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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

BOOK: Out
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—Esperamos su colaboración.

Tras asentir con la cabeza a las palabras de Miyata, Satake abrió la puerta y entró en su apartamento. El chico hizo ademán de echar un vistazo al interior sin disimular, pero Satake se lo impidió y cerró la puerta antes de encender la luz. Miró por la mirilla, pero ya habían desaparecido.

—Mierda —murmuró tirando las bragas al suelo y dándoles un puntapié.

Mientras tanto iban a estar vigilándolo, controlando todos sus movimientos. Y lo que era aún peor: sus vecinos también iban a estar pendientes de él. La mujer del parking debía de haber hablado con uno de los dos hombres y por eso debía de haberlo abordado. No tenía inconveniente en desembolsar un millón de yenes para pagar las supuestas deudas, pero, en cambio, no podía permitirse quedarse en ese piso ahora que los vecinos iban a estar atentos a sus movimientos. Además, era evidente que las agencias de crédito lo seguirían hasta la fábrica si no pagaba en el plazo de una semana, con lo que debía poner punto y final al jueguecillo de acosar a Masako.

Cogió la bolsa negra de nailon que había traído con él desde Shinjuku y metió el dinero, los informes de la agencia de detectives y las bragas de Kuniko. A continuación, echó un vistazo al piso vacío y su mirada se fijó en la cama que había al lado de la ventana: había soñado con atar ahí a Masako y torturarla, pero ya no podría hacerlo.

No obstante, esbozó una leve sonrisa. Volvía a sentir el placer que había experimentado al conocerla, aunque con intensidad renovada. Un placer incluso más intenso que el que había sentido el día en que había perseguido a la otra mujer por las calles de Shinjuku. Sus ganas de matar a Masako eran más fuertes que las que había experimentado ese día, y eso era una buena noticia.

Dejó la luz encendida, cogió la bolsa y salió del apartamento. Después de comprobar que no hubiera nadie en el pasillo, bajó por la escalera de servicio. Al llegar a la planta baja, vio al chico de la cazadora blanca mirando en dirección a su ventana. Aparentemente confiado al ver la luz encendida, bajó la guardia para contemplar a una chica que volvía del trabajo.

Satake aprovechó la oportunidad para escurrirse entre el vertedero y unos matojos y salió a la calle. Tendría que buscarse un hotel. No sabía cuánto tiempo tardarían en advertir que se había escapado.

Esa noche acudió al trabajo con un Nissan March de alquiler.

Estaba seguro de que Masako aparecería. A esas horas ya sabría que su plan había funcionado y acudiría a ver los resultados del mismo. Eso es lo que hubiera hecho él y, al fin y al cabo, eran iguales. Mientras esperaba a que apareciera el Corolla, se puso a fumar en la garita.

Llegó poco antes de las once y media, como siempre. Cuando Satake alzó la cabeza, vio fugazmente su rostro inexpresivo a través del haz que emitían los faros, pero pasó a su lado, ignorándolo. Era una engreída. Debía de tener la mente ocupada en los problemas que le había causado, imaginó Satake. Su sangre bullía con el intenso odio y la perversa admiración que había conseguido que sintiera por ella.

Masako cerró la puerta de un golpetazo y echó a andar por la gravilla. Satake salió de la garita y le cerró el paso.

—Buenas noches —la saludó.

—Buenas noches —respondió ella mirándolo a la cara.

Su pelo caía sobre los hombros de una vieja parka, y un esbozo de sonrisa asomaba en su rostro enjuto. Sin duda, haber resuelto el misterio de su identidad y haberlo expulsado del apartamento le habían dado confianza.

—¿Quiere que la acompañe? —le preguntó Satake intentando controlar su rabia.

—No, gracias.

—Caminar en la oscuridad puede ser peligroso.

Masako dudó unos instantes.

—El peligro es usted —le espetó, provocándolo.

—No sé a qué se refiere.

—No disimules, Satake.

Recordaba haber sentido una excitación incontrolable cuando había perseguido a aquella mujer por Shinjuku, pero lo que Satake experimentaba en esos momentos era diferente. Ahora podía controlar su agitación a pesar de que ésta le atravesaba el cuerpo, en busca de una salida. El placer aplazado era aún más intenso.

—Eres una arpía.

Masako no le hizo caso y se dirigió hacia la fábrica. ¿Realmente se arriesgaría a ir sola? Satake la siguió de cerca, con la absoluta certeza de que podía oír los latidos de su corazón y notar la tensión de sus hombros. Sin embargo, Masako siguió andando en la oscuridad, sin mostrar el menor atisbo de miedo. Satake encendió su linterna y enfocó el suelo que había a varios pasos por delante.

—¡Te he dicho que me dejes! —exclamó Masako—. No quiero que me mates en un lugar así.

Al ver la reacción airada de Masako, Satake sintió una nueva oleada de placer. Su rabia se intensificó. Aquella pasión tan fuerte nada tenía que ver con lo que había sentido por Anna, deseo y odio unidos por el peligro de la autodestrucción. ¿Y si la agarraba por el cuello y la arrastraba hasta la fábrica abandonada? Esa idea cruzó por su mente durante unos instantes, pero al final le pareció demasiado vulgar.

—No es el escenario adecuado, ¿verdad? —dijo Masako como si le hubiera leído el pensamiento—. Quieres matarme haciéndome sufrir. ¿Por qué no...?

La interrumpió el chirrido de los frenos de una bicicleta. Masako y Satake se volvieron a la vez.

—Buenas noches.

Era Yoshie. Sorprendida por la presencia de Satake, lo miró de reojo y se bajó de la bicicleta.

—Maestra. ¿Qué te trae por aquí?

—Quería verte —dijo Yoshie—. Me alegro de haberte encontrado.

Satake le enfocó el rostro durante unos instantes. Ella entrecerró los ojos y miró a Masako, que sonreía fuera del haz de luz de la linterna.

Capítulo 5

Estaba a salvo. Al ver a Yoshie, Masako suspiró aliviada.

Su respiración se había detenido al darse cuenta de que podía matarla, y estaba segura de que lo hubiera hecho si ella hubiera mostrado el menor signo de debilidad. La situación le recordó a su infancia, a una ocasión en la que la había perseguido un perro rabioso después de cometer el error de mirarle a los ojos. Se había librado por los pelos, se dijo mientras intentaba recuperar el aliento.

Ahora sabía que su odio estaba a punto de explotar y que había disfrutado de la experiencia de llevarlo hasta el límite. Había visto el placer en sus ojos, se había dado cuenta de lo que le gustaba: jugar al gato y al ratón con ella. Pero también había percibido que estaba trastornado, y que su trastorno lo arrastraba irremisiblemente hacia la debacle. Ese algo también habitaba en su interior: en la parte de ella a la que no le hubiera importado morir en sus manos.

Fijó la vista en la oscura fábrica abandonada. El día en que decidió ayudar a Yayoi con el cadáver de Kenji no había imaginado qué le deparaba el destino: ese edificio desierto era la imagen del vacío que sentía en su interior. ¿Había vivido cuarenta y tres años sólo para darse cuenta de eso? No podía dejar de mirarlo.

—¿Quién era ése? —le preguntó Yoshie mirando atrás hacia el parking y empujando su vieja bicicleta por el camino lleno de baches.

—El guardia —respondió Masako.

Satake las observaba de pie, al lado de la garita, un faro en medio de la oscuridad.

—Me da mala espina —dijo Yoshie.

—¿Por qué?

—No sé... —respondió Yoshie, pero no prosiguió, como si le diera pereza entrar en detalles.

El faro de su bicicleta proyectaba una débil luz sobre el camino.

—¿Qué querías, Maestra? —le preguntó Masako.

Llevaban una semana sin verse, desde el día en que se habían hecho cargo del cadáver de Kuniko.

—Ah, perdona... —dijo Yoshie suspirando pesadamente—. Tengo tantas cosas en la cabeza.

Se había puesto el viejo canguro que usaba en invierno. Masako pensó en el gastado forro blanco y a punto de romperse, y se preguntó si también Yoshie se desgastaría un día del mismo modo.

—¿Qué cosas? —le preguntó Masako, convencida de que Satake no la había molestado.

Era evidente que sólo estaba preocupada por sí misma.

—Miki se ha fugado —anunció—. No la he visto desde el día en que desapareció el dinero. Sabía que su hermana era un mal ejemplo, pero nunca pensé que fuera capaz de irse sin decir nada. Me he quedado sola y no tengo ganas de nada... —Masako la escuchaba en silencio, se preguntaba si Yoshie tenía alguna salida—. Es todo tan absurdo... Se fue antes de saber que iba a cobrar ese dinero, convencida de que no podría ir a la universidad... La vida es absurda...

—Volverá.

—No lo creo. Hará igual que su hermana. Acabará liada con algún inútil. Mis hijas son así de bobas. No hay nada que hacer. Nada que hacer —repitió Yoshie mientras avanzaban por el camino.

Parecía como si se disculpara por algo, pero Masako no sabía muy bien por qué. Dejaron atrás la fábrica abandonada y salieron a la ancha calle bordeada por el muro gris de la planta de automóviles. Al girar a la izquierda vieron la fábrica.

—Bueno, hoy y basta —añadió Yoshie irguiéndose.

Sus hombros caídos le hacían parecer mayor de lo que era.

—¿Lo dejas?

—Sí. No tengo ganas de seguir trabajando aquí —dijo.

Masako no le contó que también era su última noche. Había acudido con la intención de anunciar su decisión y de recoger el dinero y el pasaporte que le guardaba Kazuo. Si lograba sobrevivir, podría escapar de Satake.

—Quería hablar contigo —prosiguió Yoshie—. Por eso he venido.

¿Acaso no podían hablar en la sala de descanso después del trabajo? Intrigada por las intenciones de Yoshie, Masako esperó al pie de la escalera a que su compañera aparcara la bicicleta. En el cielo no se veía ni una estrella. Parecía que hubiera una espesa capa de nubes, pero éstas eran también invisibles. Oprimida, como si tuviera un peso encima, Masako dirigió la vista hacia la fábrica. Justo en ese momento, se abrió la puerta y apareció Komada.

—Masako.

—¿Sí?

—¿Sabes si Yoshie va a venir?

—Ha ido a aparcar la bicicleta.

Al oír su respuesta, Komada bajó la escalera a todo correr, con el quitapelusas en la mano. Yoshie apareció justo cuando él llegaba abajo.

—¡Yoshie! —exclamó—. ¡Vuelve a casa!

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Tu casa está ardiendo. Acaban de llamar.

—¿De verdad? —preguntó, blanca.

—Venga, no pierdas tiempo —la apremió Komada con una mirada apenada.

—De todos modos, aunque corra no voy a llegar a tiempo —dijo Yoshie con absoluta serenidad.

—Pero ¡qué dices! Venga, ¡date prisa!

Yoshie dio la vuelta y echó a andar lentamente hacia el aparcamiento de bicicletas. Al llegar los empleados, Komada subió la escalera para regresar a su puesto.

—¿Han dicho algo de su suegra? —le preguntó Masako.

—No, pero parece que el fuego ha destruido toda la casa —dijo desviando la vista, consciente de que era una noticia horrible.

Masako se quedó sola esperando a Yoshie, que tardó varios minutos en aparecer, con el rostro cansado, como si se hubiera estado preparando para lo que le esperaba.

—Lo siento, pero no puedo ir contigo —le dijo Masako.

—Lo sé —respondió Yoshie—. Ya me lo imaginaba, por eso he venido a despedirme.

—¿Tenías seguro?

—Algo.

—Cuídate —le dijo Masako.

—Tú también. Y gracias por todo —dijo Yoshie con una pequeña reverencia antes de emprender el camino por el que había venido.

Masako observó cómo la luz de su bicicleta se alejaba hacia la fábrica de automóviles. A lo lejos, la ciudad teñía el cielo con una leve luz rosácea, mientras que mucho más cerca se veía el resplandor de una vieja casa en llamas. Ésa era la salida por la que había optado Yoshie. Sin ninguna de sus dos hijas, había perdido la esperanza y, con ésta, el último motivo que la había hecho dudar. Masako se preguntó si no había sido ella la que la había empujado a hacerlo. Le había hablado del peligro que suponía Satake, y debía de haberle metido esa idea en la cabeza. Se quedó unos instantes contemplando el paisaje, incapaz de apartar los ojos de él.

Cuando finalmente subió las escaleras y entró en el vestíbulo, Komada se sorprendió al verla.

—¿No has ido con ella?

—No —respondió Masako.

Komada le pasó el quitapelusas por la espalda sin prestar atención, como si no pudiera creer que abandonara a su amiga en una situación tan crítica.

Era prácticamente la hora de empezar el turno. Masako se apresuró a entrar en la sala para buscar a Kazuo, pero no lo encontró ni con el grupo de brasileños ni en el vestuario. Consultó las fichas y averiguó que era su noche libre. Se puso los zapatos y, tras hacer caso omiso a Komada, salió por la puerta.

En un instante todo había cambiado. Ésa iba a ser la noche en cuestión. Echó a andar hacia la residencia donde vivía Kazuo.

Un poco más adelante la esperaba Satake. Giró a la izquierda, sin dejar de mirar a los seres imaginarios que parecían poblar la oscuridad. La residencia de Kazuo estaba al otro lado de los campos y las casas dispersas que la rodeaban. La ventana de Kazuo, en el primer piso, era la única luz encendida en el edificio. Masako subió la escalera metálica sin hacer ruido y llamó a la puerta. Oyó una respuesta en portugués y la puerta se abrió. Kazuo, en camiseta y vaqueros, se quedó mirándola sorprendido. Al fondo brillaba la luz de un televisor encendido.

—Masako—dijo.

—¿Estás solo?

—Sí—respondió.

Se apartó para dejarla entrar.

En el ambiente flotaba el olor a una especia que Masako no supo reconocer. Al lado de la ventana había una litera y un armario con las puertas abiertas de par en par. Encima del tatami había una pequeña mesa cuadrada. Kazuo parecía estar viendo un partido de fútbol, pero apagó el televisor y se volvió para mirarla.

—¿Quiere el dinero?

—Lo siento, no sabía que hoy era tu día libre. ¿Podemos ir a buscarlo?

—Claro —dijo escrutándola con preocupación.

Masako evitó su mirada, sacó un cigarrillo y buscó un cenicero. Kazuo también se encendió uno y dejó un cenicero con el logo de CocaCola encima de la mesa.

—Espere aquí. En seguida vuelvo.

—Gracias —dijo Masako mirando a su alrededor.

Ese pequeño apartamento le pareció el único lugar del mundo donde podía estar segura. El compañero de Kazuo debía de estar en la fábrica, puesto que la cama de abajo estaba hecha.

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