—Tienes razón.
—¿Piensas meterlo ahí? —preguntó Soga señalando el Cima.
—¿Dónde si no?
—¡Uf! ¡Qué asco! —exclamó Soga con una mueca.
La primera vez, el chico rubio y el de la cabeza rapada le habían traído el cadáver y el dinero, y Soga se había limitado a organizado todo por teléfono. Jumonji se había molestado porque cobrara dos millones sólo por eso.
—No es más que una parte del trabajo.
—Bueno, tú sabrás —le dijo Soga, tras darle un golpecito en el hombro.
En ese momento vieron los faros de una furgoneta que se les acercaba desde el otro lado. Por un instante a Jumonji le pareció que se trataba de un animal a punto de embestirlos.
—Es él —dijo Soga.
Apagó el cigarrillo contra la verja y le dio la colilla al chico teñido de rubio.
—¿Qué hago con esto? —preguntó el joven.
—No podemos dejar ninguna prueba aquí, imbécil. Cómetela.
—¿Me la como?
—Guárdala donde quieras, estúpido.
El chico se apresuró a meter la colilla en el bolsillo de su chaqueta. Jumonji tragó saliva. Había dejado de tener frío.
La furgoneta se detuvo frente a ellos, pero los faros siguieron encendidos, impidiéndoles ver la matrícula. La puerta del conductor se abrió y salió un hombre. Iba solo. Era alto y fornido, y vestía de forma sencilla: pantalones de trabajo y una cazadora. Su gorra le tapaba la cara. Sin embargo, al verlo, a Jumonji se le puso la carne de gallina.
—Soy Soga, de los Toyosumi —se presentó Soga.
—¿Qué hace aquí tanta gente? —murmuró el hombre.
—Lo siento. Como no ha venido por la vía normal... ¿Podría decirnos cómo se ha enterado de nuestro servicio?
—¿Acaso importa?
—Sí.
—No insista —dijo el hombre al tiempo que sacaba un sobre del bolsillo de su cazadora y se lo alargaba.
Soga lo cogió y comprobó el contenido. Jumonji miró por encima de su hombro y vio varios fajos de billetes de diez mil. Después de contar el dinero, Soga asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo—. Adelante.
El hombre abrió la puerta de la furgoneta. En el interior había un bulto con forma humana envuelto en una manta. Era un cuerpo bajo y grueso. Una mujer, pensó Jumonji paralizado. Nunca había contemplado esa posibilidad.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —le preguntó el hombre con sorna al tiempo que tiraba del cadáver para sacarlo.
Los chicos de Soga se acercaron para ayudar, pero el hombre dejó caer el cadáver sobre el asfalto y cerró la puerta. Sin volverse, se subió a la furgoneta, dio marcha atrás, y se fue por donde había venido. El sonido del motor resonó por la calle durante unos segundos hasta desaparecer. Todo fue visto y no visto.
—Menudo mal rollo —comentó Jumonji.
—¿Qué esperas de un asesino? —repuso Soga con una sonrisa.
¿Realmente la habría matado él?, se preguntó Jumonji mientras miraba el cuerpo rechoncho envuelto en una manta y atado con una cuerda.
—¿Por qué se ha ido dando marcha atrás?
—Para que no viéramos la matrícula, imbécil —respondió Soga—. Y para asegurarse de que no le seguimos.
Jumonji empezó a temblar al darse cuenta del lío en que se había metido. Debía haberlo imaginado al ver la furgoneta.
Soga abrió el sobre, cogió tres fajos y le dio el resto a Jumonji.
—Toma —le dijo—. Todo tuyo.
Jumonji se guardó el sobre en el bolsillo y observó a los esbirros de Soga mientras introducían el bulto en el maletero del Cima.
—Es una mujer, ¿verdad? —preguntó como si se tratara de un trasto viejo.
—Eso parece —coincidió Soga volviéndose hacia él—. Igual es una colegiala.
—No digas eso —respondió Jumonji, que sintió un escalofrío, provocado en parte por el aire helado del amanecer.
Los esbirros cerraron el maletero con un fuerte golpe y se alejaron del coche olisqueando y frotándose las manos, como si acabaran de tocar algo sucio.
—Nos vamos —dijo Soga, y le dio un golpecito en el hombro—. Que te vaya bien.
—Soga —dijo Jumonji mirándolo a los ojos.
No quería quedarse solo. Soga se lamió los labios inquieto.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?
—No.
—No la cagues, ¿me oyes? Hay mucho en juego.
El chico rapado había abierto la puerta del Gloria y esperaba a Soga. Éste se subió al coche y le hizo una señal para que arrancara. A los pocos segundos, Soga y sus muchachos desaparecieron por donde habían venido, como si huyeran del escenario de un crimen. Jumonji se quedó en la calle, a oscuras. Tras vencer las ganas de salir corriendo, entró en el Cima y arrancó. Era la primera vez en su vida que tenía tanto miedo.
Cuando llevaba unos minutos conduciendo por las calles de la ciudad, se dio cuenta de que no temía tanto al cadáver que llevaba en el maletero como al hombre que se lo había entregado.
Finalmente, Masako dejó atrás el resfriado.
Al mirarse en el espejo vio un rostro pálido, pero sin los signos de embotamiento en los ojos y la nariz que le habían causado tantas molestias durante toda la semana. Pensó que era una ironía que se hubiera recuperado para cumplir ese encargo.
Por suerte, Yoshiki se había ido a la oficina a la hora habitual, y Nobuki también había salido a primera hora. Desde su última conversación, Yoshiki parecía más propenso a encerrarse en su cuarto. Como Masako le había anunciado su intención de irse, hacía lo posible para reforzar sus defensas y no sentirse herido. Parecían estar separados pese a vivir bajo el mismo techo, si bien la situación no la entristecía. Por su parte, Nobuki había empezado a comunicarse de nuevo y, aunque sus preguntas se limitaban a asuntos prácticos como la comida, por lo menos era un avance.
Sacó el jabón y los botes de champú del baño, extendió la tela encerada y abrió la ventana para que se disipara la humedad de la noche anterior. Iba a ser un día inusualmente caluroso para la época del año. Sin embargo, ni su recuperación ni el buen tiempo eran suficientes para mitigar su inquietud. ¿Cómo podía explicárselo a Jumonji y a Yoshie cuando se habían mostrado encantados de recibir el nuevo pedido? ¿Qué significaba esa «presencia»?
A decir verdad, Masako empezaba a tener una vaga idea de su identidad. Se le había ocurrido mientras guardaba cama por el resfriado, si bien no tenía ninguna prueba en que basar sus suposiciones.
Después de cerrar la ventana y echar el pestillo, se dirigió al pasillo. Estaba impaciente, una impaciencia que no era fruto de la expectación sino del miedo. No obstante, no temía tanto la llegada del cadáver como lo que podía suceder después. El hecho de no saber qué le depararía el futuro la convertía en un manojo de nervios.
Se puso las sandalias de Nobuki y salió al recibidor. No podía entrar en casa y quedarse esperando, pero tampoco salir a recibir a Jumonji, de modo que se quedó ahí de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho para controlar su miedo.
—Mierda—murmuró.
Todo le parecía mal. No soportaba haberse visto superada por las circunstancias y no haber tenido tiempo de prepararse. Quizá fuera eso lo que esa «presencia» quería.
Aunque fuera sólo unos minutos, el Cima de Jumonji aparcado frente a su casa llamaría la atención, por lo que había pensado en utilizar su Corolla, pero no habían tenido tiempo. La primera vez había salido bien, pero nadie les garantizaba que en la segunda tuvieran la misma suerte. Le daba rabia haberse involucrado en algo tan mal organizado, y tenía la impresión de haber cometido algún error, de olvidar algo. Mientras dudaba, aún de pie en el reducido espacio del recibidor, su inquietud se fue hinchando como un globo a punto de explotar.
Era una mañana calurosa. El barrio estaba tan tranquilo como de costumbre. En el campo del otro lado de la calle se alzaba una columna de humo. Sólo se oía el silbido lejano de un avión a reacción y el ruido de alguien fregando los platos. Era una mañana típica de un barrio de las afueras. Masako observó el suelo rojo del solar de enfrente. La mujer que había manifestado interés en comprarlo no había vuelto a aparecer. Todo seguía como siempre, pero aun así no las tenía todas consigo.
Se oyó el ruido de una bicicleta al frenar.
—¡Buenos días! —exclamó Yoshie.
Vestía su habitual chándal gris y un viejo canguro negro que debía de haber heredado de Miki. Masako se fijó en sus ojos, enrojecidos y entrecerrados: los mismos que ella tendría si hubiera ido a trabajar.
—Hola, Maestra —la saludó Masako—. ¿Estás a punto?
—Sí, claro —respondió Yoshie más entusiasmada que de costumbre—. A decir verdad, tenía ganas de tener otro trabajo. ¿Recuerdas que te lo comenté?
—Date prisa —la apremió Masako mientras dejaba la bicicleta en el porche.
Yoshie se apresuró a entrar en casa y se quitó los zapatos.
—¿Qué tal tu resfriado? —le preguntó preocupada.
No se veían desde el día en que Masako había ido a su casa bajo la lluvia.
—Ya está curado.
—Me alegro. Pero no creo que este trabajo sea bueno para tu salud, con tanta agua y todo lo demás.
Se refería al hecho de que la última vez habían comprobado que era mejor dejar el grifo abierto mientras descuartizaban el cadáver.
—¿Y en la fábrica? ¿Todo igual?
—Pues no —respondió Yoshie en voz baja—. Kuniko lo ha dejado.
—¿Eh? ¿Kuniko?
—Sí. Hace tres días. El jefe intentó convencerla, pero ya sabes cómo es. No hemos vuelto a verla —explicó mientras se quitaba el canguro y lo doblaba con cuidado. Masako observó distraídamente el gastado forro blanco—. Yayoi tampoco viene. Como me aburría sin vuestra compañía, he puesto la cadena a dieciocho. Si hubieras visto cómo se quejaban las demás. Son unas niñatas.
—Ya lo creo.
—Por cierto, anoche el brasileño preguntó por ti.
—¿El brasileño?
—Ese chico... Miyamori.
—¿Qué quería?
—Me preguntó si habías dejado el trabajo. Creo que le gustas.
Sin hacer caso del tono burlón de Yoshie, Masako recordó el rostro ofendido de Miyamori mirándola de pie en medio del camino que llevaba a la fábrica. Le pareció una imagen muy lejana. Yoshie esperó un momento a que dijera algo, pero al ver que no lo hacía prosiguió.
—Su japonés ha mejorado muchísimo, como todavía es joven...
Yoshie estaba muy locuaz, tal vez como consecuencia de la tensión acumulada ante la tarea que les aguardaba. Masako dejaba que las palabras de su compañera le resbalaran como gotas de lluvia y esperaba a que amainara para exponerle sus temores. En ese momento oyeron un coche acercarse.
—¡Ya está aquí! —exclamó Yoshie irguiéndose.
—Un momento —dijo Masako mientras miraba por la mirilla de la puerta de entrada.
El Cima de Jumonji estaba aparcando frente a su casa. Era la hora prevista. Masako entreabrió la puerta y se asomó. Jumonji salió del coche con la cara grasienta después de pasar la noche en vela.
—Masako —le susurró a través de la puerta—, creo que el cadáver de hoy no te va a gustar en absoluto.
—¿Por qué?
—Es una mujer —murmuró.
Masako chascó la lengua. El trabajo era horrible de por sí, pero aún lo era más descuartizar un cuerpo semejante al suyo. Después de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie los viera, Jumonji abrió el maletero. Al ver el bulto enrollado en una manta, Masako se echó atrás. El cadáver del viejo que habían descuartizado también era bajo, pero muy delgado, apenas tenía carne. Sin embargo, esta vez se trataba de un cuerpo rechoncho con el torso abultado.
—¿Qué pasa? —preguntó Yoshie acercándose por detrás.
Al ver el fardo soltó un grito. A Kenji y al anciano también los habían envuelto en una manta, pero la meticulosidad con que habían atado a ese cadáver tenía cierto aire siniestro.
—Entrémoslo—dijo Jumonji.
Alargó los brazos hacia el bulto sin mirarlo. Masako cogió un extremo del cuerpo flácido y pesado, y entre los dos lo llevaron hasta el baño. Al dejarlo sobre la tela encerada, se miraron intrigados.
—He pasado mucho miedo. El tipo que me lo entregó era horrible.
—¿Por qué?
—Llevaba escrito en la cara que la había matado.
—¿Por qué dices eso? —inquirió Yoshie llevándose una mano al pecho—. Sólo lo entregó, ¿no?
—Ya sé que parece raro, pero supe de inmediato que había sido él quien la había asesinado —repuso alzando la voz.
Tenía los ojos inyectados en sangre. Masako no replicó, pero estaba de acuerdo con él. En el caso de Yayoi, también ella había pensado lo mismo: la noche en la que había matado a Kenji no parecía la misma.
—Venga, ábrelo —dijo Yoshie—. Eres el hombre.
—¿Yo?
—Pues claro.
Jumonji cogió las tijeras, temeroso, se agachó y cortó la cuerda. A continuación, cogió un extremo de la manta y tiró de él, dejando al descubierto unas piernas blancas y gruesas, con manchas moradas en las pantorrillas. Yoshie soltó un grito y se escondió detrás de Masako. Después apareció un tronco rollizo, sin aparentes signos de violencia y con los pechos henchidos caídos a ambos lados. La mujer, aunque gorda, estaba en la flor de la vida.
El cadáver estaba completamente desnudo, pero la cabeza seguía envuelta en la manta, como si se negara a revelar su identidad. Masako se agachó para ayudar a Jumonji a destapar el cuerpo y su mano se quedó paralizada en el aire: la cabeza estaba cubierta con una bolsa de plástico negro atada al cuello con una cuerda.
—Esto es horrible —comentó Yoshie mientras salía del baño.
Jumonji estaba pálido, parecía a punto de vomitar.
—No le habrán destrozado la cara, ¿verdad? —preguntó horrorizado.
—Un momento —dijo Masako con un presentimiento.
Cogió las tijeras y cortó la bolsa rápidamente.
—Es Kuniko.
Ahí estaba: el rostro flácido, la lengua fuera y los ojos entreabiertos. Con la presencia de ese cuerpo conocido, el baño, que hasta entonces no había sido más que el lugar destinado a descuartizar cadáveres, se convirtió en un velatorio. Jumonji se quedó petrificado; Yoshie empezó a sollozar.
—¿Cómo era ese tipo? —preguntó Masako a Jumonji—. ¿Quién era?
—No lo he visto bien —respondió exhausto—. Era alto y fuerte, y tenía una voz profunda.
—Eso no nos sirve de nada —repuso Masako exasperada.
—¿Cómo quiere que sepa quién era? —se quejó Jumonji mirando hacia otro lado.