Con la cara encendida por la ira, cayó en la cuenta de que Kenji se había enamorado de una mujer del club de ese hombre.
—¿Qué pasa? —preguntó Sato al percibir su cambio de expresión—. ¿Se ha acordado de algo?
—Mi marido tuvo la mala suerte de entrar a su local.
—Vaya... —murmuró él—. Veo que no sabe a qué se dedicaba cuando salía por ahí. ¿Alguna vez se ha preguntado cómo lo veía la gente? ¿Alguna vez se ha planteado que también usted era responsable de sus actos? Debe de ser muy cómodo adoptar el papel de pobre esposa despistada...
—¡Basta! —gritó de nuevo Yayoi tapándose los oídos ante el torrente de acusaciones envenenadas que vomitaba aquella boca.
—Ya se lo he dicho antes: si grita de ese modo los vecinos se enterarán de todo. Aunque, bien mirado, corren muchos rumores respecto a usted. Al menos podría pensar en el futuro de sus hijos.
—¿Por qué sabe el nombre de Takashi? —preguntó ella bajando la voz.
Al parecer, el veneno empezaba a surtir efecto.
—¿Aún no lo pilla? —preguntó él con cara de pena.
—¿Se lo ha dicho Yoko? —preguntó mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Me ha traicionado.
—¿Traicionado? —repitió Sato—. Era su trabajo.
¿Su trabajo? Entonces, ¿todo había sido mentira? Yayoi recordó cómo Masako la había alertado sobre Yoko desde el principio. Era una ingenua, pensó mientras derramaba lágrimas de autocompasión.
—Ya es un poco tarde para echarse a llorar —dijo Sato en voz baja.
—Pero... —objetó Yayoi.
—¡Nada de peros! —gritó Sato. Yayoi levantó la cabeza—. También sé que pidió ayuda a sus compañeras para descuartizar el cadáver.
Yayoi bajó los ojos y se miró las manos. Había sido una estúpida al creer que podía romper con el pasado con sólo deshacerse de su alianza de boda. El verdadero final era ése, e iba a acabar con todas ellas.
—Es una lástima cómo ha ido todo, ¿verdad? —prosiguió Sato con una sonrisa—. Seguro que hubiera preferido que me cayera la pena de muerte, ¿no es así?
—Voy a llamar a la policía, se lo contaré todo.
—No sea ingenua —dijo a la par que se llevaba una mano al cuello para aflojarse el nudo de la corbata—. Y deje de pensar sólo en usted.
La seda gris, ribeteada con una fina franja marrón, le recordó una piel de lagarto. Si decidía estrangularlo, ¿babearía como Kenji? Incapaz de soportar esa imagen, cerró los ojos y empezó a temblar de pies a cabeza.
—Señora Yamamoto —continuó Sato levantándose y rodeando la mesa hasta llegar a su lado. Yayoi se encogió en la silla, incapaz de responder—. Señora Yamamoto —repitió Sato.
—¿Qué quiere? —preguntó mientras levantaba la vista, aterrorizada.
Él consultó la hora en su reloj.
—Tenemos que darnos prisa, los bancos están a punto de cerrar.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Yayoi, aunque al mirarlo comprendió sus planes—. ¿Quiere mi dinero?
—Exacto.
—No puedo dárselo. Lo necesito para poder vivir.
—Es lo único con lo que puede pagarme.
—¡No quiero!
—¿Cómo que no quiere? ¿Prefiere que le parta el cuello? —le preguntó Sato con suavidad, rodeándole la garganta con los dedos.
Yayoi se quedó inmóvil, como un gato agarrado por el pescuezo.
—¡Basta, por favor! —le suplicó entre sollozos.
—¿Con qué me quedo? ¿Con su cuello o con el dinero?
El miedo le había paralizado el cuerpo, pero su cabeza asintió varias veces. Se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control sobre su vejiga.
—Llame al banco y dígales que su padre ha muerto repentinamente y que necesita sacar el dinero. Que estará allí dentro de unos minutos con su hermano.
—De acuerdo —murmuró ella.
Sato la tenía agarrada del cuello mientras hablaba por teléfono.
—Muy bien —dijo liberándola—. Ahora, cámbiese.
—¿Que me cambie?
—Pues claro, imbécil. ¿Cómo quiere que la crean si va al banco vestida así? —preguntó Sato mirando despectivamente su desaliñado jersey y su vieja falda—. Creerán que va a pedir un préstamo —añadió mientras la sujetaba del brazo y la arrancaba de la silla.
—¿Qué quiere que haga? —susurró sin dejar de temblar.
Se había orinado y tenía la falda mojada, pero olvidó la dignidad, el amor propio e incluso el miedo, y echó a andar mecánicamente hacia el dormitorio.
—Abra el armario —le indicó Sato.
Yayoi obedeció y descorrió la frágil puerta contrachapada.
—Escoja.
—¿Qué escojo?
—Un traje o un vestido. Algo formal.
—No tengo nada. Lo siento —se disculpó Yayoi entre sollozos—. No tengo nada formal.
Además de presentarse en su casa sin avisar, ese desgraciado la había obligado a abrir su armario y a disculparse por no tener la ropa adecuada.
—Qué triste —dijo Sato mirando el armario, que sólo contenía trajes y abrigos de Kenji—. Vaya, pero si tiene un vestido de luto.
—¿Quiere que me lo ponga?
Yayoi cogió la bolsa de la tintorería que protegía el vestido negro de verano que se había puesto para el velatorio de Kenji y que su madre le había comprado al comprobar que no tenía nada apropiado para la ocasión. Para el funeral había alquilado un quimono.
—Perfecto —dijo Sato—. Si la ven vestida de negro la compadecerán y no pondrán ningún problema.
—Pero es un vestido de verano.
—¿Qué más da?
Media hora después, Yayoi y Sato entraban en la sala privada de la sucursal de un banco cercano a la estación de Tachikawa.
—¿Quiere retirar los cincuenta millones? —le preguntó el director de la oficina intentando hacerle cambiar de idea.
Yayoi no respondió, y se limitó a asentir con la cabeza sin levantar los ojos del suelo, tal como le había indicado Sato.
—Nuestro padre ha muerto repentinamente y tenemos prisa —explicó Sato, que se hacía pasar por el hermano de Yayoi.
El banco no podía rechazar su demanda, pero aun así el director intentaba encontrar el modo de impedir la operación.
—¿Y si hacemos una transferencia a otro banco? —dijo—. Es peligroso ir por la calle con esa cantidad de dinero.
—Por eso la acompaño —respondió Sato.
—Ya...
El director miró a Yayoi, hundida en el sofá y ajena a la negociación, y decidió no insistir. Al cabo de escasos minutos, apareció un empleado con el dinero y lo dejó encima de la mesa. Sato introdujo los fajos de billetes en un sobre que le proporcionó el banco, y lo guardó en una bolsa de nailon que había traído.
—Gracias —dijo al tiempo que cogía a Yayoi del brazo y se ponía de pie. Yayoi se levantó como un robot, pero su cuerpo estaba flácido y estuvo a punto de caerse. Sato la cogió por la espalda y la ayudó a enderezarse—. ¿Qué te pasa, Yayoi? Nos esperan en el velatorio.
Su actuación fue convincente. Yayoi se dejó llevar hasta la salida. Cuando por fin se encontraron a solas en la calle, Sato la empujó y ella fue tambaleándose hacia atrás, hasta que pudo agarrarse a una barandilla. Sato paró un taxi y, antes de subirse, se volvió para mirarla.
—¡Eh! ¿Lo has entendido?
—Sí—respondió ella, asintiendo mansamente con la cabeza.
Yayoi miró cómo el taxi desaparecía... con sus cincuenta millones. El regalo inesperado de Kenji le había durado un suspiro.
Sin embargo, el shock de perder el dinero fue aún más intenso al tener que tratar con alguien tan horrible como Sato. No obstante, se sentía aliviada por haber sobrevivido al encuentro. Cuando Sato la cogió por el cuello, Yayoi pensó que la iba a matar.
A decir verdad, subestimaba a los hombres. La mayoría no eran más que bestias crueles y despiadadas.
Exhausta, alzó la cabeza para mirar el reloj de la estación. Eran las dos y media. Como había salido de casa sin abrigo, tenía frío. Mientras se abrazaba por encima del fino vestido de verano, decidió no contarle nada de lo sucedido a Masako. Desde la discusión en la fábrica, no podía soportar su mirada acusadora.
Sin embargo, se sentía desorientada: se había quedado sin dinero, sin trabajo y sin sus compañeras de la fábrica. No tenía ni idea de qué hacer o adonde ir. Empezó a andar sin rumbo por la estación de Tachikawa.
Al cabo de unos minutos cayó en la cuenta de que, para bien o para mal, Kenji había orientado su vida: la salud de Kenji, el humor de Kenji, el sueldo de Kenji... Había vivido pendiente de él. Le entraron ganas de reír. Al final, había sido ella la que había decidido cuándo poner fin a su vida.
Al atardecer, Takashi volvió del jardín, donde había estado jugando, y al ver a su madre abatida alargó una mano hacia ella.
—Mamá, se te ha caído esto.
—¡Oh! —exclamó Yayoi al ver el anillo que había tirado esa misma mañana.
Estaba un poco rayado, pero por lo demás seguía intacto.
—Es importante, ¿verdad? Es una suerte que lo haya encontrado.
—Gracias —respondió Yayoi al tiempo que se ponía el anillo en el dedo.
Recordó las palabras de Masako: «No volverás a estar a salvo en todo lo que te resta de vida». Tenía razón. No estaba a salvo. Jamás lo estaría. Al ver que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, Takashi la miró contento.
—Qué bien que lo haya encontrado, ¿verdad, mamá?
Masako se quedó paralizada.
De hecho, lo que realmente se le había paralizado fue su capacidad de pensar con claridad. Sus funciones motrices seguían funcionando con normalidad. Dispuso el Corolla en diagonal delante de su plaza de aparcamiento y, tras dar marcha atrás, lo aparcó como solía hacerlo. Incluso realizó la maniobra con más soltura de lo habitual, pero una vez hubo aparcado y echado el freno de mano, se quedó sentada al volante, mirando hacia abajo e intentando controlar su respiración. No quería mirar hacia la plaza de al lado, donde se encontraba el Golf verde de Kuniko.
Yoshie y ella eran las únicas personas de la fábrica que sabían que Kuniko había muerto. Sin embargo, ahí estaba su coche, aparcado en el lugar habitual, como si hubiera acudido al trabajo. La plaza había estado vacía durante los últimos días, de modo que quien lo había traído hasta ahí no podía ser sino Satake o alguien relacionado con su muerte. Y sólo podía tener un objetivo: como Yoshie iba en bicicleta y nunca entraba en el parking, el vehículo estaba ahí para asustarla a ella.
Satake debía de estar cerca. Pensó si no sería mejor dar la vuelta e irse por donde había venido. Presa de rabia y angustia, dudó unos instantes antes de abandonar la seguridad del coche y adentrarse en la oscuridad del parking.
Sin embargo, esa noche no estaba sola. En la entrada había aparcados dos de los camiones que distribuían las cajas de comida en los supermercados, y sus conductores, ataviados con el mismo gorro y uniforme blanco que los empleados de la cadena, estaban frente a la garita, fumando y charlando animadamente con el guardia. De vez en cuando le llegaban sus carcajadas.
Masako se armó de coraje, salió del coche y rodeó con lentitud el Golf de Kuniko. Estaba aparcado de cualquier manera, exactamente del mismo modo en que lo dejaba ella, atravesado hacia la derecha y con las ruedas delanteras giradas. Era como si estuviera viva y fuera a encontrarla en la sala de descanso de la fábrica. Sin embargo, le había seccionado el cuello con sus propias manos. Se miró las palmas para convencerse, pero en seguida alzó los ojos avergonzada por lo absurdo de la situación.
Era evidente que había estudiado todos los movimientos de Kuniko. De ser así, era probable que también estuviera observándola a ella. Al pensar en la atención y en la tenacidad de Satake, notó que se le formaba un nudo en el estómago. En esta ocasión, no fue sólo su cerebro sino también su cuerpo el que se quedó paralizado por el miedo. Sus piernas no le respondían, y se quedó inmóvil en medio del parking, desesperada por su reacción.
En ese momento, el guardia dejó de hablar con los transportistas y se volvió para saludarla con una sonrisa. Como la noche anterior había rechazado su compañía, su gesto podía tomarse como una broma.
—Buenas noches —le dijo él.
Como si de un lubricante se tratara, al oír esas palabras Masako echó a andar de nuevo y se acercó al grupo.
—¿Ha visto quién conducía ese coche? —preguntó.
—¿Cuál? —inquirió el guardia.
—El Golf verde —explicó ella con la voz quebrada.
—Vamos a ver —dijo el guardia cogiendo la lista de matrículas que tenía en la garita—. Es de Kuniko Jonouchi, del turno de noche, de modo que... —le informó enfocando la página con su linterna.
Masako lo interrumpió, molesta por escuchar una información que ya sabía.
—¿No dice nada de que dejara el trabajo?
—Ah, sí, es verdad. Hace seis días. Qué raro —dijo entrecerrando los ojos y mirando la hoja—. Habrá venido a buscar algo —añadió mientras echaba un vistazo al coche.
—¿Sabe a qué hora ha llegado?
—Ni idea —dijo mirando a los transportistas—. No la he visto llegar. Y eso que empiezo el turno a las siete.
—Creo que anoche ya estaba —dijo uno de los transportistas mientras con una mano se aguantaba la máscara a la altura de la barbilla para poder fumar.
—No estaba —aseguró Masako.
—¿Ah, no? —repuso el camionero con evidente fastidio al ser contradicho—. Si usted lo dice...
Sólo habían pasado tres días desde que había descuartizado el cadáver de Kuniko y, al igual que sus dedos agrietados, sus nervios crispados reaccionaban mal al entrar en contacto con el aire frío. Intentó controlar el miedo que le hacía temblar y aceptar la nueva situación. Sin embargo, la aparición del coche de Kuniko era tan desconcertante que le costaba distinguir entre sueño y realidad.
—¿Por qué está tan interesada en ese coche? —le preguntó el otro camionero al ver que se quedaba callada.
—Porque su propietaria ha dejado el trabajo —respondió ella mirando al grupo—. ¿No han visto quién lo conducía?
—No —respondió el guardia con la vista clavada de nuevo en su hoja—. De hecho, tampoco lo hemos visto llegar.
—Gracias de todos modos.
Masako emprendió el oscuro camino que llevaba a la fábrica, pero apenas había dado unos pasos sintió una mano cálida y pesada en el hombro.
—¿Quiere que la acompañe?
Masako se volvió y encontró al guardia plantado detrás de ella. El nombre que figuraba en su placa identificativa era Sato.
—Está pálida—añadió él.