—¿Del mismo modo que ayudas a tu suegra y a tu nieto?
—No, no es lo mismo —respondió Yoshie frunciendo el ceño—. No podemos meterlos en el mismo saco que lo que hicimos.
—¿Estás segura?
—Pues claro que sí —aseguró Yoshie—. Ahora que, pensándolo bien, quizá sí sea lo mismo. En ambos casos se trata de ocuparse de algo que nadie quiere hacer.
Yoshie volvió a quedarse pensativa. Las arrugas que se dibujaron en su pálida frente la hicieron parecer aún más mayor de lo que realmente era.
—Entiendo —dijo Masako tirando el cigarrillo al suelo y apagándolo con la punta de su zapatilla—. Nos vemos en la fábrica.
—¿Y tú, Masako? ¿Ves las cosas de diferente manera?
—No —mintió mientras abría la puerta del coche—. Lo veo todo igual.
Yoshie apartó su bicicleta.
—Hasta luego —dijo.
Masako se sentó al volante y le hizo un gesto con la mano a través del parabrisas. Yoshie le sonrió y, con una agilidad sorprendente para alguien de su edad, se montó en la bicicleta y pedaleó en dirección a la entrada del supermercado. Mientras la veía alejarse, Masako pensó en lo que estaban viviendo. Aunque no lo hubiera notado, el dinero que iba a recibir de Yayoi acabaría por causarle un efecto parecido a una reacción química. En su observación no había ni una pizca de malicia: los hechos no podían alterarse.
Al llegar a casa, el teléfono estaba sonando. Dejó la bolsa en el armario de los zapatos y se apresuró a entrar. Llevaba una semana sin noticias de Yayoi. Quizá fuera ella.
—¿Señora Katori? —dijo una voz masculina al otro lado del hilo.
—Sí, soy yo.
—Me llamo Jumonji. Usted me conoce por el nombre de Yamada, de cuando trabajaba en el banco.
—Ah, eres tú —dijo Masako sorprendida por su llamada.
Cogió una silla y se sentó. Estaba sudando por la carrera que había hecho para llegar al teléfono.
—Cuánto tiempo, ¿verdad?
—Pero si nos vimos el otro día.
—Fue una feliz casualidad —dijo Jumonji en tono jocoso.
—¿Qué quieres? —preguntó Masako buscando un cigarrillo hasta que recordó que había dejado el bolso en el recibidor—. Si hay para rato, tendrás que esperar un momento.
—Espero —respondió Jumonji como un autómata.
Masako volvió al recibidor y puso la cadenilla en la puerta. Así, si Yoshiki o Nobuki regresaban le daría tiempo de colgar. Después cogió el bolso y volvió a la sala de estar.
—Ya está —dijo al auricular—. ¿Qué quieres?
—Es algo difícil de explicar por teléfono. ¿Podemos vernos en algún sitio para hablar?
—¿Por qué es difícil de explicar por teléfono?
Al principio había creído que el motivo de su llamada tenía algo que ver con la deuda de Kuniko, pero al parecer Jumonji apuntaba más alto.
—Es un poco complicado —repuso él—. De hecho, quiero proponerle un negocio.
—Un momento —dijo Masako—. Antes quiero preguntarte algo: ¿qué ha pasado con el plazo de Kuniko?
—Pagó puntualmente.
—¿Con qué?
—Con información.
Al oír su respuesta, Masako supo que sus temores se habían visto confirmados.
—¿Qué tipo de información?
—Eso es justamente de lo que quiero hablarle.
—De acuerdo. ¿Dónde?
—Esta noche trabaja, ¿verdad? ¿Podríamos quedar para cenar?
Masako le dio la dirección de un Royal Host que había cerca de la fábrica y le indicó que acudiera a las nueve.
Al final no se saldrían tan fácilmente con la suya. Ya había tenido esa impresión al hablar con Yoshie, pero se desalentó aún más al reconocer que había dejado a Kuniko demasiado a su aire.
De repente, oyó el ruido de la cadenilla: alguien estaba de vuelta. El timbre del interfono resonó con furia por toda la casa. Fue al recibidor, abrió la puerta y encontró a Nobuki plantado frente a ella pero mirando hacia otro lado. Pese al calor, llevaba una gorra negra calada hasta los ojos. Su indumentaria se completaba con una camiseta negra desteñida, unos pantalones holgados y unas Nike.
—Hola —le dijo Masako.
Nobuki entró sin dirigirle la palabra. Su cuerpo joven y robusto era sorprendentemente ágil. Si hubiera hablado, lo primero que le hubiera dicho sería que no pasara la cadenilla, pero subió a su habitación sin ni siquiera mirarla.
—Hoy tendrás que prepararte tú la cena —gritó Masako en la escalera, pero su voz resonó por las habitaciones vacías.
Le dio la impresión de que había dado la orden a toda la casa y no sólo a su hijo.
Masako llegó al Royal Host a las nueve en punto. Jumonji ya estaba ahí, sentado en una discreta mesa al fondo del local y sosteniendo un periódico arrugado.
—Gracias por venir —dijo.
Masako se sentó al otro lado de la mesa sin decir nada. Jumonji llevaba una americana sobre un polo blanco. Masako iba como siempre: vaqueros y una vieja camiseta de Nobuki.
—Buenas noches —les saludó un hombre vestido de negro que parecía el encargado mientras les dejaba un par de cartas y los miraba extrañado, seguramente preguntándose qué tenían en común.
—¿Ya ha cenado? —le preguntó Jumonji, que tenía un café con hielo delante.
Masako se quedó pensando un momento y luego negó con la cabeza.
—Aún no.
—Yo tampoco.
Masako se decidió por un plato de espaguetis. Jumonji llamó al encargado y pidió lo mismo para él. Entonces, sin consultar a Masako, también le dijo que les trajera café después de la cena.
—Vaya, cuánto tiempo —dijo cuando el encargado se hubo ido—. Me alegró verla el otro día. En la caja de crédito siempre se portó muy bien conmigo.
Era evidente que intentaba agasajarla, pero a la vez temía mirarla a los ojos. ¿Por qué estaría nervioso?
—¿De qué querías hablarme? —le preguntó Masako.
—En primer lugar, quiero agradecerle que haya venido.
—Lo he hecho porque has dicho que no podías hablar por teléfono.
—No ha cambiado, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
Masako bebió un poco de agua. Estaba helada.
—Siempre ha evitado las ceremonias, ¿verdad?
—Pues sí. Y también tú podrías ir al grano. Ya nos conocemos.
Masako recordaba perfectamente a Jumonji de su época como cobrador de morosos, con las cejas depiladas, su permanente y con pinta de gamberro. Incluso corrían rumores de que formaba parte de una banda de moteros. Ahora su aspecto y sus palabras eran un poco más refinados, pero en el fondo seguía siendo el mismo.
—¿Al grano? —repitió rascándose la cabeza—. Como quiera...
En ese momento les trajeron los espaguetis. Masako cogió el tenedor y se puso a comer. Nunca hubiera imaginado que acabaría cenando en ese lugar y con semejante compañía; se echó a reír.
—¿De qué se ríe?
—De nada —respondió.
De pronto entendió por qué había querido castigarse manteniendo su estómago vacío: para reprimir su deseo de ser libre. Cuando terminó, se limpió los labios con una servilleta de papel. Jumonji también había acabado y encendió un cigarrillo sin pedirle permiso.
—Bueno, ¿vas a explicarme de una vez para qué me has llamado?
—Antes de nada tengo que felicitarla.
—¿Por qué?
—Fue impresionante —dijo Jumonji sonriendo sin ironía.
—¿Qué es lo que fue impresionante?
—Lo de descuartizarlo —murmuró Jumonji.
Masako se quedó de una pieza.
—¿O sea que lo sabes?
—Sí.
—¿Todo?
—Creo que sí.
—Kuniko se fue de la lengua, ¿no es cierto? Por quinientos mil yenes.
—No la culpe a ella.
—Tienes razón —admitió Masako—. Se lo sacaste con tus artimañas, ¿verdad?
—Digamos que sí.
Masako apagó el cigarrillo en el cenicero rebosante de colillas. Había perdido.
—¿Y el negocio que querías proponerme?
—¿Le interesaría hacer desaparecer más cadáveres? —preguntó Jumonji bajando la voz e inclinándose hacia delante—. Según parece, hay bastantes cadáveres que nadie quiere encontrar. Nosotros nos encargaríamos de eliminarlos.
Masako se quedó estupefacta. Esperaba algún tipo de chantaje, pero no una proposición como ésa. Ahora que, pensándolo bien, unas pobres amas de casa no eran precisamente el mejor objetivo para chantajear. A menos que estuviera al corriente de la existencia del seguro de vida.
—¿Qué le parece? —le preguntó Jumonji observándola casi con una mirada de admiración.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Yo me ocuparé de tratar con los clientes —le explicó—. Son gente de los bajos fondos y le evitaré tratar con ellos. Cuando me llegue un fiambre, usted lo descuartiza y yo me ocupo de deshacerme de él. Conozco un lugar con una gran incineradora, así que nadie lo encontraría.
—¿Y por qué no lo arrojas directamente a la incineradora?
—No funcionaría. Trasladar un cuerpo entero conlleva un gran riesgo. Cualquiera podría descubrirlo antes de llegar a la incineradora. Pero cortado a trozos pequeños y metido en bolsas de basura normales no despertaría ninguna sospecha. Además, está en Fukuoka.
—¿Y piensas enviarlo por mensajero? —preguntó Masako incrédula.
Jumonji hablaba en serio.
—Eso es —dijo él—. Bastaría con quince paquetes de cinco kilos. Yo los recojo en el destino y me deshago de ellos en la incineradora. No podría ser más fácil.
—¿Y sólo quieres que me ocupe de descuartizar los cadáveres?
—Exacto. ¿Le interesa?
Les trajeron el café. Jumonji bebió un sorbo y se quedó mirando fijamente a Masako, intentando descifrar su expresión. Sus ojos brillaban con una luz inteligente.
—¿Cómo se te ha ocurrido este plan?
—Tenía ganas de trabajar con usted.
—¿Conmigo?
—Sí, con usted. Es una persona impresionante...
—Creo que no te entiendo.
—Da igual. Yo ya me entiendo.
Jumonji se pasó las manos por los suaves cabellos que le caían sobre las orejas. Masako se volvió y echó un vistazo al restaurante, que estaba casi vacío. No había nadie conocido. En la caja, el encargado charlaba animadamente con una joven camarera. Al ver que Masako seguía sin darle una respuesta, Jumonji empezó a dudar.
—Al negocio en el que estoy apenas le queda un año de vida. Y después me gustaría hacer algo más emocionante, no sé... más excitante. Pero no quiero que piense que estoy pirado.
—¿De verdad se puede ganar dinero con eso? —lo interrumpió Masako.
Jumonji asintió con fuerza.
—Mucho más que con lo que hago ahora.
—¿Y cuánto piensas sacar por pieza? —inquirió Masako. Jumonji se pasó la lengua por sus labios finos y bien formados mientras pensaba qué cifra iba a decirle—. Déjate de misterios. Si no me lo dices, no cuentes conmigo.
—De acuerdo. Le diré la verdad. Una persona con quien he hablado me ha prometido ocho millones. Tres serían para él, por hacer de intermediario. De los cinco restantes, dos para mí y tres para usted.
Masako encendió un cigarrillo y repuso:
—No pienso hacerlo por menos de cinco.
—¿Qué?—exclamó Jumonji—.¿Cinco?
—Exacto —confirmó Masako—. Quizá creas que es muy fácil, pero te aseguro que no lo es. Es un trabajo sucio y asqueroso, y después te provoca pesadillas. Si no lo has hecho nunca, no puedes entenderlo. Y, además, necesitas un lugar adecuado. No pienso hacerlo en mi casa. Es demasiado arriesgado. ¿Dónde planeas hacerlo?
—Kuniko me dijo que lo habían hecho en el baño de su casa... —respondió Jumonji incómodo.
—¿Y por qué no en la tuya? Vives solo, ¿no?
—Vivo en un piso, y el baño es muy pequeño.
—Pero hacerlo en mi casa es casi imposible —arguyó Masako—. Hay que buscar un momento en el que no haya nadie, y entrarlo sin que los vecinos lo vean. Además, la pieza no viene sola sino que lleva muchos accesorios de los que también hay que librarse. —Masako hizo una pausa, recordando cómo Kazuo Miyamori había recuperado la llave. Manteniendo la respiración, Jumonji esperó a que continuara—. Y es absolutamente imposible que lo haga una sola persona —prosiguió—. Y encima hay que limpiar el baño, que es tan complicado como descuartizar el cuerpo. No pienso hacerlo en mi casa si no es por cinco millones.
Visiblemente incómodo, Jumonji cogió la taza de café vacía y se la llevó a los labios. Al ver que no había café, hizo una seña a la camarera que hablaba con el encargado, y ésta le trajo una nueva cafetera llena de un café aguado. Cuando se hubo ido, Jumonji preguntó:
—¿Y qué le parece si me encargo yo de llevar la pieza hasta su casa, de desembarazarme de la ropa y los accesorios y de deshacerme del cuerpo ya descuartizado?
—Eso está bien. Creo que el problema está en los tres millones que se lleva el intermediario. Te ha dicho ocho, pero debe de sacar diez como mínimo. Por lo tanto, se embolsa cinco millones sin hacer prácticamente nada. Se trata de un yakuza, ¿verdad?
—Vaya, lo que dice tiene sentido —dijo Jumonji con un dedo en los labios.
Masako no le había llamado ingenuo, pero casi.
—O sea que tendrás que rebajarle el sueldo o subir el precio a diez millones.
—Ya. Pero ¿qué le parecería un millón y medio para mí y tres y medio para usted?
—Ni hablar —repuso Masako mirando su reloj.
Eran casi las once. Tenía que irse.
—Un momento —dijo Jumonji mientras sacaba su móvil, aparentemente con la intención de ponerse a negociar ahí mismo.
Masako aprovechó para levantarse e ir al lavabo. Se plantó ante el espejo y observó su rostro. Tenía la frente grasienta de sudor. Cogió una toalla de papel y se la pasó por la cara. ¿En qué se estaba metiendo? Estaba inquieta y excitada. Recordó que llevaba una barra de labios en el bolso, la cogió y se los pintó. De vuelta a la mesa, Jumonji no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Qué pasa?
—Nada. Acabo de hablar con el tipo ese. Lo he convencido.
—Qué rápido.
—Sí, se lo he pedido como un favor. Somos viejos amigos —dijo esbozando una sonrisa.
Masako recordó que cuando se dedicaba a cobrar a morosos siempre se había mostrado como un joven especialmente brillante y eficaz.
—¿Y qué habéis acordado?
—Le he dicho que no lo podemos hacer sólo por ocho, pero él me ha asegurado que es lo máximo que podemos pedir hasta que hayamos demostrado que trabajamos bien. Al final ha accedido a rebajar su parte a dos millones, con lo cual nos quedan dos para mí y cuatro para usted. Ahora bien, con la condición de que si pasa algo, él actuará como si no nos conociera.