—¿Están listos esos grilletes? —preguntó Diablo al encargado de los accesorios—. ¡Recuerda que quiero que se abran más fácilmente esta vez de lo que lo hicieron la última! Si necesitan más de cinco segundos para abrirse pueden producirse malas interpretaciones… aparte de estropear todo el ritmo de la acción. ¿Qué demonios…?
Se detuvo en seco en el centro del plato, vuelto de espaldas a la cabina de control, y se dio cuenta de que tenía a dos macuts armados frente a él.
—El Mayor desea verte —dijo el de la derecha. Su exagerada máscara de plástico (fondo negro, pero con cuchilladas de rojo, amarillo y marrón en las mejillas) hacía que su voz resonara extrañamente.
—¡Dile que espere! —restalló Diablo. Había muy poca gente en Blackbury que pudiera decirle ese tipo de cosas a un macut, pero él llevaba años haciéndolo—. Estoy en mitad de una grabación…, ¿acaso no lo ves?
El segundo macut trazó una casual línea de humo en el suelo con un rayo a potencia mínima de su láser.
—Ha dicho ahora, basura blanca. ¿Vienes a pie, o como carne para el carnicero?
—¿Qué me has llamado?
Furioso, Diablo dio medio paso hacia adelante, luego interrumpió el movimiento cuando el cañón del láser saltó significativamente hacia arriba. Aquellas armas eran el legado de la última visita de Anthony Gottschalk; recientemente había enlatado una emisión acerca de ellas…, en la cual, por obvias razones propagandísticas, eran presentadas como algo desarrollado directamente allí en la ciudad…, y no se hacía ilusiones respecto al efecto de con-centrar doscientos cincuenta vatios en un espacio no mayor que la punta de un alfiler.
Hubo una pausa eterna. Finalmente, dijo:
—De acuerdo, de acuerdo. Pero espero que no me retenga demasiado. —Y añadió hacia sus actores y técnicos, mientras avanzaba hacia la puerta—: ¡Nos veremos aquí después de comer, todos!
Aguardándole a la entrada del estudio había un Voortrekker oficial convertible, un vehículo a la vez terrestre y aéreo fabricado en Ciudad del Cabo y que era el medio privado de transporte más caro del mundo. El Mayor Black era propietario de seis de ellos, un asunto que nunca le había gustado por completo a Diablo, pese a la racionalización de que se consideraba que los sudafricanos y los americanos nigs estaban en último análisis del mismo lado; el argumento se parecía demasiado al que había justificado la admisión de los musulmanes negros en las reuniones del Ku Kux Klan allá por el siglo pasado. Frunció el ceño aún más profundamente cuando fue obligado a entrar en el asiento trasero del Voortrekker por los macuts, que subieron junto a él, uno a cada lado. El vehículo partió zumbando en dirección al palacio del Mayor, una vez despejado el camino por el control remoto que cambiaba a rojas las luces de todo los semáforos de las calles transversales al simple toque de un botón en el tablero de mandos.
Pese a todo, Diablo permaneció sentado con la boca firmemente cerrada. No tenía ni idea de qué podía haber provocado todo aquello, pero podía suponer con mucha facilidad que el Mayor Black se había levantado aquella mañana por el lado equivocado de la cama. Cuando estaba de ese humor, tendía a disfrutar reafirmando su autoridad sobre cualquiera que contribuyera a la economía de Blackbury, y a todas luces Diablo entraba en esa categoría. Sus emisiones enlatadas de televisión estaban entre las principales fuentes de entrada de divisas de la ciudad, aparte de su valor como propaganda, y habían revolucionado sus relaciones con las autoridades de la América Federal cuando empezaron a ser capaces de pagar sus tasas de energía y agua con monedas fuertes tales como el cedi y el riyal.
Tomó mentalmente nota de identificar al macut que lo había insultado públicamente y asegurarse de que su futuro fuera más negro de lo que había sido su pasado. Sería difícil, teniendo en cuenta la máscara, pero en una comunidad pequeña como aquella no sería imposible.
Independientemente de eso, sin embargo, no dejó de decirse a sí mismo que alguien con el status de Pedro Diablo no tenía ninguna razón de temerle a un acceso de mal humor por parte del Mayor.
Siguió diciéndoselo a sí mismo hasta que fue introducido realmente en presencia del Mayor…, si uno puede hablar de ser introducido al hecho de ser empujado dentro de una habitación a punta de pistola. El Mayor Black no estaba solo. Sentado junto a un enorme escritorio había un blanquito: un hombre delgado con una ridícula barba dispersa suplementada con disparejas aplicaciones de pelo artificial y un cabello muy pálido cuidadosamente peinado y pegado cubriendo la rosada calvicie de su coronilla, con las rodillas muy juntas y las manos cruzadas sobre sus piernas.
Entonces el corazón de Diablo se hundió como una piedra cayendo en un profundo po-zo. Conocía aquel rostro severo y de finos labios. Los rasgos de Herman Uys, el mayor experto racial sudafricano, eran quizá los más conocidos de todo el mundo moderno.
Estaba aún intentando adivinar el por qué la presencia de Uys en Blackbury le había si-do mantenida en secreto a él, Pedro Diablo, cuando el Mayor pronunció sus únicas palabras en toda la entrevista:
—Largo de la ciudad, mestizo. Tienes tres horas.
Sin ninguna advertencia, el circuito de la comred de Flamen regresó a la normalidad, y se encontró de nuevo en contacto con Prior. En el momento en que se dio cuenta de ello, el rostro del otro adquirió una expresión que Flamen conocía muy bien tras tantos años de estrecha colaboración: la mirada que significaba que estaba a punto de cometer alguna fechoría realmente monstruosa bajo la presunción —casi siempre justificada— de que la persona con la que estaba tratando había ignorado alguna trampa muy sutil. Podía ser ingenuo en algunos asuntos, como lo probaba su fácil aceptación de un Lar o de todo lo que proclamaba la publicidad, pero cuando se presentaba la posibilidad de cerrar un trato beneficioso para él, era brillantemente tortuoso. Por eso precisamente Flamen confiaba en él. Nunca se había atrevido a empañar su propia imagen aprendiendo las habilidades propias del mundo de la prostitución necesarias para mantenerse a flote en el implacable océano de los negocios modernos, pero al mismo tiempo tampoco se atrevía a despreciarlas. Prior era un compromiso perfecto: el summum del honor autoilusorio, que puede borrar el más flagrante tipo de engaño de su conciencia bajo el supuesto de que él era quien lo había pensado, y él no podía ser de ningún modo un hombre deshonesto.
Flamen se tensó. ¿Iba a convertirse ahora en el blanco del talento personal de Prior…?
—Matthew, por todo lo que puedo juzgar —empezó Prior—, acabas de efectuar una acusación muy seria contra el directorio de Holocosmic.
—No recuerdo haber hecho ningún tipo de acusación contra nadie —dijo rápidamente Flamen—. Pero si tú tienes algo importante y urgente que decir, ¿por qué no…?
Rebuscó en su mente alguna forma de conseguir algo de intimidad. Cualquier cosa di-cha a través de la comred en aquellas oficinas, como en las oficinas de cualquier firma conectada con la cadena Holocosmic, era grabado, analizado, y si se consideraba necesario remitido al directorio. ¡Oh, sí!
—¿Por qué no vienes al Ginsberg conmigo y ves a Celia?
—No esta tarde —dijo Prior.
—¡Oh, vamos! Es tu hermana además de mi mujer, recuérdalo.
Un intento desesperado de conseguir que Prior hiciera algo deshonroso y lo admitiera por la comred: fracasó.
—Estoy citado para unos ejercicios con mi grupo de defensa urbana —dijo Prior, siempre el sólido y responsable miembro de la sociedad—. Además, ya sabes que el doctor Mogshack desaprueba las intrusiones del antiguo entorno de sus pacientes, y no me gustaría ir contra su buen juicio.
—Considero el contacto entre marido y mujer como algo altamente normalizador, aunque él no lo juzgue así.
El viejo y seco hipócrita, añadió Flamen para sí mismo…, pero no iba a hacer aquel comentario en voz alta, no cuando había escapado tan por los pelos de la hoja de la guillotina de la Holocosmic apelando a la reputación de Mogshack.
—Es posible. —Prior se alzó de hombros—. De todos modos, lo que te quería decir era otra cosa. —Vaciló, con un aire calculador—. Matthew, para ser francos, creo que te estás volviendo un tanto paranoico respecto a esos problemas que estamos teniendo en el programa. Aunque admito —un giro a un tono algo más condescendiente— que es discutible el si puede decirse que la Holocosmic ha ofrecido su máxima colaboración a nuestros intentos de eliminar las interferencias que estropean nuestras transmisiones, es algo muy distinto el asociar eso con los fallos en nuestra comred interna aquí en el Etchmark. —De nuevo los modales severos y patriarcales, aunque solamente tenía tres años más que Flamen: el rol estándar del manager inteligente y bien informado protegiendo a la admirablemente idealista estrella del show de su propia falta de cinismo—. De modo que sugiero —concluyó— que me autorices a llamar a un experto externo para sustanciar esas sospechas tuyas. Son lo suficientemente graves como para no dejarlas pasar sin verificación.
Flamen se lo quedó mirando con incredulidad. ¿Un experto externo? ¿Había perdido el sentido Prior? ¿Qué «experto externo» podía ser más astuto que los propios ordenadores de la Holocosmic…, qué tribunal podía ser persuadido por alguien a creer en la fantástica idea de que una gran cadena estuviera saboteando sus propias transmisiones? Sólo se le ocurría una explicación para el extraordinario comportamiento de Prior, y antes de tener tiempo de pensar en todo ello la presión de su irritación lo condujo a un irreprimible estallido.
—¿Qué ha ocurrido para que tú te pongas repentinamente del lado de la Holocosmic? ¿Acaso alguno de los peces gordos te ha tomado por su cuenta fuera del alcance de los micrófonos espía y te ha hecho una proposición? ¡No importa qué tipo de campo de minas estén sembrando debajo de mí, yo no voy a poder cruzarlo! ¡Tengo a otros espías vigilando a mis espías!
Fue distantemente consciente de que la expresión en el rostro de Prior había derivado de la presunción al más puro horror, pero siguió de todos modos:
—¡Y si yo pudiera permitirme un espionaje a ese nivel, tú serías la primera persona a quien dirigiría mis esfuerzos! ¡No deseas ir a visitar a tu propia hermana cuando se halla en el hospital!
Cortó el circuito con una temblorosa mano antes de decir algo más perjudicial para su situación. Si esta conversación llegaba alguna vez a un tribunal, reflexionó amargamente, iba a tener dificultades en argumentar que su temporal pérdida de control había sido motivada por su preocupación hacia Celia. Su sugerencia de ir a visitarla aquella tarde había sido estrictamente una improvisación momentánea para poder hablar con Prior fuera del alcance de cualquier tipo de oídos.
Pero ahora tendría que ir a verla, por supuesto. Con el ceño fruncido, se encaminó hacia la puerta.
Casi inmediatamente, con horror y desánimo, se dio cuenta de hasta qué punto había si-do precipitada su reacción ante Prior, pero decidió retardar tanto tiempo como pudiera el momento de tener que enfrentarse a sus consecuencias.
—¿Si he contemplado alguna vez la actuación de una pitonisa? —repitió Xavier Conroy, más allá de la frontera con el Canadá. Era una universidad pobre, más bien miserable, pero viviendo como lo hacía lo bastante en el pasado no le importaba que su reputación fuera para su carrera como un coche fúnebre tirado por caballos—. No, nunca la he contemplado. Pero el fenómeno es interesante, y digno de discutirlo. ¿Cómo lo ve usted?
El muchacho que había hecho la pregunta se trabucó al intentar responder.
—Yo…, creo que realmente no lo sé.
—Debería haberse formado al menos una conclusión tentativa, sin embargo. Es un tema que tiene un amplio abanico de implicaciones estimulantes y provocadoras. Piense en ello, es algo que toca directamente lo que estábamos diciendo recientemente acerca de la creciente reluctancia de la gente a no comprometerse en nada que no esté debidamente ligado por un contrato a prueba de fallos, preferiblemente computarizado. De modo que podemos tomarlo como tema de estudio de esta semana para la clase. Primero les daré algunas líneas maestras.
Conroy se mesó ligeramente su barba entrecana con los dedos y frunció mucho el ceño.
—Podríamos empezar tomando en consideración el culto al espiritismo del siglo XIX, las mesas que se mueven y las mesas que giran, los intentos de comunicarse con los muertos y el público dispuesto a creer en evidentes médiums charlatanes. Todo lo cual estaba por supuesto condicionado por la rígida severidad de la sociedad victoriana. Lo que había comenzado como una investigación perfectamente honesta y completamente científica de algunos fenómenos improbables, se desarrolló en una era de corsés apretados y estricta etiqueta social hasta convertirse en un desesperado e irracional anhelo por conseguir un contacto directo entre individuos. ¿Sí?
Una muchacha en la primera fila, cuyo nombre sabía que era Alice Clover porque estaba reflejado en el tablero luminoso de referencia situado delante de ella, pero cuyo rostro le era completamente desconocido porque en todas las clases desde el inicio del curso había llevado puesto su yash de calle, había alzado la mano.
—¿Quiere decir usted que es irracional prestar atención a las pitonisas?
Conroy vaciló, mirando las hileras de estudiantes y tomando nota especial de las chicas.
Casi una cuarta parte de ellas llevaban puesto su yash de calle, como la Alice que acababa de hablar; el resto iban ataviadas con una fantástica galaxia de vestidos que iban desde el traje largo a la moda del año pasado, con hinchados busto y posaderas, hasta la peluca naranja que llegaba al talle y un par de usados nix.
—¿Cómo voy a definir lo que es racional? —dijo cansadamente—. No quiero decir ni más ni menos que lo que he dicho. Es asunto suyo sacar las implicaciones.
Viendo a Reedeth aguardándola en el punto donde aquel pasillo se unía con otro, Ariadna Spoelstra sintió deseos de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Por aquel entonces, la planificación de su programa referente a las relaciones entre ellos se hallaba en el estadio en el que toda proximidad física era desalentada…, y era por eso precisamente por lo que él había elegido abordarla. «Acechando emboscado», fue el término que primero le vino a la mente; los bastiones del Ginsberg conducían a pensar en celadas y trampas, ace-chanzas y ardides.