Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
La jodida reserva natural.
Apuró la cerveza y le pusieron otra delante sin darle tiempo de pedirla, junto con un Jack Daniel's, que esta vez no era doble. Tiny le conocía bien. Sin embargo, en vez de tomárselo enseguida, pensó en que tenía un trabajo urgente que hacer. Aparte de disfrutar con ello, ganaría una buena pasta, y sin mancharse las manos. Su mirada se detuvo en las muchas consignas antiecologistas pegadas en la pared:
PRÓXIMA EXCURSIÓN DEL SIERRA CLUB, A LA MIERDA; PROTEGE LA FAUNA: DA DE COMER UN ECOLOGISTA A LOS ALIGÁTORES, y otros en la misma línea. Estaba claro que era un buen plan.
Se inclinó sobre la barra e hizo señas al dueño.
—Tiny, tengo que decir algo importante. ¿Te importaría parar la música?
—Pues claro, Mike.
Tiny se acercó al equipo de música y lo apagó. El local quedó casi enseguida en silencio; todos atentos a la barra.
Ventura bajó del taburete y se plantó tranquilamente en medio del bar, haciendo resonarías tablas gastadas con sus botas de vaquero.
—¡Eh, Mike! —gritó alguien, provocando algunos aplausos y silbidos de borrachos en los que Ventura no se fijó.
Era un personaje conocido, ex sheriff del condado; un hombre con dinero, pero sin pretensiones. Por otra parte, siempre había procurado no mezclarse demasiado con la chusma, y mantener cierta formalidad. Eso ellos lo respetaban.
Metió los pulgares en el cinturón y recorrió lentamente el local con la mirada. Todos estaban a la espera. Mike Ventura no hablaba muy a menudo en público. Se le hizo extraño que estuvieran tan callados. Le procuró cierta satisfacción, el sentimiento de haberse ganado el respeto de todos.
—Tenemos un problema —dijo. Dejó pasar unos segundos, para que lo asimilaran, y siguió—: Un problema formado por dos personas. Ecologistas. Van a venir de tapadillo para darse un garbeo por esta parte de Black Brake. Quieren ampliar la reserva natural al resto de Black Brake y a Lake End.
Les echó una mirada desafiante. Se oyeron murmullos, siseos y gritos inarticulados de reprobación.
—¿Lake End? —vociferó alguien—. ¡Y una mierda!
—Exacto: se acabaron las percas y la caza. Nada de nada. Solo una reserva natural, para que esos hijos de puta de la Wilderness Society puedan venir con sus kayaks a contemplar los pájaros.
Parecía que escupiera las palabras.
Un coro de silbidos y abucheos. Ventura levantó una mano para que se callasen.
—Primero prohibieron talar. Luego se quedaron la mitad de Black Brake, y ahora hablan de quedarse el resto, y además el lago. No quedará nada. ¿Os acordáis de la última vez, cuando les seguimos la corriente? ¿Cuando fuimos a reuniones, nos manifestamos y escribimos cartas? ¿Os acordáis? ¿Qué pasó?
Otro clamor de desaprobación.
—Exacto. ¡Tuvimos que agacharnos... ya sabéis el resto!
Un rugido. Todos se habían bajado de los taburetes. Ventura volvió a levantar las manos.
—Un momento, escuchadme. Llegarán mañana. No sé cuándo, pero probablemente temprano. Uno es alto y flaco, con traje negro; el otro es una mujer. Querrán hacer un reconocimiento del pantano.
—¿Un reconoqué? —dijo alguien.
—Echarle un vistazo. Como científicos. Solo son dos, pero vendrán de incógnito, los muy hijos de puta. Son tan cobardes que no se atreven a presentarse aquí como lo que son.
Esta vez reinó un silencio muy tenso.
—Ya os he avisado. No sé vosotros, pero yo no pienso escribir más cartas. Nada de reuniones, ni de escuchar a esos yanquis de mierda diciéndome qué tengo que hacer con mis peces, mi leña y mi tierra.
Un nuevo y repentino estallido de gritos. Ya veían por dónde iba. Ventura metió la mano en el bolsillo trasero, sacó un fajo de billetes y lo sacudió.
—Yo nunca espero que la gente trabaje gratis. —Tiró el dinero encima de una mesa grasienta—. Esto es un adelanto. Luego habrá más. Ya sabéis lo que se dice: lo que se hunde en el pantano nunca sale a flote. Quiero que resolváis este problema. Hacedlo por vuestra cuenta; de lo contrario ya podéis despediros de lo que queda de Malfourche, vender las escopetas y la casa, llenar el maletero del Chevy e iros a vivir a Boston o a San Francisco, con los maricones. ¿Es lo que queréis?
Un rugido de desaprobación, y más gente perdiendo el equilibrio al levantarse. Una mesa cayó al suelo.
—Atentos a cuando lleguen los ecologistas, ¿de acuerdo?
Dadles su merecido, ni más ni menos. Lo que se hunde en el pantano nunca sale a flote. —Después de pasear una mirada asesina por la multitud, levantó una mano y bajó la cabeza—. Gracias, amigos. Buenas noches.
Tal como tenía previsto, se pusieron como locos. Él se dirigió hacia la puerta sin hacerles caso, la cruzó y salió a la noche húmeda del embarcadero. Desde fuera oía el barullo: voces iracundas, palabrotas y la música que volvía a sonar. Sabía que cuando llegaran aquellos dos, al menos alguno de los chicos estaría suficientemente sobrio para hacer lo necesario. Ya se encargaría Tiny de eso.
Abrió el móvil y marcó un número.
—¿Judson? Acabo de solucionar el problemilla.
Hayward se asomó al balcón del motel, a pleno sol, para mirar a Pendergast, que estaba abajo, en el patio, cargando la maleta en el Rolls. Hacía un calor absolutamente impropio de principios de marzo; el sol ardía como una lámpara de infrarrojos en la nuca. Hayward se preguntó si tantos años en el Norte la habrían ablandado. Bajó los escalones de cemento con la bolsa para una noche y la dejó en el maletero, al lado del equipaje de Pendergast.
Dentro, el Rolls estaba fresco, y el cuero color crema, frío. Malfourche quedaba a quince kilómetros de allí, pero era un pueblo moribundo, donde ya no había moteles. El más cercano era ese.
—He estado investigando sobre el pantano de Black Brake —dijo Pendergast mientras salían a la estrecha carretera—. Es uno de los más grandes y silvestres de todo el Sur. Tiene una superficie de unas treinta mil hectáreas. Al este limita con un lago, que se conoce como Lake End, y al oeste con brazos de río y canales.
A Hayward le costaba prestar atención. Ya sabía más de lo que quería sobre el pantano, y los horrores de la noche anterior le nublaban el entendimiento.
—Nuestro destino, Malfourche, queda en el lado este de una pequeña península. «Malfourche», en francés, quiere decir «mala bifurcación», por el brazo de río sobre el que está: un lago subsidiario de aguas estancadas, sin salida, que a los primeros colonos franceses les pareció la boca de un río. Antiguamente, en el pantano, había uno de los bosques de cipreses más extensos del país. Se taló el sesenta por ciento hasta 1975, que fue cuando la mitad oeste del pantano fue declarada reserva de fauna, y más tarde reserva natural; está prohibido circular con embarcaciones a motor.
—¿De dónde ha sacado todo eso? —preguntó Hayward.
—Me parece increíble que hoy en día haya wi-fi incluso en los peores moteles.
—Ah.
¿Nunca dormía?
—Malfourche es un pueblo medio muerto —siguió explicando Pendergast—. Se resintió mucho cuando se quedó sin industria maderera, y la creación de la reserva natural afectó profundamente a la actividad de caza y pesca. Aguantan de puro milagro.
—Entonces quizá no sea una buena idea llegar en Rolls-Royce. Si queremos que la gente hable...
—Al contrario —murmuró Pendergast.
Dejaron atrás algunas casas de madera en pésimo estado, con los tejados caídos y los patios ocupados por coches viejos y chatarra. Una iglesia encalada pasó como una exhalación, seguida de más chozas, hasta que la carretera se ensanchó y dejó paso a una calle mayor de mala muerte, bañada por el sol, que terminaba en unos embarcaderos, al borde de un lago cubierto de vegetación. Prácticamente todos los establecimientos estaban cerrados, y los escaparates estaban tapados con papel o una con mano de pintura blanca sobre cristales llenos de moscas; en muchos de ellos había rótulos descoloridos de «Se alquila».
—Pendergast —dijo de pronto Hayward—, hay una cosa que no entiendo.
—¿Cuál?
—Todo esto es una locura. Me refiero a pegarle un tiro a Vinnie e intentar pegármelo a mí. Matar a Blackletter, a Blast, y vaya usted a saber a quién más... Hace mucho tiempo que soy policía, y sé positivamente que hay maneras más fáciles de hacerlo. Es demasiado radical. Han pasado unos doce años. Intentando matar policías, lo único que consiguen es llamar más la atención.
—Tiene razón —dijo Pendergast—. Es radical. Vincent hizo el mismo comentario acerca del león. Implica muchas cosas. Y yo lo encuentro bastante sugestivo. ¿Usted no?
Detuvo el coche en un pequeño aparcamiento, poco antes del embarcadero. Bajaron y echaron un vistazo, bajo un sol inclemente. Al lado de los amarres había un grupo de hombres mal vestidos que mataban el rato. Todos se habían girado, y les miraban fijamente. Hayward, muy consciente del Rolls-Royce, volvió a cuestionar la insistencia de Pendergast en usar aquel coche para sus investigaciones. De todos modos, como no tenía sentido ir en dos coches, había dejado el suyo de alquiler en el hospital.
Pendergast se abrochó el traje negro y miró a su alrededor con su habitual flema.
—¿Damos un paseo hasta los amarres y charlamos un poco con aquellos caballeros?
Hayward se encogió de hombros.
—No se les ve muy habladores, precisamente.
—Habladores, no; comunicativos, es posible que sí.
Pendergast bajó por la calle, moviendo con desenvoltura su alto cuerpo. Ellos miraron cómo se acercaban con los ojos entornados.
—Muy buenos días —dijo con su acento más meloso de clase alta de Nueva Orleans, haciendo una pequeña reverencia.
Silencio. El temor de Hayward aumentó. Parecía la peor manera posible de buscar información. La hostilidad era tal que podía cortarse con un cuchillo.
—Hemos venido a hacer un poco de turismo. Somos aficionados a los pájaros.
—Los pájaros —dijo un hombre. Se volvió y se lo repitió al grupo—. Los pájaros.
Todos se rieron.
Hayward se estremeció. Iba a ser un fracaso total. Se giró al ver un movimiento con el rabillo del ojo. Otro grupo estaba saliendo en silencio de una especie de granero, construido al lado del embarcadero sobre pilotes con creosota. Un letrero lo identificaba como «Tiny's Bait 'n5 Bar».
El último en salir fue un hombre descomunalmente gordo. Tenía la cabeza de pepino, rapada al cero, y una camiseta imperio forzada al límite por un enorme barrigón, de la que colgaban dos brazos como dos jamones en dulce —semejanza que, debido al sol, se extendía al color—. Se abrió camino entre los demás hombres y dio unas zancadas por el embarcadero hasta plantarse frente a Pendergast. Estaba claro que era el cabecilla del grupo.
—¿Con quién tengo el placer? —preguntó Pendergast.
—Me llamo Tiny —dijo el hombre, mirando a los dos de arriba abajo con sus ojillos.
No les tendió la mano. «Tiny —pensó Laura—. Muy adecuado.»"
5
—Encantado. Yo me llamo Pendergast, y mi compañera, Hayward. Estamos buscando una especie muy rara, el pescador de barriga roja de Botolph, para completar nuestra lista. Tenemos entendido que se puede encontrar en las profundidades del pantano.
—¿Ah, sí?
—Sí, y esperábamos poder hablar con alguien que conociera bien el pantano y pudiera aconsejarnos.
Tiny se acercó, se inclinó y dejó caer un hilo de saliva cargada de tabaco justo a los pies de Pendergast, tan cerca que le salpicó los zapatos de cordones.
—¡Vaya por Dios! Me parece que me ha manchado los zapatos.
Hayward quiso que se la tragara la tierra. Hasta el más tonto se habría dado cuenta de que tenían a aquella gente en contra, y que de ahí no sacarían nada útil. Encima ahora podía haber una pelea.
—Eso parece —dijo Tiny, arrastrando las palabras.
—¿Podría ayudarnos usted, señor Tiny?
—No —fue la respuesta.
Tiny se inclinó, frunció los labios carnosos y escupió otro chorro de tabaco, esta vez directamente en los zapatos de Pendergast.
—Creo que lo ha hecho a propósito —dijo Pendergast con voz aguda, protestando inútilmente.
—Cree bien.
—Vaya —dijo, volviéndose hacia Hayward—, tengo la sensación de que aquí no nos quieren. Tal vez haríamos bien yéndonos a otro sitio.
Ante la sorpresa de Hayward, se fue por la calle hacia el Rolls, tan deprisa que ella tuvo que correr para alcanzarle. Le siguió un eco de estentóreas carcajadas.
—¿Y va a irse así? —preguntó Hayward.
Pendergast se paró junto al coche. Habían rascado el capó con una llave, dejando un mensaje: «Jodidos ecologistas». Subió al coche con una sonrisa enigmática.
Hayward abrió la puerta del otro lado, pero no subió.
—¿Se puede saber qué hace? ¡Si ni siquiera hemos conseguido la información que necesitamos!
—Al contrario. Han estado de lo más elocuentes.
—¡Pero si le han destrozado el coche y le han escupido en los zapatos!
—Suba—dijo él con firmeza.
Hayward se deslizó en el asiento. Pendergast giró el coche y se dirigió a la salida del pueblo entre chirridos, levantando una nube de polvo.
—¿Ya está? ¿Vamos a irnos corriendo?
—Querida capitana, ¿le consta que yo haya corrido alguna vez?
Se calló. Poco después, el Rolls aminoró la velocidad y Hayward se sorprendió al ver que se metían por el camino de entrada de la iglesia junto a la que habían pasado antes. Pendergast aparcó delante de la casa que estaba al lado de la iglesia y bajó.
Tras limpiarse el zapato en la hierba, subió ágilmente al porche y llamó al timbre. No tardó en abrir la puerta un hombre. Era alto, flaco como un clavo, con facciones pronunciadas y barba blanca, sin bigote. A Hayward le recordó un poco a Abraham Lincoln.
—¿El pastor Gregg? —preguntó Pendergast, cogiéndole la mano—. Soy Al Pendergast, pastor de la Iglesia Baptista del Sur de la parroquia de Hemhoibshun. ¡Encantado de conocerlo! —Sacudió con entusiasmo la mano del perplejo sacerdote—. Le presento a mi hermana, Laura. ¿Podemos hablar con usted?
—Pues... claro, claro —dijo Gregg, recuperándose lentamente de su sorpresa—. Pasen.
Accedieron al interior fresco y pulcro de la casa.
—Siéntense, por favor.
Gregg aún parecía bastante desconcertado, mientras que Pendergast, por el contrario, se arrellanó en el sillón más cómodo y cruzó una pierna encima de la otra, como si estuviera en su casa.