—¿Masako Katori? —preguntó Satake con un ligero temblor en la voz que denotaba alegría.
Parecía como si hubiera estado esperando ese momento.
—Yo misma.
—¿Qué se siente al descuartizar un cadáver?
—¿Por qué nos persigue?
—La persigo a usted.
—¿Por qué?
—Porque es una insolente. Voy a enseñarle cómo funciona el mundo.
—Ocúpese de sus propios asuntos.
Satake soltó una carcajada.
—Usted será la siguiente. Dígale a Jumonji que le ha adelantado.
La voz le resultaba familiar. Justo cuando empezaba a rebuscar entre sus recuerdos, la llamada se cortó.
La voz seguía en su cabeza. La había escuchado no hacía mucho. Se levantó del sofá, cogió la chaqueta y el bolso y salió de casa. El motor del Corolla aún estaba caliente.
Estaba segura de que lo había visto varias veces, pero necesitaba asegurarse. Buscaría una confirmación mientras él estuviera durmiendo.
Si el guardia que se hacía llamar Sato era Satake, todo encajaba. Habría podido encontrar a Kuniko en el parking y entablar conversación con ella acompañándola hasta la fábrica. Además, su puesto también le habría permitido observarla a ella.
Masako recordó cómo su linterna se había paseado por su rostro en su primer encuentro; la hostilidad manifiesta de sus ojos cuando ella se había girado para enfrentarse a él; la presión de su mano sobre su hombro la noche anterior... Una serie de pequeños detalles que en su momento calificó de extraños.
No había duda. Sin embargo, era consciente de que esa confianza podía convertirse en pánico y obligarla a huir. Pero no iba a conformarse con eso. Antes de escapar, deseaba verlo muerto, si bien no estaba segura de tener las agallas suficientes para hacerlo. En todo caso, no quería terminar como Kuniko. Su cuerpo se tensó, y pisó el acelerador con tanta fuerza que estuvo a punto de empotrarse contra el camión que circulaba delante de su automóvil.
El guardia que se hacía llamar Sato era Satake. El recuerdo de sus ojos oscuros le trajo a la memoria el sueño que había tenido varias semanas atrás y en el que se había excitado al sentir la presencia de alguien estrangulándola. Lo sabía, había sido una premonición, y tuvo la extraña sensación de que si él llegaba a ponerle las manos encima, ella cedería. La noche anterior, en ese camino mal iluminado, había sentido una especie de corriente que fluía entre ambos. Incluso en ese momento había sabido, de algún modo, que Sato era Satake.
Mientras circulaba con lentitud entre el denso tráfico de primera hora de la mañana, dejó que sus pensamientos afloraran con libertad, revisando los últimos meses y proyectándose hacia el futuro. ¿Era ella la perseguidora o la perseguida? ¿Iba a ser el verdugo o la víctima? «Porque es una insolente», le había dicho. No podía permitir que se saliera con la suya. Llena de rabia, cayó en la cuenta de que estaba en guerra con Satake.
Hizo el trayecto acostumbrado para volver a la fábrica. Al llegar, el parking estaba casi al completo con los coches de los empleados del turno de día. Eran las ocho y media. El turno empezaba a las nueve, de modo que aún podían llegar más vehículos. Dejó el Corolla en el camino que llevaba a la fábrica abandonada y fue andando hasta la garita del guardia. Satake había sido relevado por un hombre mayor con gafas. Cuando Masako se acercó, lo encontró leyendo el periódico, con las hojas dobladas y casi pegadas a la cara.
—Buenos días —dijo ella. Él alzó los ojos para mirar su cara exhausta a través de sus gafas—. Trabajo en el turno de noche, y me preguntaba si podría darme la dirección del guardia que está aquí a esa hora... Creo que se llama Sato.
—Sí, me suena, pero no lo conozco. Yo empiezo a las seis de la mañana. Pero puede preguntarlo en la oficina.
—¿Quiere decir la oficina de la fábrica?
—No, pertenecemos a otra empresa. Llame a este número —le dijo entregándole una tarjeta donde se leía: «Yamato, Servicios de Seguridad».
—Gracias —dijo Masako mientras se la guardaba en el bolsillo de sus vaqueros.
—¿Por qué necesita su dirección? —inquirió el hombre con una sonrisa.
—Quiero pedirle una cita —respondió Masako muy seria.
El hombre soltó una risotada y la miró de arriba abajo. Masako sabía que su rostro reflejaba una expresión resuelta y adusta, muy alejada de cualquier tipo de romanticismo, pero el hombre debió de ver algo bien diferente.
—Quién pudiera ser joven.
«¿Joven?», se sorprendió Masako sonriendo irónicamente.
—¿Cree que accederán a darme su dirección?
—Si les dice eso, no le quepa duda —respondió, y volvió a ocultarse tras su periódico.
De vuelta al coche, Masako marcó el número de la empresa con el teléfono de Jumonji.
—Yamato, ¿diga? —respondió un hombre mayor, con voz relajada.
—Me llamo Kuniko Jonouchi y trabajo en la fábrica de Miyoshi Foods. El guardia del turno de noche, Sato, encontró algo que yo había perdido, y querría enviarle un obsequio como muestra de agradecimiento.
—Vaya.
—¿Podría darme su dirección?
—¿La de aquí o la particular?
—La particular, si no le importa.
—Un momento.
Masako quedó sorprendida por el trato informal de la empresa, como si todos los empleados fueran prejubilados. No tenía nada que ver con las empresas de seguridad que solían transportar el dinero del banco donde había trabajado antes.
—Se llama Yoshio Sato —le anunció el hombre al cabo de unos segundos—. Vive en el apartamento 412 del Complejo Municipal Tama, en el barrio de Kodaira.
—Muchas gracias.
Después de colgar, subió la calefacción del coche. Había sentido un escalofrío. No se le había ocurrido que Satake pudiera vivir en el mismo edificio que Kuniko. Debía de haber planeado su trampa con tiempo, con sumo cuidado. De nuevo, su atención por los detalles la asombró y la horrorizó. Eran como peces atraídos hacia las redes que había desplegado hacía tiempo. Kuniko había sido la primera, pero ahora era su turno. Al recibir el chorro de aire caliente de la calefacción la frente se le perló de sudor; al secársela con la mano notó que se trataba de un sudor frío.
De repente pensó en Yayoi. No sabía nada de ella desde que discutieron en la fábrica, y se preguntaba si no le ocultaría algo. Marcó su número.
—Yamamoto, ¿diga? —le oyó decir con voz afectada.
—Soy yo.
—¿Masako? ¡Cuánto tiempo!
—¿Todo va bien?
—Sí. Los niños están en la guardería, todo está tranquilo. —En contraste con el tono tenso de Masako, parecía relajada—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Me alegro.
—Por cierto, he decidido irme a vivir con mis padres.
—Buena idea.
—¿Qué tal estás tú? ¿Y la Maestra?
—Hace días que no viene a trabajar.
—¿De veras? Qué raro. ¿Y Kuniko?
—Ha muerto.
Yayoi soltó un pequeño grito y guardó silencio. Masako esperó.
—¿La han asesinado? —preguntó Yayoi.
—¿Por qué lo dices?
—No sé, un presentimiento...
Masako intuía que le ocultaba algo.
—Ha muerto.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
—¿Cómo murió?
—No tengo ni idea. He visto su cadáver —explicó; aunque decidió no mencionar las marcas de cuerda en el cuello.
—¿Has visto su cadáver? —preguntó Yayoi intrigada.
—Sí.
—Masako —dijo, presa del pánico—, ¿qué está sucediendo? ¿Y por qué?
—Creo que hemos despertado a un monstruo terrible de su letargo.
—¿Quieres decir que fue él quien la mató?
Además de mencionar de nuevo el asesinato, había relacionado inmediatamente el monstruo con Satake. Masako se reafirmó en su intuición.
—Entonces, ¿sabes quién es? —le preguntó. Yayoi no respondió. Se oía el rumor de un televisor encendido—. Si te ha pasado algo tienes que contármelo. Nuestra vida puede depender de ello. ¿No lo entiendes?
Su voz irritada retumbaba dentro del coche. Mientras esperaba la respuesta de Yayoi, miró desesperadamente el cenicero desbordante de colillas.
—No —respondió Yayoi—. No ha pasado nada.
—Bueno, pues me alegro. Ten cuidado...
—Masako —dijo Yayoi interrumpiéndola—, ¿crees que es culpa mía?
—No.
—¿De veras?
—De veras.
Masako colgó. Nunca le había echado la culpa a Yayoi. En todo caso, se acusaba a sí misma. Sin embargo, no tenía la menor intención de disculparse ante sus compañeras ni sentía el más mínimo arrepentimiento por cómo había llevado el asunto. Lo único que le preocupaba era que alguien bloqueaba su salida; y ella sólo quería encontrar la manera de franquearla. Sabía que, aunque hiciera partícipes a sus compañeras de sus planes, ninguna la secundaría; de todos modos, tampoco quería compañía.
Bajó los ojos para mirar sus huesudas manos, la única fuente de consuelo que le quedaba. Se las llevó poco a poco a la cara y recordó que ella era la única persona en quien podía confiar. Nadie más. Recordó lo sola que se había sentido al darse cuenta de ello, un día de verano, en el bosque, mientras visitaba el lugar donde había enterrado la cabeza de Kenji.
La temperatura en el coche había ido en aumento y el aire se había enrarecido. Se sintió somnolienta y cerró los ojos sin parar el motor.
Cuando despertó, media hora después, nada había cambiado: ante ella, el solitario camino que llevaba a la fábrica. La hierba que crecía a ambos lados estaba chamuscada por las heladas nocturnas. Desde donde se hallaba sentada veía la cubierta de hormigón que Kazuo había destapado, que seguía abierta, como una tumba profanada. Dentro de diez horas, Satake pasaría por ese camino, uniformado, como si tal cosa.
La estación de Higashi Yamato estaba vacía, como siempre. En un solar cercano, lleno de malezas, se alzaban remolinos de polvo.
Un grupo de escolares vestidos con colores chillones hacían cola ante la pista de patinaje. Masako aparcó detrás de la estación, dejó al grupo de niños atrás, y avanzó rápidamente por la calle hasta adentrarse en un callejón lleno de bares cerrados. El aire era frío y olía a basura. Masako aceleró ante el temor de llegar tarde.
Llegó a un pequeño restaurante de sushi con el cartel de cerrado en la puerta y subió la endeble escalera que llevaba al Million Consumers Center. Al llegar al final del pasillo, pegó una oreja a la puerta de contrachapado. Al principio no oyó nada, pero tras unos segundos pudo distinguir los pasos de alguien en el interior.
—Jumonji—dijo—. Abre. Soy Masako.
Al cabo de unos instantes, Jumonji abrió la puerta con la misma expresión en el rostro que le había visto a primera hora de la mañana, aunque ahora estaba impregnado de sudor, tal vez por las prisas en terminar los preparativos. Los cajones de las mesas y del archivador estaban abiertos. Tratándose de Jumonji, seguro que estaba buscando algo valioso que llevarse antes de que llegaran sus empleados.
—Ah, es usted—dijo él.
—Lo siento. ¿Te he asustado? —preguntó Masako. Él esbozó una incómoda sonrisa pero no respondió. Era raro que no hubiera nadie más en la oficina—. ¿Tus empleados te han abandonado?
—Uno de ellos vendrá por la tarde, pero va a llevarse una buena sorpresa —dijo sonriendo de nuevo y acompañándola a su mesa—. ¿Qué sucede? Creía que no volvería a verla.
—Me alegro de encontrarte. De hecho, querría que me informaras sobre el crédito de Kuniko. Antes de concedérselo, hiciste algunas averiguaciones, ¿verdad?
—Sí, claro —respondió—. ¿Por qué lo dice?
Masako observó su rostro agotado.
—Sé quién es Satake —anunció.
—¿Quién? —preguntó Jumonji abriendo los ojos.
—Un guardia de seguridad que se hace llamar Sato y trabaja en el parking de la fábrica.
—¡Diablos! —exclamó Jumonji, sorprendido porque Satake hubiera llegado a ese extremo o quizá porque Masako lo hubiera descubierto—. ¿Está segura?
—Y no sólo eso —prosiguió Masako—. Ha estado viviendo en el mismo bloque de Kuniko.
—En Adachi conocí a muchos chiflados, pero ninguno como éste —murmuró al recordar al tipo que había visto la noche en la que había recogido el cadáver de Kuniko—. Éste es peor.
Mientras Jumonji se frotaba las comisuras de los labios, como si quisiera limpiarse algo pegajoso, Masako echó un vistazo a la oficina casi vacía.
—Parece que el negocio no va muy bien.
—Más que no ir muy bien, está a punto de cerrar —admitió Jumonji—. De todos modos, el expediente de Kuniko debe de estar por ahí. Puede buscarlo usted misma, pero aún no sé muy bien qué pretende.
Masako buscó el apartado de la «J» en el cajón. Tal como había imaginado, había pocos clientes: sólo tres. Cogió los documentos de Kuniko y ojeó el cuestionario, cumplimentado con la mala letra de Jumonji, en busca de posibles créditos impagados.
—¿Qué quiere hacer? —inquirió Jumonji con curiosidad mientras se quitaba la chaqueta de gamuza y se quedaba sólo con un jersey negro.
—Estoy buscando algo que me pueda ser útil.
—¿Para qué? —Para tocar las narices a Satake.
—Ni lo sueñe —le advirtió Jumonji en voz baja—. Es mejor que huyamos.
Masako examinó la foto de Kuniko en la fotocopia de su carnet de conducir. Iba muy maquillada, y su rostro se veía apagado y amarillento.
—¿Jumonji?
—¿Qué?
—¿Cómo te declaras en bancarrota?
—Es muy fácil —dijo él—. Sólo hay que comparecer ante el juez.
—Supongo que no podríamos encontrar a nadie que se hiciera pasar por Kuniko —dijo señalando la foto.
Aunque lograran convencerla, Yayoi no se parecía en nada, y además no tenían tiempo.
—¿Qué está tramando? —le preguntó Jumonji mirándola directamente a la cara.
—Kuniko podría haberse declarado en quiebra y haber puesto a Satake como consignatario.
—Buena idea —dijo él con una risa nerviosa—. Aunque no podamos fingir la quiebra, podemos hacerlo consignatario e informar a los acreedores de que Kuniko se ha fugado. Hoy en día es posible hacerlo todo por teléfono. Puedo llamar a unos colegas. Conozco a algunos capaces de cualquier cosa con tal de ganar algún dinero.
—¿Puedes decirles por teléfono que Satake es el consignatario?
—Sí. Ni siquiera es necesario un contrato. Sin embargo, hay un inconveniente: él no es responsable de los pagos, pero aun así pueden acosarle hasta que alguien pague.