—Nunca enciendo la lámpara, es que soy griego —dice el profesor.
La ingeniera tiene muy marcados rasgos orientales y acento norteamericano. Parece no entender.
—Piel morena —dice el profesor—, es cosa del Mediterráneo...
La ingeniera sonríe y le explica que ahora tienen que meterlo en el escáner para hacerle un diagnóstico completo. Serán sólo unos minutos. El auxiliar mueve la camilla y la hace rodar fuera del set. Luego mete la camilla con él adentro en una especie de tubo blanco. El profesor ya ha estado antes en uno de ésos. Varias veces.
Cierran la puerta del túnel y se hace el silencio absoluto. Un silencio de tumba.
Time to die
.
Cuando lo sacan del escáner tiembla de frío. El auxiliar le echa una manta nanotécnica por encima. La ingeniera le resume entonces el diagnóstico. Nada nuevo: lo único verdaderamente preocupante son los fallos de su corazón mecánico a pilas. Modelo obsoleto, sin recambios. No es posible controlarlo telemétricamente, tampoco intervenir para sustituirlo por una clonación orgánica. Es un implante prematuro, del año 2023, justo un poco antes de que se desarrollaran los órganos de cultivo y los protocolos de ralentización del envejecimiento.
—Sólo podemos tratar de mantener tu sangre en un estado de densidad óptima, para lo cual ya estás convenientemente medicado —dice la ingeniera—. Deberías evitar esfuerzos, sobresaltos, estados de ánimo alterados; puedo suministrarte un relajante si estás preocupado por algo.
Palaiopoulos intenta ser gracioso:
—Bueno, acaba de detenerme la policía y me estoy muriendo —dice.
La ingeniera sonríe por cortesía.
—Si no quieres salir de las dependencias médicas hasta que un juez disponga otra cosa podemos expedir un certificado y entregárselo a la policía —dice.
—No, sólo necesito descansar un rato. Tengo que ir a jugar una partida de ajedrez.
La ingeniera lo mira a los ojos, muy fijo. No sabe de qué habla el viejo, pero percibe su estado emocional. Una mezcla de autocompasión y firmeza. La tristeza del héroe.
Y miedo. Mucho miedo.
La lluvia cae helada sobre la floresta hidropónica, al pie de la torre Huxley. Los estudiantes que siguen concentrados están empapados en fluido pluvial que les gotea por la cara. Una buena parte de ellos se ha ido retirando por iniciativa propia hacia las zonas residenciales. El ambiente ya no es de euforia entre los que quedan, los más comprometidos, casi todos del Corona Australis, estudiantes de cine, de música, de artes plásticas precomputacionales, también algunos de ingeniería emocional y de psiquiatría estadística. La megafonía acaba de dar el primer aviso antes de empezar a disparar multas si la concentración no se disuelve de inmediato. Los antidisturbios forman un anillo exterior que mantiene a los estudiantes acorralados contra la foresta que a su vez rodea las paredes de la torre. Torres y Marsalis deambulan por entre los grupitos que se han formado por afinidad. Las pocas capas electromagnéticas que hay se usan a modo de toldos, sostenidos con los brazos en alto para cubrir más área.
La megafonía da el segundo aviso y los antidisturbios cambian de formación. La primera fila de cada uno de los rectángulos se ha agachado para permitir que los de la segunda puedan también disparar. Ambas líneas han desenfundado ya sus emisores de multas. Se produce un momento de silencio tenso y a Torres se le ocurre empezar a cantar otro de los himnos estudiantiles, la balada de
High Noon
. Es una elección oportuna, la melodía es honda y solemne, y la letra parece escrita para la ocasión. Marsalis sigue a Torres y pronto son casi todos los estudiantes los que están cantando en inglés clásico:
I do not know what fate awaits me
I only know I must be brave
And I must face a man who hates me
Or lie a coward, a craven coward
Or lie a coward in my grave.
Suena por megafonía el tercer aviso y nadie se mueve, ni los estudiantes ni los policías. El cántico se ha agotado, las capas electromagnéticas dejan de moverse, sólo algunas manos se sacuden el fluido pluvial de los ojos. De pronto, sin que aparentemente haya cambiado nada, empieza a sonar el bip de algunos chips subcutáneos. Es el sonido indicador de que se ha registrado una multa. Los policías han recibido a través de sus intercomunicadores la orden de disparar. Las puntas de sus emisores centellean luz roja y emiten sus propios bips, indicadores de que han hecho blanco. Algunos estudiantes, los que están en las primeras filas, han recibido ya varios disparos, bip, bip, bip, diez eurodólares, veinte eurodólares, cincuenta, cien... Alguien desde las filas de atrás grita, «A por ellos». Los de delante notan el empujón. Como una ola articulada, todas las filas se proyectan hacia fuera, avanzando lenta pero firmemente en dirección a los rectángulos en formación. La primera fila de policías que tiene la rodilla hincada en el suelo recibe orden de pasar a la fila de más atrás, y los de la tercera avanzan para presentar una pantalla en tresbolillo con sus escudos y proteger a la segunda, que sigue disparando en modo ráfaga, bip, bip, bip, bip, bip. Es un movimiento ensayado en los campos de entrenamiento de antidisturbios, heredero de la formación de cohortes romanas en
triplex acies
. Así retrocede toda la estructura ante el avance enemigo, como un cangrejo que escupe multas por los intersticios de su coraza. Los mandos se mueven por las alas dando instrucciones a través de los intercomunicadores; varios flotadores policiales sobrevuelan el campo de batalla y toman imágenes que se reciben en el puente de mando. Los estudiantes son una horda desorganizada pero decidida, ya no queda mucho que perder cuando se acumulan multas de quinientos, de mil, de mil quinientos eurodólares. Bip, bip, bip. Unos cuantos han alcanzado ya la barrera de escudos que han presentado los policías a la orden de
testudinem formate
. Sus defensas componen ahora una especie de tortuga impenetrable y sobre su caparazón de poliuretano transparente golpean los estudiantes con sus manos, sin importarles la ráfaga continua de multas que reciben a quemarropa. Vociferan de manera inarticulada, eeeooo, eeeooo, mientras suenan en confusa mezcolanza los golpes sobre los escudos, las voces, los bips: dos mil eurodólares, tres mil, tres mil quinientos... Entre los que gritan y golpean está Leroy Torres, que debe de haber recibido ya multas suficientes como para tener que abandonar la estación a mitad de curso, cuatro mil trescientos diez, cuatro mil trescientos veinte, bip, bip, bip, bip.
De pronto la lluvia cesa y los flotadores policiales empiezan a fumigar alergénicos. Es una combinación de pimienta, caspa animal y polen de fresno cuidadosamente compuesta para provocar violentos ataques de estornudos.
En la estampida que sigue, a Torres le queda la esperanza de que el plan siga adelante, de que los chicos consigan llegar a Barcelona y Palaio sea capaz de doblarle la cerviz a Deckard.
Huele a café. La potente luz directa de Sun se cuela a través de las ventanillas y ciega las luces de control de la nave. A BB la ha despertado el trajín de Rick en la cocina de a bordo, pero se esfuerza en seguir durmiendo, haciéndose visera con la mano para evitar que la luz traspase sus párpados cerrados. Marcuse y Mam'zelle duermen aún estirados en direcciones opuestas sobre el asiento, casi tocándose sus cabezas.
Rick está tomando un café corto y negro.
—Arriba, lirones, llegamos a Barcelona en cincuenta minutos —dice.
—¿Qué hora es? —dice BB.
—¿En qué punto del planeta? —dice Rick.
Marcuse y Mam'zelle se han sentado y se desperezan.
—¿Ya hemos llegado? —pregunta Marcuse.
—Casi. Si queréis desayunar podéis tomar café antes de que entremos en órbita de aproximación. —Rick mira las cajas de cartuchos de diferentes colores—. Hay Maragogype brasileño, Yauco de Puerto Rico y Arábica de Sumatra, estaban de promoción y regalaban las cápsulas edulcorantes.
—¿Hay leche? —pregunta Mam'zelle.
—Si quieres lamer un poco la tapicería...
—Yo tomaría un Speedy Ragweed —dice Marcuse.
—¿Qué os habéis creído que es esto, un hotel de lujo? Hay café y cerveza. Y si alguien quiere asearse hay toallitas húmedas en el higienizador.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —pregunta Marcuse.
—Nada: si os gustan los paisajes de postal tenéis a Earth a la vista por estribor.
Los chicos se retrepan en el asiento, cada uno por un lado distinto.
—Estribor —dice Rick—: lado derecho mirando a proa, pero tenéis que pegar la cara al cristal, estamos navegando tras la vela.
Más confusión.
—Menudos navegantes: mirando por detrás del horno —dice Rick.
Los tres chicos se apiñan en el extremo del asiento tratando de ver algo. Allí está Earth, azul brillante con jaspeados terrosos, como una pupila casi perfectamente redonda. Es pleno día en toda la cara visible, pero están acostumbrados a ver los mapas orientados de norte a sur y les cuesta un poco reconocer el enorme contorno de África. Aparece cruzada en diagonal a causa del ángulo de aproximación de la nave. Hay una gran acumulación de nubes a la altura del golfo de Guinea que transparentan el verdear de la selva. El Polo Sur queda arriba y a la izquierda, y Europa está cabeza abajo a la derecha. Hay un remolino de nubes sobre el Mediterráneo, una tormenta primaveral con el ojo sobre Córcega. Los océanos se ven unidos como un solo mar, el Atlántico arriba y el Índico abajo. Su color salpicado de nubes es un caos de índigos, turquesas, cianes, violetas, añiles, celestes, ultramarinos, cobaltos, gencianas: una amalgama inextricable que da lugar a millones de otros azules sin nombre.
—Guau —dice Mam'zelle—. Esto podría incluirse en el parlamento final de Roy Batty.
Rick sigue trasteando en la cocina y recita con voz solemne:
—«Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Pack de tres latas de pepinillos en vinagre por 1,90; litro de aceite de oliva a dos euros la segunda unidad; he visto bidones de suavizante con aroma a jabón de Marsella, apilados a docenas a las puertas del Carrefour. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas bajo la lluvia... Es tiempo de morir.»
Los chicos se vuelven a la vez hacia él, muy serios.
—¿A las puertas del Carrefour? —dice BB.
—Una cadena de supermercados vigésimica. ¿No habéis jugado nunca a hacer versiones salchicheras del parlamento de Roy Batty?
—¿Pepinillos en vinagre? —dice Mam'zelle.
—Vale, no he dicho nada —dice Rick—. ¿Vais a tomar café o no?, en menos de diez minutos entramos en órbita de aproximación...
Rick se ha acercado al screener de navegación y consulta los mensajes recibidos durante el trayecto:
—Mierda —dice.
—¿Qué pasa? —pregunta BB.
Rick mueve los dedos sobre el tablero:
—¿Habéis dicho durante el viaje algo que pueda perjudicaros?
BB:
—¿Cómo?
Rick:
—Han intervenido las comunicaciones de todos los transbordadores que han zarpado de Oxford 7 en las últimas seis horas, incluido el audio de cabina.
Mam'zelle:
—¿Pueden hacer eso?
Rick:
—Por orden judicial y siempre que envíen aviso al sistema de navegación de los transbordadores implicados. Es un protocolo de seguridad en ruta: mandan un mensaje de intercepción y si el piloto no acusa recibo proceden a la captura de toda la telemetría. Acabo de desactivarlo.
BB:
—¿Y por qué demonios no lo ha desactivado en cuanto ha llegado el mensaje?
Rick:
—Porque cuando entramos en la nave fue tu amigo el que se sentó a los mandos del screener para poner música, así que acabo de darme cuenta de que había llegado el mensaje. Pero yo no os he hecho preguntas, y vosotros no tenéis por qué preocuparos si no habéis dicho nada que no debíais decir durante la travesía.
Mam'zelle:
—¿Eso significa que han estado escuchando todo lo que hemos dicho desde que zarpamos hasta ahora?
Rick:
—No lo sé... Probablemente han salido de Oxford 7 un centenar de naves. Había mucho movimiento en las salas de embarque, no tienen por qué haberse fijado precisamente en nuestra conversación...
BB:
—Si nos buscaban a nosotros, cualquier sistema automático de detección de palabras clave puede habernos identificado.
Rick:
—Puede que la alarma de seguridad no tenga nada que ver con vosotros. A veces la activan por el cruce de un meteoroide por las rutas de navegación convencionales, o por cualquier problema técnico.
BB:
—Pero si el caso es que nos buscaban a nosotros, entonces ahora saben que nos dirigimos al puerto de Barcelona. ¿Quién nos asegura que esa información no está ahora mismo a disposición de Deckard?
Rick:
—¿Quién es Deckard?
Mam'zelle:
—Deckard es el demonio.
Rick:
—Vale: que no cunda el pánico. No quiero saber en qué lío estáis metidos, empezamos la órbita de entrada en menos de cinco minutos, hay que abrocharse los cinturones y veremos qué pasa al llegar al puerto de Barcelona. Si alguien me pregunta algo yo sólo sé que no sé nada, como Aristóteles, ¿de acuerdo?
—Sócrates —dice Marcuse.
—Vale: quien sea: yo no os conozco, y vosotros a mi tampoco, sólo me habéis contratado en la terminal de Oxford 7 para un transporte a Earth...
Las dos policías acompañan al profesor a la planta 48, donde espera Deckard, pero el profesor necesita orinar otra vez y hay que hacer una parada en los lavabos de la 47.
—¿Necesita ayuda? —pregunta la inspectora.
El profesor dice que podrá apañarse solo. La novata entra la silla en los aseos y sale para esperar afuera. El profesor tarda varios minutos. Puede levantarse de la silla, pero ha de sujetarse con una mano al borde del urinario y no puede evitar mancharse los pantalones. Cuando vuelve a sentarse pone la mano encima de la mancha para que no se vea. Llama en voz alta:
—Listo —dice.
Vuelven al ascensor y el aparato los eleva un solo piso más, hasta el 48 y último.
Desde la construcción de la torre Huxley en el año 2067, la planta 48 acoge las dependencias privadas del rector de Oxford 7. Deckard es la tercera en ocuparla.
El ascensor se abre en el centro geométrico del hall en el que también terminan las escaleras.
Cuando las puertas se abren, Deckard está esperando. «Cancerbero», piensa Palaiopoulos. Lo primero que buscan sus ojos son los ojos del profesor. Hace un gesto a las dos policías para que los dejen solos. Después avanza sobre sus tacones, clac, clac, clac. Se detiene ante la silla neumática con las manos a la espalda.