Masako intentaba protegerla, quizá porque eran como el día y la noche. Mientras ella procuraba guiarse por el sentido común, Yayoi cargaba con un pesado equipaje lleno de emociones y se aferraba a las penas pasadas, desempeñando a menudo el papel de chica mona a merced de sus súbitos cambios de humor.
—¿Qué te pasa? —se interesó Yoshie poniéndole una mano enrojecida en el hombro—. Estás horrible.
Yayoi dio un respingo. Sorprendida por su reacción, Yoshie se volvió hacia Masako, quien les indicó con un gesto que siguieran sin ella y se sentó frente a Yayoi.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí, no es nada.
—¿No te habrás vuelto a pelear con tu marido?
—Si sólo fuera una pelea... —respondió Yayoi elocuentemente, con la mirada triste y desenfocada perdida en algún punto situado detrás de Masako.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Masako mientras se sujetaba el pelo con un pasador para ganar tiempo.
—Te lo cuento luego.
—¿Y por qué no ahora? —insistió Masako echando un vistazo al reloj de la pared.
—Luego. Es una historia muy larga —dijo Yayoi con una fugaz expresión de rabia en el rostro.
—De acuerdo.
Masako se levantó y se fue a buscar su uniforme al vestuario, apenas un espacio separado de la sala de descanso por una limpie cortina. En las paredes colgaba un sinfín de perchas gruesas y resistentes, como las de los grandes almacenes. En la zona reservada a los trabajadores del turno de día se apretujaban los uniformes usados, mientras que en la reservada a los del turno de noche colgaba ropa de calle muy variopinta.
—Vamos bajando —le anunció Yoshie antes de salir del vestuario con Kuniko.
Ambas llevaban una red y un gorro en las manos. Tenían que fichar. Según las normas de la empresa, debían hacerlo entre las doce menos cuarto y las doce, y después esperar frente a la puerta de entrada a la cadena, en la planta baja.
Masako cogió la percha que le correspondía, donde colgaban una bata blanca con cremallera y unos pantalones con goma en la cintura. Se puso la bata rápidamente sobre la camiseta y, sin dejar de mirar a los hombres que había en la estancia, se cambió los vaqueros por los pantalones de trabajo. Hacía casi dos años que trabajaba en la fábrica, pero seguía sin acostumbrarse a que hombres y mujeres compartieran vestuario.
Se cubrió el pelo, previamente sujetado con un pasador, con una redecilla negra y se puso un gorro de papel, semejante a los de ducha. Finalmente, cogió un delantal de plástico transparente y salió del vestuario. Yayoi seguía sentada en el mismo lugar, como si no supiera adonde ir.
—¡Eh! ¡Rápido! —la espoleó Masako, que empezaba a preocuparse al ver la lentitud con la que Yayoi reaccionaba.
La mayoría de trabajadores había abandonado la sala de descanso. Sólo quedaban algunos brasileños sentados en el tatami, apoyados en la pared, fumando, con sus gruesas piernas estiradas hacia delante.
—Buenas noches —dijo uno de ellos levantando la mano con la que sostenía un cigarrillo a punto de consumirse.
Masako inclinó levemente la cabeza y le sonrió. La placa que llevaba colgada en el pecho rezaba «Kazuo Miyamori». Sin embargo, su piel morena y su frente prominente delataban su origen extranjero. Debía de ocuparse de un trabajo más físico, como el de llevar los sacos de arroz hasta la máquina que abastecía la cadena.
—Buenas noches —dijo el hombre, esta vez a Yayoi, quien, en su actitud ausente, ni siquiera se volvió.
En el rostro de Kazuo se dibujó un gesto de decepción, un tipo de comportamiento bastante habitual en un lugar tan impersonal como la fábrica.
Después de ir al lavabo, Masako y Yayoi se lavaron las manos y los brazos para esterilizarlos. A continuación ficharon, se pusieron la máscara, el delantal y los zapatos blancos de trabajo y se encaminaron hacia el segundo control de higiene. Komada, esta vez situado en lo alto de la escalera que llevaba a la planta baja, les volvió a pasar el rodillo por la espalda y les inspeccionó los dedos y las uñas.
—No tenéis ninguna herida, ¿verdad? —les preguntó.
Estaba prohibido tocar los alimentos si tenían algún rasguño. Masako y Yayoi mantuvieron las manos en alto y superaron el control. Yayoi parecía mareada.
—¿Seguro que puedes trabajar?
—Supongo que sí.
—¿Y tus hijos?
—Bueno... —respondió Yayoi vagamente.
Masako volvió a mirar a su compañera, pero el gorro y la máscara sólo le permitían ver sus ojos lánguidos. Yayoi no reparó en la mirada escrutadora de Masako.
El frío y el olor de los distintos ingredientes hacían que bajar a la planta baja fuera como entrar en un gigantesco frigorífico. El suelo de hormigón desprendía un aire gélido, y la temperatura ambiente de la fábrica era demasiado baja, incluso en verano.
Al llegar al pie de la escalera, se unieron a la cola que formaban el resto de empleados esperando a que se abriera la puerta. Yoshie y Kuniko, que estaban más adelante, se volvieron para saludarlas. Las cuatro trabajaban juntas e intentaban ayudarse las unas a las otras. Sin esa comunión, el trabajo hubiera sido insoportable.
Finalmente se abrió la puerta y los empleados pudieron acceder a la planta. Se lavaron de nuevo las manos y los antebrazos, y esterilizaron sus largos delantales. Masako tuvo que esperar a que Yayoi acabara de lavarse, de modo que cuando ambas llegaron a la cinta transportadora sus compañeras ya habían dispuesto cuanto necesitaban.
—¡Venga! ¡Venga! —apremió Yoshie a Masako—. Nakayama puede aparecer en cualquier momento.
Nakayama era el encargado del turno de noche. Tenía unos treinta años y una gran afición por las palabras malsonantes. Su obsesión por cumplir los cupos hacía que los empleados no pudieran verlo ni en pintura.
—Perdón —se disculpó Masako mientras cogía dos toallas esterilizadas y dos pares de guantes de plástico, para sí misma y para Yayoi.
Cuando Masako se los ofreció, Yayoi los miró extrañada, como si aún no se hubiera dado cuenta de que estaba en el trabajo.
—¡Ánimo! —le dijo Masako.
—Gracias.
En cuanto ocuparon sus puestos al comienzo de la cinta transportadora, Yoshie les mostró una hoja con las instrucciones para el turno que estaba a punto de empezar.
—Primero dos mil cajas de curry —les explicó Yoshie—. Tú pásame las cajas y yo me ocupo de poner el arroz, ¿de acuerdo?
Poner el arroz en la caja suponía mantenerse al principio de la cadena y encargarse del trabajo del que dependía el resto. Yoshie, acostumbrada a hacerlo, siempre se ofrecía voluntaria, mientras que Masako era quien le proporcionaba los envases.
Mientras disponía las cajas de la forma más conveniente para dárselas a Yoshie, Masako se giró en busca de Yayoi: no se había apresurado lo suficiente para ocupar un puesto en el trabajo más fácil, que en este caso era el de verter el curry sobre el arroz. Kuniko, que sí se había agenciado un buen puesto, se encogió de hombros, dando a entender que si Yayoi no espabilaba ella no estaba dispuesta a hacer más.
—Pero ¿qué le pasa? —preguntó Yoshie frunciendo el ceño—. ¿No se encuentra bien?
Masako se limitó a negar con la cabeza. Yayoi parecía ausente. Al comprobar que ya no quedaban plazas libres al lado de Kuniko, tuvo que dirigirse allí donde había que allanar el arroz, donde sí faltaban voluntarios.
—Te ha tocado lo más difícil —le dijo Masako cuando Yayoi pasó al lado de ella.
—Ya lo sé.
Nakayama se les acercó.
—¡Venga, rápido! —les gritó—. ¿Qué diablos estáis haciendo?
A pesar de que la expresión de su frente quedaba oculta bajo el borde del gorro, sus ojos diminutos brillaban amenazadores tras unas gafas de montura negra.
—¡El que faltaba! —exclamó Yoshie.
—Bocazas —musitó Masako molesta por el tono autoritario del encargado.
—Me han dicho que allane el arroz —dijo tímidamente una mujer de mediana edad que debía de ser nueva—, pero no sé cómo hacerlo.
—Quédate aquí y alisa el arroz que yo ponga en las cajas
—le explicó Yoshie amablemente—. Después pásalas para que les viertan curry. La chica de enfrente hará lo mismo. Sólo tienes que imitarla —añadió mientras señalaba a Yayoi, de pie al otro lado de la cinta.
Aun así, la mujer pareció no entender las instrucciones y miró a su alrededor con desconcierto.
Yoshie pulsó el interruptor y la cinta se puso en marcha con un sonido brusco. Masako se dio cuenta de que había puesto una marcha más rápida de lo habitual para no perder tiempo.
Masako empezó a pasar las cajas con mano experta a Yoshie, que las mantenía durante unos segundos debajo de la abertura por donde salían porciones cuadradas de arroz y, después de petarlas, las dejaba sobre la cinta con un movimiento ágil.
Hasta completar una caja, a Yoshie le seguía una larga retahíla de empleados situados a ambos lados de la cinta: los que allanaban el arroz, los que vertían el curry, los que troceaban el pollo, los que ponían los trozos encima del curry, los que pesaban los encurtidos y los colocaban en la caja, los que la cubrían con una tapa de plástico, los que sujetaban la cuchara con una tira de celo y, finalmente, los que precintaban el envase terminado.
El trabajo empezó de la forma acostumbrada. Masako echó un vistazo al reloj de la pared: las doce y cinco. Les quedaban cinco horas y media de trabajo por delante, de pie sobre el frío hormigón. Si querían ir al lavabo, tenían que hacerlo de uno en uno y asegurarse de que alguien los sustituyera. Desde que se pedía el turno hasta que se concedía, podían pasar cerca de dos horas. Por eso habían descubierto que para hacer el trabajo más llevadero no bastaba con preocuparse de uno mismo, sino que había que colaborar con los compañeros. Éste era el secreto para durar en el trabajo sin que la salud se resintiera.
Al cabo de una hora, escucharon los primeros lamentos de la nueva empleada. Al poco tiempo empezó a bajar el rendimiento y el ritmo de la cadena dio las primeras muestras de ralentizarse. Masako vio que Yayoi, siempre dispuesta a ayudar, intentaba echar una mano. Sólo le faltaba tener que ocuparse de la nueva.
Los empleados más veteranos sabían que la tarea de allanar el arroz era especialmente dura. Al tratarse de una masa fría y compacta, para dejarla lisa en pocos segundos era necesario hacer mucha fuerza con las muñecas y los dedos, de modo que era necesario adoptar una posición encorvada que acababa lastimando la espalda. Al cabo de una hora, el dolor se transmitía de la espalda a los hombros, hasta que al final era casi imposible levantar los brazos. Por eso lo habitual era que ese duro cometido recayera en los novatos. Yayoi, que a pesar de su experiencia realizaba la tarea más dura, trabajaba a destajo.
Cuando terminaron de llenar las dos mil cajas de curry, los empleados limpiaron la cinta y se dirigieron a la cinta transportadora contigua. El siguiente encargo consistía en rellenar dos mil cajas especiales. Como había que añadir más ingredientes que en las de curry, la cadena se completó con unos cuantos empleados brasileños ataviados con gorros azules.
Como de costumbre, Yoshie y Masako se ocuparon de poner el arroz. Kuniko, siempre atenta, se las había apañado para reservar una plaza a Yayoi en la tarea más fácil, mojar en salsa los filetes de cerdo. Sólo había que coger un filete en cada mano, introducirlos en el caldero para que se impregnaran de salsa y meterlos en la caja, uniendo los lados impregnados. Era un buen trabajo, alejado del trasiego de la cadena, y perfecto para Yayoi. Masako se relajó y se concentró en su labor.
No obstante, cuando empezaron a limpiar la cinta, una vez finalizada la tarea, se oyó un gran estruendo. Los trabajadores se volvieron al unísono para ver qué había pasado: Yayoi había tropezado con el caldero y se había caído al suelo. La tapa metálica había rodado hasta la cinta contigua, convirtiendo la zona de trabajo en un mar de espesa salsa marrón.
El suelo de la fábrica siempre estaba resbaladizo e impregnado de grasa y restos de comida, pero los empleados se habían acostumbrado a esas condiciones laborales y raramente se producían accidentes como ése.
—Pero ¿qué diantre has hecho? —gritó Nakayama con el rostro desencajado—. ¿Cómo puedes haber volcado el caldero?
—Lo siento —se excusó Yayoi mientras unos cuantos hombres acudían con fregonas—. Resbalé.
Yayoi estaba sentada en medio de un charco de salsa y no parecía tener la intención de moverse. Masako se acercó para ayudarla a incorporarse y, mientras la cogía por las muñecas, vio que su compañera tenía un gran morado en el estómago. Ése debía de ser el motivo de su distracción. La mancha destacaba sobre su blanca piel como una marca de Caín. Masako chascó la lengua y se apresuró a bajarle la bata.
Al no disponer de uniformes de recambio, Yayoi tuvo que seguir trabajando con la espalda y los brazos empapados en salsa. El espeso líquido se convirtió en una dura costra marrón que no llegó a traspasar la tela, aunque desprendía un fuerte olor.
Las cinco y media. Como habían terminado los encargos a tiempo, pudieron volver al primer piso sin necesidad de hacer horas extra. Después de cambiarse, Masako y sus tres amigas solían sacar unas bebidas de las máquinas y quedarse un rato charlando en la sala de descanso.
—Hoy estás muy rara —dijo Yoshie, que no sabía nada, mirando a Yayoi—. ¿Qué te pasa?
En el rostro de Yoshie se reflejaban el cansancio y la edad. Yayoi bebió un sorbo de café del vaso de papel que tenía en las manos y, después de pensarlo un instante, respondió:
—Ayer me peleé con mi marido.
—¿Qué hay de raro en eso? A todo el mundo le pasa, ¿verdad? —dijo Yoshie sonriendo y buscando la complicidad de Kuniko, quien se puso un cigarrillo mentolado en la boca y entrecerró los ojos para mostrar su acuerdo.
—Pero si tu marido y tú os lleváis bien... —comentó—. Siempre salís con los niños, ¿no?
—Ya no —murmuró Yayoi.
Masako observaba en silencio el rostro de Yayoi. Al rato de estar sentadas, el cansancio se volvía tan intenso que les paralizaba la musculatura.
—La vida es muy larga —dijo Yoshie intentando quitar hierro al asunto—. Todas las parejas tienen altibajos.
—Ha gastado todos nuestros ahorros —añadió Yayoi en un tono más amargo—. ¡Estoy harta!
Al oír estas palabras, sus compañeras se quedaron pasmadas.
—¿En qué? —inquirió Masako al tiempo que expulsaba el humo del cigarrillo que acababa de encender.