Bajo los soportales, el suelo está cubierto de libros dispuestos como baldosas. Otros libros están amontonados y sirven como asientos. Un grupo de jóvenes fuman cigarrillos tranquilamente, viendo como un muchacho de aspecto oriental hace malabarismos de contacto con una bola de cristal transparente. No se trata de lanzarla al aire ni de hacer piruetas con ella. Se trata de hacerla rodar suavemente sobre el cuerpo y las palmas de las manos, de pellizcarla con los dedos creando el efecto de que la bola flota ingrávida y el muchacho oriental sólo la acaricia en el aire. Al lado de Marcuse alguien ríe celebrando los diferentes ejercicios. Marcuse lo mira. Es otro muchacho vestido con una camiseta a rayas negras y amarillas que está sentado sobre una pila de libros. Es menudo, tiene un rostro simiesco y el cabello apelmazado en rastas. Sus dientes son repugnantes, de un color indeciso entre el naranja y el marrón. Le tiende un cigarrillo mediado y Marcuse lo toma. La boquilla está un poco húmeda, pero teme ofender y fuma. Una vez vencida la precaución inicial, el cigarrillo resulta delicioso. Suave y fuerte a la vez. Cuando después de unas cuantas bocanadas quiere devolverlo, el muchacho de los dientes naranjas lo insta a seguir fumando. Marcuse da unas caladas más y el muchacho deja de atender a la bola del malabarista y sólo mira a Marcuse, sonriente.
—¿Bueno? —le pregunta, en mal inglés clásico.
—Muy bueno —dice Marcuse.
El muchacho menudo se levanta y acerca la boca al oído de Marcuse.
—Fuma más —le dice.
Su aliento huele agrio.
El chico oriental de la bola se ha acercado a ellos y le pide a Marcuse con un gesto que finja tirar de un hilo imaginario. Marcuse tira del hilo y la bola se desplaza sobre la palma del malabarista. El menudo de los dientes naranjas celebra el truco riendo y dando palmadas. Ahora ellos tres son el centro de atención. Varios de los que están sentados en el suelo o sobre las pilas de libros se acercan al corrillo. Marcuse empieza a sentirse incómodo y quiere devolverle el cigarrillo al menudo. Pero el menudo vuelve a acercarse a su oído:
—Fuma más —le dice.
Otro tipo sonriente se acerca a Marcuse por el otro lado. Sus dientes son igual de asquerosos que los del menudo, pero éste es más alto y corpulento. Le sopla suavemente en la cara mientras Marcuse fuma sin ningunas ganas, procurando sólo hacer humo. Tose un poco. Le tiemblan las piernas. Sin brusquedad, hace gesto de querer zafarse de aquella apretura entre los dos tipos y el malabarista, que pasea la bola ante sus ojos como si fuera un objeto hipnótico. Pero el menudo lo toma por la nuca y vuelve a decirle que fume. Después, le pasa la lengua por la mejilla en un lento lametón. Marcuse trata de nuevo de moverse, pero el tipo de la izquierda le ha puesto una mano sobre el pecho que lo aplasta contra la pared. Todos los demás ríen de forma boba. A Marcuse, aterrorizado, le parecen risas de zombi. Con el corazón saliéndole por la boca, usa ya toda su escasa fuerza para oponerse a la presión del tipo de la derecha, que además le ha cogido la mano y se la aprieta. Nota algo húmedo en el cuello. Es otra vez la lengua del menudo de dientes naranjas. «Dejadme en paz», quiere implorar Marcuse, pero la mano que antes le oprimía el pecho ahora le tapa la boca, y nota que otras manos le palpan el estómago y el sexo. Unos dedos tratan de desabrocharle los pantalones; algo intenta abrirse camino entre sus nalgas apretadas.
Marcuse cierra los ojos, que se le humedecen. Tiembla de pies a cabeza, siente que todo su cuerpo está flojo, que si todas esas manos lo soltaran caería desplomado al suelo, desmayado de terror.
De pronto oye una voz bronca: «Eh: éste es para mí», dice la voz. La presión sobre el cuerpo de Marcuse se afloja. Alguien se acerca empujando a quienes lo atenazan. «Es mío», escucha decir en inglés clásico, «yo lo he visto primero, hijos de puta.» Se oyen protestas a su alrededor, insultos. Cuando la mano que le tapa la boca se retira, Marcuse alcanza a reconocer la gorra verde del tipo horrible que antes le ha dicho guapo. Le parece aún más alto y voluminoso que antes, y pronto se abre paso hasta colar una manaza hasta el pecho de Marcuse. «Fuera, asquerosos», dice. La manaza se cierra en torno al cuello de la chaqueta de Marcuse y tira de él hacia delante. Marcuse nota su olor dulzón, que de pronto domina sobre todos los demás. Se oyen más gritos de protesta alrededor, pero el tipo voluminoso empuja a Marcuse y lo agarra ahora por el pelo de detrás de la cabeza. Lo agarra fuerte, obligándolo a caminar hacia adelante. «Ven conmigo, guapo», dice su voz bronca, «ya verás qué bien lo vamos a pasar.»
Marcuse llora en silencio cuando, después de caminar unos metros bajo los soportales, se siente empujado hacia un portal oscuro. Avanza a trompicones sujetándose los pantalones desabrochados hasta dar contra unas escaleras. En su debilidad, cae sentado sobre los primeros escalones. Sigue temblando, y ahora siente un frío injustificable. Desde ahí alcanza a ver cómo el tipo de la gorra mira a la calle a derecha e izquierda antes de entrar y cerrar el portalón tras él. Queda sólo la escasa iluminación de un tragaluz que hay en la parte alta del quicio.
—Déjeme marchar —dice Marcuse, sollozante—. Por favor: mi madre tiene dinero, puedo pagarle lo que quiera...
El tipo suspira antes de hablar:
—Nunca debiste salir de Aquarel, señorito ingeniero emocional —dice.
La voz ya no es bronca. Es una voz conocida, tranquilizadora, pero Marcuse reconoce antes el olor a tabaco de pipa que la voz:
—¿Rick? —dice.
—¿Eso es todo lo que has aprendido en esa universidad de mierda?: mi madre es rica, le pagaré lo que quiera... ¿Qué esperabas conseguir con eso, que te petaran el culo y encima pidieran un rescate?
Pero Marcuse no puede contestar.
—Venga, llorica, que no es para tanto —dice Rick—. Has tenido suerte de tropezar con esas comadrejas y no con alguno de los peligrosos...
Palaiopoulos ha tardado un buen rato en tranquilizarse después de la visita de Deckard. No ha reparado inmediatamente en la cápsula de memoria que la rectora ha echado encima de la cama. Su mano ha tropezado con ella al coger el mando de llamada.
Al activarla, la información ha empezado a visualizarse en el screener que cuelga de la pared frente a la cama.
Contiene el resumen policial de las actividades de Francisco Asís en la última década, desde que le fueron retirados los tratamientos de retraso del envejecimiento. Desde entonces se le atribuyen al menos quince homicidios por acción o por inducción. De ellos, cinco deben considerarse asesinatos rituales. Además se reseña la desaparición y también probable asesinato de un policía infiltrado en su organización del que no se tiene noticia desde hace seis meses. Lo último que contiene el resumen es la autopsia en 3D practicada a un turista extraterrestre cuyo cadáver fue encontrado colgando de la fuente de Canaletas, hace apenas dos semanas de eso. Se trata de un caso de tortura recreativa. El perito forense llega a la conclusión de que, poco antes de la muerte por empalamiento, la víctima fue amarrada por las muñecas de tal modo que sus manos quedaron expuestas a la acción de varios perros hambrientos. Sólo las manos.
Es el segundo caso parecido en el último año, de modo que el forense que elabora el informe le ha dado nombre a la nueva diversión ideada por el sujeto de estudio. «Los cinco lobitos», le llama, aunque en realidad la idea no puede atribuírsele con toda seguridad a Francisco. Sin embargo hay borrilla de lana marrón oscuro en la barba de tres días que presenta el cadáver, lo que sin duda remite al menos a alguno de sus acólitos.
Buscando a Marcuse, las chicas han desembocado en el ensanchamiento que marca el principio de la Rambla de las Flores.
La calle del Carmen está obstruida por un furgón de la policía volcado sobre su techo. Forma un ángulo recto con el pórtico de la Iglesia de Belén, que a juzgar por el hedor y los pedazos de partituras arrugadas y manchadas que se ven alrededor de la entrada se ha convertido en una letrina comunitaria. Hay otros vehículos desvencijados en los alrededores, a modo de monumentos conmemorativos de la Toma de La Boquería de 2078. Hay un viejo deslizador de los bomberos bajo el Palacio de la Virreina que hace las funciones de equipamiento infantil. Hay varios monodeslizadores policiales apilados hasta formar una complicada escultura de metal retorcido en el centro del paseo. Hay un taxi sin puertas ni cristales empotrado contra la persiana reventada de la casa Beethoven, que años después de la batalla sigue suministrando papel para la letrina. Hay mesas y sillas de bar volcadas o no, hay parasoles hechos jirones distribuidos por todo el espacio que queda libre. En esta parte se ven mejor los edificios entre la hojarasca de los árboles sin podar. Los cristales rotos han sido sustituidos por trozos de tela; las fachadas están desigualmente pintadas de rojo y negro, y sus partes bajas decoradas con dibujos de banderas piratas, símbolos de la paz, crucifijos invertidos, vulvas abiertas, falos emitiendo esperma, círculos del yin y el yang, bandas de arco iris, motivos góticos, lemas anarquistas y runas celtas.
—Esto debe de ser la plaza mayor antisistema —dice Mam'zelle—. A los del Corona Australis les encantaría.
Hay dos tipos con hábito de monje que se pasan una botella sentados a una de las mesas. Les hacen señas a las chicas para que se acerquen. Silban, gesticulan. Están borrachos.
—Nos convendría camuflarnos un poco con el paisaje —dice BB mirando a Mam'zelle de arriba abajo—, creo que no vamos vestidas para la ocasión.
Retroceden un poco hasta la fuente de pared con pila que han visto a la entrada de Puertaferrisa, frente a una farmacia saqueada. Allí hay un pequeño grupo de mujeres aseándose. Una de ellas, acuclillada, se enjuaga el sexo con el agua que se trae con la mano desde una jofaina de plástico puesta en el suelo. Otra se lava las axilas en la pila de la fuente. Otra pasa una esponja húmeda por el cuerpo desnudo de un bebé que lloriquea. Una enorme pila de sillas con los colores de Speedy Ragweed taponan la continuación de la calle. Una vez más, cualquier desecho higiénico es lanzado por encima de la barricada hasta haber formado una montaña del otro lado. Sin embargo domina el potente olor de insecticida y ambientador que empapa unas toallas colgadas a modo de cortinas. Hay una gran caja de pañales Huggies en el suelo; otra de compresas Dolce & Gabbana. Sobre la pila de la fuente, hay una colección desordenada de medicamentos, maquillaje, fluido antiséptico y perfumes de lujo procedentes de lo que todavía queda en los comercios abandonados hace años por sus propietarios.
—Y esto debe de ser el tocador antisistema —dice Mam'zelle.
—Quítate los pendientes —le dice BB.
—¿Qué tienen de malo mis pendientes?
—Pareces una estudiante extraterrestre de Ingeniería Sexual.
—Eso es justamente lo que soy —dice Mam'zelle.
—Y eso es justamente lo que no tienes que parecer.
Mam'zelle le entrega a BB los dos aros de aluminio. BB toma uno y lo cierra sobre sí mismo. Después se pinza con él una ceja.
—¿Qué tal? —le pregunta a Mam'zelle.
—Eeeh: me costaron treinta eurodólares...
BB está doblando el otro:
—Espera —dice—: voy a ponértelo en la nariz.
La respiración de Palaiopoulos se ha hecho mucho más fatigosa. Ha desactivado la cápsula de memoria para dejar de ver esas imágenes en el screener y ha pulsado el botón de llamada a la enfermería.
—Por favor —le dice al auxiliar—. Necesito hablar con Leroy Torres, es el delegado de los alumnos... Es urgente... Por favor.
—Bien, trataré de localizarlo. ¿Está usted bien?, ¿quiere que llame a la ingeniera?
—No, estoy bien, sólo he de ver a Leroy Torres...
Cuando el auxiliar sale de la habitación Palaiopoulos hace una mueca de dolor. Ha de seguir respirando un poco más, resistiendo el agudísimo dolor en el pecho.
Sencillamente no puede morirse ahora.
Todavía no.
En el oscuro portal de las Ramblas, Marcuse ha logrado que su corazón vuelva al ritmo normal y se ha secado las lágrimas con la manga del jersey. A medida que los ojos se le han acostumbrado a la penumbra puede observar en detalle el aspecto de Rick. Lleva la camisa abierta hasta el ombligo y un colgante con una enorme piedra lunar negra colgando sobre el pecho.
—¿Nos ha seguido hasta aquí? —le pregunta.
—He llegado antes que vosotros.
—Pero hemos venido directos en el worm...
—El metro es más rápido.
—¿Por qué ha venido?
—Porque no he querido enterarme por los noticiarios de mañana de lo que os había pasado.
—¿Ha engordado por el camino?
—Oye, ¿va a ser muy largo el interrogatorio?...
Marcuse cambia de tono:
—Estoy preocupado por las chicas...
—No pueden andar muy lejos, y además se las arreglan mejor que tú... ¿No podrías hacerte algo en ese peinado?
Marcuse se estira hacia atrás el cabello sedoso y brillante, de corte perfecto. De inmediato vuelve a su posición original, con un coqueto mechón colgándole sobre la frente.
—¿Qué quiere que me haga?
—Es igual, déjalo...
Rick abre el portón de madera y atisba en el exterior. Se vuelve hacia Marcuse y le hace gesto de que salga:
—Vamos. Parece que los fraticelli van escasos de adrenalina, pero ten cuidado con ellos, son los más peligrosos —dice.
—¿Quiénes son los fraticelli?
—Los que van vestidos de monje. Venga, hay que terminar con este asunto antes de que empiece a anochecer.
—¿Por qué? —dice Marcuse.
—Madita sea: ¿todavía te quedan ganas de discutirme todo lo que digo? —dice Rick.
Marcuse se detiene un momento antes de salir a la calle.
—Oiga —dice.
—Qué...
—Preferiría que no le contara a las chicas lo de..., ya sabe...
Rick lo mira de arriba abajo:
—Venga, pasa..., guapo...
Caminan hacia abajo siguiendo el último tramo de los soportales. La arcada por la que salen está junto a una vieja farmacia y da justo a la fuente de Puertaferrisa. Marcuse se encuentra de frente con una muchacha alta, de pelo rojo. Lleva un arete de aluminio en la nariz y un tirante de la camiseta bajado le deja salir el seno izquierdo.
—Mam'zelle... —dice Marcuse.
—¿Dónde demonios te habías metido? —dice BB. Lleva otro arete en la ceja y los pelos rubios engominados en punta.