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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (32 page)

BOOK: Órbita Inestable
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Se alzó de hombros.

—¿Y? —animó Conroy.

—Bien, no me gusta lo que le han hecho. No me gusta el… el maniquí ambulante en que se ha convertido. Deseo someterla a una evaluación para determinar si lo que le ha hecho el doctor Mogshack la ha ayudado o la ha perjudicado. Y deseo que los parámetros de esa evaluación sean establecidos por alguien como usted que…, esto…, que tiene otras ideas distintas respecto a la salud mental.

—¡Una evaluación! —dijo Conroy, y crispó su boca como si hubiera mordido una fruta podrida—. ¡Eso representa la mitad de lo que va mal en nuestra sociedad! Permitir que las computadoras establezcan esquemas para que los seres humanos los copien… ¿Ha oído usted alguna vez algo más absurdo?

Se inclinó enérgicamente hacia delante. Estaban ya a la vista de los lugares de los UR del jueves por la noche, y sobre todas las zonas unas grúas estaban retirando los escombros alzándolos con grandes redes de las que escapaban enormes cantidades de polvo, para preparar el terreno a fin de que pudieran ser construidos nuevos edificios con la mayor rapidez posible. Tendiendo el brazo para señalar al más cercano de ellos, el de Harlem, dijo:

—¡Aquí tiene una palabra muy adecuada para usted! ¿Cómo le llaman a eso en las noticias? Le llaman UR, acción de «último recurso», ¿no es así? Una expresión digna de Mogshack, una frase que implica todas las gimientes disculpas: «No puedo hacer nada, hice todo lo posible, ¡ellos no jugaron honestamente!». ¡Oh, por supuesto! Pero sin mencionar el hecho de que había niños ahí, ¿no? ¡Sin mencionar el hecho de que resultaba que «yo» estaba sentado bien protegido a un centenar de metros de altura en una nave armada con mísiles rastreadores y armas láser de un millar de vatios! Me gustaría ver a algunos de esos asesinos dejados solos al nivel del suelo, armados solamente con manos y pies y clientes contra la gente que se vio reducida a pulpa en ese bloque de apartamentos! ¡A eso es a lo que yo llamaría «ser un individuo»!

Desanimado por la ferocidad de Conroy, Flamen dijo:

—Oh… sí, pero seguramente la seguridad del mayor número es algo primordial…

Las palabras sonaron demasiado melosas después de la vehemencia de Conroy, y calló.

—¿Y? —dijo Conroy, volviéndose hacia él—. Debo decir que no esperaba oírle a usted, un hurgón, hablando en favor de un orden establecido.

—Pero este es el mundo que hemos conseguido —dijo Flamen débilmente. No podía recordar haberse sentido tan desamparado desde que estaba en la universidad y había tenido que enfrentarse a un profesor que empujaba brutalmente antes que conducir a sus alumnos hacia el conocimiento—. Tenemos que intentar decidir lo que vale la pena mantener y lo que no, y si creemos que queda algo que vale la pena mantener tenemos que intentar protegerlo.

—Nómbreme lo que vale la pena mantener —contraatacó Conroy—. ¿Este aparato que estamos conduciendo…, este deslizador? Por supuesto, pero resulta que tiene que ser construido en Detroit por gente cuyo color de piel garantiza que no van a poder encontrar otro trabajo en ningún otro lugar del país. ¿Se siente usted muy seguro en su deslizador, que cambia cada año, cuando despega con él por primera vez? ¿Cuan seguro se siente de que algún fanático melanista no ha estado trasteando en él, saboteando todos los deslizadores destinados a los compradores blancs, para que se estrellen después de los primeros mil kilómetros? ¿Qué es lo que puede protegerle contra ese riesgo? ¡No la policía! Como tampoco su Gottschalk local, pese a todas las armas que pueda ofrecerle. ¡No es extraño que la gente hable muy pocas veces cara a cara con sus amigos, prefiriendo llamarles por la comred a fin de evitarse tener que cruzar la calle y correr el riesgo de ser acribillado a balazos por algún nig de paso!

Un blip indicando que estaban sobre su destino, el Pozo Hilton, salvó a Flamen de tener que responder inmediatamente, y se sintió agradecido de nuevo. Hacía años desde que se había encontrado con alguien de ideas tan fuertes como Conroy, y se sentía oscuramente trastornado, como si las palabras hubieran despertado en su memoria algún acorde olvidado hacía mucho tiempo.

Unos breves minutos para registrarse y hacer que su bolsa de viaje fuera enviada a su habitación, y Conroy siguió con sus disquisiciones en el bar del hotel, completamente protegido contra cualquier intento de Flamen de interrumpirle con más detalles sobre su plan para minar la posición de Mogshack.

—Como le he dicho antes, incluso en el relativamente civilizado Canadá he encontrado las huellas de las enseñanzas de Mogshack, independientemente de lo que realmente forma-ra el último eslabón en la cadena de comunicación con mis estudiantes. ¿Cuál es su opinión, por ejemplo, acerca de los homicidios en los campus?

—Bueno, yo…

—Hemos tenido dos este año: un muchacho homosexual celoso apuñaló a su amante debido a que fue visto con una chica, y un padre loco acudió y mató a tiros a su hija porque un amigo de ella, ¡un buen amigo!, le dijo que se acostaba con un chico que tenía algo de sangre india. Iroquesa, para ser exactos. Yo me hubiera sentido más bien halagado: los iroqueses fueron una tribu muy distinguida en sus días. Pero gracias a Dios no tengo ninguna hija, y mis hijos están ambos felizmente casados. Irrelevante. Estaba hablando de los homicidios en los campus. ¿Qué nos ha ocurrido para que aceptemos el homicidio como algo normal entre nuestros chicos? No me diga esa estupidez acerca de que los estudiantes universitarios deben ser tratados como adultos… ¡no tiene nada de adulto el jugar con pistolas y granadas!

Había discado una cerveza y ahora estaba engullendo todo el vaso de un solo trago, co-mo si deseara eliminar algún mal sabor de boca. Flamen, atrapado por la discusión pese a sus propias preocupaciones, dijo:

—Sí, pero la adolescencia siempre ha sido una época de las más emocionalmente turbu-lentas, y…

—¿Quién le vendió a ese padre loco una pistola para disparar contra su hija? —interrumpió Conroy—. ¿Algún adolescente emocionalmente emocionado que vende lásers de fabricación casera en la tienda de la esquina? ¡Un infierno! Era el último modelo de pistola Gottschalk; la vi yo mismo en la oficina del decano, más tarde.

—También estoy preparando algo sobre los Gottschalk en estos momentos —dijo Flamen.

Captó algo parecido a la timidez en su tono. Aun admitiendo que Conroy era lo suficientemente viejo como para ser su padre, resultaba ridículo descubrirse reaccionando de aquella manera. Pese a todos los problemas, seguía teniendo un programa diario en la Holocosmic, cinco días a la semana, mientras que en su propio campo Conroy se había visto reducido a la enseñanza, y ni siquiera en su país de origen.

—Oh, ¿sí? Eso no funcionará —dijo Conroy, volviendo a colocar su vaso para pedir otra cerveza—. E incidentalmente, esa es otra razón por la que detesto a Mogshack. Nunca sé que haya intentado apartar a ninguno de sus pacientes de su dependencia a las armas. Sin embargo, por sus manos pasan de dos a tres mil habitantes del Estado de Nueva York al año. A estas alturas, si hubiera efectuado correctamente su trabajo, hubiera creado una saturación de armas de segunda mano que hubiera enfriado la temperatura de la ciudad mucho más abajo de su punto crítico.

—¿Dos o tres mil sobre cuántos millones? —gruñó Flamen.

—Únicamente sobre cuantos de ellos son lo suficientemente inestables como para perder la cordura y empezar a disparar al azar en medio de la calle —contraatacó Conroy—. Usted no origina disturbios, yo no origino disturbios, los políticamente educados líderes de los Patriotas X no originan disturbios. Los paranoicos originan los disturbios, y la histeria contagiosa arrastra a los otros. Su francotirador insurrecto típico no es un revolucionario ni un fanático…, es alguien que está tan desprovisto de empatía que puede considerar a los seres humanos que cruzan por debajo de su ventana únicamente como blancos móviles convenientemente ofrecidos a su buena puntería. Y, explotando hábilmente la inseguridad ciudadana, los Gottschalk han conseguido construir un montón de mentiras igualando la habilidad de tiro con la potencia masculina, lo cual causa aún más daño que los perniciosos dogmas de Mogshack. Maldita sea, hombre: ¡cualquiera que puede tratar a otro ser humano como un objeto para prácticas de tiro se halla en un estadio infantil más profundo aún que alguien que tiene miedo de salir de la fase de masturbación e irse a la cama con una chica! ¿Posee usted una pistola?

—Oh… —Flamen dio un sorbo a su propia bebida—. Sí, naturalmente. Pero no formo parte de ningún club de tiro ni nada semejante. Poseo un sistema de defensa antidisturbios en torno a mi casa con minas y verjas electrificadas, y si es necesario lo único que tengo que hacer es activarlas. Lo demás es automático.

—Típico —dijo Conroy, empleando un tono clínico.

—¿Qué quiere decir con «típico»?

—La respuesta cuerda sería construir su casa en un lugar donde sus vecinos no vayan a llamar a su puerta provistos de pistolas.

—¡Dígame dónde está ese lugar! —se rió Flamen—. ¿Acaso los Gottschalk no hacen publicidad también en la Pan-Can?

—Sí, maldita sea —admitió Conroy con un suspiro—. Más aún, en el semestre de primavera descubrí a uno que se había infiltrado en nuestro campus. Nos libramos de él, afortunadamente, pero tan sólo gracias a que el homicidio del que le hablé antes…, el estudiante que apuñaló a su amigo…, se hallaba aún lo suficientemente fresco en la mente del decano como para hacerlo vulnerable a mis argumentaciones. A todo eso uno de mis colegas dijo que todos los estudiantes deberían estar armados a fin de enseñarles responsabilidad en el empleo de las armas. ¡Ja! Me pregunto cuánto duraría frente a una clase armada… ¡Los chicos lo odian!

Por primera vez desde su llegada al bar, hubo una pausa de más de unos segundos. Flamen la utilizó para reunir sus dispersos pensamientos, y finalmente dijo:

—Volviendo a nuestro asunto, profesor, ¿puedo contar con su cooperación, aunque esté usted en desacuerdo con el principio de la evaluación en abstracto? Por supuesto, eso será tan sólo el inicio de un largo y difícil proceso; más tarde deberá haber una encuesta oficial, quizá un juicio, pero en bien de mi esposa estoy dispuesto a…

Una vez más sus palabras se apagaron, y descubrió a Conroy mirándole fijamente.

—Señor Flamen —dijo finalmente el psicólogo—. Le he dicho por qué detesto a Mogshack como persona y por qué creo que su influencia en el campo de la salud mental es absolutamente peligrosa. En consecuencia, seré muy feliz ayudándole a torpedearlo. Pero no va a poder hacerme tragar lo que me está ofreciendo. No creo que esté usted motivado por el altruismo y el amor hacia su esposa. Creo que va usted detrás de Mogshack debido a que los blancos que más atraen su atención, como los Gottschalk, están fuera de su alcance. Los Gottschalk son como unos devoradores de cadáveres; viven de la carroña de nuestra desconfianza mutua y nos engatusan con símbolos que se equiparan al odio mismo de la humanidad. Así que… ¡No, por favor, no me interrumpa! Prefiero pensar en usted como en un hombre frustrado que preferiría exponer alguna horrible verdad acerca de los Gottschalk que acerca de un hombre que, después de todo, es un profesor entre otros muchos, y probablemente no estaría tan bien considerado como lo está de no ser por el puesto que ocupa. Usted…

—¡Espere un momento!

—Cállese y escúcheme hasta el final, ¿quiere? Usted no puede esperar que yo me crea que está yendo detrás de Mogshack en bien de su esposa, cuando usted mismo ha admitido que se habían alejado tanto el uno del otro que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba tomando ladromida…, ¿no? ¡Oh, no estoy culpándole por ello! El matrimonio no es un acto compulsivo y el conseguir que tenga éxito lo es menos todavía, y de todos modos el matrimonio no encaja con la célebre idea de Mogshack de que siempre tiene que ser considerado «como un límite matemático» al que puede uno aproximarse pero que nunca puede ser alcanzado. Sus motivaciones no me preocupan mucho, así que dejémoslas por el momento, ¿quiere?

Flamen sumergió su fruncido ceño en su vaso.

—Ahora, por otra parte, mis motivos son algo que deseo que le queden claros. Puede que eso tome un cierto tiempo, así que ¿por qué no nos sentamos? —Se volvió y abrió camino hacia un saloncito contiguo, sin permitir que la distracción frenara el firme progreso de su discurso—. Aunque quizá usted no esté acostumbrado a estas imágenes médicas, para mí la gente como Mogshack es la contrapartida de los homeópatas que acostumbran a enseñar, en la medicina somática, las virtudes de dosis infinitesimales del mismo agente causan-te de la enfermedad como curativas de todo, desde el envenenamiento hasta la piorrea. Evidentemente, si alguien siente un temor patológico a que los ejércitos nigblancs asalten su patio delantero, puede estabilizarlo usted superficialmente enseñándole a utilizar un arma y dispararla más rápidamente y con mayor precisión que su potencial atacante. Pero considere, señor Flamen: ¿cuál es el resultado real y último? —Su tono cambió completamente; había estado oscilando entre la ironía y el desprecio, pero ahora se inclinó hacia delante con una casi dolorosa sinceridad—. Es un hombre muerto delante de su puerta, señor Flamen —dijo—. ¿Y no forma parte de los deberes de un doctor el conservar la vida a toda costa?

Ante su propia sorpresa, Flamen se dio cuenta de que tenía la boca seca. Asintió débilmente.

—En una terapéutica honesta —prosiguió Conroy—, lo que habría que hacer cuando un hombre se acercara a nuestra puerta sería invitarle a entrar, y disfrutar de su visita, y dejar a nuestro huésped complacido con el agradable rato que ha pasado en nuestra casa. ¿Funciona aún esa imagen, o la gente se halla ya tan aislada que ni siquiera toma en cuenta esa idea?

Cautelosamente, Flamen dijo:

—Bueno, resulta obvio que siempre es mejor recibir a la gente como amigos que como enemigos.

—¡Pero no basta dejar las cosas así, con una perogrullada! —Conroy dio una palmada en el brazo de su sillón, y alzó una pequeña nubécula de polvo—. O mejor, no debería bastarle. ¿Cuándo hizo usted su última tentativa de conseguir que la gente se uniera un poco? ¿No está pensado su programa diario para hacer precisamente lo opuesto? Los hurgones fomentan la desconfianza de una forma sistemáticamente profesional.

—¡Oh, vamos! —Flamen depositó el vaso sobre la mesa que tenían delante con un golpe seco—. ¡Mis blancos están formados por mentirosos y especuladores e hipócritas! ¡Me sentiría avergonzado de hacer alguna otra cosa!

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