Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
D'Agosta se bebió un buen trago de la suya, consciente de que era importante parecer un tipo normal, lo cual, en el Salty Dog, significaba no ser cicatero con la bebida. Carraspeó.
—Estaba pensando si tal vez por aquí habría alguien que pudiera ayudarme —dijo en voz alta.
Más miradas fijas; algunas de curiosidad y otras de recelo.
—¿Ayudarle a qué? —preguntó un hombre canoso a quien se habían referido los demás como Héctor.
—Hace tiempo vivía una familia por aquí. Se llamaban Esterhazy. Estoy intentando localizarlos.
—¿Y usted cómo se llama? —preguntó un pescador que respondía al nombre de Ned.
Medía poco más de metro y medio. Tenía la cara curtida por el viento y el sol, y unos antebrazos del grosor de un poste telefónico.
—Martinelli.
—¿Es poli? —inquirió Ned, ceñudo.
D'Agosta sacudió la cabeza.
—Investigador privado. Es sobre un legado.
—¿Un legado?
—Bastante dinero. Los albaceas me han contratado para que localice a los Esterhazy que aún estén vivos. Porque si no los encuentro no podré darles su herencia, ¿verdad?
El bar quedó en silencio, mientras los parroquianos digerían la noticia. Más de un par de ojos se iluminó al oír hablar de dinero.
—Mike, por favor, otra ronda. —D'Agosta bebió un generoso trago de su jarra cubierta de espuma—. Los albaceas también han dado permiso para que se les pague una pequeña recompensa a quienes ayuden a localizar a miembros vivos de la familia.
D'Agosta vio que los pescadores se miraban entre sí, y después a él.
—Entonces —prosiguió—, ¿alguien puede decirme algo?
—Ya no queda ningún Esterhazy en el pueblo —dijo Ned.
—Ya no hay ningún Esterhazy en toda esta parte del mundo —dijo Héctor—. Lógico. Después de lo que pasó...
—¿Qué pasó? —preguntó D'Agosta, procurando no mostrarse muy interesado.
Nuevas miradas entre los pescadores.
—Yo no sé mucho —dijo Héctor—, pero está claro que se fueron con bastante prisa.
—Tenían encerrada a una tía loca en el desván —dijo el tercer pescador—. No les quedaba más remedio, porque empezó a matar a todos los perros del pueblo y a comérselos. Los vecinos decían que de noche la oían llorar y dar porrazos en la puerta, exigiendo carne de perro.
—Vamos, Gary —dijo el encargado, riéndose—. La que gritaba era la mujer, que era una bruja de ordago. Has visto demasiadas películas de terror.
—Lo que pasó de verdad —dijo Ned— es que la mujer intentó envenenar a su marido. Le echó estricnina en la sémola.
El encargado sacudió la cabeza.
—Tómate otra cerveza, Ned. Yo oí que el padre perdió mucho dinero en la bolsa, y que por eso se fueron tan rápido del pueblo, por las deudas.
—Mal asunto —dijo Héctor, acabándose la cerveza—. Muy mal asunto.
—¿Qué tipo de familia era? —preguntó D'Agosta.
Un par de pescadores dirigieron miradas de anhelo a los vasos vacíos que se habían acabado con una rapidez espeluznante.
—Mike, sirve otra, por favor —pidió D'Agosta al encargado.
—A mí —dijo Ned mientras cogía su vaso— me contaron que el padre era un hijo de puta, que zurraba a su mujer con un cable eléctrico. Por eso ella le envenenó.
Las versiones cada vez parecían más descabelladas e improbables; el único dato que le había podido proporcionar Pendergast era que el padre de Helen era médico.
—Pues a mí no me han contado eso —dijo el encargado—. La loca era la mujer. Toda la familia le tenía miedo. Iban con pies de plomo para no ponerla nerviosa. El marido pasaba mucho tiempo fuera. Creo que siempre viajaba a Suramérica.
—¿Algún arresto? ¿Alguna investigación policial?—D'Agosta ya sabía la respuesta: los Esterhazy no tenían ni un solo antecedente penal. En ninguna parte constaban roces con la ley, ni visitas policiales por problemas domésticos—. Han hablado de familia. ¿Verdad que había un hijo y una hija?
Un breve silencio.
—El hijo era un poco raro —dijo Ned.
—Ned, el hijo era el primero de la clase —dijo Héctor.
«El primero de la clase —pensó D'Agosta—. Al menos eso podría comprobarlo.»
—¿Y la hija? ¿Cómo era?
Todo fueron encogimientos de hombros. Se preguntó si el expediente aún estaría en el instituto.
—¿Alguien sabe dónde pueden estar?
Intercambio de miradas.
—Yo he oído que el hijo está en el Sur —dijo Mike, el encargado—. Con la hija ni idea de qué habrá pasado.
—Esterhazy no es un apellido común —aportó Héctor—. ¿Se le ha ocurrido buscarlo en internet?
D'Agosta se enfrentó a un mar de rostros inexpresivos. No se le ocurría ninguna otra pregunta que no desembocase en otro coro de rumores contradictorios y consejos inútiles. Por otra parte, se dio cuenta, consternado, de que estaba algo borracho.
Se levantó, aguantándose en la barra para no caer.
—¿Qué le debo? —preguntó a Mike.
—Treinta y dos con cincuenta —fue la respuesta.
D'Agosta sacó dos de veinte de la cartera y los dejó encima de la barra.
—Gracias a todos por su ayuda —dijo—. Y buenas noches.
—Oiga, ¿y la recompensa? —dijo Ned. D'Agosta hizo una pausa y se volvió.
—Ah, sí, la recompensa... Voy a darles mi número de móvil. Si a alguno de ustedes se le ocurre algo, pero algo concreto, no un simple rumor, que me llame. Si lleva a alguna pista, es posible que haya suerte.
Cogió una servilleta y anotó su número.
Los pescadores se despidieron con la cabeza, salvo Héctor, que lo hizo con la mano.
D'Agosta se cerró el cuello con la mano, cruzó la puerta y salió tambaleándose a la fría tormenta.
Nueva Orleans
A Desmond Tipton le gustaba aquella hora más que ninguna otra: cuando las puertas estaban cerradas a cal y canto, cuando ya se habían ido los visitantes, y estaba todo en su sitio, hasta el menor detalle. Era el momento de tranquilidad, de cinco a ocho, antes de que el turismo de borrachera se abatiera sobre el Barrio Francés, como las hordas mongoles de Gengis Khan, infestando los bares y locales de jazz y perdiendo la conciencia a golpe de cócteles de whisky. Los oía en la calle cada noche: voces, gritos y maullidos infantiles de borracho que los antiguos muros de la casa Audubon solo amortiguaban a medias.
Aquella tarde, Tipton había decidido limpiar la figura de cera de John James Audubon, protagonista y razón de ser del museo. En el diorama de tamaño natural, el gran naturalista aparecía en su estudio, sentado al lado de la chimenea, con la tabla de dibujo y el lápiz en la mano, dibujando un pájaro muerto —un frutero de pico rojo— encima de una mesa. Tipton cogió la aspiradora manual y el plumero y se subió a la barrera de plexiglás. Empezó limpiando la ropa de Audubon, con repetidas pasadas de la pequeña aspiradora, que aplicó seguidamente a la barba y el pelo de la figura, a la vez que usaba el plumero para quitar las motas de suciedad del apuesto rostro de cera.
De repente oyó algo. Interrumpió su trabajo y apagó la aspiradora. Otra vez: alguien llamaba a la puerta de la calle.
Irritado, volvió a hundir el dedo en el botón, pero siguió oyendo golpes, aún más insistentes. Casi cada noche pasaba lo mismo: idiotas borrachos que leían la placa histórica al lado de la puerta y por alguna razón decidían llamar. La situación ya duraba años; cada vez había menos visitantes de día y más golpes y juerga de noche. Únicamente disfrutó de un respiro los primeros meses después del huracán.
Otra serie de golpes insistentes, rítmicos y fuertes.
Dejó la aspiradora, salió y fue hacia la puerta, haciendo crujir sus piernas patizambas.
—¡Está cerrado! —gritó a la puerta de roble—. ¡Váyase o llamaré a la policía!
—¿Es usted el señor Tipton? —preguntó una voz en sordina.
Las cejas blancas de Tipton se arquearon de consternación. ¿Quién podía ser? Los visitantes diurnos nunca se fijaban en él, ya que se pasaba el día sentado en su despacho, muy serio, investigando y evitando cualquier contacto con ellos.
—¿Quién es? —inquirió al recuperarse de la sorpresa.
—¿Sería posible seguir hablando dentro, señor Tipton?
Aquí fuera hace un poco de frío.
Tras un momento de vacilación, Tipton quitó el cerrojo y se encontró con un hombre delgado, vestido con un traje negro, una palidez fantasmagórica y unos ojos plateados en los que se reflejaba la penumbra del atardecer en la calle. Tenía algo que le hacía reconocible al instante, algo inconfundible que sobresaltó a Tipton.
—¿Señor... Pendergast? —se atrevió a decir, poco más que en un susurro.
—El mismo.
El hombre entró, cogió la mano de Tipton y le dio un breve y tibio apretón. Tipton se limitó a mirarle fijamente.
Pendergast señaló la silla del otro lado de la mesa, la de las visitas.
—¿Puedo?
Tipton asintió con la cabeza. Pendergast tomó asiento y cruzó una pierna encima de la otra. Tipton ocupó en silencio su silla.
—Parece que haya visto a un fantasma —bromeó Pendergast.
—Es que, señor Pendergast... —empezó a decir Tipton, confuso—. Creía... creía que la familia se había ido... No tenía ni idea... —Su voz se apagó.
—Los rumores de mi fallecimiento exageran mucho.
Tipton hurgó en el bolsillo delantero de su deslucido terno de lana, sacó un pañuelo y se dio unos toques en la frente.
—Encantado de verle. Realmente encantado.
Otro toque.
—El gusto es mío.
—¿Qué le trae por aquí, si no es indiscreción?
Tipton hizo el esfuerzo de recuperarse. Después de casi cincuenta años al frente de la Casa Audubon, sabía mucho de la familia Pendergast, y lo último que esperaba era volver a ver en carne y hueso a alguno de sus miembros. Recordaba la terrible noche del incendio como si fuera ayer: la multitud, los gritos en los pisos altos, las llamas subiendo hacia el cielo nocturno... En honor a la verdad, le había causado cierto alivio que los supervivientes de la familia se fueran de la zona. Los Pendergast siempre le habían puesto los pelos de punta, sobre todo el hermano raro, Diógenes. Había oído rumores de que Diógenes había muerto en Italia; también de que Aloysius estaba desaparecido, y no había inconveniente en darles crédito; parecía una familia destinada a extinguirse.
—Nada en particular, una simple visita a nuestra pequeña parcela de enfrente. Y ya que estaba en el barrio, se me ha ocurrido pasar a saludar a un viejo amigo. ¿Cómo sigue el museo?
—¿Parcela? Se refiere...
—Exacto. Al aparcamiento donde estaba Rochenoire. Nunca he sido capaz de desprenderme de ella, por... razones sentimentales.
Las últimas palabras fueron seguidas por un esbozo de sonrisa.
Tipton asintió con la cabeza.
—Claro, claro. En cuanto al museo... Ya ve cómo ha cambiado el barrio, señor Pendergast; a peor. Últimamente no viene casi nadie.
—Muy cambiado, en efecto... Da gusto comprobar que la casa museo Audubon sigue exactamente igual.
—Intentamos conservarla así.
Pendergast se levantó y juntó las manos en la espalda.
—¿Le importa? Soy consciente de que está cerrado, pero me encantaría dar una vuelta. Por los viejos tiempos. Tipton se apresuró a levantarse.
—Por supuesto. Disculpe por el diorama de Audubon. Estaba limpiándolo.
Le incomodó ver que se había dejado la aspiradora sobre las rodillas de Audubon y el plumero apoyado en el brazo, como si algún bromista hubiera querido convertir al gran hombre en una asistenta.
—¿Recuerda —dijo Pendergast— la exposición especial que usted organizó hará quince años, con motivo de la cual le prestamos nuestro Gran Folio?
—Naturalmente.
—La inauguración fue de lo más animada.
—Sí, es verdad.
Demasiado se acordaba Tipton: la tensión y el horror de ver a tanta gente entre las piezas, paseándose con copas de vino a rebosar... Era verano, una noche preciosa de luna llena, aunque no había podido fijarse en ella a causa de la angustia. Era la primera y última exposición especial que había montado.
Pendergast empezó a pasear por las salas del fondo, mirando las vitrinas de grabados, dibujos y aves, y los objetos, cartas y bocetos de Audubon. Tipton fue tras él.
—¿Sabe que mi mujer y yo nos conocimos aquí? Precisamente en la inauguración de la que hablamos.
—No, señor Pendergast, no lo sabía.
Tipton se sentía incómodo; Pendergast parecía dominado por un extraño entusiasmo.
—Tengo entendido que a Helen, mi mujer... le interesaba Audubon.
—Mucho, en efecto.
—¿Después... visitó alguna vez el museo?
—¡Desde luego! Antes y después.
—¿Antes?
A Tipton le sorprendió la brusquedad de la pregunta.
—Sí, claro. Venía de vez en cuando a investigar.
—A investigar —repitió Pendergast—. ¿Cuánto tiempo antes de que nos conociéramos?
—Al menos seis meses antes de la inauguración, o tal vez más. Era una mujer encantadora. Me quedé tan impresionado al enterarme de...
—Claro, claro —le interrumpió Pendergast; después se moderó, o como mínimo se controló.
«Este Pendergast es un tipo raro —pensó Tipton—; como los otros.» Estaba bien ser excéntrico en Nueva Orleans, ciudad famosa por ello, pero aquello era pasarse de la raya.
—Yo nunca he sabido mucho de Audubon —añadió Pendergast—. La verdad es que no acabé de entender qué investigaba Helen. ¿Usted se acuerda?
—Un poco —dijo Tipton—. Le interesaba la época que pasó aquí con Lucy, en 1821.
Pendergast se detuvo ante una vitrina oscura.
—¿Tenía curiosidad por algo en concreto? ¿Preparaba algún artículo o algún libro?
—Supongo que usted lo sabrá mejor que yo. Aunque recuerdo que me preguntó más de una vez por el
Marco Negro
.
—¿El
Marco Negro
?
—El famoso cuadro perdido. El que pintó Audubon en el sanatorio.
—Perdóneme, pero mis conocimientos sobre Audubon son tan limitados... ¿De qué cuadro perdido se trata?
—De joven, Audubon contrajo una grave enfermedad, y durante su convalecencia pintó un cuadro; al parecer era excepcional, su primera auténtica gran obra. Más tarde desapareció.
Lo curioso es que nadie de quienes lo vieron hizo referencia a lo que representaba; solo decían que era de un realismo excepcional, y que tenía un marco insólito, pintado de negro. Parece que el tema del cuadro ya no podrá conocerse.