Oscuros. El poder de las sombras (35 page)

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Authors: Lauren Kate

Tags: #Juvenil

BOOK: Oscuros. El poder de las sombras
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—¡Oh! ¡Usted tiene que ser la abuela de Miles!

—¡Oh, no, por Dios, no! —exclamó la mujer retrocediendo—. No tengo hijos. Nunca me casé, ay, pobrecita de mí. Soy la señora Ginger Fisher, de la rama familiar de Carolina del Norte. Miles es mi sobrino mayor. ¿Y tú eres…?

—Lucinda Price.

—Lucida Price, sí.—La señora Fisher miró a Luce entornando los ojos—. He leído un par de historias sobre ti. Pero ahora no me acuerdo exactamente de qué es lo que hacías…

Antes de que Luce pudiera responder, las manos de Steven se posaron en sus hombros.

—Luce es una de las alumnas que menos tiempo hace que se ha incorporado —dijo él con voz contundente—. Sin duda, a usted le alegrará saber que Miles se ha esforzado mucho para que ella se sienta cómoda aquí.

La señora Fisher posó entonces la mirada algo más allá de donde estaban y escrutó la zona ajardinada repleta de gente. Los invitados habían terminado de comer, y Shelby encendía las antorchas de bambú que estaban colocadas en el suelo. Cuando se iluminó la antorcha más próxima a la mesa principal, la luz iluminó a Miles, que estaba inclinado en la mesa del lado retirando unos platos.

—¿Acaso mi sobrino mayor está… atendiendo las mesas? —La señora Fisher se llevó una mano enguantada a la frente.

—En realidad —dijo Shelby entrometiéndose en la conversación con el encendedor de antorchas en la mano— se encarga de retirar la bas…

—Shelby —la interrumpió Francesca—, me parece que la antorcha que hay cerca de las mesas de los nefilim se acaba de apagar. ¿Podrías encargarte de ella ahora mismo?

—¿Sabe? —dijo Luce a la señora Fisher—. Iré a buscar a Miles y le haré venir. Sin duda, los dos tienen muchas cosas que contarse.

Miles se había cambiado la gorra de los Dodgers y la sudadera por unos pantalones de color marrón y una camisa naranja abotonada. Aunque era una opción atrevida, le quedaba bien.

—¡Eh!

Él la saludó con la mano que no sostenía la pila de platos sucios. A Miles no parecía importarle encargarse de las mesas. Sonreía de oreja a oreja, estaba en su elemento, hablando con todos los asistentes al banquete mientras les retiraba los platos.

Cuando Luce se acercó, dejó los platos a un lado y la abrazó dándole un apretón más fuerte al final.

—¿Estás bien? —preguntó ladeando la cabeza y provocando que el pelo castaño le cayera sobre los ojos. No parecía acostumbrado al modo en que se le movía el cabello sin la gorra, así que se lo apartó rápidamente—. No tienes buen aspecto. Bueno, no. Estás preciosa. No quería decir eso. Ese vestido me gusta mucho. Y llevas un peinado muy bonito. Pero también pareces un poco… —Torció el gesto algo inseguro— abatida.

—Pues resulta molesto —contestó Luce dando una patada en el césped con la punta de su zapato de tacón negro—. Porque justo ahora es cuando mejor me siento en toda la noche.

—¿De veras? —El rostro de Miles se iluminó el rato que se tomó aquello como un cumplido. Luego puso cara larga—. Sé que estar castigada tiene que fastidiarte. Si me permites opinar, me parece que Francesca y Steven se han extralimitado teniéndote bajo su control toda la noche…

—Lo sé.

—No mires ahora, pero estoy seguro de que nos vigilan. ¡Oh, perfecto! —gimió—. ¿Esa es mi tía Ginger?

—Acabo de tener el placer de conocerla —contestó Luce riendo—. Quiere verte.

—Ya lo imagino. Por favor, no creas que toda mi familia es como ella. Cuando conozcas al resto del clan el Día de Acción de Gracias…

El Día de Acción de Gracias con Miles. Luce lo había olvidado por completo.

—¡Oh! —Miles se percató de la expresión de su cara—. ¿No pensarás que Francesca y Steven te obligarán a quedarte aquí por Acción de Gracias?

Luce se encogió de hombros.

—Me imagino que eso es lo que significa «hasta nueva orden».

—Así que esto es lo que te pone triste. —Posó una mano sobre el hombro desnudo de Luce. Ella había lamentado ir sin mangas hasta ese momento, cuando sintió los dedos de él en su piel. No era como el tacto de Daniel, que siempre resultaba electrizante y mágico, pero en cualquier caso resultaba reconfortante.

Miles se acercó y bajó su cara hasta la de ella.

—¿Qué ocurre?

Luce levantó la vista y contempló sus ojos azules. Él aún tenía la mano sobre su hombro. Sintió cómo separaba los labios para contarle la verdad o, en todo caso, lo que ella creía que era la verdad, y se dispuso a desahogarse.

Que Daniel no era el que ella creía que era. Lo cual, a su vez, tal vez quería decir que ella tampoco era la que creía ser. Que todo lo que había sentido por Daniel en Espada & Cruz seguía vivo —de hecho, la mareaba pensar en ello—, pero que ahora las cosas eran muy diferentes. Y que todo el mundo no dejaba de repetir que en esa vida todo era distinto, que era el momento de romper el círculo, pero que nadie era capaz de explicarle qué significaba eso. Decirle que tal vez todo aquello no terminara con Luce y Daniel juntos. Que tal vez se suponía que ella tenía que liberarse y hacer algo por su cuenta.

—Es difícil expresarlo con palabras —dijo al fin.

—Lo sé —repuso Miles—. Yo también he pasado una mala temporada. De hecho, hay algo que hace bastante tiempo que quería decirte…

—Luce. —Francesca apareció de pronto, interponiéndose prácticamente entre los dos—. Es hora de irse. Te acompañaré a tu habitación.

Adiós a hacer algo por cuenta propia.

—Miles, a tu tía Ginger y a Steven les gustaría verte.

Miles dedicó una última sonrisa comprensiva a Luce y luego atravesó el jardín para acercarse trabajosamente hacia su tía.

Las mesas se estaban despejando, pero Luce vio a Arriane y a Roland riéndose a carcajadas cerca de la barra. Había un grupo de chicas nefilim en torno a Dawn. Shelby estaba junto a un chico alto de cabello muy rubio y piel muy pálida, casi blanca.

Era el novio patético. Seguro. Estaba inclinado hacia Shelby, claramente interesado por ella, pero era evidente que la chica seguía molesta. Lo estaba tanto que ni siquiera se dio cuenta de que Luce y Francesca pasaban a su lado, a diferencia de su ex novio, que clavó la mirada en Luce. El color pálido, no del todo azul, de sus ojos resultaba inquietante.

Entonces alguien gritó que el fin de fiesta se trasladaba a la playa. Shelby llamó la atención de su patético novio dándole la espalda y diciéndole que era mejor que no la siguiera.

—¿Te gustaría poder ir con ellos? —preguntó Francesca mientras se alejaban del barullo de la zona ajardinada.

El alboroto y el aire remitieron conforme avanzaban por el camino de grava de vuelta a la zona de la residencia y pasaban junto a hileras de buganvilias de color rosa intenso. Luce se preguntó si Francesca era quizá la responsable de esa tranquilidad sobrecogedora.

—No.

A Luce le gustaban mucho las fiestas, pero si tuviera que decir lo que le «gustaría», desde luego no sería ir a una fiesta en la playa. A ella lo que le gustaría… bueno, no estaba muy segura. Alguna cosa que tuviera que ver con Daniel, sí, pero ¿qué? Tal vez que él le contara lo que ocurría. O que en lugar de protegerla ocultando información le contara la verdad. Por supuesto, seguía queriendo a Daniel. Él la conocía mejor que nadie. Su corazón latía deprisa cada vez que lo veía. Lo echaba mucho de menos. La cuestión era en qué medida ella lo conocía a él.

Francesca fijó la vista en el césped que bordeaba el camino que llevaba a la residencia. Con mucha sutileza, levantó los brazos a ambos lados con un gesto parecido al de las bailarinas en la barra.

—Ni azucenas, ni rosas —murmuró en voz baja mientras las puntas de los dedos le empezaban a temblar—. ¿Qué era entonces?

En ese momento se produjo un crujido suave, como cuando se arrancan de cuajo las raíces de una planta; de pronto, de forma milagrosa, apareció un arriate de flores blancas a ambos lados del camino. No eran unas flores cualesquiera. Eran densas, lozanas y de casi treinta centímetros de altura.

Se trataba de peonias salvajes, unas plantas poco comunes y muy delicadas, con capullos grandes como pelotas. Eran las flores que Daniel había llevado a Luce cuando estuvo en el hospital, y tal vez en ocasiones anteriores. Colocadas en el margen del camino de la Escuela de la Costa, brillaban en la noche como estrellas.

—¿A qué viene esto? —preguntó Luce.

—Es para ti —dijo Francesca.

—¿Por qué?

Francesca le acarició la mejilla.

—En ocasiones las cosas bonitas llegan a nuestra vida como salidas de la nada. No siempre las podemos entender, pero tenemos que confiar en ellas. Sé que quieres cuestionarlo todo, pero a veces es bueno limitarse a hacer un acto de fe.

Hablaba de Daniel.

—Mírame a mí con Steven. Sé que puede resultar bastante confuso. ¿Lo quiero? Sí. Pero cuando llegue la batalla final, voy a tener que matarlo. Esa es nuestra realidad. Ambos sabemos exactamente dónde estamos.

—Pero ¿no confías en él?

—Sé que él será fiel a su naturaleza de demonio. Tienes que confiar en que quienes te rodean serán fieles a su naturaleza, aunque parezca que están traicionando lo que son.

—¿Y si eso no fuera tan fácil?

—Eres fuerte, Luce, y eres independiente. Me di cuenta por cómo reaccionaste ayer en mi despacho. Me hizo sentirme muy… contenta.

Luce no se sentía fuerte, sino como una completa idiota. Daniel era un ángel, así que su auténtica naturaleza tenía que ser bondadosa. ¿Y se suponía que ella tenía que aceptar eso con los ojos cerrados? ¿Y su propia naturaleza? No todo era blanco o negro. ¿Acaso Luce era el motivo por el que las cosas entre ellos resultaban tan complicadas? Mucho después de haber entrado en su habitación y haber cerrado la puerta, seguía sin poder quitarse de la cabeza las palabras de Francesca.

Al cabo de aproximadamente una hora, un golpecito en la ventana hizo que Luce diera un respingo mientras contemplaba el fuego que se extinguía en la chimenea. Antes incluso de lograr ponerse de pie, oyó otro golpeteo en el cristal, aunque esta vez parecía más vacilante. Luce se incorporó y fue hacia la ventana. ¿Qué hacía Daniel de nuevo por ahí? Después de tantos aspavientos sobre lo inseguro que era verse, ¿por qué no dejaba de aparecerse?

Ni siquiera sabía qué quería de ella, a menos que fuera atormentarla como le había visto hacer a las otras versiones de ella en las Anunciadoras. Aunque en palabras de él fuera quererla. Esa noche lo único que Luce quería de él era que la dejara tranquila.

Abrió los postigos de madera, levantó el cristal e hizo caer otra de los miles de plantas de Shelby. Apoyó las manos en el alféizar y luego sacó la cabeza a la noche, dispuesta a reprender a Daniel.

Pero en la cornisa bajo la luz de la luna no estaba Daniel.

Era Miles.

Se había cambiado y ya no llevaba su ropa elegante, pero no se había puesto la gorra de los Dodgers. La mayor parte de su cuerpo estaba sumida en la sombra, pero el contorno de sus amplias espaldas se adivinaba claramente recortado contra el azul intenso de la noche. Su sonrisa tímida fue respondida por otra de ella. Miles sostenía una cornucopia dorada llena de lirios naranjas que se había llevado de uno de los centros de mesa de la Fiesta de la Cosecha.

—Miles —dijo Luce.

Su nombre le sonó extraño al pronunciarlo. Tenía un deje de sorpresa agradable cuando instantes atrás su intención era ser algo desagradable. El corazón le empezó a latir deprisa, y no dejaba de sonreír.

—¿Qué locura es esta que me hace andar de la cornisa de mi ventana a la de la tuya?

Luce negó con la cabeza, sorprendida ella también. Jamás había estado en la habitación de Miles, que estaba en el ala para chicos de la residencia. De hecho, no sabía ni dónde se encontraba.

—¿Lo ves? —prosiguió él con una sonrisa aún más amplia—. Si no nos hubieran castigado, nunca lo habríamos sabido. Esto de aquí fuera es muy bonito, Luce. Deberías venir. No te dan miedo las alturas, ¿verdad?

Luce quería acercarse a la cornisa con Miles. Pero no quería que eso le recordara las ocasiones en que había estado allí con Daniel. Ambos eran tan distintos… Miles era una persona formal, dulce, sensible. Daniel… era el amor de su vida. Ojalá todo fuera tan simple y fácil de definir. Compararlos era injusto, a la vez que imposible.

—¿Cómo es que no estás en la playa con todo el mundo? —preguntó ella.

—No todo el mundo está en la playa. —Miles sonrió—. Tú estás aquí. —Agitó la cornucopia de flores en el aire—. Las he cogido de la cena para ti. Shelby tiene muchas plantas en su lado de habitación. Pensé que tú podrías poner estas en tu mesa.

Miles sacudió el cuerno de mimbre por la ventana en dirección hacia ella. Estaba repleto de flores brillantes de color naranja. Sus estambres de color negro temblaban a merced del viento. No eran perfectas, algunas incluso estaban mustias, pero eran mucho más tiernas que las peonias gigantes que Francesca había hecho florecer. «En ocasiones, las cosas bonitas llegan a nuestra vida como salidas de la nada.»

Tal vez ese era el detalle más bello que alguien había tenido con ella en la Escuela de la Costa, aparte de cuando Miles se había escabullido dentro del despacho de Steven para robar el libro y ayudar a Luce a pasar al interior de la sombra. O cuando Miles la invitó a tomar el desayuno el mismo día que la había conocido. O lo rápido que había sido Miles al incluirla en sus planes para Acción de Gracias. O la falta absoluta de resentimiento en la expresión de Miles cuando le asignaron al servicio de limpieza después de que ella lo hubiera metido en un lío por escaparse. O cómo Miles…

Se dio cuenta de que podía seguir con la enumeración toda la noche. Tomó las flores, las metió en su habitación y las colocó sobre su escritorio.

Cuando regresó, Miles le tendía la mano para ayudarla a salir por la ventana. Podía inventarse una excusa, una chorrada como la de no querer romper las normas de Francesca, o limitarse simplemente a cogerle la mano cálida y fuerte y dejarse llevar y por un segundo olvidarse de Daniel.

Fuera, el cielo era una explosión de estrellas que brillaban en la noche oscura igual que los diamantes de la señora Fisher, pero más bellas incluso. Desde donde se encontraba, la cubierta de ramas de secuoyas al este de la escuela parecía espesa, oscura y aprensiva; al oeste se oía el batido incesante de las olas y se veía el fulgor lejano de la hoguera ardiendo en la playa ventosa. En otras ocasiones Luce ya había advertido estas cosas desde la cornisa. El océano. El bosque. El cielo. Pero en esas otras ocasiones en que había estado ahí fuera, Daniel había acaparado toda su atención. La había casi encegado, hasta el punto de que jamás había podido asimilar la totalidad de la escena.

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