—Con el resultado de que la gente que le presta atención empieza a preguntarse acerca de los motivos de todos los que le rodean —dijo Conroy—. Dan por sentado que el mundo está regido por la corrupción y el engaño y el fraude.
—¿Cree usted que es mejor ser engañado que saber la verdad?
—¿Cree usted que es bueno que la gente imagine que todo el mundo que es más rico o más poderoso o más afortunado que ella haya conseguido su posición únicamente engañan-do y mintiendo y aprovechándose de las lagunas legales?
Durante un largo instante los dos hombres se miraron el uno al otro, separados a menos de la distancia de un brazo, hasta que Conroy dejó escapar una risita y se inclinó sobre la mesa para tomar su cerveza.
—Mis disculpas, señor Flamen. Lo último que desearía sería atacar a alguien que detes-ta la hipocresía. Yo la detesto. Pero entiéndalo, hay aquí una paradoja que me preocupa terriblemente. Día sí, día también, durante…, ¿cuánto?…, cuarenta y tantas semanas al año, imagino, usted expone sus escándalos, que pueden, imagino, conseguir resultados como obligar a dimitir a oficiales corruptos o algo así. Pero lo que usted hace y dice no está en función del número de injusticias públicas de las que tiene usted noticia… Depende del tiempo de emisión que debe usted llenar. ¡Tiene que llenarlo, cinco veces a la semana! Estoy seguro de que a menudo ha tenido que hinchar alguna trivialidad y convertirla en una gran cruzada simplemente porque no ha tenido nada más importante con lo que llenar el día.
Lentamente, Flamen dijo:
—Sí, tengo que reconocerme culpable de eso. Y… —Dudó, luego se obligó a pronunciar aquellas palabras, recordando lo que había dicho Diablo acerca de calcular el éxito de una emisión por el número de suicidios que provocaba—. Y muy a menudo exposiciones como esas han resultado tener un éxito espectacular, no debido a que fueran realmente importantes sino debido a que el blanco era particularmente vulnerable. Hasta el punto de que el pobre hijo de puta ha terminado suicidándose a causa de la vergüenza que sentía.
—Lo cual me lleva finalmente al punto principal —dijo Conroy—. Por supuesto, prepararé una serie de parámetros para la evaluación de su esposa, que harán que la cura de la que tanto se vanagloria Mogshack aparezca como un tremendo fracaso… Y es más, yo tendré razón y él estará equivocado debido a que a él no le preocupa la supresión de la originalidad o la creatividad o la obstinación o cualquier otra característica valiosa con tal de que sus ordenadores predigan un cliente satisfecho. A partir de ahí, todo quedará en sus manos. Pero deseo que no olvide usted dos cosas.
Se inclinó intensamente hacia Flamen.
—¡Una! No puedo devolverle a su esposa tal como era cuando usted la quería. Nadie puede. Fue usted quien la cambió, y si la quiere a su lado de nuevo tendrá que aceptarla como la persona que es ahora. Lo cual significa que quien deberá cambiar es usted, y eso puede ser doloroso.
»¡Y dos! No se engañe a sí mismo pensando que simplemente derribando a Mogshack conseguirá que el mundo vuelva a ponerse en orden. Si consigue usted, digamos, que sea echado de su puesto, yo me sentiré complacido… ¡Dios, lo complacido que me sentiré! Pero espero también que utilice usted su éxito convenientemente, y lo explote para ir detrás de alguien realmente venenoso, como los Gottschalk.
Se interrumpió para beber el resto de su cerveza. Inseguro de si debía formular una promesa que probablemente no iba a ser capaz de mantener, Flamen dudó, y antes de que pudiera responder alguien le dio una palmada en el hombro. Volviéndose, vio a una mujer desconocida inclinada hacia él.
—¿Es usted el señor Flamen? —preguntó.
—Sí… Sí, lo soy.
Flamen se puso en pie; era muy reconfortante ser reconocido por una desconocida precisamente en aquel momento.
—Bueno, está siendo reclamado desde hace al menos diez minutos —dijo la mujer, y señaló hacia la pantalla de la comred pública al extremo del bar.
El nombre MATHEW FLAMEN destellaba en rojo a intervalos de dos segundos.
—¡Diez minutos!
—Bueno, parecía estar muy ocupado, y yo no estaba segura de que fuera usted —dijo la mujer, dando un defensivo paso atrás, como si temiera que él pudiera golpearla.
—Oh… Sí. Bien, gracias de todos modos. —Flamen se puso en pie, con el ceño fruncido, y la mujer se alejó con una tímida inclinación de cabeza—. Discúlpeme —añadió a Conroy, que se limitó a alzarse de hombros.
Dirigiéndose a la comred, se preguntó furiosamente quién podía haberle rastreado hasta allí; había esperado que nadie les interrumpiera al menos hasta que hubiera podido consultarle a Conroy acerca de la forma de plantearle el asunto a Prior. Este último dudaba acerca de la conveniencia de evaluar a Celia de acuerdo con los parámetros de Conroy…, lo juzgaba todo por las apariencias, y lo que contaba para él era que Mogshack estaba a cargo del Ginsberg mientras que Conroy era un fracaso que se había visto abocado a enseñar en una oscura universidad. Lo peor de todo era que, como actual guardián legal de Celia, podía teóricamente prohibir a Conroy acercarse a ella.
Arrancando el papel facs que llevaba su nombre de la ranura de los mensajes, vio que era el doctor Reedeth quien estaba intentando ponerse en contacto con él. Su corazón latió apresuradamente. ¿Qué había ocurrido ahora?
Pulsó el código del Ginsberg, y la pantalla se iluminó para mostrar a Reedeth en la oficina donde lo había visto Flamen antes, con aspecto preocupado; su pelo estaba alborotado, y tenía ojeras.
—¡Por fin! —exclamó—. Venga y hágase cargo de su pupilo, ¿quiere? ¡Rápido! No me gusta la gente que olvida sus promesas el mismo día que las ha hecho… ¡Y menos cuando esperan que yo me haga cargo de los daños!
—¿De qué demonios está usted hablando? —exclamó Flamen—. Y no me gusta su forma de…
—¿No aceptó usted ayer actuar como guardián legal de Harry Madison? —interrumpió Reedeth.
—¿Qué…? Oh, naturalmente que lo hice.
—Pero no se lo tomó muy en serio, ¿eh?
—¿Qué quiere decir? Me aseguró usted que estaba perfectamente cuerdo y capaz de cuidar de sí mismo, así que…
—¿Así que decidió usted aguardar a que se presentara en su oficina el lunes por la mañana? —Reedeth frunció los labios—. Hubiera debido esperármelo. ¿Se da cuenta de que han estado a punto de meterlo en la cárcel? ¿O acaso no le importa?
—¡Eh, espere! Si ese tipo hizo algo criminal mientras aún se secaba la tinta de su certificado de cordura, ¡eso es un incumplimiento de contrato por parte de ustedes, no mía!
Flamen notó el sudor picotear en toda su piel, pero en el fondo de su mente hubo una vacilante alegría: ¿serviría aquello también como un palo para meter entre las piernas de Mogshack?
—¿Sabe usted lo que es una píldora sibilina? —preguntó Reedeth burlonamente—. Debería saberlo…, vio a Lyla Clay hacer su número aquí el otro día.
—Por supuesto que la vi. ¿Qué tiene que ver eso con Madison?
—La noche pasada él y Lyla Clay fueron secuestrados por una pandilla de matones para una fiesta de Michaela Baxendale. ¿La conoce usted?
—Oh, Dios mío —dijo Flamen.
De pronto todo el mundo perdió su color.
—Al parecer, ella les había ordenado que le trajeran una pareja de raza mezclada para someterla a algún tipo de juego. Sólo que no se trataba de un juego. Le hicieron tragar a Madison por la fuerza una de las píldoras sibilinas, y se convirtió en un loco asesino. Incluso llegó a lanzar a un hombre por la ventana de un piso cuarenta y cinco.
Hubo un terrible silencio. Finalmente, Flamen dijo con voz débil:
—Pero si fueron secuestrados…
—¡Si hubiera cumplido usted su palabra, nada de eso hubiera ocurrido! —rugió Reedeth—. ¡He estado conteniendo a la poli con ese argumento durante toda la mañana, y ya está empezando a gastarse! Yo sé lo que una sib le hace a la mente…, estoy en el oficio. Pero Madison es un nig, y los polis siguen todavía furiosos por los disturbios de los Patrio-
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tas X de la otra noche. Es un puro milagro que los enviaran a él y a la chica de vuelta aquí en vez de meterlos directamente en chirona. Puedo hacer salir a la chica, pero que me condene si voy a comprometerme por Madison cuando usted es legalmente el responsable de él. ¡Venga aquí, rápido!
—Buen Dios —dijo Conroy desde detrás de Flamen—. ¡Es Jim Reedeth! Creí reconocer su voz. ¿Cómo se encuentra?
Radiante, se adelantó hacia la comred.
Reedeth se mostró totalmente desconcertado. Dijo:
—Prof, ¿qué diablos está haciendo usted aquí?
—Flamen me invitó a pasar el fin de semana en Nueva York. ¿Cuál es el problema, y puedo ayudar de algún modo?
—Ustedes dos se conocen —murmuró Flamen.
—Por supuesto —asintió Conroy—. Es un antiguo estudiante mío. Brillante…, excepto que empezó a seguir las huellas de Mogshack y dejó de pensar por sí mismo. De todos modos, ¿qué es lo que pasa?
—Oh… —Reedeth dirigió su mirada a Flamen—. No estoy seguro de si debo…
—¡Al infierno con todo ello! —exclamó Flamen—. Mi vida privada va a estar expuesta a todo el hemisferio el lunes al mediodía, de todos modos, así que ¿cuál es la diferencia?
¡Dígaselo! ¡Dígaselo todo! Quizá él tenga alguna brillante idea.
Se volvió de espaldas, con el ceño fruncido.
Primero reluctante, luego con mayor fluidez, Reedeth contó de nuevo lo que les había ocurrido a Lyla y Madison. Terminó:
—Y ahora están los dos aquí, de vuelta al hospital, y si Mogshack descubre que entregué a un paciente a la custodia de alguien que olvidó completamente sus obligaciones, ¡estaré arruinado!
Con una expresión de terrible aflicción, Conroy dijo:
—Oh, Jim, está siguiendo las huellas de su jefe, ¿no? Había esperado que cualquiera de mis estudiantes hablara primero de la suerte de sus pacientes y luego de la suya… —Después, rápidamente, mientras Reedeth se refrenaba—: ¡No importa, no importa! Sólo dígame, honestamente…, según su opinión, ese hombre, Madison, ¿está en estado de ser dado de alta o no?
Reedeth mordió una agria respuesta para impedir que saliera. Alzándose de hombros, dijo:
—Creo que estaba en condiciones de ser dado de alta desde hace meses. De hecho, a veces me pregunto si alguna vez estuvo tan loco como afirmaban cuando lo trajeron aquí.
—Buen comienzo —asintió Conroy—. Y usted puede argumentar ante cualquier tribunal del mundo que obligar a tragar una píldora sibilina es algo suficiente como para ocasionar una locura temporal a cualquiera. He estado estudiando el caso; presenté el fenómeno de las pitonisas a mis estudiantes como ejercicio de clase hará unos cuantos días. ¿Hay algún testigo del secuestro?
Reedeth estaba empezando a parecer un poco más animado.
—Sólo la propia chica. Pero estoy seguro de que podemos recusar el testimonio de los secuestradores. Por ejemplo, ella tiene una marcha de pinchazo en el dedo pulgar, y Madison tiene una en el hombro. Los tomaron por sorpresa en la calle, y les administraron una dosis de narcolato.
—Hummm. —Conroy se frotó la barba con el dorso de la mano—. Dígame, señor Flamen, ¿puede una poetisa tan… buena…, notoria como Michaela Baxendale, drogar y secuestrar impunemente a unos desconocidos para divertir a sus invitados?
—Puedo hacer con toda seguridad que no sea así —le aseguró Flamen—. Llevo meses intentando hallar un punto débil en ella, me desagrada demasiado. Y no me importa de qué tipo de «hogar roto» proceda, ni que fuera violada por su hermano, ni nada de toda esa basura.
—¿Podrían hablar más tarde de eso? —dijo Reedeth por la comred, impaciente—. He pasado toda la mañana manteniendo a los polis a raya, ¡y estoy agotado!
—Sólo resista un poco más —dijo Conroy calmadamente—. Sin duda el señor Flamen deberá tener que tomar algunas medidas…, la defenestración es un crimen bastante serio, incluso en nuestros días.
—¿Qué? —Reedeth pareció desconcertado.
—Arrojar a la gente por las ventanas. Si hubiera sido hecho con alguno de los artilugios del catálogo actual de los Gottschalk… Bien, no importa. Pero estoy pensando en una fianza, contactar con un abogado, presentar una denuncia contra la señorita Baxendale y sus compañeros, todo eso.
—¡Ya está hecho todo! ¡Lo único que me ha faltado ha sido conseguir ponerme en contacto con Flamen para que firmara los documentos!
—Estaré ahí tan pronto como me sea posible —suspiró Flamen, y cortó el circuito. Volviéndose a Conroy, añadió—: Lamento todo esto, pero supongo que tengo que ir. Le veré de nuevo aquí en un par de horas, con un poco de suerte.
—Oh, no, no lo hará —dijo Conroy—. Voy a ir con usted. Siempre he deseado verle las tripas a ese mausoleo de Mogshack, y probablemente no voy a tener otra oportunidad mejor que esta.
Tomando a Flamen del brazo, lo condujo enérgicamente hacia la puerta.
Siete personas muertas quemadas
El señor David Lumsden, de 26 años de edad, permaneció delante de su casa incendiada en Toronto gritándoles a los conductores que pasaban que se detuvieran y le ayudaran, mientras su esposa y seis niños ardían vivos en el interior. Todos los conductores ignoraron sus llamadas.
Peor hubiera sido si se hubieran detenido para contemplar el espectáculo.
Refugio dentro de un refugio, pensó Reedeth: aquella oficina encerrada en el centro de la fortaleza del hospital. Ofreciendo una protección temporal contra los vientos impersonales de la actuación de la ley, con Lyla y Madison sentados frente a él en el diván de consultas, uno al lado del otro como asustados chiquillos…, ella exhibiendo una dura máscara de miseria, las comisuras de su boca curvadas hacia abajo, sus hombros hundidos y sus manos fuertemente apretadas entre sus rodillas; él firmemente recto, sin ninguna expresión en su oscuro rostro.
Un estremecimiento recorrió su espina dorsal cuando imaginó los músculos de Madison hinchándose para arrojar un cuerpo humano a través de la ventana. ¿Cómo era posible que aquel tipo de terrible violencia hubiera escapado durante tantos años sin ser advertida por el más moderno y cuidadoso estudio de la condición mental del hombre? Incluso aceptando que las píldoras sibilinas producían locura temporal —ya que eso era a fin de cuentas el trance de las pitonisas, se le diera el nombre que se le diera—, aceptando que provocaban convulsiones capaces de romper los huesos, aceptando que Madison se hallaba en excelentes condiciones físicas y lo bastante fuerte en su estado normal como para alzar aquel pesado robescritorio como había hecho en una ocasión en presencia de Reedeth mientras lo estaba reparando: la historia que él y Lyla le habían contado simplemente no tenía sentido.