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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (34 page)

BOOK: Órbita Inestable
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Oh, por supuesto, su relato de haber sido secuestrados por los macuts particulares de Mikki Baxendale quedaba confirmado por todo tipo de evidencias corroborativas. Las señales de los torpes pinchazos de las inyecciones que aún exhibían, Lyla en la base de su dedo pulgar, presumiblemente porque el yash que llevaba la protegía de una inyección allá donde Madison la había recibido, en la parte superior del hombro. Había también un rastro detectable de narcolato en la minúscula costra que habían extraído de la pequeña herida del nig, atrapado por la sangre antes de que ésta se coagulara. Por aquel lado, todo bien.

Pero por lo demás, la victoria de Madison solo sobre nueve asaltantes, y las medio locas visiones de la chica de una miríada de batallas diseminadas de extremo a extremo de la historia, llegando al clímax en una predicción de algo que se suponía iba a ocurrir el año próximo…

La mandíbula de Reedeth colgó. La notó caer, y no pudo contrarrestar el impulso. El mundo sólido a su alrededor pareció de pronto tenue, como torbellineante bruma. Hacía tan sólo uno o dos días había visto por sí mismo que una pitonisa podía ofrecer sin lugar a dudas oráculos comprensibles sobre totales desconocidos, lo suficientemente claros como para que los impersonales automatismos los relacionaran con sus sujetos correspondientes. Como si los hechos de los que era consciente desde hacía mucho tiempo hubieran sido agitados, a la manera de un calidoscopio, hasta formar un esquema inesperado con un mensaje a un nivel no verbal, se descubrió a sí mismo considerando una hipótesis totalmente nueva. ¿Era posible que el efecto sinérgico del narcolato y de la píldora sibilina combinados hubieran generado en Madison un talento tan insospechado como lo había sido el talento de las pitonisas antes de los días pioneros de Diana Spitz? ¿Podía Madison —lo había hecho realmente— saber cosas que aún no habían ocurrido?

Pero incluso la propia idea parecía tan absurda que dejó escapar una ronca risa, haciendo que Lyla alzara la vista hacia él con un vago asomo de curiosidad reflejado en su rostro.

—No, nada —suspiró él, en respuesta a su no formulada pregunta.

Y antes de que pudiera aclarar nada más, la comred zumbó. Ariadna apareció en la pantalla, con el fondo familiar de su casa detrás de su hermosa cabeza.

—Jim, ¿qué demonios estás haciendo en tu oficina un sábado por la tarde? ¡Llevo dos horas llamándote a tu casa!

—Arreglando un terrible embrollo con mis manos desnudas —murmuró Reedeth—. Eso es lo que estoy haciendo. —Le contó lo que había ocurrido, y concluyó—: Para acabar de arreglar las cosas, la señorita Clay no puede volver a su apartamento, según tengo entendido. Su única llave se quedó en el apartamento de Mikki Baxendale, y el dinero que le remitiste como pago por su actuación aquí fue directamente a la cuenta de Dan Kazer como su mackero, pero puesto que él está muerto la cuenta ha quedado bloqueada hasta que se resuelvan las formalidades legales. Así que supongo que ni siquiera tiene dinero suficiente para pagar a un cerrajero que le abra la puerta de su propia casa.

—Eso no es problema —dijo Lyla con un asomo de desdén—. Harry puede abrírmela. Ya lo hizo una vez.

Reedeth la miró desconcertado.

—Alguien que yo creía que era un amigo de Dan se mudó a nuestro apartamento mientras yo estaba encerrada aquí ayer. Harry abrió la puerta, y entramos sin necesidad de ninguna llave.

—Pero ¿no tiene usted una llave a código en su puerta? —preguntó Reedeth, sin comprender.

—Sí, por supuesto que sí.

Desde la pantalla, Ariadna no se mostraba menos sorprendida que el propio Reedeth.

—Tonterías —dijo Ariadna firmemente—. Nadie puede abrir una cerradura a código sin la llave…, no a menos que derribes la puerta. Jim, creo que será mejor que reconsideres lo que estás haciendo. Supongo que…, esto…, van a producirse algunas demandas, ¿no crees?

—Le aseguro que digo la verdad —murmuró Lyla, y apretó su boca en una obstinada línea.

Reedeth iba a responder algo, cuando otra señal empezó a destellar en el robescritorio, y pareció animarse.

—Discúlpame —le dijo a Ariadna, y pasó a otro circuito.

Cuando su imagen reapareció en la pantalla de ella, su expresión era de desánimo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella.

—Flamen acaba de llegar.

—Pero creí que eso era precisamente lo que estabas esperando durante todo el día… ¿Por qué esa expresión tan taciturna ahora?

Reedeth suspiró.

—Supongo que no existe ninguna razón. Se trata simplemente de que se ha traído a Conroy con él.

—¿Conroy? ¿Xavier Conroy? ¡Pero creía que estaba en Canadá!

—Flamen lo ha traído a Nueva York para este fin de semana. Tengo la impresión de que quiere una segunda opinión respecto a su esposa, y por supuesto no se puede elegir a nadie más opuesto a Mogshack que él, ¿no?

—No más de lo que Mogshack es opuesto a él. ¡Ve con cuidado, Jim! ¿Te das cuenta de lo que ocurrirá si Mogshack averigua que tú has…? —Dudó, buscando la palabra adecuada.

—¿Que he estado «conspirando con el enemigo»? —ofreció Reedeth con una amarga sonrisa—. Si toma lo que en realidad es una pura coincidencia como un insulto personal, entonces tendré la prueba de lo que los automatismos nos dijeron acerca de él, y no aguardaré a ser cesado. Dimitiré. No tengo la menor intención de trabajar para un lunático.

—¡Oh, por el amor de Dios! —dijo Ariadna—. Jim, si te sientes feliz con la compañía que tienes en este preciso momento, allá tú… ¡Pero te diré una cosa! Por la forma en que estás actuando, es muy probable que vuelvas en cualquier momento al Ginsberg, ¡con una orden de internamiento en tu mano!

Cortó la comunicación con un bufido, y Reedeth se quedó con la boca medio abierta pa-ra emitir su contraataque.

¡Vaya estupidez, ir a elegir a Ariadna entre todas las mujeres disponibles del mundo!

Pero los acontecimientos se estaban acumulando sobre él con demasiada rapidez como para concederle tiempo a la irritación. Flamen y Conroy estaban ya en el pediflux en dirección a su oficina. Empezó a levantarse con la intención de acudir a recibirles, pero anuló el movimiento y volvió a sentarse, con el ceño repentinamente fruncido.

Ariadna había tenido toda la razón. Iba a verse en problemas si Mogshack se enteraba de todo aquello…, no tan sólo de la intrusión de Conroy, sino de haber puesto a Madison bajo la tutela de alguien que olvidaba tan pronto sus obligaciones. Odiaba la idea de enfrentarse a sus visitantes: a Flamen porque en este momento precisamente se sentía furioso por haberle metido a él y a Madison en aquel lío; a Conroy porque…

Bien, hagamos una honesta aunque silenciosa confesión: porque en lo más profundo de su mente se sentía vulnerable al desprecio de Conroy, y en las breves palabras que habían cruzado en la comred, hacía media hora, había aparecido la larga sombra de la fustigante ironía con la que Conroy había tratado las ingenuidades juveniles de sus discusiones de estudiante, allá en los días en los que Reedeth trabajaba a sus órdenes.

Esperó desesperadamente que ni Lyla ni Madison hubieran visto nada a través de su cuidadosamente mantenida máscara.

Y luego allí estaban, en la puerta, siendo introducidos, Conroy estrechando manos con toda la apariencia de la afabilidad; había que seguir con la rutina mecánica de las presentaciones, lo cual daba un corto respiro a la depresión…, y mientras Reedeth estaba todavía intentando formular las siguientes observaciones, Conroy ya se había sentado enérgicamente y se había hecho cargo de las cosas.

—¡Bien! Por lo que he sido capaz de comprender de mi charla con Flamen en nuestro camino hacia aquí, se encuentra usted ante un serio problema, Jim, y lo mismo puede decirse de nuestros amigos aquí. Me siento particularmente interesado en conocerla, señorita Clay, debido a que uno de mis estudiantes habló acerca del fenómeno de las pitonisas en clase, el otro día, y yo aproveché el tema como ejercicio de investigación…, lo cual significa naturalmente que voy a tener que investigar yo mismo antes de corregir lo que planteen ellos al respecto. Hasta ahora no había tomado muy en serio este asunto, pero he descubierto que algunas notables autoridades abogan por su autenticidad. ¿Cuál es su punto de vista, Jim?

Reedeth se trabucó.

—Bueno… Bueno, yo me he visto empujado a reaccionar de la misma manera, supongo. Nunca me había tomado a las pitonisas en serio hasta que la señorita Clay hizo su actuación aquí.

—Flamen me lo contó —intercaló Conroy.

—Sí, por supuesto: él grabó toda la actuación. —Reedeth tragó saliva—. Pero lo que me convenció fue cuando hice que los automatismos analizaran los oráculos que ella había emitido, no la actuación en sí. Yo…

Lyla se sentó envaradamente.

—¡Usted no me dijo que iba a hacer analizar mis oráculos por ordenador! —dijo en to-no acusador—. Cristo, si llego a saber que iba a hacer eso… ¿Qué fue lo que le dijeron los automatismos?

—Más tarde, señorita Clay, por favor —dijo Reedeth con tono frío—. En este momento tengo algunos asuntos que aclarar con el señor Flamen, lo cual no hubiera debido ser necesario, y tan pronto como las cosas vuelvan a quedar en su sitio propongo que nos vayamos a casa. Mis planes para el fin de semana han quedado completamente alterados a causa de lo que únicamente puedo llamar una absoluta falta de consideración.

—Buen Dios —dijo Conroy, antes de que Flamen pudiera responder a la acusación—. Jim, suena usted tan parecido a Mogshack que creería que ha estado tomando lecciones. ¡Espere! —añadió, alzando una mano para contener la seca respuesta del otro hombre—. He estado hablando con Flamen durante la última hora o así, y estoy de acuerdo con él en que mostró una excesiva ligereza aceptando la responsabilidad de la tutoría de nuestro amigo nig. Pero, por otra parte, usted no le explicó muy claramente a lo que se comprometía aceptando…, ¿verdad? Tenía usted tanta prisa en sacarse de encima a Madison…

—¡Prisa! ¡Señor, ha estado metido aquí durante muchos meses más de los necesarios!

—Lo cual no es excusa para no hacer bien las cosas —dijo Conroy, exactamente en el tono que Reedeth recordaba de sus días de estudiante—. Nunca hay ninguna excusa para no llegar al fondo de las cosas, especialmente cuando hoy en día se puede disponer de los ordenadores para hacerse cargo de todos los pequeños detalles de rutina. Ese es precisamente el verdadero uso de los ordenadores. —Hizo un paréntesis a Flamen—. Usted parece pensar que no los aprecio, pero créame, puestos en su correcto lugar, son indispensables. El problema es que la gente simplemente no los trata de la forma en que debería hacerlo. ¡Bien, Jim! —Se inclinó ansiosamente hacia delante—. Déjeme formularle una pregunta que espero me responda honestamente, y si lo hace ya no sentirá tanta prisa por volver a su casa.

Reedeth suspiró.

—Muy bien, adelante.

—¿Es usted feliz trabajando para Mogshack?

Hubo una pausa. De pronto, Reedeth dejó escapar una risa forzada.

—De acuerdo, no voy a engañarle en eso. No, no lo soy…, ya no.

—¿Por qué no?

Otra pausa, más larga. Durante ella los ojos de Reedeth se clavaron en el rostro de Madison y permanecieron allí, fascinados.

—Supongo —dijo al fin, haciendo chirriar sus palabras como si las arrastrara sobre grava— que es debido a que ya no me siento convencido de que los pacientes dados de alta de aquí estén adecuadamente curados.

Flamen se tensó visiblemente, y su expresión pasó de irritada a excitada.

—¿En qué sentido no están adecuadamente curados? —preguntó Conroy, con la inflexión que podía haber utilizado para animar a un estudiante a alcanzar la conclusión lógi-ca de alguna proposición que acababa de exponer.

—¡No lo sé! —Reedeth saltó en pie y caminó inquieto arriba y abajo por la oficina—. Es sólo que… Bien, durante los últimos días hemos tenido dos casos que me trastornaron profundamente, y los oráculos de la señorita Clay acabaron de alterar el equilibrio que había en mi mente.

Lyla se volvió y alzó la mirada, alerta. Sin darse cuenta de ello, Reedeth prosiguió:

—La señora Flamen era uno de ellos. Respondía excelentemente, por supuesto, o de otro modo no hubiera sido dada de alta, pero…, pero eso era debido más a la indulgencia que al tratamiento. Y honestamente no creo que nos hubiéramos dado cuenta de ello de no ser porque el señor Flamen se quejó acerca de la frialdad con que se comportaba con respecto a él. Así que empecé a preguntarme… —Las palabras se desvanecieron con un alzarse de hombros—. Y el otro era Madison —terminó sin convicción.

—Flamen —dijo Conroy, con aire satisfecho—, creo que es probable que tenga usted una proposición que hacerle a Jim Reedeth ahora.

Flamen moduló unas palabras con sus labios, las anuló, y tendió una mano hacia el robescritorio.

—Esto…, doctor. ¿Lo que estamos hablando está siendo grabado por esa cosa y almacenado en los bancos de datos del hospital?

Reedeth se pasó una temblorosa mano por el pelo, alisándolo.

—Puedo arreglar las cosas para que no sea así —murmuró—. Madison le dio unos toques hace algunos días, y ahora ya no es exactamente estándar.

—Ajá —dijo Conroy—. Flamen me dijo algo de eso también, en nuestro viaje hacia aquí. De modo que haga los arreglos necesarios, Jim, y oigamos lo que Flamen quiere decirle.

Reedeth dio al robescritorio una seca orden, y miró a Madison.

—¿Bastará eso?

Madison pareció ligeramente incómodo; en contraste con su anterior imperturbabilidad, era como si una montaña se hubiera echado a temblar. Dijo:

—Supongo que sí, doc.

—¡Maldita sea, usted lo alteró…, debería saberlo! —saltó Reedeth, luego se dominó con un esfuerzo—. Lo siento —dijo—. Hoy estoy un poco excitado. De acuerdo, señor Flamen, oigamos lo que quiere decirme.

—Usted habrá imaginado ya con toda probabilidad que me siento lo suficientemente preocupado acerca de mi esposa como para solicitar que sea evaluada independientemente por el doctor Conroy —dijo Flamen lentamente—. Ya le advertí que si era dada de alta prematuramente iba a tomar medidas contra ustedes, ¿no? Pero si resulta que realmente ha empeorado a manos de su director, no voy a pararme en una simple demanda por daños y perjuicios. Haré todo lo que pueda por conseguir que sea incapacitado y cesado.

—¡No me extraña que deseara usted que esto no fuera grabado! —dijo Reedeth. Mostró una tenue sonrisa—. Sí, imaginé más o menos eso. ¿Qué es lo que pretende usted que yo haga…, actuar desde dentro para minarle el terreno? Olvídelo. Pero no me echaría a llorar si alguna otra persona ocupara el cargo que él tiene ahora…, alguien digamos menos dogmático que él. Haría mucho más fácil el trabajar aquí, y lo que es más importante, creo que haríamos un trabajo más efectivo.

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