»Junto con la huida de la racionalidad y la socialización de la paranoia, existe un tercer factor que se relaciona con los dos anteriores. ¿A dónde se vuelve uno cuando las fuentes tradicionales de seguridad y confianza le fallan? El hombre necesita algún tipo de ancla psicológica, como siempre lo ha necesitado. En algunos países se ha revelado posible mantener una imagen pública del gobierno que cumple con esa necesidad, pero aquí eso queda descartado. Por un lado, la mayoría de los norteamericanos siempre han desconfiado de la interferencia del gobierno. El gobierno es algo muy lejano en un gran país, y nuestras raíces mentales se hunden mucho más en el tiempo que el advenimiento de los actuales medios de comunicación de alta velocidad. Por otra parte, la monstruosa complejidad de nuestra sociedad hace imposible que un solo hombre, no importa lo bien intencionado que sea, consiga reformas importantes en el término de su mandato… Está lastrado por un excesivo peso de inercia administrativa. (¡Además, los hombres bien intencionados ya no se presentan candidatos para esos puestos! Poseen demasiado buen sentido como para exponerse al asesinato, y solamente los idiotas como nuestro actual jefe del ejecutivo se dejan persuadir de vestir los ropajes de su alto cargo. La gente interesante no tiene sed de poder.)
»Lo que puso el último clavo al ataúd de esa esperanza en particular, sin embargo, fueron las insurrecciones negras de los ochenta, que demostraron que las autoridades federales eran incapaces de controlar grandes secciones de sus propias ciudades, incluido Washington D. C.
»Las religiones organizadas fallaron también —espectacularmente—, de forma simultánea con el gobierno y por razones muy parecidas, cuando se hizo evidente que los denominados «ateos» rivales de nuestra forma de vida no sólo gozaban de una mayor lealtad sino que hacían un mejor uso de sus relativamente limitados recursos.
»La gente se encontró con que no le quedaba virtualmente nada excepto el ídolo del ordenador, en el cual los menos imaginativos tendieron a invertir sus excedentes de su por otro lado inservible fe, junto con un puñado de los que podrían ser denominados gurús… doctores, psicólogos, sociólogos, cualquiera que hable como si comprendiera y pudiera controlar las fuerzas elementales que son captadas y temidas de forma universal.
»Para ilustrar lo absurdo en que se ha convertido el proceso: hay un elevado número de gente que se llama a sí misma "conroyana", según mi propio nombre. Deseo afirmar aquí que lo hacen sin mi permiso y también, al menos en lo que a mí respecta, sin mi apoyo. No apruebo el que mi nombre, o el de cualquier otra persona, sea tomado en vano.»
Preámbulo a las notas de lectura distribuidas por Xavier Conroy a los estudiantes que siguen su curso de Estudios Americanos Contemporáneos.
Finalmente, Ariadna lanzó una seca risa.
—¡Jim, no te estás tomando esto en serio! ¿Has olvidado el hecho de que Harry Madison es después de todo un paciente aquí? No estoy realmente familiarizada con su caso, y sé que no dejas de decir que debería haber sido dado de alta hace mucho tiempo, pero seguramente tienes que suponer que hay buenas razones por las cuales no lo ha sido. Y sin duda —su tono se hizo más afirmativo—, si se lleva tan bien con nuestros automatismos como para hacerles decir ese tipo de tonterías, eso no es síntoma de cordura precisamente. ¡Es más bien lo opuesto!
Reedeth se dejó caer en su sillón como si sus piernas ya no siguieran sosteniéndole.
—Madison no puede trastear con los bancos de datos centrales —dijo—. Todo lo que puede hacer es efectuar ajustes en los periféricos, como eliminar circuitos censores…, lo cual es lo que parece que ha hecho en mi robescritorio. Para alcanzar los bancos centrales necesitas un código secreto IBM, ¡y por listo que pueda ser Harry me niego a creer que pueda llegar a deducir eso simplemente estudiando los periféricos! ¿No estás de acuerdo?
—S…SÍ. Quiero decir, supongo que sí.
—Esta es mi pregunta: ¿confías en los automatismos de aquí?
—Bueno…
—¿Sí o no?
—¡Una tiene que hacerlo! —restalló Ariadna.
Reedeth se inclinó hacia delante.
—De acuerdo, entonces: acabas de recibir un claro diagnóstico de megalomanía de esos automatismos dignos de confianza. Hace apenas unos minutos aceptaste ciegamente lo que te dijeron acerca de los oráculos de la pitonisa, ¿no? ¿Qué diferencia hay con este caso? Únicamente el sujeto.
—Jim, estás engañándote a ti mismo —dijo Ariadna firmemente.
El sonido de cerraduras y contraventanas resonando por toda su mente, protegiéndola contra cualquier cosa indeseada, fue claramente audible en toda la habitación. Una vez más se convirtió en la fría y arquetípica figura de la doctora a la cual estaban acostumbrados sus pacientes —incluso sus labios se fruncieron apartándose de la suave sensualidad de su reciente acto amoroso—, mientras se dirigía hacia la puerta.
—Si estás tan ansioso de creer lo que tu robescritorio puede decirte ahora que uno de nuestros pacientes ha trasteado con él —concluyó—, ¡te sugiero que le pidas que te dé algunos datos concretos acerca de tus celos del doctor Mogshack!
Se fue dando un portazo.
—Esta es una alerta rosa para las zonas este y norte de la ciudad de Nueva York, amarilla para todo el estado; repetimos, rosa para el este y el norte de la ciudad de Nueva York. Se anticipaba que la manifestación de Patriotas X reunida en el Kennedy se dispersaría pacíficamente como consecuencia del anuncio de que Morton Lenigo había pasado los trámites de aduana e inmigración, pero desgraciadamente las cosas no han resultado así. Un cierto número de encendidos discursos proclamaron que su admisión en el país era un anticipo de una mayor victoria nigblanc. Los Patriotas X y otros extremistas están dirigiéndose hacia la ciudad de Nueva York utilizando transportes aéreos, terrestres, y probablemente por rapitrans. La mayoría están armados, muchos se hallan en órbita y son potencialmente violentos. Los grupos de defensa urbana deben permanecer en alerta, en alerta, en alerta. Aguarden órdenes de los oficiales del Mantenimiento de Seguridad Interna. Repetimos, alerta rosa en el este y norte de la ciudad de Nueva York. Fin del mensaje, fin del mensaje, fin del mensaje. Estén atentos a futuros comunicados.
En su camino al ascensor, Lyla comprobó la comred al extremo del pasillo; como en la mayor parte de aquellos nuevos bloques de apartamentos baratos, era grande y fea y blindada, y se necesitaría una bomba para inutilizarla. Cuando metió la mano en la ranura de los mensajes, sin embargo, todo lo que encontró fue una mancha de fluido activador que se estaba ya secando… El servicio de mantenimiento había olvidado de nuevo poner una nueva carga de papel facs. No servía de nada tener el aparato en buen estado de funcionamiento si no había nada sobre lo que grabar.
Pero se sentía demasiado en baja forma como para dejar que aquello la irritara. Su depresión se había asentado antes de abandonar el apartamento de Flamen, y se había agrava-do aún más al verle tan complacido con algo que ella no comprendía, el fruto de su críptica conversación con el hombre gordo llamado Lionel. El mundo se había vuelto bruscamente gris y deslucido para ella. Quizá la culpa fuera de los efectos secundarios de las píldoras sibilinas, pero no tenía experiencias previas para juzgarlo. Nunca antes había sido arrancada del trance por la fuerza.
Peor aún: jamás hubiera creído en la sola palabra de Dan, pero después de haber visto la grabación de Flamen no podía seguir discutiendo la necesidad de lo que había hecho. Las trampas de eco habían representado la muerte —mental, si no física, y por lo tanto aún peor— de al menos tres pitonisas conocidas suyas.
Así que los problemas que la preocupaban eran interminables: había caído en una trampa de eco (¿por qué concebible razón?), tenía que enfrentarse a las inciertas consecuencias de intentar metabolizar lo que quedaba de la droga en un estado de no-trance, y todo aquello había ocasionado que emitiera un oráculo durante el vuelo en dirección a la casa de Flamen.
Aplicando su llave código, con su codificación magnética única, a la cerradura de la puerta del apartamento, luchó por decidir si la persona a la que se había referido era o no la misma cuya presencia la había conducido a la trampa de eco. Por lo que se decía —pero el talento de las pitonisas era demasiado frágil para someterlo a experiencias de laboratorio—, debía de haber habido alguna personalidad excepcionalmente poderosa presente entre el público, una cuya aura de autoridad superaba sus mejores intentos de apartarse de ella y centrarse en otro sujeto.
¿El propio Flamen? Era poco probable; habían pasado media hora o así examinando los tres oráculos que había conseguido emitir, del principio al fin, y llegado a la conclusión de que ninguno de ellos podía aplicársele. El hombre se había sentido muy obviamente aliviado.
Se deslizó rápidamente bajo el peso basculante, que quedaba desactivado cuando la cerradura era abierta con la llave adecuada y permanecía bloqueado hasta que la puerta era cerrada de nuevo, y cerró el mundo detrás de ella con un portazo.
Lanzando su yash a la percha —falló, y tuvo que recogerlo y efectuar un segundo intento—, llamó:
—¿Dan?
Ninguna respuesta.
En la nevera, encontró una barra de pan medio consumida que ya empezaba a enmohecerse y un poco de mantequilla de cacahuete tan vieja que el aceite se había separado. Pero no tenía hambre. En el compartimiento del congelador había una hilera de frascos azules y verdes y marrones que había que conservar muy fríos para prolongar su vida útil; en uno de los marrones, etiquetado con la letra de Dan, encontró una felipíldora y media, y las tomó.
No ocurrió mucho. Probablemente estaban pasadas. Fue a la pizarra de la cocina y garabateó FELIPÍLDORAS en letras mayúsculas al final de la lista de compras. Y no había mescal preparado ni nada parecido, y en aquel momento no se sentía con ánimos de dedicarse a la tarea de preparar algo. Ni alcohol, ni porros, ni nada. Pensó en Mikki Baxendale en su lujoso ático y sintió una puñalada de lástima por Dan, que había estado tan cerca de la riqueza.
Pero la cama no había sido reparada, y en vez de ello empezó a sentirse furiosa hacia él. Dejándose caer como una muñeca con el relleno flojo en una remendada silla hinchable, se reclinó cansadamente y le frunció el ceño al techo.
Nunca se había sentido así después de una sesión. Normalmente se sentía excitada, complacida ante los asomos de revelación que emergían de la aparente trivialidad de sus oráculos, ansiosa de seguir rastros semiocultos en una maraña de asociaciones subconscientes, y por la noche, o incluso antes, muy excitada sexualmente.
Se acarició de forma experimental. Era como tocar un cadáver.
Se sumió de nuevo en la tumba llena de telarañas de su desconcierto, agradecida de que las felipíldoras hubieran aliviado su depresión al menos lo suficiente como para permitirle considerar como valioso el esfuerzo de su concentración.
Si alguien del público la había obsesionado hasta el punto de crear una trampa de eco para ella, la suposición más probable era que esa persona fuera la misma a la que ella se había referido cuando había dicho que en el hospital había alguien más racional que el propio director. ¿Quién? ¿Qué tipo de paciente podía estar internado en el Ginsberg no porque estuviera loco sino porque estaba demasiado cuerdo?
No servía de nada romperse la cabeza, decidió finalmente. Ella nunca sería capaz de analizar sus propios oráculos sin ayuda; deseaba tener a Dan allí para poder hablar con él, la cinta para pasarla una y otra vez hasta que las palabras penetraran muy profundo en su mente consciente. ¿Dónde demonios podía estar aquel estúpido mack?
Para distraerse un poco, se puso en pie y se lanzó a un frenético recorrido del apartamento, poliaspiradora en mano, engullendo polvo y basura. El correo de la mañana se había disuelto en la masa viscosa de los libros delante del Lar, y lo arrancó todo de allí a puñados, echándolo al water. La cuarta vez que tiró del depósito el agua no salió, y lo que quedaba de la grisácea masa se quedó allá burlándose de ella, inamovible.
Se sintió poseída por una rabia repentinamente incontrolable. Regresó hecha una furia al altar del Lar y lo agarró por sus protuberantes orejas. Era un modelo YJK, el más adecuado dentro de los fabricados en serie para una pitonisa o un talento similar…, según los folletos publicitarios que lo acompañaban. Por su forma se parecía a un feneco, el zorro del desierto de grandes orejas, acuclillado.
—¡Suerte y fortuna! —dijo entre dientes apretados—. ¡Mentiroso mentiroso mentiroso podrido mentiroso!
A cada palabra retorcía malignamente el ídolo entre sus manos, esperando que algo se rompiera, pero el flexible plástico volvía a recuperar su forma; sólo la cola pareció retorcer-se en un fláccido signo de interrogación.
—En ese caso… —dijo ella, y se dirigió hacia la única ventana practicable.
Alzándola por encima de su cabeza, se preparó para lanzarlo a través de los treinta y algo metros que la separaban de la calle de abajo, y en aquel mismo momento un rayo brotó de la oscuridad y restalló contra el dintel, inundándola de polvo y esquirlas de cemento.
Jadeando, aferrando el Lar contra ella como si fuera un niño, se dejó caer al suelo. Durante un largo momento de todo lo que fue consciente fue de la tensión muscular y del horrible regusto de su propio terror, y del sonoro latir de su corazón. Se vio mentalmente a sí misma tendida junto a la ventana, si la puntería del láser hubiera sido precisa, con una horrible línea chamuscada entre sus pechos.
Finalmente recuperó el control lo suficiente como para pensar en apagar la luz, cerrar la ventana —muy cautelosamente, desde un lado, tendiendo al máximo el brazo—, y volver a colocar el Lar en su nicho, distantemente consciente de que si hubiera llegado a arrojarlo hubiera tenido una infernal disputa con Dan. El período de prueba de siete días vencía mañana, y si no hubieran podido devolverlo hubieran tenido que pagar una factura de dos mil hojas de té por él.
Luego, de pie, bien protegida por las sombras, miró por la ventana para ver lo que estaba ocurriendo. Un efecto secundario de las felipíldoras era reducir la sensibilidad auditiva; tenía que luchar contra una especie de amortiguador acolchado mental para percibir los débiles sonidos externos, pero ahora que prestaba atención a ellos lo que oía adquiría un significado familiar que normalmente la hubiera puesto en alerta al instante. Un apenas distinguible canto y un resonar de tambores, como si una se diera cuenta de pronto de la existencia del monstruo urbano de la circulación a través de un amplificado pulso humano; un niño chillando, quizá atrapado en la calle entre barreras de la policía, sus padres demasiado asustados como para salir a buscarlo; en una ocasión, hacía mucho tiempo, cuando tendría unos catorce años, había oído a una pareja normal de mediana edad, amigos de su padre, discutir tranquilamente durante un tumulto en el cual había desaparecido su hijo, acerca de si tendrían otro en el caso de que lo encontraran muerto, o si eran ya demasiado viejos y quizá fuera mejor adoptarlo…