Yoshie cambió el pañal a su suegra con mano experta. Después de enjuagarlo en el lavabo, lo lavaría en la lavadora del baño. Sabía que existían pañales de usar y tirar, pero eran demasiado caros.
—Estoy empapada en sudor —dijo la anciana cuando Yoshie salía de la habitación.
Era su manera de pedir que le cambiara la bata. Ella tenía previsto hacerlo más tarde.
—Ya lo sé.
—No me encuentro bien —insistió la anciana—. Voy a pillar un resfriado.
—Primero termino con esto.
—Lo haces aposta.
—Ya sabe que no.
A pesar de su respuesta, por un instante a Yoshie le vinieron ganas de estrangularla. Por ella, como si pillaba un buen resfriado. O una pulmonía y se moría. Así se quitaría un peso de encima. Sin embargo, se apresuró a reprimir esos oscuros pensamientos. Si deseaba la muerte a alguien que la necesitaba, acabaría pagando por ello.
En la otra habitación sonó el despertador. Eran casi las siete. La hora en que Miki se levantaba para ir al instituto.
—¡Arriba, Miki! —dijo abriendo la puerta de la habitación de su hija.
Miki, en camiseta y pantalones cortos, puso cara de fastidio.
—Ya te oigo —dijo—. Y no abras con eso en las manos.
—Lo siento —se disculpó Yoshie.
Sin embargo, mientras se dirigía al pequeño baño que había al lado de la cocina, se sintió ofendida por la poca consideración de su hija. Había sido siempre una niña buena, e incluso la había ayudado a cuidar de su abuela. No obstante, de un tiempo a esta parte había empezado a comparar su situación con la de sus compañeras, y era normal que se sintiera abochornada por el entorno que la rodeaba.
Yoshie era consciente de que no podía regañarle por sentir lo que sentía. No tenía valor para hacerlo, puesto que ella misma era la primera en avergonzarse de la vida que llevaban.
Pero, ¿qué podía hacer? ¿Quién la iba a salvar de esa situación? Tenía que seguir viviendo. Aunque se sintiera como una esclava, aunque se considerara una criada, si ella no cumplía con su cometido, ¿quién iba a hacerlo? Tenía que aguantar. Si no lo hacía, acabaría pagándolo. Debía trazar un plan a toda costa, pero antes de que pudiera empezar a esbozarlo se imponía su sentido del deber.
Miki estaba en el baño lavándose la cara con un nuevo gel. Por el olor, Yoshie supo de inmediato que no se trataba del jabón que había en la pila. Se lo debía de haber comprado, junto con las lentillas y la espuma para el pelo, con el dinero que ganaba trabajando. Con la luz matinal, su cabello tenía un tono castaño.
Después de lavar el pañal y desinfectarse las manos, Yoshie miró a su hija, que se peinaba concienzudamente ante el espejo.
—¿Te has teñido el pelo?
—Un poco —respondió Miki sin dejar de peinarse.
—Pareces una pelandusca.
—Ya nadie usa la palabra «pelandusca» —replicó Miki con una sonrisa—. Sólo la emplean las abuelas. Además, todo el mundo se lo tiñe.
—Vaya —dijo Yoshie preocupada.
Su hija lucía un estilo cada día más estridente.
—¿Cómo tienes lo del trabajo para el verano?
—Ya he encontrado un empleo —le respondió Miki mientras se echaba un líquido transparente en el pelo.
—¿Dónde?
—En un fast food cerca de la estación.
—¿Y cuánto pagan?
—Ochocientos la hora si eres estudiante.
Yoshie se quedó unos segundos en silencio, intentando asimilar la sorpresa. Eran setenta yenes más de lo que pagaban en el turno de día en la fábrica. Era evidente qué era lo que más se valoraba: la juventud.
—¿Qué pasa? —le preguntó Miki mirándola extrañada.
—Nada —repuso Yoshie—. ¿Anoche fue todo bien con la abuela? —le preguntó para cambiar de tema.
—Estuvo soñando. Gritó el nombre del abuelo y armó mucho jaleo.
Yoshie recordó que la noche anterior la anciana se había mostrado muy inquieta, e incluso había tratado de impedir que ella fuera al trabajo: cada vez que intentaba salir, la acusaba de quererla abandonar por no ser más que una carga. Desde que el derrame cerebral le había dejado el lado derecho paralizado, se había calmado un poco, pero últimamente había vuelto a emerger a la superficie su personalidad más infantil y egoísta.
—Qué raro —observó Yoshie—. Igual empieza a chochear.
—Pues yo paso.
—No hables así y ve a secarle el sudor.
—Ni hablar. Tengo sueño —replicó Miki bebiendo de un tetrabrik que había sacado de la nevera.
A Yoshie le costó ver que se trataba de uno de esos sustitutos del desayuno que vendían en el supermercado y que Miki habría comprado siguiendo los consejos de sus amigas. Prefería ese brebaje al arroz y a la sopa de miso que ella le había preparado la noche anterior. El desconsuelo se apoderó de ella al pensar en todo lo que su hija gastaba de forma innecesaria. Últimamente hacía lo mismo con el almuerzo: en lugar de comer lo que ella le preparaba, se iba a cualquier establecimiento de comida rápida con sus amigas. ¿De dónde sacaba el dinero? Sin darse cuenta, clavó la vista en su hija.
—¿Por qué me miras así? —le preguntó Miki intentando sacudirse de encima la mirada de su madre.
—Por nada.
—Por cierto, ¿qué hacemos con el dinero de la excursión? El plazo para pagar termina mañana.
Yoshie lo había olvidado; puso cara de sorpresa.
—¿Cuánto era?
—Ochenta y tres mil.
—¿Tanto?
—¡Te lo dije! —gritó Miki furiosa.
Yoshie se quedó pensativa: ¿de dónde sacaría esa cantidad? Mientras tanto, Miki se vistió rápidamente y se fue al instituto. «Necesito dinero», pensó de nuevo Yoshie, desolada.
—¡Yoshie! —la llamó su suegra impaciente.
Cogió el pañal que acababa de lavar y regresó a la habitación donde yacía la anciana.
Eran casi las nueve cuando, después de cambiarle la bata, darle el desayuno, cambiarle de nuevo el pañal y lavar la montaña de ropa sucia acumulada, Yoshie pudo acostarse al lado de su suegra. La anciana estaba adormecida, pero Yoshie sólo podría dormir hasta mediodía, hora en que despertaría de nuevo y tendría que darle la comida.
Yoshie dormía pocas horas al día. Por la tarde podía dormitar entre las curas, y por la noche romper el sueño un poco antes de ir al trabajo. Apenas seis horas en total, con interrupciones constantes. Lo justo para aguantar. Esa era la rutina diaria de Yoshie, pero temía llegar al límite algún día.
Finalmente decidió llamar a la oficina de la fábrica para pedir un anticipo.
—No podemos hacer excepciones —le respondió fríamente el jefe de contabilidad.
—Lo sé, pero con los años que llevo en la fábrica...
—Las normas son las normas —respondió el contable—. Por cierto, señora Azuma, le recuerdo que debería descansar por lo menos un día a la semana. De lo contrario, tendremos problemas con la inspección de trabajo. Vaya con cuidado —añadió—. También cobra una prestación social, ¿verdad? Procure no superar los ingresos mínimos, si no se la quitarán.
Cruel paradoja; antes de colgar, Yoshie tuvo que disculparse y bajar la cabeza ante esas advertencias. Ya sólo podía recurrir a Masako, que le había sacado de más de un apuro.
—¿Sí? —dijo una voz débil.
Era ella. Quizá estaba durmiendo.
—Soy yo —dijo Yoshie—. ¿Te he despertado?
—Ah, Maestra. Estaba despierta.
—Tengo que pedirte un favor. Pero si no te va bien, me lo dices.
—¿De qué se trata?
Yoshie se preguntó si Masako sería lo bastante sincera para decirle que no en caso de que no pudiera ayudarla, pero era una duda sin fundamento: muchas veces, en la fábrica, la había sorprendido por su franqueza.
—¿Podrías prestarme dinero?
—¿Cuánto?
—Ochenta y tres mil. Es para pagar la excursión de Miki. No tengo nada.
—De acuerdo.
Pese a saber que a Masako no podía sobrarle nada, Yoshie se alegró de su respuesta.
—Gracias —le dijo—. No sabes cuánto te lo agradezco.
—Por la tarde me paso por el banco y te lo traigo esta noche.
Yoshie se sintió aliviada. Pedir prestado a Masako era humillante, pero se alegraba de tener una amiga como ella.
Mientras Yoshie daba una cabezada apoyada en la mesilla, sonó el timbre. Al abrir, encontró a Masako plantada en la puerta, con la puesta de sol a sus espaldas y su rostro de tez oscura, sin maquillaje, mirando hacia el interior de la casa.
—Te traigo el dinero. He pensado que no querrías dejarlo toda la noche en la fábrica —le dijo Masako tendiéndole un sobre del banco.
Yoshie apreció el gesto de su amiga al imaginar que no le gustaría que sus compañeras de turno vieran que le prestaba dinero.
—Muchas gracias. Te lo devuelvo a final de mes.
—No hay prisa.
—Sí la hay. Tú también tienes préstamos que pagar.
—No te preocupes —dijo Masako con una leve sonrisa.
Yoshie la miró sorprendida, puesto que en la fábrica raramente la veía sonreír.
—Pero... —dijo.
—No tienes por qué preocuparte, Maestra —insistió Masako poniéndose seria.
Encima de su ceja derecha apareció un pequeño surco, parecido a una cicatriz. Yoshie se dio cuenta de que también Masako tenía preocupaciones, pero no tenía ni idea de qué tipo y, aunque lo supiera, quizá no alcanzara a entenderlas.
—¿Por qué alguien como tú tiene que trabajar en un lugar como ése? —le preguntó de sopetón.
—No seas boba —respondió Masako—. Hasta luego.
Mientras se despedía con la mano, se dirigió hacia su Corolla rojo, aparcado frente a la casa.
Miki llegó poco antes de que su madre se fuera a la fábrica.
—Aquí tienes el dinero —le dijo Yoshie entregándole el sobre.
Miki lo cogió como si nada y miró el contenido.
—¿Cuánto hay?
—Ochenta y tres mil.
—Gracias —le dijo mientras lo metía en un bolsillo de su mochila negra.
Al ver su cara de satisfacción, Yoshie pensó que su hija le había engañado pero, como solía hacer, prefirió no afrontar la realidad. Miki no tenía motivos para mentirle, especialmente sabiendo lo que les costaba salir adelante. Seguro que le había dicho la verdad.
Mitsuyoshi Satake estaba absorto siguiendo el camino de las bolas plateadas.
Había oído que llegarían máquinas nuevas y había madrugado para hacerse con una. Llevaba ya tres horas jugando, por lo que pronto debería de tocarle algo. Tener un poco más de paciencia, eso era lo único que necesitaba. Como había dormido pocas horas, los vivos colores de la máquina le producían escozor en los ojos, de modo que sacó el colirio del bolso italiano que tenía delante y, olvidándose del juego durante unos instantes, se echó unas gotas en cada ojo. Cuando el líquido entró en contacto con sus ojos resecos, le brotaron las lágrimas. Satake, que apenas había llorado desde su infancia, experimentó cierto placer al notar el líquido tibio resbalándole por las mejillas y decidió no secárselas.
La chica que estaba jugando a su lado, con una mochila a la espalda, lo miró de reojo. En su mirada había una cierta curiosidad, pero también una clara demostración de que no tenía ganas de relacionarse con un hombre con una vestimenta tan chillona como la suya. Satake observó las suaves mejillas de la chica con sus ojos nublados por las lágrimas, y decidió que no debía de tener más de veinte años.
Satake tenía cuarenta y tres. El pelo cortado casi al cero, su cuello grueso y sus kilos de más le daban el aspecto de un fornido hombretón. No obstante, tenía unos ojos vivos, una nariz armoniosa y unas manos finas y bien formadas, de modo que el desequilibrio entre su corpulencia y la delicadeza de su rostro y sus manos producía un efecto cuando menos curioso.
Satake sacó un pañuelo de marca de sus ajustados pantalones negros y se lo pasó por la comisura de los ojos. Al ver las manchas que las lágrimas habían formado al caer en su camisa de seda negra, a juego con los pantalones, también se las secó con el pañuelo. Para Satake, esas prendas chillonas y los mocasines Gucci, que calzaba sin calcetines, eran su uniforme de trabajo, si bien sabía que la chica de al lado hubiera mostrado más interés por él si hubiera vestido un traje normal.
Satake miró el Rolex de oro macizo que llevaba en la muñeca izquierda: eran casi las dos de la tarde. Tenía que irse. Chascó la lengua y empezó a recoger sus cosas y, justo en ese momento, sacó el premio más importante: un alud de bolas inundó la bandeja de su máquina.
—¡Mierda! —exclamó enfadado por lo poco oportuno del momento. Dio un suave codazo a la chica de al lado, que lo miró sorprendida—. Tengo que irme. Si quieres, son todas tuyas.
La chica pareció alegrarse, pero era evidente que prefería esperar a que Satake abandonara la sala para cambiar de máquina. Con una sonrisa de circunstancias, Satake cogió su bolso de mano y se levantó ágilmente. Mientras avanzaba por los ruidosos pasillos de la sala, inundados por el estruendo de las máquinas y la música rap que retumbaba por los altavoces, pensó en cómo debían de verlo las muchachas.
Al salir por las puertas mecánicas de la sala, se encontró con un nuevo guirigay: los altavoces de un cine anunciando el inicio de la sesión, el vocerío de algunos vendedores y la canción de moda que sonaba en una sala de karaoke. A pesar del alivio que sintió al encontrarse de nuevo en el familiar ambiente de las callejuelas del barrio de Kabukicho, Satake pensó que ése no era el lugar donde debía estar. Alzó los ojos para mirar el fragmento de cielo encapotado que se veía entre los sucios edificios. Estaba harto del calor y de la humedad.
Se puso el bolso bajo el brazo y echó a andar a buen ritmo. Al pasar por delante del Teatro Koma, se dio cuenta de que llevaba un chicle en la suela del zapato. Se detuvo un momento para frotar la suela en la acera, pero con la humedad el chicle se había reblandecido y le resultó imposible deshacerse de él. Satake se mosqueó. La calle estaba llena de manchas negras: eran los restos de lo que comían y bebían los jóvenes que pululaban por el barrio todas las noches. Mientras avanzaba intentando sortear toda esa basura, se dio de bruces con unas mujeres que hacían cola para entrar en el teatro. Levantó la mano para pedir paso, pero las mujeres estaban tan enfrascadas en su conversación que no repararon en él. Satake chascó ligeramente la lengua y, con una sonrisa, dio un rodeo para dejar atrás la cola. No valía la pena enfadarse con desconocidos. Lo del chicle era mucho peor.