—En realidad no mucho —dice BB—. Las clases de historia de primaria siempre se acababan antes de agotar el temario. Nunca hubo manera de llegar más allá del Ataque.
Mam'zelle:
—¿De verdad fue tan tremendo el crack del 13? ¿Es verdad lo de los financieros suicidándose, y todo eso?
Rick:
—Bueno, me extrañaría que se suicidaran muchos financieros... Quizá alguno se puso de mal humor. En realidad fue todo muy parecido a la caída de las torres gemelas, ahora que mencionáis el Ataque. Llevábamos años oyendo hablar de crisis financiera, luego de crisis sistémica..., pero por alguna razón nadie esperaba que todo se viniera abajo de repente. Por culpa de los malditos políticos que nos ocultaron la verdad, supongo, y de la maldita gente normal, para qué nos vamos a engañar. Todo el mundo prefería ocuparse de la liga de fútbol que mirar lo que estaba pasando a su alrededor... El resto ya lo sabéis.
Marcuse:
—¿Y el profesor Palaiopoulos...?
Rick da una larga chupada a la pipa.
—Había llegado a mi facultad como profesor agregado de la Universidad de Atenas... Debía de acercarse a los sesenta años. En aquella época ésa era una edad respetable y se esperaba que uno no tuviera que andar por ahí de profesor agregado, pero su país había sido el primero en caer y la gente que había tenido oportunidad había huido de allí como ratas saltando de un barco en llamas. No sólo gente con dinero, también profesores, intelectuales, artistas: cualquiera que no tuviera grandes cargas familiares y pudiera tratar de ganarse la vida en otra parte.
Los chicos tratan de imaginar a Sirhan Palaiopoulos en el papel de joven emigrante huyendo de quién sabe qué penurias. Los tres han visto infinidad de imágenes documentales de la época, pero la estilización que les otorga la bidimensionalidad, esa obligada circunscripción a los límites de una pantalla rectangular, las convierte en algo artificioso, indistinguible de las viejas películas planas de ficción en las que el mismo profesor Palaiopoulos los inició. En realidad, pese a haber asistido a sus clases, a las largas reuniones en la cátedra de Cinematografía Precomputacional, a los ocasos en su apartamento escuchando jazz a la luz de las velas de parafina, saben muy poco de la auténtica vida del viejo profesor. Corren rumores; se ha creado a su alrededor un aura de leyenda, nada demasiado concreto. Se dice que en más de una ocasión consiguió sacar de sus casillas a la mismísima rectora Deckard, y que su reciente expulsión de la junta rectora tenía más que ver con eso que con los problemas de su corazón artificial.
Ahora, hablando con Rick, los chicos se sienten como si estuvieran a punto de entrar a hurtadillas en el dormitorio del profesor para fisgonear entre sus fotografías de juventud.
—¿Usted era alumno suyo? —dice Mam'zelle.
—No. Lo tenía visto por los pasillos de la facultad, pero no lo conocí de verdad hasta febrero de 2013, cuando retiraron las subvenciones a las universidades y arreciaron los disturbios. Las matrículas quintuplicaron su coste de la noche a la mañana, así que lo vuestro en comparación no es más que una rabieta...
Marcuse, con cara de aprensión:
—¿Es verdad que la policía usaba porras?
—Así de grandes, forradas de cuero natural. Te aseguro que si te daban de lleno escocía como un demonio, y luego te salía un cardenal y seguía doliendo durante días. Aquello era la Europa de antes de la Unión Occidental, no os olvidéis.
Mam'zelle:
—Pero no existían las multas...
Rick:
—Claro que existían las multas: pintaban las zonas de aparcamiento con rayas de colores y te hacían pagar con monedas en una especie de máquinas. Creo que por aquel entonces ya se les ocurrió poner multas por fumar, bastante antes de ilegalizar el tabaco... No habían descubierto las posibilidades de la fiscalidad punitiva en toda su potencia, pero aprendían rápido.
—¿Qué estudiaba usted? —pregunta Marcuse, que todavía no se hace una idea clara de qué especialidad puede tener este tipo mal maquillado, con sobrepeso evidente y que bebe cerveza sin más tregua que la imprescindible para lanzar de tanto en tanto bocanadas de humo narcótico.
—Arquitectura —dice Rick—. Y no era malo.
—Arquitectura de qué —dice Mam'zelle.
—Arquitectura a secas. Entonces no había tantas especialidades, uno se graduaba en arquitectura y lo mismo le valía para construir un hospital que para diseñar un florero.
BB:
—¿Palaiopoulos daba clases en una facultad de arquitectura?
—No era tan raro, seguramente consiguió colarse como agregado en la cátedra de Historia del Arte. Corría una especie de simpatía paternalista por griegos y portugueses, seguramente porque eran los únicos europeos aún más pobres que nosotros los españoles.
Marcuse:
—Y si no era alumno suyo, cómo lo conoció...
—Bueno: estuvimos desde las ocho de la tarde del 12 de febrero de 2013 hasta las diez de la mañana siguiente encerrados en un aula de dibujo, con él y tres policías esposados. Fue bastante fácil intimar.
—¿Tres policías esposados? —dice BB.
Rick asiente y tarda en hablar lo que le cuesta airear un poco la carga de la pipa y volver a encenderla:
—Aquella tarde habíamos convocado una manifestación en el campus. La policía se empleó a fondo con las porras. Nos dieron de lo lindo, pero una escuadra de tres antidisturbios quedó aislada del resto de su columna y un grupo de unos veinte estudiantes logramos acorralarlos en el aparcamiento. Los desarmamos y nos aseguramos de que recibieran también lo suyo. Eso hubiera sido todo, pero corría por allí un tipo siniestro al que se le ocurrió amarrar a los policías con sus propias esposas. «Vamos a pasarlo bien con ellos», dijo. El tipo no era de la facultad, venía con uno de esos grupos de agitadores antisistema que se apuntaban a cualquier disturbio. En realidad lo que hicimos los estudiantes fue llevarnos a los policías al ático del edificio, más por protegerlos de aquellos energúmenos que por otra cosa. Nadie mencionó la palabra «secuestro», ni «rehén», pero eso es lo que dijeron los noticiarios de la noche: «Un grupo de estudiantes radicales toman a tres rehenes de la policía antidisturbios».
Rick se detiene un momento para beber cerveza.
—¿La policía sabía que había tres de los suyos retenidos en el ático del edificio y no entraron a por ellos? —pregunta Marcuse.
—Lo intentaron. Pero los compañeros de los pisos de abajo trataban de impedir que entraran como quien defiende su casa frente a unos invasores. La torre principal tenía ocho plantas, y desde las ventanas lanzaban sillas, mesas, cualquier cosa. Habíamos construido una buena barricada en las puertas, y en realidad los polis no venían preparados para un asalto en toda regla. Arriba les quitamos el casco a los tres que habíamos subido y nos sorprendió lo jóvenes que eran, incluso más que alguno de nosotros. Me dio la sensación de que si hubieran tenido la oportunidad hubieran elegido ser estudiantes en lugar de antidisturbios. Pensadlo la próxima vez que los maldigáis por dispararos una multa...
BB:
—El problema no son los policías: el problema es el sistema.
—Ya: me olvidaba del sistema... La cuestión es que al rato alguien llamó aporreando con el puño. Era un profe. Tenía un acento raro. Dijo que se llamaba Palaiopoulos, pero en aquel momento no entendimos el nombre. Fue el primero en pronunciar la palabra «secuestro», en cuanto lo dejamos entrar en el aula y vio a los tres polis sentados en el suelo como soldaditos rotos:
»—¿Estáis locos? —dijo—, ¿habéis secuestrado a tres policías?
»—¿Nosotros?, ¿secuestrado? —le dijimos.
»—Detención ilegal... —decía él—. Es un delito tipificado... Tres detenciones ilegales..., de cuatro a seis años cada una..., y si habéis exigido algo a cambio de liberarlos serán entre seis y diez años...
»A nosotros aquello nos sonó a chino: ¿años de cárcel? Empezamos a temblar de verdad. Una cosa es que te rompieran un brazo a porrazos, o incluso que te expulsaran de la facultad, y otra muy distinta que nos metieran en la cárcel.
—Bastante distinta —dice Marcuse, mirando a sus compañeras.
Mam'zelle asiente sin ninguna reserva.
—Hay que ser consecuente: si hay que ir a la cárcel por una buena causa, se va —dice BB.
Rick la mira de reojo:
—Aquella no era ninguna buena causa, señorita consecuente: era un lío en el que nos habíamos metido sin querer... ¿Crees que las cárceles en Earth eran como las estaciones penitenciarias de ahora, con salas de realidad virtual y huertos hidropónicos? Eran edificios de ladrillo, con barrotes: uno se imaginaba toda clase de cosas sórdidas allí adentro, y diez años de tu vida entonces eran como veinte años ahora, todo el mundo se moría mucho antes de los cien...
—Y qué pasó —dice Marcuse.
Rick se hace de rogar un poco bebiendo y fumando.
—Bueno, los polis de abajo empezaron a hablar por el megáfono y dijeron que iban a enviar a un negociador. Miré por la ventana y vi a un tipo vestido de calle acercándose a la puerta. Llevaba las manos en alto. Se paró a unos metros de la entrada y se quitó la chaqueta, supongo que para mostrar que no llevaba nada debajo. Palaiopoulos abrió la ventana y gritó, «No hace falta ningún negociador, los policías no están retenidos, van a salir ahora mismo».
»Se supone que desde abajo no lo oyeron...
—Pero los tres policías estaban esposados... —dice Mam'zelle.
—Esposados y magullados, y el negociador estaba esperando ante la entrada principal. Palaiopoulos nos dijo que llegados a ese punto sólo podíamos hacer dos cosas. La primera: entregarnos y exponernos a una acusación de detención ilegal sin agravantes y desde luego a la expulsión académica. Y la segunda, negociar y jugárnoslo todo a una carta. «Negociar con qué», pregunté yo. «Bueno: si decidís negociar, algo se nos ocurrirá», dijo Palaiopoulos. No sé si se dio cuenta de que él mismo se estaba metiendo en un lío con el que en principio no tenía nada que ver.
—Ése es Palaio —dice Marcuse.
—Ése es Palaio —confirma Mam'zelle.
—¿Y decidieron negociar? —dice BB.
—Decidimos negociar —dice Rick Blaine, soltando una gran bocanada de humo—. Con dos cojones, que se decía entonces.
El profesor Sirhan Palaiopoulos trata de comer algo de las cuatro bandejas de Food & Style que han quedado sobre la mesa. Levanta una de las tapas y se encuentra con las Hojas de Ostra a las hierbas del Languedoc. Prueba una. Después levanta otra de las tapas. Imposible identificar qué es aquello: una pasta de color tostado.
No tiene apetito.
Ahora que el dolor de los puntos en el brazo ha remitido, vuelve a notar el otro dolor que se extiende desde el codo hacia arriba. La muerte rondando; husmeando; escarbando con su pezuña oscura.
Se sienta en la butaca. Se toca la frente. ¿Tiene fiebre? El sonido de la lluvia artificial y del piano de Amhad Jamal en el reproductor van adquiriendo una textura como de ensueño. Todo parece oscurecerse desde los bordes hacia el centro.
Sus ojos buscan consuelo en el póster con el fotograma de
Casablanca
. Allí se reencuentra con la alegría misma en la cara de Dooley Wilson, el famoso pianista que no sabía tocar el piano. Durante el rodaje el director colocó al pianista de verdad de manera que Wilson pudiera verlo e imitar sus movimientos. ¿Cuántas veces había explicado esa anécdota a sus alumnos para ilustrar el poder de sugestión del cine precomputacional? Otra anécdota que solía contar y les encantaba a los chicos:
As time goes by
, la canción que terminó por convertirse en la más famosa de la historia del cine, estuvo a punto de no aparecer en el montaje final por lo caros que resultaban los derechos de autor. Pero resultó imposible volver a rodar las escenas musicales porque Ingrid Bergman, la protagonista, se había cortado el pelo para su siguiente papel en otra película.
Ciento cincuenta años después, aquella tonada se ha convertido en himno estudiantil en una estación espacial a 200.000 kilómetros de Earth. Todo porque Ingrid Bergman se cortó el pelo.
Interrumpe sus pensamientos el timbre de la puerta.
—Comunicador: activar monitor puerta —dice.
«Activado», dice la voz sintética. Después suena otra voz, humana pero casi tan fría como la del comunicador: «¿Profesor Sirhan Palaiopoulos?», pregunta la voz.
El profesor se mueve un poco en la butaca para alcanzar a ver el screener. La que llama es una mujer de unos ochenta años, vestida de civil. Parece haber alguien más detrás de ella, otra mujer más joven.
—Sí, dígame —dice el profesor.
«Policía académica, ¿podemos pasar?»
—Comunicador: abrir puerta —dice el profesor.
Suena un chasquido en el pasillo. Luego unos pasos. Al poco aparecen en la sala las dos mujeres.
—¿Profesor Palaiopoulos? —repite la que llega delante.
—Sí, yo mismo.
—Inspectora Gallagher. Traemos una orden de detención a su nombre, tendrá que acompañarnos. Tiene usted derecho a hacer una llamada, tiene derecho a permanecer en silencio y tiene derecho a un abogado, si no puede procurárselo se le asignará uno del estado. —La inspectora considera un momento al anciano abatido en la butaca—. ¿Se encuentra bien?, ¿necesita asistencia sanitaria?
—No, creo que no. Es sólo..., no es nada.
—¿Está seguro?, ¿puede caminar?
El profesor asiente sin palabras mientras hace el esfuerzo de levantarse.
—¿Puedo ir al dormitorio a por un jersey?
—Le esperamos —dice la inspectora—. ¿Tiene alguna capa electromagnética?, está lloviendo.
Su compañera está observando el póster de
Casablanca
. Aparenta unos cincuenta años. Una novata.
—¿Le gusta el cine, joven? —pregunta el profesor al pasar junto a ella.
—¿Perdón? —dice la policía.
—Nada, no tiene importancia...
Palaiopoulos tarda unos minutos en orinar, lavarse las manos y ponerse un jersey y la chaqueta encima. Al volver a la sala y pasar junto a la mesita triangular de IKEA quiere volver a tocar su superficie con la punta de los dedos, pero no consigue agacharse lo suficiente.
—¿Necesita llevarse alguna medicina? —pregunta la inspectora.
—No... No. —Se vuelve hacia el póster antes de abandonar la sala.
—Humphrey, Wilson: ha sido un placer conoceros —dice.
—¿Perdón? —pregunta la novata.