—¿Transporte a Earth? —dice Rick, mirándola a los ojos.
—Es posible —dice BB—. ¿Quién le envía?
—Me contrató Palaiopoulos. Soy su hombre: llevo un buen rato esperando.
—Entonces ya podemos marcharnos —dice ella.
—Un momento, todavía puedo tomar otro shot.
BB lo mira un momento de arriba abajo:
—Dese prisa, le esperamos fuera —le dice.
Rick bebe de un trago rápido la cerveza que queda en el vaso y le hace gesto al encargado para que sirva la última tendiendo la tarjeta de Solar MetLife. El encargado cobra sin olvidar el recargo de 10 eurodólares acordado. Después sirve el vasito helado, lleno hasta el borde de cerveza bubujeante. Rick lo toma con dos dedos y se dispone a disfrutar del último trago.
El encargado le hace un gesto para que se detenga:
—Un momento... Creo que me he equivocado en el cálculo: veinticuatro entre seis da a cuatro, así que sólo podía tomar una cerveza más, esta última ya rebasaría su límite...
—Mierda —dice Rick, alejándose el vaso de los labios y dejándolo con un golpe sobre la barra—. Podría haberse dado cuenta un rato antes, ¿no?
—¿Qué pasa, amigo, no le gustan las bromas? —el encargado sonríe con toda la cara y apunta a Rick imitando a un emisor de multas.
Desde el piso 47 del edificio Huxley no llegan a oírse las voces de los estudiantes.
La rectora Deckard está en su despacho de trabajo en compañía del tesorero y el jefe de seguridad de la estación. El jefe de seguridad tiene ciento veinte años, viste el uniforme y lleva el maquillaje reglamentario de la policía: uñas y sombra de ojos negros y sin rouge de labios, sólo brillo.
—Han empezado a cantar —dice, consultando la imagen de su iClock—. Podríamos emitir música sintética para sofocar las voces...
—Dejémoslos que disfruten cantando bajo la lluvia —dice la rectora.
—Pero generalmente los cánticos preceden a algún tipo de acción, suelen funcionar como arenga previa.
—No es eso lo que me preocupa ahora. Hay algo que se nos está escapando.
—Estoy seguro de que en cuanto empecemos a disparar multas tardarán cinco minutos en disolverse —dice el tesorero. Se ajusta el lazo al cuello—. No creo que tengamos nada de qué preocuparnos.
El jefe de seguridad asiente y se lleva la mano a la cadera derecha en busca del contacto con su emisor de multas. Hace más de cincuenta años que no lo lleva encima, pero automatizó el gesto en sus tiempos de funcionario privado de la brigada antidisturbios.
—No me preocupa la concentración —dice la rectora Deckard—. Me preocupa ese estudiante..., Torres..., y también el delegado de los profesores...
—¿Torres? —dice el tesorero—. Torres se ha arrugado en cuanto le hemos dado la primera colleja, y Marsalis tampoco ha demostrado mucho aplomo.
—Sin embargo ese Torres ha agachado la cabeza. Dos veces. Primero una vez, y luego otra vez, en la siguiente intervención.
Ni el tesorero ni el jefe de seguridad suelen entender fácilmente las sutilezas de ingeniera emocional que suele apreciar la rectora.
—¿Y...? —pregunta el tesorero.
—Lenguaje gestual básico: agachar la cabeza es signo de acatamiento, de sumisión...
—Tanto mejor: no veo cuál es el problema —dice el tesorero.
La rectora Deckard toma aire y lo deja escapar lentamente antes de explicarse.
—El problema es que cualquier imbécil sabe que agachar la cabeza es signo de sumisión. Sin embargo no es eso lo que una persona normal trata de expresar cuando ha sido vencida por un enemigo al que odia. La reacción más común es justo la contraria: mostrarse soberbio, proyectar una imagen de dignidad, de fuerza... Eso es lo que haría en circunstancias normales un típico líder de los estudiantes: mantenerse desafiante ante mí en todo momento.
—Bueno —dice el tesorero—, quizá se ha hundido: sabe que no tiene manera de ganar la partida.
—No es eso... Ha fingido: ha querido que creyéramos que teníamos todos los ases, y si ha hecho eso es porque esconde algo importante que se cuida mucho de mantener en secreto. Ha sido lo bastante inteligente como para tragarse el orgullo y fingirse derrotado, pero no lo bastante como para actuar de forma realmente coherente con ello.
El jefe de seguridad vuelve a llevarse la mano a la cadera:
—¿Sugiere que los manifestantes tienen algo planeado que no podemos controlar? —dice.
—No. Sugiero que la manifestación es sólo una cortina de humo. Y no tenemos ni idea de lo que puede estar cociéndose en alguna otra parte.
BB camina marcando el paso hacia los hangares del puerto, un metro por delante de Mam'zelle y Marcuse y dos por delante de Rick Blaine. La lluvia sigue cayendo sobre el firme poroso que la empapa de inmediato. Las gruesas gotas forman una pequeña salpicadura ruidosa y desaparecen creando el efecto de que el suelo hierve.
Rick, al borde de perder el aliento, trata de bajar el ritmo por el método de preguntar cualquier cosa:
—Eh: ¿quiénes sois los dos pasajeros?
Los tres chicos se miran entre ellos sin detenerse.
—Somos tres pasajeros —dice BB esforzándose por hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.
Rick se para en seco y se hace visera sobre los ojos para evitar que se le disuelva lo que todavía le queda de maquillaje:
—El trato eran dos pasajeros, no tres.
BB, varios metros más adelante, se detiene para volverse:
—Uno, dos y tres —se señala a sí misma y a sus dos compañeros—. Ése era el trato: tres pasajeros a Earth, astropuerto de Barcelona, sin más preguntas, ¿de acuerdo?
—No siento la más mínima curiosidad por preguntar nada, pero acordamos 2.000 eurodólares por dos pasajeros a Barcelona, un greenpepper por cabeza...
—Se le ha hecho un preingreso de 3.000 eurodólares —dice BB, ya todos detenidos en mitad del estrecho eje terciario—. Yo estaba presente cuando el profesor Palaiopoulos ordenó la transferencia: 3.000 eurodólares, y tengo la clave del resguardo por si quiere consultarlo.
Rick hace unos molinetes con las manos:
—Vale, puede que fueran 3.000, mi secretaria debe de haberse equivocado... Pero estoy seguro de que eran dos pasajeros: dos, de eso me acuerdo porque era un número fácil —expone dos dedos de una mano a la consideración de los chicos.
BB en cambio alza tres dedos:
—Tres greenpeppers por tres pasajeros a Earth. Es un precio desorbitado, así que si no quiere llevarnos podemos anular la transferencia y cualquier otro transbordador privado nos llevará por 500 eurodólares.
BB sigue camino, seguida de Mam'zelle y Marcuse. Rick permanece todavía un momento parado:
—No sin hacer preguntas —dice, alzando aún más la voz sobre el fragor de la lluvia—. No vais a encontrar ningún transporte dispuesto a...
Los tres jóvenes están ya demasiado lejos. «Mierda», se dice Rick, antes de apresurarse de nuevo tras ellos. Tiene que corretear un poco para alcanzarlos,
—Vale, vosotros ganáis: tres pasajeros... Pero pierdo dinero, he dejado a otro cliente colgado sólo para venir a... Esperad un momento, ¿queréis?; ¿tenemos que ir tan deprisa?, tengo una lesión lumbar en el cuello...
—¿No será una lesión cervical en el culo? —dice Mam'zelle.
—Oye, tú qué demonios eres, ¿ingeniera sanitaria...?
A medida que se aproximan a la terminal van apresurando aún más el paso, impacientes por llegar a resguardo del largo alero del edificio, bajo el cartel luminoso de Gates to Earth. El movimiento allí es intenso. Varios taxis descargan pasajeros, invariablemente parejas de centenarios con sus equipajes, casi todos absurdamente vestidos con ropas ligeras y tratando de no pisar los charcos de fluido pluvial que se forman sobre los carriles deslizantes. No hay policía en las puertas de acceso; se abren automáticamente al paso de los viajeros. Las antorchas electromagnéticas iluminan fuertemente el interior y la mayoría de ellos se pone sus gafas fotográficas a medida que van entrando.
—¿Qué pasa ahora, no teníais tanta prisa? —dice Rick al notar que los tres chicos remolonean bajo el alero sin decidirse a entrar.
—No podemos pasar por el control de chips —dice Marcuse llevándose instintivamente la mano al antebrazo dolorido.
—¿Y qué?, ¿no tenéis la tarjeta del seguro en regla?
BB se vuelve para hablar, tratando de no perder la seguridad que ha mostrado hasta el momento:
—El profesor Palaiopoulos le contrató a usted precisamente porque podía hacernos pasar sin necesidad de entregar la tarjeta del seguro.
—¿Qué?... ¿Pretendéis que arriesgue mi licencia de transporte por tres cochinos greenpeppers?
—Eso que usted llama tres cochinos greenpeppers es el sueldo de seis meses de un trabajador no cualificado —dice BB—. Y mucha gente tiene que sobrevivir todo un año con un subsidio como ése.
—Sólo que yo no soy un trabajador sin cualificar ni vivo del subsidio: soy un transportista autónomo y estoy acostumbrado a tratar con clientes solventes.
—¿Solventes como traficantes de tabaco? —dice Mam'zelle.
—Eso es enteramente asunto mío; a mí tampoco me gusta que me hagan preguntas, y menos aún unos mocosos que no han cumplido los cuarenta.
Contesta BB:
—Pues estos mocosos no van a pagarle ni un céntimo si no consiguen embarcar sin pasar por los controles, ¿vale?
Rick se aleja unos pasos. Vuelto de espaldas, se mesa con una mano el cabello teñido de negro opaco, sin el más mínimo brillo.
—Lo sabía: sabía que no tenía que mezclarme con esos malditos estudiantes —dice para sí mismo aunque lo bastante alto para que lo oigan. BB está a punto de reaccionar, pero Marcuse se le adelanta haciéndole un gesto para que lo deje hablar a él.
—El profesor Palaiopoulos nos aseguró que usted era la única persona capaz de sacarnos de la estación sin llamar la atención —dice—. Pero si no puede hacerlo es comprensible, no debe de ser cosa fácil. —Rick no reacciona—. Podemos pagarle al menos las molestias de haber venido a buscarnos. Yo diría que eso bien vale 1.000 eurodólares —tanto Mam'zelle como BB lo miran escandalizados, pero Marcuse les hace gesto de que se mantengan en silencio—. Es todo lo que podemos ofrecerle: el equivalente a nuestra beca trimestral...
Rick se vuelve hacia él:
—Yo no he dicho que no pueda, ¿de acuerdo?, sólo he dicho que eso no entraba en el precio acordado... —hace una pausa para mirarlos detenidamente—. Por el amor de Dios: si ni siquiera lleváis equipaje: ¿queréis embarcar con esa pinta de revolucionarios de pacotilla, sin equipaje, sin chip, sin tarjeta? Por eso habría que pagar al menos 500 eurodólares extra por cabeza.
—Lo comprendemos perfectamente —dice Marcuse—. De todos modos el profesor nos pidió que le diéramos recuerdos de su parte: le tiene mucho aprecio, nos ha hablado mucho de usted...
Rick sacude una mano hacia abajo:
—Aaagh: cállate ya y déjame pensar un momento, ¿quieres?
Vuelve a alejarse unos pasos de espaldas a los chicos y se detiene en jarras. Observa unos segundos la fila de taxis y la cortina de lluvia que brilla alrededor de las antorchas. Mam'zelle levanta un pulgar mirando a Marcuse; BB repite el gesto y Marcuse rechaza el elogio con una mueca.
Los tres recomponen la expresión cuando Rick se gira hacia ellos. Con los brazos en jarras sobre la americana abierta, los mira uno a uno a la cara. Se les acerca a medio metro y apunta con el índice ante sus narices:
—Tú —le dice a Marcuse—, vuelve a poner la misma cara de pollito remojado que tenías hace un momento y no la cambies hasta que yo te lo diga. Tú —le dice a Mam'zelle—, eres demasiado..., visible; no digas nada, encógete, mimetízate, convéncete a ti misma de que eres transparente. Y tú que pareces la más impertinente —señala a BB—, sígueme la corriente llevándome la contraria, ¿sabes lo que quiero decir? —BB asiente—. Caminad siempre detrás de mí como si fuera mamá pato, ¿lo habéis entendido? —Asienten los tres—. Vale, habrá que pasar por los arcos: ¿lleváis encima algo metálico, o líquido, o hidrocarburos naturales? —Los tres niegan—. ¿Habéis bebido más de la cuenta? —Otra vez niegan. Rick los mira de nuevo uno a uno—. Si algo sale mal, yo no sé nada de vosotros, ¿de acuerdo? —Los tres asienten—. Está bien: vamos allá.
Rick encabeza el grupo atravesando las puertas electromagnéticas. De inmediato, el sonido de la lluvia es sustituido por el de la armonía artificial relajante. Rick procura acompasar el paso a su ritmo, ni demasiado rápido ni demasiado animado. Seguido de sus tres patitos, avanza pegado a la pared de entrada, alejándose del grueso de los viajeros que se dirigen directamente a los arcos de seguridad. Después gira en ángulo recto hasta encontrarse con la pared que divide transversalmente el enorme espacio en dos. Allí detiene un momento la comitiva.
—Atentos: empieza el espectáculo —dice.
De pronto empieza a caminar rápido, cada vez más rápido, hacia el centro de la nave. Los chicos tienen que apresurarse para no quedarse atrás. Rick sigue a grandes zancadas hasta que el sonido de sus pasos llama la atención de algunos viajeros que hacen cola con sus maletas en el primer arco de seguridad. Pasa de largo y sigue caminando y cortando las sucesivas colas hasta formar un pequeño barullo de gente que se aparta a su paso.
—Policía —dice a voces cuando todavía está a varios metros del siguiente arco, el marcado con el número 6—. Policía, por favor...
Uno de los agentes, el que está en pie, se echa una mano al emisor de multas y con la otra detiene el paso de Rick, que se acerca directo a él seguido de los chicos.
—He cargado cuatro maletas, ¿de acuerdo?: cuatro maletas... —Rick se señala con una mano los cuatro dedos alzados de la otra...
—Un momento por favor, haga usted el favor de tranquilizarse —dice el policía.
—Les he cargado cuatro maletas, no tres: han de pagarme aparte la cuarta, ¿de acuerdo?, y me da lo mismo si es más pequeña: son cuatro —se vuelve hacia BB y le señala la nariz—. Cuatro maletas, nada de tres...
—Son tres maletas y un neceser —dice BB, alternando una mirada auténticamente displicente entre Rick y el policía.
—Un momento... —dice el policía.
—Exijo que nos acompañe al embarque —dice Rick—; haga el favor, agente: tengo cuatro maletas cargadas en el transbordador, si quiere usted venir a...
—No es una maleta, es un cochino neceser de mierda —dice BB, haciéndole gesto al policía de algo insignificantemente pequeño por lo que nadie estaría dispuesto a pagar como maleta.