—Nada, hablaba con mis fantasmas.
El deslizador policial está estacionado frente a la entrada al bloque, con las luces azules encendidas. La inspectora ayuda a entrar al profesor y luego hace una llamada. La novata se pone a los mandos y espera a que termine antes de arrancar.
Palaiopoulos mira por la ventanilla. La lluvia es de película, perfecta en su artificio, como en la escena final de
Breakfast at Tiffany's
. El gato expulsado del taxi. La lluvia como metáfora de las lágrimas, la lluvia como símbolo de renovación, de purificación, de catarsis, la lluvia que borra todo lo anterior. El pasado irrecuperable. ¿Será verdad que antes de morir uno ve un resumen de su vida? Su perro
Minos
sucumbiendo al moquillo; el único perro que ha tenido nunca y que no vivió más que unas pocas semanas agónicas. Besos al atardecer en el monte Licabeto, con la Acrópolis al fondo, como una construcción de terrones de azúcar. ¿Será ese tipo de cosas las que vería, o quizá un fotograma desvinculado de su escena? Una cafetera al fuego en su casa natal de Agios Stefanos; los peldaños de su parada de metro cuando vivía en Barcelona; una ventanilla de transbordador con Earth al fondo, la primera vez que abandonó el planeta para no volver ya jamás.
A medida que el deslizador se acerca al campus central, empieza a llamarle la atención lo que ocurre en el exterior. Los estudiantes entonan cánticos ininteligibles y los antidisturbios se mantienen formados en rectángulos perfectos. A Palaiopoulos se le ocurre lo difícil que sería planificar una escena como ésta sin recurrir a la tecnología digital. Miles de extras perfectamente coordinados, entregados en cuerpo y alma a un papel anónimo, bajo una lluvia perfecta con reflejos de luz crepuscular.
El deslizador puede alcanzar la torre Huxley gracias al cordón policial que abre un camino entre la multitud. Los estudiantes han colgado una enorme pancarta entre dos árboles:
«We will fuck you, Deckard»
.
Entran en las entrañas del edificio, hasta el aparcamiento de la comisaría principal en la planta -1. Hay algunos antidisturbios allí, y otras personas. La inspectora vuelve a ayudar al profesor para que no se golpee la cabeza al salir del deslizador. Dos hombres jóvenes con uniforme sanitario se acercan. ¿Se encuentra bien?, le pregunta uno de ellos. El profesor asiente, fatigado. Bueno, lo primero vamos a ver cómo curamos esa herida tan fea, dice el sanitario. De pronto el profesor se ve ante una silla deslizante que alguien ha acercado y se alegra de poder sentarse en ella. Resulta muy cómoda, con una estupenda suspensión neumática. Eso le produce una enorme felicidad: una silla tan cómoda. La policía novata la empuja siguiendo los pasos de la inspectora y el sanitario, que se adentran en uno de los pasillos fuertemente iluminados. Ey, Gallagher, te espero el jueves, le dice alguien que se cruza con ellos. Ya, dice la inspectora sin detenerse. No me falles otra vez, ¿vale? El profesor duda de si éste es un diálogo oportuno. Por un lado vincula al personaje de la inspectora de policía a su lugar natural, la comisaría; le otorga un aire de autenticidad, es alguien que tiene un compromiso el jueves, no un simple personaje auxiliar que sólo sirve para resolver el trámite de la detención. Eso es bueno. Sin embargo, ¿no rompe la atmósfera ligeramente onírica?, ¿no sería mejor una larga secuencia en silencio, dejando que la banda sonora resaltara la extrañeza de aquel tránsito? En cambio le gusta sin reservas el largo traveling por el estrecho pasillo tan iluminado, en suave descenso. Es el puente entre dos universos: el exterior de la estación y el interior del edificio, pero también entre el mundo de los vivos y el inframundo de los muertos. Están cruzando el río Aqueronte y la joven barquera policía empuja la silla. El espectador sospecha ya que el viejo Sirhan Palaiopoulos no va a salir jamás de la torre Huxley. El Hades. Pero se intuye, antes del desenlace, una suerte de juicio final.
O quizá algo como un combate, una batalla, una partida de ajedrez.
Rick toma el vaso en el que ha vertido lo que quedaba de la segunda lata de cerveza.
—Por los peces con bufanda —dice, y lo vacía de un trago antes de levantarse a por más.
Afuera, tras las ventanillas, parece alejarse oblicuamente un resplandor azulado, como un fuego fatuo flotando en el espacio. Durante un rato, antes de empequeñecerse hasta desaparecer, se distinguen varias estaciones discoidales dispuestas alrededor de un átomo central más brillante.
—¿Qué es eso? —dice BB, girada en el asiento.
Rick, de pie ante el horno congelador, se agacha un poco para ver a través de las ventanillas.
—Alfa Zürich: constelación bancaria de la Confederación Helvética. Si alguna vez tenéis dinero de verdad ése es vuestro sitio. Os recomiendo el New Dolder Grand Hotel, sirven unos
amuse-bouche
estupendos. Preguntad por el director y decidle que venís de parte de Abelard Glöck. Me debe un par de favores.
—¿Abelard Glöck? —dice BB—. ¿No se llamaba Rick Blaine?
—Eso es cuando transporto estudiantes proscritos —Rick guiña un ojo de vuelta a la mesa. Rellena los cuatro vasos y alza el suyo—. Por los osos rencorosos —dice. Echa un trago y se ocupa de encender de nuevo la pipa.
—Bueno, tendrá que explicarnos el final de la historia —dice Marcuse.
—¿Qué historia?
—La del secuestro de los policías. ¿Al final fueron a la cárcel?
—¿Tengo aspecto de haber estado en la cárcel? —los tres chicos se miran entre sí—. Es igual, no me contestéis. No: no nos metieron en la cárcel. Ni siquiera nos expulsaron de la facultad. Gracias a Sirhan Palaiopoulos, debo decir. Desde entonces le debo el favor que le estoy devolviendo ahora.
—¿Qué pasó al final? —dice Marcuse.
—¿Por dónde iba?
—Decidieron negociar con la policía.
—Con un par de cojones —dice BB.
—Ya... —Rick reaviva el fuego de la pipa y se la pasa a Marcuse—. Bueno, la cosa es que sólo había una opción: untar a los policías lo bastante como para que declarasen que se habían refugiado en el aula por propia voluntad —se busca una brizna de tabaco que le ha entrado en la boca—. Pero para eso se necesitaba una bonita cantidad de dinero. Palaiopoulos calculó que no habría manera de comprarlos por menos de veinte mil euros por cabeza, sesenta mil en total. Nos preguntó si nuestras familias podrían aportar una cifra parecida. La mía desde luego que no. Yo había conseguido apañarme una beca para la matrícula y cubría mis gastos trapicheando con hachís y cocaína en el campus.
—¿Cocaína como la de las pastillas para la tos? —dice BB.
—En polvo. En aquel tiempo estaba muy mal vista por una especie de entidad misteriosa llamada «Autoridades Sanitarias», así que vender un poco de aquello mezclado con yeso y barbitúricos era una buena manera de becarse la manutención. En fin, los demás compañeros no sé qué tal andarían de fondos, pero tampoco parecían parientes de Steve Jobs.
»—Bueno, pues habrá que pensar en cómo conseguir el dinero —nos dijo Palaiopoulos—. ¿Alguno de vosotros conoce a alguien importante en esta universidad? Rector, vicerrector, presidente del consejo, decanos, gerente...
»—Mi madre va a limpiar a casa del gerente —dijo un tal Ramírez con el que yo había coincidido en álgebra de primero... Ya veis: en aquel tiempo todavía podían estudiar arquitectura los hijos del personal de limpieza...
»—¿El gerente?, ¿en serio? —preguntó Palaiopoulos—. Pues ése es justamente el mejor puesto para lo que nos interesa. ¿Puedes localizar por teléfono a tu madre ahora mismo?
»—Sí, claro —dijo Ramírez.
»Total, Ramírez llamó a su madre y Palaiopoulos empezó a hacerle preguntas sobre el gerente. Nosotros no oíamos las respuestas, sólo las preguntas: dónde vive, qué coche conduce, tiene segunda residencia, un montón de cosas así. “Ajá, ajá, ajá”, iba diciendo Palaiopoulos. Luego le preguntó si usaba alguna clase de cartera o maletín: “¿Por casualidad sabe de qué marca es?, ¿hay algo que le haya visto meter dentro, un teléfono, las llaves, lo que sea...?” No sé cuánto tiempo estuvo hablando con la mujer, un buen rato. Después nos dijo que necesitaba a un valiente para acompañarlo a hablar con el negociador de la policía. Yo hice lo posible por pasar desapercibido, pero no me salió bien.
»Tú —me dijo—, no sé si eres muy valiente pero pareces el más sinvergüenza, así que vente conmigo.
»—¿Qué habrá que hacer? —pregunté yo.
»—Bulto —me contestó Palaiopoulos.
La pipa se ha apagado cuando llega de nuevo a Rick, y esta vez se entretiene descargándola hasta la mitad para eliminar los restos de tabaco carbonizado. Los chicos lo miran en silencio.
—¿Habéis conocido alguna vez a un negociador de la policía? —dice mientras manipula sus adminículos de fumador.
—No —es la respuesta unánime y casi simultánea de BB y Mam'zelle.
—Bueno: nada que ver con un antidisturbio. Se parece más bien a lo que hoy llamaríamos un ingeniero emocional —BB y Mam'zelle miran instintivamente a Marcuse, silente. Rick capta las miradas—. ¿Eres ingeniero emocional? —pregunta.
—Sólo estudiante.
—Entonces sabrás más que yo del asunto: mano de hierro en guante de cabritilla, ¿no es eso?: entablar una relación empática, no decir nunca que no y sin embargo no hacer concesiones sin obtener algún beneficio a cambio... El tipo nos estaba esperando en el descansillo del ascensor, tranquilamente sentado en un banco corrido que había allí. No recuerdo cómo se llamaba; era un tipo alto y huesudo: se levantó y nos tendió la mano.
»—Creo que podría ayudarles —dijo—. Pero antes de nada debo preguntarles si están dispuestos a rendirse.
»—Claro —dijo Palaiopoulos—. Sólo hay un pequeño trámite previo.
»—Bien, trataremos de solventarlo. ¿Necesitan ustedes algo: comida, bebida, tabaco, cualquier otra cosa?
»Ya veis: en aquellos tiempos hasta la policía te ofrecía tabaco.
»—No, gracias, estamos bien —dijo Palaiopoulos—. Y los tres policías también se encuentran bien.
»—Me alegro de oír eso. Facilitará las cosas.
»Bueno, aquello parecía una reunión con el embajador... Yo me mantuve calladito y me senté al lado de Palaiopoulos. En aquel momento no sabía de qué demonios era profesor, pero viéndolo desenvolverse pensé que era una especie de abogado, o algo por el estilo.
—Ése es Palaio —dice Mam'zelle.
—Estaba tranquilo —dice Rick—. Como si estuviera acostumbrado a negociar secuestros con la policía tres veces por semana:
»—Verá usted —le dijo al tipo—: he estado hablando con los tres policías y se nos ha ocurrido una solución negociada que seguramente satisfará a todos. Ellos están dispuestos a declarar que llegaron al ático para refugiarse de un grupo de alumnos sin identificar que los habían atacado. A condición de que puedan salir del edificio, digamos, en el plazo de dos horas, y de que reciban una pequeña compensación en metálico por el contratiempo.
—¿Eso era verdad? —pregunta BB.
—Sí, era verdad. Palaiopoulos había hablado con los polis. En realidad veinte mil euros no estaba nada mal a cambio de unos moratones y tragarse un poco de orgullo. Seguramente era más de lo que ganaban en todo un año repartiendo porrazos.
Rick hace otra pausa para encender la pipa ya recargada con tabaco fresco.
—¿Otro shot de cerveza? —pregunta. Las chicas, con el vaso todavía a medias, declinan el ofrecimiento. Marcuse se anima a tomar un poco más:
—Pero ¿de dónde iba a salir el dinero? —pregunta mientras Rick le sirve.
—Ahí está lo bueno. Al final los sesenta mil euros los puso el mismísimo gerente de la universidad, en metálico.
—¿Por qué? —pregunta Mam'zelle.
Rick sonríe. Bebe cerveza.
—¿No sabéis a qué se dedica el gerente de una universidad? —dice.
Mam'zelle:
—¿A la gestión administrativa?
—A la gestión administrativa y —Rick subraya la conjunción con una pausa— económica. Control de la realización de ingresos y gastos, organización contable... En la práctica se limita a estampar su firma allá donde se le requiere; es un cargo cómodo, con bonitas oportunidades de prevaricación y designado completamente a dedo. ¿Eso os sugiere algo?
Los chicos hacen muecas ambiguas. Rick deja la lata sobre la mesa:
—Ya veo que estáis bastante verdes. A ver si aprendéis algo de todo esto que os explico... La cosa es que Palaiopoulos le dijo al negociador de la policía que queríamos ponernos en contacto telefónico con el gerente. El tipo hizo una llamada al comisario y pidió que lo localizaran. Tardaron un buen rato, resultó que el tipo estaba fuera de la ciudad, supongo que desviando dinero público para hacerse dar por el culo en alguna sauna. Al cabo de una media hora más o menos recibimos la llamada directa en el teléfono de Palaiopoulos. Era el propio gerente: un tal Jaume Nosequé, he olvidado el apellido, pero apostaría el pescuezo a que se llamaba Jaume. Palaiopoulos le dijo al negociador que queríamos hablar a solas con él y nos metimos en los lavabos del ático. Yo pude oír la conversación completa porque pulsó el botón de manos libres.
»—¿Señor Jaume Loquesea? —le dijo Palaiopoulos.
»—Sí, dígame.
»—Verá, supongo que le habrán informado de la situación, bla, bla, bla... La cuestión es que estamos aquí reunidos con un amigo común que le conoce a usted bien...
»Palaiopoulos me pasó un momento el teléfono para que saludara. Saludé. El tipo no tenía ni idea de quién podía ser yo ni de qué le estaban hablando.
—Nuestro amigo común nos ha descrito el elegante portafolios que suele usted usar —siguió Palaiopoulos—: me refiero a ese bonito Cartier de color claro...
»El tipo seguía sin coger la onda.
»—Y el llavero de oro que lleva dentro también es muy original, con el escudo del Barça en esmalte...
—Qué es el Barça —pregunta BB.
—Una plataforma de propaganda política...; la cuestión es que el tipo empezó a mosquearse al oír lo del llavero.
»—Y el iPhone también resulta bonito, muy último modelo —seguía Palaiopoulos—, pero lo más interesante es la agenda y los documentos, precisamente estábamos revisando unas fotocopias que tenemos de todo eso...
»Aquí es donde el tipo empezó a temblar de pies a cabeza: en cuanto oyó la palabra “documentos” le dio la tos nerviosa.
—¿Qué documentos eran esos? —pregunta Marcuse.
—Y yo qué sé —dice Rick—, Palaiopoulos se lo estaba inventando sobre la marcha... —hace una pausa para beber cerveza—. Simplemente calculó que el gerente de una universidad pública de aquella época debía de ser un tipo corrupto hasta el tuétano, no le cabía duda, y pensó que seguro que alguna vez debía de haber llevado algo comprometedor en la cartera: documentos, cheques, dinero en metálico, cualquier cosa... Y acertó de lleno. Los detalles sobre el portafolios y el llavero eran los que le había dado la madre de Ramírez y le sirvieron para hacer que todo lo demás sonara verosímil. El tipo realmente creyó que alguien había abierto su cartera y fotocopiado algo comprometedor. Por poco se caga encima.