Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
—Laura y yo no hemos venido por asuntos de la iglesia —dijo, sacando del traje una libreta de taquígrafo y una pluma—. Pero había oído hablar tanto de su iglesia y de su fama de hospitalario, que aquí nos tiene.
—Entiendo —dijo Gregg, que obviamente no entendía nada.
—Pastor Gregg, tengo un hobby al que dedico el tiempo que me dejan mis deberes pastorales: soy historiador aficionado, coleccionista de mitos y leyendas, curioseador de los rincones polvorientos de la historia olvidada del Sur. De hecho, estoy escribiendo un libro:
Mitos y leyendas de los pantanos del Sur
. Por eso estoy aquí.
Pendergast acabó su intervención en tono triunfal, y se apoyó en el respaldo.
—Qué interesante —repuso Gregg.
—Siempre que viajo, lo primero que hago es pasar a ver al pastor de cada lugar. Nunca me fallan, nunca.
—Me alegro.
—Porque los pastores conocen a su gente; conocen las leyendas, pero como hombres de Dios no son supersticiosos. No les afectan esas cosas. ¿Me equivoco?
—Bueno, es verdad que se oyen historias, pero solo son eso, pastor Pendergast: historias. Yo no les hago mucho caso.
—Exacto. Este pantano, Black Brake, es uno de los más grandes y legendarios del estado. ¿Lo conoce un poco?
—Por supuesto.
—¿Ha oído hablar de un lugar en el pantano llamado Spanish Island?
—¡Desde luego! Aunque, en realidad, no es una isla; más bien una zona de barrizales y aguas poco profundas donde nunca se han cortado los cipreses. Está en medio del pantano, en pleno bosque virgen. Yo nunca lo he visto.
Pendergast empezó a tomar notas.
—Dicen que antes había un campamento de pesca y caza.
—Es verdad. Los dueños eran la familia Brodie, pero cerró hace treinta años. Creo que está todo podrido, y que ya no queda ni rastro. Es lo que suele pasarles a los edificios abandonados, ¿sabe?
—¿Hay historias sobre Spanish Island?
El pastor sonrió.
—Por supuesto. Las habituales historias de fantasmas, rumores de que hay okupas, de que lo usan para el tráfico de drogas... Ese tipo de cosas.
—¿Historias de fantasmas?
—Por aquí se cuentan mil cosas sobre el corazón del pantano, donde está Spanish Island: luces extrañas de noche, ruidos raros... Hace unos años desapareció en el pantano un buscador de ranas. Encontraron su hidrodeslizador de alquiler a la deriva en un brazo de río, no muy lejos de Spanish Island. Yo creo que se emborrachó y que se cayó al agua, pero aquí todos dicen que le asesinaron, o que sucumbió a la locura del pantano.
—¿La locura del pantano?
—Si pasas demasiado tiempo en el pantano, acabas enloqueciendo. Es lo que dicen. Aunque yo no me lo creo, debo decir que es... un sitio que impone. Es fácil perderse.
Pendergast lo apuntó todo, con manifiesto interés.
—¿Y qué me dice de las luces?
—Los buscadores de ranas salen de noche, y a veces cuentan que han visto luces extrañas moviéndose por el pantano. Pero, en mi opinión, simplemente se ven los unos a los otros, porque para buscar ranas hace falta llevar linterna. También podría ser un fenómeno natural, algún tipo de gas del pantano que brilla o algo así.
—Estupendo —dijo Pendergast, parándose un momento a escribir—. Justo el tipo de cosas que busco. ¿Algo más?
Gregg, animado, prosiguió.
—Siempre hablan de un aligátor gigante en el pantano. Hay historias parecidas en la mayoría de los pantanos del Sur. Seguro que ya lo sabe. Y a veces resulta cierto. Hace unos años, en el lago Conroe de Texas, cazaron un aligátor de más de siete metros de largo. Cuando lo mataron, se estaba comiendo un ciervo adulto.
—Increíble —se maravilló Pendergast—. Y si alguien quisiera ir a ver Spanish Island, ¿qué habría que hacer?
—Está indicado en los mapas más antiguos. El problema es llegar. Con tantos laberintos de canales, y de barreras de fango... Además, ahí dentro los cipreses están casi pegados. Cuando baja el agua, sale una maraña de helechos y zarzas casi impenetrable. No se puede llegar a Spanish Island en línea recta. Francamente, dudo que haya ido alguien en años. Está muy adentrado en la reserva; no se puede pescar ni cazar, y cuesta horrores entrar o salir. Yo no se lo aconsejaría en absoluto.
Pendergast cerró la libreta y se levantó.
—Muchas gracias, pastor. Me ha ayudado mucho. ¿Podría volver a ponerme en contacto con usted, si hiciera falta?
—Claro que sí.
—Muy bien. Le daría una tarjeta, pero se me han acabado hace poco. Tenga, mi teléfono, por si tiene que llamarme. Cuente con que le enviaré un ejemplar del libro cuando se publique.
Mientras subían otra vez al Rolls, Hayward preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Ahora, a ver otra vez a nuestros amigos de Malfourche. Hemos dejado asuntos pendientes.
Regresaron al aparcamiento y dejaron el coche en el mismo hueco lleno de polvo. En el embarcadero se veía el mismo grupo de hombres, que se volvieron otra vez y les miraron fijamente. Al bajar del coche, Pendergast murmuró:
—Siga dejándolo en mis manos, capitana, si no le importa.
Hayward asintió con la cabeza, algo decepcionada. Había alimentado ciertas esperanzas de que alguno de aquellos muchachotes se pasara de la raya, para poder meterle un buen puro.
—¡Caballeros! —dijo Pendergast, dando zancadas hacia el grupo—. Fiemos vuelto.
Hayward volvió a estremecerse.
El gordo, Tiny, se adelantó y se cruzó de brazos, esperando.
—Señor Tiny, a mi compañera y a mí nos gustaría alquilar un deslizador para explorar el pantano. ¿Hay alguno disponible?
Ante la sorpresa de Hayward, Tiny sonrió. Los hombres intercambiaron miradas.
—Pues claro que puedo alquilarles un deslizador —dijo Tiny.
—¡Estupendo! ¿Yun guía?
Más miradas.
—Guías no tengo —dijo Tiny despacio—, pero les mostraré con mucho gusto la ruta en un mapa. Los vendo dentro.
—Concretamente, teníamos la idea de ir a conocer Spanish Island.
Un largo silencio.
—Perfecto —dijo Tiny—. Vengan al embarcadero privado del otro lado, que es donde tenemos las barcas, y se lo prepararemos todo.
Siguieron a la mole detrás del edificio, al embarcadero comercial del otro lado. Había media docena de deslizadores y lanchas de pesca deportiva, esperando tristemente en sus amarres. Pendergast los miró un momento con los labios apretados y eligió el deslizador que parecía más nuevo.
Media hora más tarde estaban en un deslizador de cuatro metros, adentrándose en Lake End con Pendergast al timón. Al salir a aguas abiertas, Pendergast aceleró, haciendo zumbar con fuerza la hélice; la embarcación se deslizó sobre el agua. El pueblo de Malfourche, con sus embarcaderos destartalados y sus tristes edificios inclinados, desapareció lentamente en una leve bruma pegada a la superficie del lago. Con su traje negro y su camisa blanca reluciente, el agente del FBI ofrecía una estampa hilarante en la cabina del deslizador.
—Ha sido fácil —dijo Hayward.
—Cierto —contestó él, observando la superficie del lago. Después la miró a ella—. ¿Se da cuenta, capitana, de que estaban informados de nuestra llegada?
—¿Por qué lo dice?
—Es previsible cierta hostilidad hacia clientes ricos que llegan en Rolls-Royce, pero ha sido tan concreta e inmediata que la única conclusión posible es que nos esperaban. A juzgar por el mensaje grabado en mi coche, nos han tomado por ecologistas.
—Usted ha dicho que éramos aficionados a los pájaros.
—Aquí vienen constantemente aficionados a los pájaros. No, capitana; estoy convencido de que creían que éramos funcionarios de medio ambiente, o científicos del gobierno, haciéndose pasar por ornitólogos aficionados.
—¿Nos habrán confundido con otros?
—Es posible.
La embarcación se deslizaba sobre las aguas marrones del lago. En cuanto el pueblo desapareció completamente, Pendergast dio un giro de noventa grados.
—Spanish Island queda al oeste —dijo Hayward—. ¿Por qué vamos al norte?
Pendergast sacó el mapa que le había vendido el gordo de Tiny. Estaba lleno de garabatos y de huellas de sus dedos sucios.
—Le he pedido a Tiny que marcase todos los caminos para ir a Spanish Island. Está claro que conocen mejor que nadie el pantano. Este mapa debería resultar de gran utilidad.
—No me diga que va a fiarse de él, por favor.
Pendergast sonrió amargamente.
—Me fío implícitamente... de que mienta. Todas las rutas que ha marcado podemos descartarlas; lo cual nos deja la llegada desde el norte. Así podremos evitar esta emboscada, en los brazos de río al oeste de Spanish Island.
—¿Emboscada?
Las cejas de Pendergast se arquearon.
—Vamos, capitana, seguro que sabe que la única razón de que hayamos podido alquilar esta lancha es que tienen planeado sorprendernos dentro del pantano. Aparte de ponerles sobre aviso de nuestra llegada, parece que también les han contado algo concebido para despertar su ira, con instrucciones de intimidarnos, o quizá incluso matarnos, si intentamos entrar en el pantano.
—Podría ser una coincidencia —dijo Hayward—. Quizá ahora mismo esté llegando a Malfourche el verdadero funcionario de medio ambiente.
—Me lo plantearía si hubiéramos llegado en su Buick, pero es indudable que estaban esperando a dos personas que se ajustaban a nuestro perfil, ya que su expresión, en cuanto hemos bajado del coche, ha sido de certeza absoluta.
—¿Cómo puede haberse enterado alguien de adonde nos dirigíamos?
—Excelente pregunta, para la que carezco de respuesta. Por el momento.
Hayward reflexionó un minuto.
—Entonces, ¿por qué se los ha puesto en contra de esa manera? ¿Por qué ha hecho de pijo quejica de ciudad?
—Porque tenía que estar seguro de su enemistad. Necesitaba cerciorarme de que marcarían mal el mapa. Así puedo confiar en el rumbo que tomemos. Desde un punto de vista general, una multitud agitada, airada y recelosa es mucho más reveladora en sus actos que otra que solo lo esté a medias o sea parcialmente amistosa. Si piensa en nuestro encuentro, creo que estará de acuerdo en que nos han dado mucha más información estando enfadados que si no lo hubieran estado. En ese aspecto, el Rolls me resulta de gran utilidad.
Hayward no estaba convencida, pero como no tenía ganas de discutir, no dijo nada.
Soltando una mano del timón, Pendergast sacó una carpeta de la americana y se la dio.
—Aquí tengo unas imágenes del pantano sacadas de Google Earth. No son demasiado útiles, ya que los árboles y otras plantas lo tapan casi todo, pero sí parecen confirmar que la vía de acceso más prometedora a Spanish Island es por el norte.
El lago hacía un recodo. Hayward vio a lo lejos, saliendo de la bruma, la línea baja y oscura de cipreses que señalaba el borde del pantano. Pocos minutos después los tuvieron delante, cubiertos de musgo, como túnicas de vigilantes de un horrible submundo; el hidrodeslizador fue engullido por el aire caliente, enrarecido y envolvente del pantano.
Pantano de Black Brake
Parker Wooten había anclado su barca a unos veinte metros de la boca de un brazo de río sin salida del extremo norte de Lake End, por encima de un profundo canal en el que confluían el brazo y el cuerpo del lago. Estaba pescando en un sitio lleno de maderas hundidas, con una lombriz artificial de cola roja montada al estilo de Texas, que echaba al agua entre tragos de bourbon Woodford Reserve en botella de litro. Era el momento perfecto para pescar en los brazos apartados, mientras los demás se dedicaban a perseguir a los ecologistas. El año anterior, en el mismo lugar, había pescado una lubina negra de cinco kilos con cien, el récord en Lake End. Desde entonces había sido casi imposible echar la caña en Lemonhead Bayou sin estar rodeado de competidores. Pero, a pesar de esa actividad frenética, estaba casi seguro de que aún quedaban algunas buenas piezas al acecho, las más viejas y listas. La cuestión era pescarlas en un momento de tranquilidad. Todos los demás usaban cebos vivos de la tienda de Tiny, porque, supuestamente, las lubinas viejas y listas reconocían los gusanos de plástico, pero Wooden siempre había tenido su teoría personal. A él le parecía que una lubina vieja y lista, agresiva e irritable, tenía más posibilidades de lanzarse sobre algo que tuviera un aspecto diferente. Al cuerno con las larvas y lombrices que usaban los demás.
Su walkie-talkie, que era obligatorio llevar en el pantano, estaba sintonizado en el canal 5. Cada pocos segundos oía los mensajes que intercambiaban los miembros de la pandilla de Tiny, que se estaban apostando en los brazos del oeste en espera de que apareciesen los ecologistas. Pero Parker Wooten no quería saber nada de eso. El había pasado cinco años en la cárcel de Rumbaugh, y no volvería allí ni muerto. Que pagasen el pato los otros paletos. Él se quedaría con las lubinas.
Volvió a echar la caña, dejó que se hundiera el cebo y le dio un pequeño tirón, para que rebotase en un tronco hundido. Después empezó a recoger el sedal, sacudiendo la punta. No picaban. Hacía demasiado calor, y quizá hubieran ido a aguas más profundas; a menos que lo que hiciera falta fuera un firecracker de cola azul. Mientras seguía recogiendo, oyó el tenue zumbido de un deslizador. Después de colocar la caña en un soporte, cogió los prismáticos y escudriñó el lago. Pronto apareció la embarcación, resbalando por la superficie, con la parte inferior entre las nieblas bajas que flotaban sobre el agua, provocando un veloz chapoteo con la quilla plana. Luego desapareció.
Se sentó en la barca y bebió un sorbo de Woodford, para pensar mejor. Eran los dos ecologistas, eso estaba claro, pero muy lejos de donde se les esperaba. Todos estaban en los brazos del oeste, mientras que ellos se movían muy al norte.
Después de otro trago, cogió el walkie-talkie.
—Oye, Tiny, soy Parker.
—¿Parker? —dijo al cabo de un rato la voz de Tiny—. Creía que no te habías apuntado.
—No, no me apunto. Estoy en la punta norte, pescando en Lemonhead Bayou. ¿Y sabes qué? Acabo de ver pasar uno de tus deslizadores, con esos dos a bordo.
—Imposible. Vendrán por los brazos del oeste.
—Y una mierda. Les he visto pasar ahora mismo.
—¿Con tus propios ojos o con los del Woodford Reserve?
—Oye —dijo Wooten—, si no quieres hacerme caso me da igual. Vosotros quedaos esperando en los brazos del oeste, hasta que lleguen al lago Pontchartrain. Yo solo te digo que están yendo por el norte. Luego, lo que hagáis ya es cosa vuestra.