—Pero no es sólo eso —dijo Masako, con la voz más serena—. Te intereso, ¿verdad? —Esta vez no respondió, pero echó a andar hacia el lugar de donde procedía la voz—. Es curioso. Tengo cuarenta y tres años. A esta edad los hombres ya ni te miran, y además nunca he sido una mujer atractiva. Tiene que haber otro motivo.
La pesada bota de Satake golpeó una lata de aluminio, lo que produjo un gran estruendo. Masako no dijo nada más. Satake aguzó el oído, intentando adivinar dónde se había escondido.
Oyó un leve ruido detrás de él, y se volvió para buscarla hacia el otro lado del edificio. La vio alzar la persiana de la plataforma de carga y, corriendo a toda prisa, consiguió atraparla cuando ya tenía medio cuerpo fuera.
La cogió por las piernas, la arrastró hacia dentro y, sin pensarlo dos veces, le dio un par de bofetadas. Después de caer al sucio suelo de hormigón, la enfocó con la linterna para verle la cara. Ella se echó el pelo hacia atrás y lo miró a los ojos. Era la misma expresión que vio en la anterior ocasión. La agarró del pelo y la obligó a levantarse.
—Eres un cabrón —le espetó.
—Sí, lo soy —dijo él mirando sus ojos furiosos—. Te he estado esperando.
—Tú sueñas —le dijo ella con voz firme.
—No, no sueño —respondió él sin apartar la mirada de su rostro.
No tenía los rasgos tan marcados como los de la otra mujer. Quien lo observaba ahora con esos ojos llenos de hostilidad era Masako Katori. Su rostro era diferente del de la otra mujer: los labios de Masako eran más finos y más severos. Sin embargo, su mirada era idéntica. El corazón de Satake se inundó de alegría y de expectativa, como una oleada creciente. ¿Hasta dónde lo llevaría? ¿Finalmente iba a sentir todo el placer que había mantenido encerrado en el fondo de su corazón? ¿Iba por fin a enseñarle lo que había significado esa primera experiencia?
Le arrancó la camiseta y la dejó en bragas y sostén.
—Basta —le ordenó ella—. Mátame ya.
Sin hacerle caso, le quitó la ropa interior. Al quedarse desnuda, ella volvió a forcejear, pero él la cogió de los brazos y, después de echársela al hombro, la llevó de nuevo a la rampa y la inmovilizó. Al sentir su peso encima, a Masako se le cortó la respiración y se desvaneció. Satake cogió la cuerda que había traído consigo, le ató un extremo a cada muñeca y estiró sus brazos por encima de la cabeza para anudarlos a la rampa.
—¡Está helado! —exclamó ella retorciéndose al contacto con el gélido metal.
Satake la observó unos segundos a la luz de la linterna. Tenía un cuerpo flaco y unos pechos diminutos. Empezó a desnudarse poco a poco.
—Puedes gritar lo que quieras —le dijo—. Nadie vendrá en tu ayuda.
—Quizá no lo sepas, pero están derruyendo el edificio de al lado.
—No digas bobadas —repuso él dándole otra bofetada.
Había querido controlar su fuerza, pero la cabeza de Masako se fue bruscamente hacia un lado. Si no actuaba con cuidado, la mataría antes de lo previsto. Tampoco quería que perdiera la conciencia. La miró preocupado unos instantes, pero ella se volvió con un hilo de sangre en los labios y le dirigió una mirada de desprecio.
—Acaba conmigo de una vez.
La otra mujer había sido igual de insistente, gritándole que la matara mientras él le pegaba. Su excitación iba in crescendo mientras su cabeza oscilaba entre ambas mujeres, entre el sueño y la realidad, como transportado por un ascensor a gran velocidad. Se inclinó hacia delante y mordió sus labios sanguinolentos. Al oír a Masako mascullar varios insultos entre dientes, le abrió las piernas a la fuerza.
—Estás seca.
—¡Desgraciado!
Ella se resistió desesperadamente, intentando mantener las piernas cerradas y deshacerse de él, pero él era más fuerte y la penetró. Sintió un calor intenso, pero gritó de dolor, quizá por estar demasiado seca. Al ver su expresión tímida, Satake advirtió que tenía menos experiencia de la que había imaginado. Empezó a moverse con lentitud. No había estado con una mujer desde aquel lejano día de Shinjuku. El sueño oscuro que mantenía oculto en el fondo de su corazón empezó a derretirse, emergió a la superficie y se convirtió en algo real, le prometía llevarlo a algún lugar. Al cielo y al infierno. Estaba convencido de que al alcanzar el orgasmo con Masako podría llenar el espacio abierto entre ambos. Había nacido para eso, y para eso estaba dispuesto a morir. Pero entonces, de repente y demasiado pronto, se corrió.
—¡Pervertido! —exclamó Masako escupiéndole saliva ensangrentada.
Él jadeó, se limpió con la mano la saliva de la mejilla y la restregó en las de ella. A continuación, le mordió un pecho a modo de castigo. Ella intentó gritar, pero el sonido murió en su garganta antes de llegar a sus dientes castañeteantes a causa del frío. Por las ventanas del techo se filtraba la primera luz del alba.
A medida que el sol se encaramaba por el cielo, la fábrica empezó a llenarse de luz.
Los detalles del interior empezaron a cobrar vida. El revestimiento de la pared estaba descascarillado y podía verse el hormigón entre los desconchones. Los tabiques que habían separado la cocina de los lavabos se habían venido abajo, dejando al descubierto los inodoros y los grifos. El suelo estaba lleno de latas de aceite y cubos de plástico, mientras que cerca de la entrada se alzaba una montaña de latas de refrescos. Con todo, no dejaba de ser un enorme ataúd de hormigón.
Satake se volvió al oír un ruido. Un gato había entrado en la fábrica, pero al verlo huyó como alma que lleva el diablo. Debía de haber ratas. Se sentó en el suelo, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Alzó la vista y observó a Masako, que se retorcía en la fría rampa y temblaba de pies a cabeza. En menos de una hora, la luz los alcanzaría, y entonces volvería a violarla, esta vez mirándola a la cara. O eso era lo que esperaba.
—¿Tienes frío? —le preguntó.
—Sí.
—Pues tendrás que esperar.
—¿A qué?
—A que te toque el sol.
—¡Imposible! ¡Estoy helada! —gritó con rabia, arrastrando las palabras a causa de la paliza.
Tenía las mejillas y el labio inferior hinchados. Incluso desde su posición, Satake podía ver que tenía la piel de gallina, y recordó la idea de rebanar esas pequeñas protuberancias con una navaja. Pero aún no. Mejor dejarlo para el final.
Se imaginó la hoja fina y afilada hundiéndose en su cuerpo. ¿Le provocaría el mismo placer que diecisiete años atrás? Aquella emoción le había obsesionado desde entonces, y deseaba experimentarla de nuevo. Sacó una funda negra de su bolsa y la dejó en el suelo.
Los rayos de sol alcanzaron por fin el cuerpo de Masako. Al sentir su caricia, Masako se relajó y su piel pálida recobró el color, como si su cuerpo sufriera un proceso de deshielo. Satake se le acercó.
—En tu fábrica también hay una rampa como ésta, ¿verdad? —Masako lo miró en silencio—. ¿La hay o no? —insistió él cogiéndola del mentón.
—No voy a responder.
Tenía demasiado frío para hablar, pero sus palabras rezumaban rabia.
—Seguro que nunca imaginaste que ibas a estar atada a una igual. —Masako miró hacia otro lado—. Dime, ¿cómo se descuartiza un cadáver? ¿Así? —preguntó mientras la cogía del cuello y deslizaba un dedo hasta la entrepierna. La presión de su dedo le dejó una línea morada en su piel fría—. ¿Cómo se te ocurrió la idea de descuartizarlo? ¿Qué sentiste al hacerlo?
—¿Y a ti qué te importa?
—Eres como yo. Has llegado demasiado lejos para volver.
Ella lo miró a los ojos.
—¿Qué hiciste?
—Abre las piernas —le ordenó haciendo caso omiso de su pregunta.
—No.
Masako cerró las piernas con fuerza, y cuando él se inclinó para abrirlas, le propinó un rodillazo en la cara. Él lo intentó de nuevo, encantado de que ella aún pudiera oponer resistencia. El sol invernal brillaba en su cara. Al ver sus ojos cerrados y sus dientes apretados, intentó abrírselos.
—Mírame.
—No.
—Te los voy a arrancar —la amenazó apretándole las órbitas.
—Si son para verte a ti, prefiero que me los arranques.
Cuando Satake apartó las manos de sus ojos, Masako separó un ápice los párpados, y dejó entrever unos ojos llenos de rabia.
—Muy bien, ódiame más.
—¿Por qué? —preguntó ella, como si en verdad quisiera saberlo.
—Me odias, ¿no es así? Del mismo modo en que yo te odio a ti.
—Pero ¿por qué?
—Porque eres una mujer.
—Entonces mátame—le suplicó.
Seguía sin entender, pensó Satake. La otra lo había entendido perfectamente, pero con ésta no había manera. Irritado, la abofeteó de nuevo.
—Eres un bestia —le espetó ella—. Estás enfermo.
—Pues claro que lo estoy —respondió él acariciándole el pelo—. Y tú también. Lo supe desde el momento en que te vi.
Masako no contestó, pero lo miraba con odio. Él la besó por primera vez, saboreando su sangre salada. Las cuerdas le habían rasgado la piel de las muñecas y había empezado a sangrar, igual que la otra vez.
Satake alargó el brazo para coger la navaja que había dejado en el suelo. La desenfundó con una mano y la dejó sobre el metal, junto a la cabeza de Masako, que gritó al percibir el frío y el peligro del objeto.
—¿Tienes miedo?
Masako cerró los ojos; temblaba de pies a cabeza. Satake le abrió los párpados para ver el miedo o el odio que la dominaban, y la penetró de nuevo, con desesperación. Pero ¿qué era lo que buscaba? ¿A la otra mujer? ¿A Masako? ¿Acaso se buscaba a sí mismo? Ya no sabía si vivía un sueño o la realidad. Pese a haber perdido la noción del tiempo, sintió que poco a poco su cuerpo se fundía con el de la mujer con la que estaba copulando. Su placer se convertía en el de ella, y el de ella en el de él.
Si llegaban al final, se desvanecería, desaparecería de este mundo. Pero le daba igual: nunca había pertenecido a él.
Sentía un irresistible deseo de unirse a ella, de fundirse con ella. Mientras le besaba los labios con violencia, se dio cuenta de que ella lo miraba con la misma intensidad.
—¿Te gusta? —dijo con un tono de voz rayando en la ternura.
Masako profirió un grito ahogado, pero no respondió. Iban a correrse a la vez. Cuando ella estaba a punto de llegar al orgasmo, Satake cogió la navaja. Tenía que penetrarla aún más. Sentía algo en su interior, una especie de calor que se propagaba por todo su cuerpo. Iba directo al cielo.
—Por favor... —susurró ella.
—¿Qué?
—Corta las cuerdas.
—No.
—Si no lo haces, no puedo correrme —le suplicó en un susurro—. Quiero correrme contigo.
Estaba a punto de llegar al orgasmo, de modo que no había ningún peligro. Satake alargó la mano y cortó las cuerdas. Ella lo rodeó con sus brazos y se aferró a su espalda. Él le cogió la cabeza. Nunca lo había hecho de esa manera. Las uñas de Masako se clavaron en su espalda y sus cuerpos se movieron a la vez. Cuando estaba a punto de llegar al final, Satake soltó un grito, sintiendo que finalmente había superado el odio que lo corroía, y buscó de nuevo la navaja.
En ese momento vio la hoja brillando a su espalda. Masako se había hecho con ella y estaba a punto de utilizarla. La cogió del brazo y, tras forcejear para tirar la navaja al suelo, le dio un puñetazo brutal en la cara.
Ella se quedó tumbada sobre un costado, con las manos en el rostro.
—¡Zorra! Tendremos que empezar de nuevo —le gritó Satake jadeando y bajando de la rampa.
¡Achacaba su rabia no tanto al hecho de que Masako hubiera intentado matarlo como a que hubiera arruinado el placer que tanto le había costado recuperar. Además, estaba decepcionado porque ella no hubiera querido compartir sus sentimientos.
Masako se había desmayado. Él le tocó el punto de la mejilla donde la había golpeado. Si volvía a apiadarse de ella no sería capaz de matarla, y nunca vería colmada su profunda necesidad. Se llevó las manos a la cabeza. Ella tenía razón: era un enfermo.
Masako despertó al poco tiempo.
—Déjame ir al lavabo —dijo con la cabeza ladeada y temblando violentamente.
Le había pegado demasiado fuerte. Si no se controlaba, la mataría antes de lograr su objetivo.
—Adelante.
—Tengo frío —dijo ella al tiempo que se incorporaba.
Se agachó lentamente, recogió su parka y se la puso sobre los hombros desnudos. Satake la siguió hasta el rincón donde habían estado los viejos lavabos de la fábrica. No había tabiques ni pilares, sólo tres tazas que parecían surgidas de la nada. Estaban sucias y mugrientas, y era imposible saber si la instalación de agua funcionaba, pero Masako se sentó en la más próxima, como si las fuerzas la hubieran abandonado e, ignorando la mirada de Satake, empezó a orinar.
—¡Date prisa!
Se levantó lentamente y, con las piernas temblorosas, echó a andar de nuevo hacia la rampa. A los pocos pasos, tropezó con una lata de aceite y puso las manos en el suelo para no caerse de bruces. Satake se le acercó y, cogiéndola del cuello de la parka, la obligó a ponerse en pie. Ella se metió las manos en los bolsillos de la parka y se quedó ahí plantada, medio aturdida.
—¡Venga, date prisa! —dijo él alzando la mano en ademán de golpearla de nuevo.
Pero antes de que pudiera abofetearla, notó algo frío en la mejilla, como la caricia de un dedo helado. ¿Había sido el dedo de Masako? Al creer que le había tocado un fantasma, miró a su alrededor y se llevó la mano a la mejilla. La sangre manaba a borbotones de una profunda herida.
Mucho antes, cuando todo había empezado, Masako se había quedado tendida, inmóvil, sintiendo cómo el frío se apoderaba de ella. Su cuerpo respondía a los estímulos, pero su cerebro estaba embotado, como si se encontrara en un mundo incomprensible.
Se esforzó por abrir los párpados y vio un oscuro vacío que parecía extenderse hasta donde le alcanzaba la vista. Se encontraba en un agujero húmedo y oscuro. En lo alto veía una luz tenue. El cielo. Su brillo apenas visible se filtraba por la hilera de ventanucos del techo. Recordó que sólo unas horas antes había visto ese cielo sin estrellas.
Poco a poco recuperó el olfato, y con él los olores conocidos: a humedad, a hormigón y a moho. No tardó en darse cuenta de dónde se encontraba: la fábrica abandonada.
Pero ¿por qué tenía las piernas al descubierto? Se pasó las manos por el cuerpo y vio que sólo llevaba puestas una camiseta y la ropa interior. Tenía la piel seca y helada como una roca, como si ya no le perteneciera. De pronto, una luz intensa la deslumbró y alzó la mano para evitarla.