciséis; baja ocho botellas.
—Puesto que sois tan espléndido —dijo el pintor—, yo pago unas castañas.
—¡Oh, oh!
—¡Ah!
—¡Prrr!
Cada uno profirió exclamaciones que partieron como cohetes.
—Vamos, mamá Vauquer, dos de champaña —le gritó Vautrin.
—¡Cómo! ¿Por qué no pedís que os dé la casa entera? ¡Dos de champaña! ¡Pero si esto cuesta doce francos! ¡Yo no los gano! Pero si el señor Eugenio quiere pagarlas, yo ofrezco licor de grosella.