—Esta noche no la he visto. Y a Kuniko tampoco. Creo que están muy cansadas.
—¿De qué?
Masako no respondió.
—Lo siento. Es por mi culpa, ¿verdad?... ¡Ah, por cierto! Ya he cobrado el seguro de Kenji. Podré pagarles lo prometido.
—¿Cuánto era? —preguntó Masako.
—Un millón para cada una. ¿Será poco?
—Al contrario. Creo que es demasiado —dijo Masako convencida—. Con quinientos mil tendrán más que suficiente. Y si fuera por mí, a Kuniko no le daría ni un céntimo.
—Pero podrían enfadarse, ¿no? Yo voy a cobrar cincuenta millones.
—No tienes por qué decírselo. Les pagas y punto. Por cierto, ¿podrías darme dos millones a mí?
—Como quieras... —dijo Yayoi sorprendida, ya que Masako siempre había dicho que no quería dinero—. Pero dime, ¿qué te ha hecho cambiar de opinión?
—He pensado que será mejor que tenga algo guardado por lo que pueda ocurrir.
—De acuerdo —accedió Yayoi—. Estoy en deuda contigo.
—Gracias.
Una vez hubo colgado, Masako sintió que empezaba a dejar atrás su letargo y se disponía a luchar de nuevo. De momento, la policía había arrestado al propietario del casino y, si bien era demasiado pronto para saber si acabarían declarándolo culpable, no cabía duda de que habían superado la primera situación de peligro. Aliviada, se durmió al instante.
No fue hasta finales de agosto cuando Satake salió de la comisaría donde lo habían retenido, una vez la temporada de tifones había pasado y empezaba a soplar una brisa otoñal.
Subió lentamente la escalera del edificio donde se encontraban sus locales. Al llegar al pasillo del primer piso, vio esparcidos en el suelo folletos que anunciaban clubes nocturnos. Se agachó para recogerlos y, tras arrugarlos, se los metió en el bolsillo de su americana negra. Era una escena imposible de imaginar en los días en que el Mika y el Amusement Park funcionaban a pleno rendimiento. Con sólo dos de sus negocios más prósperos cerrados, el edificio parecía poco menos que abandonado.
Satake alzó la cabeza al percibir que alguien lo estaba mirando. El barman del club que había al lado del Amusement lo observaba con nerviosismo desde el segundo piso. Satake sabía que ese tipo le había contado a la policía lo de su pelea con Yamamoto y, sin sacarse las manos de los bolsillos, decidió sostenerle la mirada. El barman se apresuró a cerrar la puerta de cristal morado de su local. No debía de esperar que Satake saliera tan pronto. Consciente de que seguía espiándolo a través de la puerta, se quedó plantado delante del Mika, mirando el rótulo del establecimiento con el cable desenchufado y recogido en un rincón. En la puerta alguien había colgado un cartel: CERRADO POR REMODELACIÓN DEL LOCAL.
A Satake lo habían arrestado por dirigir un local de apuestas ilegales y por inducción a la prostitución. Sin embargo, sólo la primera acusación había sido cursada debidamente, y cuando quedó demostrada la inexistencia de prueba alguna que lo involucrara en el caso Yamamoto, no habían tenido más remedio que soltarlo. Sabía cómo las gastaba la policía, así que se consideraba afortunado por haber salido sin más, pero era evidente lo mucho que había perdido en el envite. El pequeño imperio que había conseguido levantar de la nada en los últimos diez años había quedado en ruinas. Y, lo que era aún peor: como su pasado había salido a la luz, había perdido la confianza de cuantos lo rodeaban. En esas circunstancias, no le quedaba otra opción que empezar de nuevo.
Intentando sobreponerse a la nueva situación, Satake subió al segundo piso. Se había citado con Kunimatsu en el Amusement Park. El club, que había sido la niña de sus ojos, ya no existía. La puerta maciza y cara que había instalado seguía allí, pero ahora el local lo ocupaba una sala de mahjong con el ampuloso nombre de Viento del Este. Abrió la puerta con cautela, consciente de que entraba en un espacio que ya no le pertenecía. En el interior sólo estaba Kunimatsu.
—¡Eh!
—Hola, Satake.
La sala estaba prácticamente a oscuras, con una sola mesa iluminada. Kunimatsu alzó la vista y lo recibió con una sonrisa. Había adelgazado y tenía ojeras, provocadas tal vez por la luz que tenía justo encima de la cabeza.
—Cuánto tiempo...
—¿Qué tal está? —dijo Kunimatsu levantándose de la mesa.
—Has vuelto a las andadas —comentó Satake, recordando que lo había conocido en una sala de mahjong de Ginza.
En esa época, Kunimatsu, que no tenía ni treinta años, se pasaba la vida presidiendo partidas y de chico de los recados para el director de la sala. A Satake le divertía ver cómo aquel joven de aspecto más bien ordinario se convertía en un experto jugador cada vez que se sentaba a una mesa de mahjong. Pese a su juventud, su experiencia en el juego era impresionante, de modo que cuando abrió el Amusement Satake lo contrató de inmediato como encargado.
—Sí, pero ya no es lo que era —comentó Kunimatsu mientras espolvoreaba un poco de talco sobre las fichas que había encima de la mesa—. Los jóvenes prefieren jugar por internet.
En total había seis mesas, aparentemente de alquiler, pero a excepción de la que ocupaba Kunimatsu, las demás estaban cubiertas por una especie de velo blanco. A Satake la escena le recordó un velatorio.
—Ya lo creo —dijo mientras echaba un vistazo a la sala y rememoraba dónde había estado la gran mesa de bacará y el lugar donde los clientes solían esperar su turno.
Parecía imposible que sólo hubiera pasado un mes.
—Parece que pronto volveré a estar sin trabajo —dijo Kunimatsu al tiempo que tapaba el bote de talco.
Al sonreír, se le formaron arrugas alrededor de los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que van a cerrar la sala y a abrir un karaoke.
—Vaya. Debe de ser lo único que da dinero.
En el Mika había habido una máquina de karaoke, si bien a Satake no le gustaba.
—La crisis está en todas partes.
—Con lo bien que nos iba con el bacará...
—Sí —convino Kunimatsu en un tono triste—. Ha adelgazado, ¿verdad? —le preguntó mirándolo a la cara.
Satake vio asomar una sombra de miedo en los ojos de Kunimatsu. Al igual que el resto de sus empleados, también estaba al corriente de que había matado a una mujer y que ahora, aunque sólo fuera indirectamente, estaba involucrado en la muerte de Yamamoto. El mundo le había vuelto la espalda. Sus acreedores le reclamaban el dinero prestado y a partir de ese momento lo tendría muy complicado para alquilar un local. ¿Por qué Kunimatsu iba a ser diferente? Pese a la rabia que sentía porque nadie confiara en él, su respuesta fue serena y tranquila:
—Supongo que sí. Ahí dentro no dormía mucho.
En realidad, se había pasado todo el tiempo luchando contra el insomnio.
—Lo imagino. Debe de ser terrible.
A Kunimatsu lo habían soltado después de interrogarlo por el asunto de las apuestas ilegales, pero después lo habían citado varias veces en relación con el asesinato de Yamamoto, por lo que se podía formar una idea de cómo iban las cosas ahí dentro.
—Siento haberte metido en ese lío —dijo Satake.
—No tiene por qué preocuparse. He aprendido muchas cosas. Aunque quizá sea un poco tarde para aprender...
Mientras hablaba, Kunimatsu mezclaba las fichas con mano experta y las volvía una a una, produciendo un sonido agradable. Satake lo observaba. Encendió un cigarrillo e inspiró el humo profundamente, saboreándolo después de un mes de abstinencia forzada. El tabaco era uno de los pocos vicios que Satake se permitía.
—Tengo que reconocer que quedé un poco tocado al enterarme de lo de Yamamoto —añadió Kunimatsu mientras lo miraba de reojo.
—Eso es lo que le pasa a uno cuando se mete donde no le llaman —dijo Satake.
—Es como el cazador cazado, ¿verdad? —preguntó Kunimatsu con una sonrisa.
—Exacto.
—Se refiere a Yamamoto, ¿no es así?
—No, hombre —sonrió Satake—. Me refiero a mí.
Kunimatsu asintió, pero era imposible saber en qué estaba pensando realmente. En el fondo, quizá sospechara que Satake había matado a Yamamoto. De hecho, si no se había largado era porque, a diferencia de las chicas, no tenía adonde ir.
—De todos modos, lo del Mika ha sido una pena. En todo Kabukicho no había un club que funcionara mejor.
—Tienes razón —admitió Satake—. Pero ya no tiene remedio.
Desde la celda había ordenado que todos los empleados se tomaran unas vacaciones de verano más largas de lo habitual, pero como la mayoría eran chicas chinas con visados de estudiante habían optado por desaparecer para evitar a la policía.
Reika, la encargada que tenía contactos con la mafia taiwanesa, había vuelto temporalmente a su país. Chin, el jefe de sala, había encontrado trabajo en otro club, aunque Satake no sabía cuál. Anna, a la que otros locales llevaban tiempo persiguiendo, se había ido también. En cuanto al resto de chicas, o bien habían vuelto a su país si tenían problemas de visado, o bien trabajaban en otros locales.
Ése era el proceder habitual en Kabukicho: cuando el negocio iba viento en popa todo el mundo acudía como abejas a una flor, pero al mínimo altercado desaparecían. Satake imaginaba que las noticias sobre su pasado habían motivado que todo el mundo huyera despavorido aún más rápido de lo acostumbrado.
—Va a empezar de nuevo, ¿no? —le preguntó Kunimatsu.
Satake miró al techo, de donde seguían colgando las lámparas que él mismo había comprado, si bien ahora estaban apagadas.
—¿No habrá un nuevo Mika en el futuro? —insistió Kunimatsu mirándose las manos cubiertas de talco.
—No —respondió Satake—. Voy a venderlo todo.
Kunimatsu lo miró sorprendido.
—Pues es una pena. ¿Puedo preguntarle por qué?
—Tengo algo que hacer.
—¿De qué se trata? —se interesó Kunimatsu al tiempo que desempolvaba sus largos dedos—. Estoy dispuesto a ayudarle en lo que sea.
En lugar de responder, Satake se llevó las manos al cuello y empezó a masajearse. Tenía tortícolis derivada de sus noches de insomnio en la celda, y cuando ésta no remitía acababa en una terrible migraña.
—¿Qué piensa hacer? —volvió a preguntar Kunimatsu impaciente.
—Encontrar a la persona que mató a Yamamoto.
—Eso estaría bien —dijo Kunimatsu con una leve sonrisa que denotaba que se lo había tomado a broma—. Sería como jugar a detectives.
—Kunimatsu, estoy hablando en serio —puntualizó masajeándose el cuello.
—Pero ¿qué va a hacer si la encuentra?
—Ni idea. Ya lo pensaré cuando llegue el momento —murmuró. Evidentemente, ya lo tenía pensado pero no tenía ganas de contárselo—. Todo a su debido tiempo.
—¿Tiene a alguien en mente? —inquirió Kunimatsu mientras lo miraba de arriba abajo.
—Primero voy a ir a por su esposa.
—¿Eh?
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
—Claro que no —aseguró Kunimatsu apartando la vista, como si hubiera entrevisto por primera vez la oscuridad que encerraba el corazón de Satake.
Satake dejó a Kunimatsu en la sala y salió a la calle. Los últimos días de verano estaban siendo especialmente calurosos, si bien al anochecer la brisa refrescaba un poco el ambiente. Agradeciendo el cambio, Satake se dirigió a un edificio cercano y recién construido con materiales de mala calidad. A juzgar por los carteles chillones que había en el exterior, allí se concentraba un ramillete de pequeños clubes nocturnos. Encontró el nombre del local que buscaba —Mato— y cogió el ascensor para subir al piso correspondiente. Al abrir la puerta, el encargado del local, vestido de negro, salió a recibirlo.
—Buenas noches —le dijo abriendo unos ojos como platos.
Era Chin.
—O sea que trabajas aquí.
Chin le sonrió educadamente, pero sin la simpatía que solía mostrarle.
—Cuánto tiempo, Satake. ¿Viene como cliente?
—¿Como qué si no? —repuso con una sonrisa amarga.
—¿Quiere a alguien en especial?
—He oído que Anna está aquí.
Chin miró hacia el fondo de la sala y Satake siguió su mirada. El local era más pequeño que el Mika, pero la decoración al estilo chino y los muebles de palisandro le conferían un aire elegante.
—Entendido. Pero se ha cambiado el nombre.
—¿Y cómo se llama ahora?
—Meiran—le informó Chin.
A Satake le pareció un nombre muy vulgar.
Mientras se dirigían hacia el interior de la sala, la encargada, una mujer ataviada con un quimono a quien Satake conocía de vista, lo miró con cara de sorpresa.
—¡Vaya! Pero ¡si es Satake! —exclamó la mujer, que era japonesa—. ¡Cuánto tiempo! ¿Va todo bien?
—De maravilla —respondió él.
—Tengo entendido que Reika sigue en Taiwán.
—Es posible. No sé nada de ella.
—Puede que si vuelve tenga algún que otro problema, ¿verdad?
Satake entendió que se estaba refiriendo a sus propias relaciones con la mafia china, pero decidió ignorar el comentario.
—Ni idea—respondió.
—Ha sido una verdadera pena —se apresuró a añadir, detectando su enfado.
Él sonrió vagamente, aunque empezaba a hartarse de tantas sospechas infundadas. En una mesa del fondo había una chica sentada que se parecía a Anna, pero como miraba hacia la pared no estaba seguro de que fuera ella.
Chin le condujo a una mesa mal situada, en el centro de la sala, a pesar de que las mesas del fondo estaban libres. Los clientes cantaban delante de la máquina de karaoke y, después de cada canción, las camareras aplaudían automáticamente, como el perro de Pavlov. Satake se sentó, haciendo acopio de sus fuerzas para soportar los gritos y el bullicio. Al cabo de unos minutos, se le acercó una chica cuya única virtud parecía ser su juventud y, tras mostrar una sonrisa artificial, le empezó a hablar en un japonés apenas comprensible. Satake permaneció en silencio, mientras bebía varios vasos de té Oolong.
—Anna... bueno, Meiran... ¿no está libre aún? —preguntó finalmente.
La chica se levantó de repente y desapareció. Satake esperó a solas durante media hora. Al encontrarse de nuevo en un ambiente más o menos conocido, dio una cabezada. Apenas durmió cinco minutos, que a él le parecieron varias horas. Ya no había la menor posibilidad de que pudiera dormir tranquilamente, pero esos escasos momentos eran para él como una huida, la oportunidad de relajarse.
Al percibir un ligero aroma a perfume, abrió los ojos y vio a Anna sentada delante de él. Su piel morena contrastaba con el traje de chaqueta de seda blanca que llevaba.