Cuando se encontraba envuelto en el calor y la contaminación de las calles, los límites entre el interior y el exterior de su cuerpo parecían difuminarse. El aire pútrido le entraba por los poros ensuciando su interior, mientras que sus sentimientos manaban de su cuerpo y fluían por las calles. En verano se sentía amenazado por la ciudad, por lo que evitaba en lo posible salir.
El retorno de esos sentimientos indicaba que la época de lluvias había terminado para dejar paso al verano. Tenía que mantenerlo fuera de su apartamento.
Satake se levantó, fue a la habitación contigua y abrió la ventana. Antes de que el humo y el ruido pudiesen entrar, se apresuró a cerrar los postigos. El interior se oscureció al instante y, aliviado, Satake volvió a sentarse sobre el tatami descolorido.
En esa habitación sólo había un armario ropero y un futón muy bien doblado, con las esquinas escrupulosamente alineadas. A excepción de la tele, parecía una celda.
En prisión, Satake no sólo había sufrido por el recuerdo de la mujer a quien había asesinado, sino también por el aire opresivo de la minúscula celda rectangular que ocupaba. Por eso, al salir de la cárcel, había evitado instalarse en un bloque moderno de hormigón, donde se habría sentido encerrado, y había optado por vivir en ese viejo edificio de madera. Por ese mismo motivo, la tele, uno de sus escasos vínculos con el mundo exterior, estaba encendida todo el día.
Satake regresó a la habitación donde estaba el televisor y volvió a sentarse sobre sus rodillas. En las ventanas del cuarto no había postigos, razón por la cual no podía impedir que la luz del sol se filtrara por las rendijas de la persiana. Bajó el volumen de la tele. Lo único que se oía era el rumor del tráfico en la avenida Yamate y el leve zumbido del aire acondicionado.
Entonces encendió un cigarrillo y miró la pantalla a través del humo, sin saber muy bien lo que veía. Daban un programa de actualidad en el que el presentador, cariacontecido, explicaba algo con la ayuda de un gráfico. Al parecer, la semana anterior habían encontrado un cadáver descuartizado en un parque. Satake se tapó la cara con las manos para evitar la intromisión del mundo exterior, pero justo entonces, como si hubiera visto su gesto, el teléfono móvil que tenía al lado empezó a sonar.
—¿Diga? —respondió Satake en voz baja al aparato que suponía otro de sus escasos vasos comunicantes con el exterior.
En los días en los que sus recuerdos amenazaban con estallar, no tenía ganas de hablar con nadie, aunque también sentía la necesidad de distraerse. Esta inquietud le ponía de mal humor. Era como los sentimientos que experimentaba respecto de la ciudad y sus callejones: no los soportaba, pero al mismo tiempo sabía que no podría vivir en otro lugar.
—Soy yo, cariño —dijo Anna.
Satake echó un vistazo a su Rolex: la una en punto. Le esperaba la rutina. Se quedó callado unos instantes, preguntándose si debía salir en un día tan caluroso.
—¿Qué pasa? —le preguntó finalmente—. ¿Quieres ir a la peluquería?
—No. Hace mucho calor. ¿Por qué no vamos a la piscina?
—¿A la piscina? ¿Ahora?
—Sí. ¡Acompáñame!
Satake recordó el olor a cloro y a bronceador. No eran los recuerdos de verano que quería evitar, pero aun así prefería no ir.
—Ya es un poco tarde, ¿no? ¿Por qué no vamos un día que no trabajes?
—Pero el domingo estará a reventar.
—Tienes razón.
—Pues claro. ¿No quieres bañarte? —insistió Anna—. Me muero de ganas.
—De acuerdo —aceptó finalmente Satake—. Ahora paso a recogerte.
Después de colgar, encendió otro cigarrillo. Alzó los ojos para mirar la pantalla muda, donde vio el rostro tenso de una mujer que debía de ser la esposa de la víctima. Satake la observó con ojos expertos: vestía ropa sencilla —camiseta gastada y vaqueros—, iba sin maquillar y con el pelo recogido, pero aun así era mucho más guapa de lo que cabía esperar. Debía de tener treinta y dos o treinta y tres años. Con un poco de maquillaje, su cara aún podría ser resultona. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue comprobar la serenidad de la que hacía gala pese a que su marido había sido asesinado. En la parte inferior de la pantalla apareció un rótulo: «Esposa de Kenji Yamamoto (víctima)», pero el nombre no le dijo nada. Había olvidado por completo que esa noche había echado a un cliente con ese mismo nombre y apellido.
Lo que más le preocupaba en ese momento era el calor agobiante que le esperaba en la calle y no tanto el presentimiento que empezaba a experimentar. Si hace años hubiera tenido la misma premonición, pensó, no habría acudido a cumplir con su trabajo, no hubiera conocido a aquella mujer y su vida hubiera sido muy diferente. Hoy Satake tenía la misma corazonada, pero no sabía por qué.
Quince minutos más tarde, Satake llegaba al parking donde dejaba el coche. A través de sus gafas de sol, los vehículos que circulaban a lo lejos se desdibujaban como en un espejismo. Su piel, acostumbrada al fresco de su apartamento, empezó a sudar al entrar en contacto con el bochorno de la calle y con los intensos rayos de sol. Mientras esperaba la llegada de su coche frente al ascensor del parking, se enjugó el sudor con el dorso de la mano. Lo primero que hizo después de cerrar la puerta y girar la llave de contacto fue poner en marcha el aire acondicionado. El volante de piel negra estaba ardiendo.
Satake se había acostumbrado a los caprichos de Anna. Un día quería que la acompañara a comprar ropa; al siguiente, le pedía que la llevara a una nueva peluquería, y al otro que le buscara un veterinario. Siempre lo mantenía ocupado, pero él comprendía que era el modo que ella había escogido para poner a prueba su cariño. «Se comporta como una niña», pensó mientras conducía con una sonrisa en los labios.
Llamó al interfono y Anna abrió de inmediato, como si hubiera estado esperándolo. Llevaba un sombrero amarillo de alas anchas y un vestido de tirantes del mismo color. Mientras pugnaba con las tiras de sus sandalias de charol negras, Anna lo miró torciendo los labios para mostrar su impaciencia.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Siempre llamas a última hora —repuso Satake abriendo la puerta de par en par y aspirando el aroma característico del piso de Anna: una mezcla de olor a perro y a cosméticos—. Bueno, ¿adónde quieres ir?
—Ya te lo he dicho, ¡a la piscina! —exclamó ella.
Salió del apartamento y se asomó a la barandilla del pasillo, como si quisiera comprobar que aún hacía un calor sofocante. Estaba ansiosa por marcharse y ni siquiera se dio cuenta del mal humor de Satake.
—Sí, pero ¿a cuál? ¿A la del Keio Plaza o a la del New Otani?
—Los hoteles son muy caros.
—¿Pues adónde vamos? —le pregunto Satake mientras se encaminaba hacia el ascensor.
A pesar de que era él quien pagaba, a Anna no le gustaba gastar el dinero sin ton ni son.
—A la piscina del barrio —respondió ella—. Con cuatrocientos yenes entramos los dos.
En efecto, la piscina del barrio era barata, pero estaría abarrotada. Aun así, a Satake le daba lo mismo. Lo único que quería era sobrevivir al calor; y si de paso podía contentar a Anna, mejor que mejor.
La piscina estaba atestada de niños y parejas jóvenes. En lo alto de las suaves gradas que la rodeaban había una hilera de árboles que proporcionaban una agradable sombra. Sentado en un banco, Satake vio a Anna salir del vestuario enfundada en un traje de baño rojo; lo saludó con la mano.
—¡Cariño! —exclamó.
Satake la observó mientras se le acercaba correteando. Excepto una piel quizá demasiado blanca para una piscina, tenía un cuerpo perfecto: las caderas y los pechos firmes, y las piernas largas. Tenía unos muslos rollizos, pero aun así la impresión general era la de una mujer esbelta.
—¿No te vas a bañar? —le preguntó al tiempo que inspiraba profundamente, como queriendo oler el cloro de la piscina.
—Me quedaré aquí mirándote.
—¿Por qué? —insistió ella tirándole del brazo—. Vamos, báñate conmigo.
—No quiero. Venga, ve tú y date prisa. Sólo tenemos una hora.
—¿Sólo una hora?
—Ya lo sabes. Después tendrás que pasar por la peluquería, ¿no?
Anna hizo un gesto de enfado, pero cambió de idea y echó a correr hacia la piscina. Antes de llegar al agua, cogió una pelota de playa y se puso a jugar a voleibol con un grupo de niñas. Satake sonrió. Era una monada. Lo único que necesitaba era estar a su lado, cuidar de ella. No podía negar que para él era un consuelo. Sin embargo, pensó Satake, ella era incapaz de aplacar el rumor del pasado que se había instalado en su cabeza con la llegada del verano. Cerró los ojos, ocultos tras unas gafas de sol.
Cuando los abrió, Anna ya no estaba jugando en el césped. La localizó al cabo de unos instantes, moviendo hacia él sus largos brazos blanquecinos en medio de la piscina de cincuenta metros, abarrotada de niños que no dejaban de gritar y de chapotear. Al comprobar que Satake la había visto, Anna echó a nadar con un estilo nada elegante. Satake la siguió con la mirada y vio cómo, al llegar al extremo donde estaba el trampolín, se le acercó un chico y se puso a hablar con ella.
Al cabo de unos minutos, Anna volvió a donde estaba Satake, con el cuerpo chorreando y el pelo recogido. El chico los miraba. Llevaba una coleta y un pendiente.
—Te está mirando.
—Sí. Hemos hablado.
—¿Quiénes?
—Me ha dicho que toca en un grupo —respondió admirada, pero volvió la mirada para no perderse la reacción de Satake.
Éste observaba las gotas de agua que resbalaban por sus brazos y piernas, saboreando su juventud y su belleza.
—¿Por qué no vas a bañarte con él? Aún tenemos tiempo.
—¿Y por qué? —le preguntó Anna decepcionada.
—Intentaba ligar contigo, ¿no?
—¿Y no te enfadas?
—Claro que no. Mientras te lo tomes como parte de tu trabajo.
—Ah, vaya —dijo como si acabara de salir de su inocente burbuja.
Tiró la toalla y se fue corriendo hasta el borde de la piscina. Al verla llegar, el chico se levantó para saludarla y echó un vistazo hacia donde estaba Satake.
Durante el camino de vuelta, Anna no parecía tener ganas de hablar.
—Te llevo a la peluquería —le anunció Satake.
—Vale. Pero no hace falta que me esperes.
—¿Por qué?
—Cogeré un taxi.
—De acuerdo. Voy a ducharme y luego me pasaré por el club.
Después de dejar a Anna en la peluquería, Satake se desvió hacia la avenida Yamate para volver a casa. El sol poniente lo deslumbró. Las puestas de sol del verano siempre le traían unos recuerdos tan intensos que le hacían estremecer. Ya en el apartamento, donde se había acumulado el calor de toda la tarde, se quedó mirando las largas sombras que los edificios de Shinjuku empezaban a proyectar sobre su calle. Le asaltó de nuevo una rabia incontrolable.
Cuando a primera hora de la noche entró en el Mika, todas las camareras se volvieron a un tiempo para saludarlo, creyendo que se trataba de un cliente. Durante unos instantes sus caras mostraron la sonrisa forzada reservada para la clientela, pero al reconocer al hombre que había entrado recuperaron su seriedad.
—Vaya, ¿qué es lo que pasa aquí? —preguntó Satake a Chin, el jefe de sala taiwanés, mientras miraba a su alrededor—. ¿Ya estamos en temporada baja?
—Aún es pronto —repuso Chin bajándose las mangas de su camisa blanca.
Satake, que prestaba mucha atención a la vestimenta de sus empleados, se dio cuenta de que Chin llevaba la pajarita torcida y los pantalones arrugados.
—¡Cuida un poco tu indumentaria! —le espetó al tiempo que le arreglaba la pajarita.
—Lo siento —murmuró Chin.
Al ver que Satake estaba de mal humor, Reika salió de la cocina. Llevaba un vestido negro y un collar de perlas, como si fuera a un funeral, pensó Satake contrariado.
—Buenas noches, Satake —lo saludó—. Con el calor, cuesta más arrancar.
—¿Cómo que cuesta arrancar? ¿Acaso has telefoneado a algún cliente? ¡No hay ni un solo oficinista! —exclamó Satake mirando a la sala antes de posar su mirada en uno de los jarrones—. ¡Y cambia las flores de una puñetera vez!
Por regla general intentaba pasar desapercibido en sus negocios, pero esa noche era distinto. Sorprendido por la mirada enojada de Satake, Chin se apresuró a cambiar las flores del jarrón de campanillas malvas que tenía más cerca. Las camareras contemplaron la escena en silencio.
—¡Venga, chicas! ¡Algunos clientes han dicho que vendrían más tarde! —intervino Reika para intentar calmarlo.
—No puedes llevar el negocio así, creyendo lo que te dicen y quedándote de brazos cruzados. ¡Hay que salir a la calle y pescarlos!
—Así lo haré —respondió Reika sonriendo con amabilidad, aunque era evidente que no estaba dispuesta a soportar el calor que hacía en la calle.
Satake contuvo el mal humor y volvió a mirar a su alrededor. Tenía la sensación de que faltaba algo, y finalmente cayó en la cuenta de qué se trataba.
—¿Y Anna?—preguntó.
—Hoy no viene.
—¿Por qué?
—Ha llamado antes diciendo que le había tocado demasiado el sol en la piscina y que no se encontraba bien.
—Pues vaya. Dentro de un rato volveré para ver cómo va todo.
—De acuerdo —dijo Reika aliviada.
El ambiente en la sala también se relajó. Satake salió del Mika refunfuñando.
Una vez en el pasillo, lo envolvió el aire sofocante del barrio de Kabukicho. A pesar de que el sol ya se había puesto, el calor y la humedad no disminuían, y la ciudad entera parecía inmersa en un baño de vapor. El calor estaba atrapado en el interior, como si se acumulara bajo una piel mugrienta y con los poros taponados. Satake suspiró profundamente y subió la escalera más despacio de lo que solía. El Mika había empezado a decaer. Debía hacer algo al respecto.
Tras abrir la puerta del Amusement Park, Kunimatsu se acercó a darle la bienvenida. Al ver a unos cuantos oficinistas sentados a una mesa, Satake se calmó un poco.
—Buenas noches, Satake —le saludó Kunimatsu—. Hoy viene pronto —añadió al tiempo que estudiaba su indumentaria.
Se apreciaban unas manchas de sudor en su americana plateada.
Al detectar la mirada inquisitiva de Kunimatsu, Satake se quitó la americana, pero la camisa de seda negra que llevaba debajo también estaba empapada en sudor y se le pegaba a los pectorales.