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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (76 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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2

El regreso a Olar fue para Gudú muy reconfortante. Estaba harto ya de convivencias familiares. La coronación, que Ardid intentó revestir de gran esplendor, fue por expreso deseo suyo de una brevedad sorprendente. Pocos días después manifestó las muchas atenciones que requería de él su famosa -y secretamente criticada- Corte Negra. Sin hacer caso de las, primero tímidas, luego fastidiosas súplicas de Gudulina, que intentaba acompañarle, la dejó en manos de su madre, y partió con Randal al encuentro de los que constituían, al menos por el momento, la razón de su vida, y entre los que tan a gusto y a sus anchas se encontraba.

La Corte Negra no sólo no había sufrido alteraciones que desmereciesen a los ojos de su Rey, sino que, en manos tan expertas y leales como las de Yahek, ofrecía unas perspectivas que, si bien a otro hubieran parecido de una austeridad y rudeza rayanas en lo siniestro, complacieron profundamente a Gudú. Hasta el punto de dedicar breves y concisas -por supuesto-, pero significativas y halagüeñas palabras de felicitaciones a Yahek. Éste las escuchó con gran placer, y fue a explayar su orgullo sumergiéndose materialmente en una tinaja de vino, junto a sus camaradas.

Recién entrado el invierno nació el hijo de Lontananza, pero como se trataba de una niña, no lo comunicaron a Gudú. El niño de Yahek y la recién nacida muchachita se criaban juntos, pues las dos madres habían hecho excelente amistad. El Rey ni tan siquiera recordaba el origen de estas cosas: otras muchachas sustituyeron a Lontananza y a sus antecesoras. En tan agradable compañía, Gudú sintió que respiraba de nuevo los aires de libertad y optimismo que estimulaban sus ambiciosos proyectos.

La escuela de Yahek y sus disciplinados Cachorros crecía en vigor, astucia, fuerza y sabiduría. Los jóvenes soldados de Gudú aparecían a los ojos del Rey como los mejores. Y tuvo la grata sorpresa de recibir, a poco, la visita de algunos jóvenes nobles: muchachos de catorce, dieciséis y aun veinte años, que, unos desoyendo el consejo de sus progenitores, y otros acuciados por ellos, vinieron a ofrecerse a la Corte Negra con mal veladas ansias de gloria, botín y cuanto se presentara, si bueno parecía.

Gudú eligió a los que le parecieron mejores, y aun a algunos de los que no le parecieron tan buenos. Su astucia le aconsejó no rechazarlos por no acarrearse el disgusto de los padres. Sabía, por lecturas y por cierta experiencia, que los nobles, en general, eran gente díscola, dispuesta a revolverse contra su Rey al menor motivo, y aun sin éste. De forma que los encuadró en lugares donde mejor podría aprovechar su talento, si alguno poseían. Y así hubo un lugar para cada cual, pues como jóvenes que eran, y de raza belicosa, alguna aplicación podía dárseles, aun en el caso de que fuera escasa su mollera. Como Capitán de ellos colocó al noble Jovelio, que tan bien le sirviera -junto a su gloriosamente fallecido hermano Iracundio- en la última batalla. De este modo, la nobleza de la sangre no se vio menospreciada por hallarse a las órdenes de plebeyos como Randal o el propio Yahek. De suerte que, la naciente y ya floreciente Corte Negra, primero engrosada por chiquillos plebeyos y vagabundos, fue a su vez entroncada con sangre noble.

«Dentro de poco -pensaba Gudú- nos hallaremos en condiciones y bien dispuestos para emprender mi sueño: cruzar el Gran Río y avanzar a través de las estepas.»

—Mientras exista un palmo de tierra ante nosotros -confiaba a sus íntimos, entre sorbos de buen vino y vapores de ensoñada gloria- y si todos mis proyectos marchan en la buena dirección que llevan hasta el presente, la primavera nos llevará de nuevo al Este. Dejemos pasar el invierno en dura disciplina y entrenamiento y os juro que, si el ánimo no desfallece (y os aseguro que no desfallecerá), el porvenir de Olar, y de cada uno de vosotros, no será despreciable.

Estimulados por las palabras del Rey, amén de la codicia, la ambición, el sueño de la gloria y el ardor de su sangre, bebieron con fruición y entusiasmo, y brindaron por la Gloria de Olar, del Rey, y de cada uno de ellos en particular.

De tarde en tarde, Ardid enviaba a Gudú un emisario que, más o menos discretamente, indicaba al Rey la conveniencia de no descuidar sus obligaciones conyugales. Y aunque con cierta desgana, éste obedecía a su madre, pues la tenía por muy buena consejera.

El Rey hacía frecuentes visitas a Olar, pero no tardaba más de dos días en regresar a las Tierras Negras, Castillo Negro y Corte Negra, allí donde su gente, y su vida, en suma, le aguardaban y retenían con lazos mucho mayores que una esposa, una madre y una Corte que poco o nada ocupaban su mente.

3

Otra sangre ardía en aquellos momentos no con menores deseos de batalla. Y si desprovista de codicia o de gloria, no de justicia y venganza. Desde el día en que el joven Lisio huyó de los Cachorros del Rey, un largo sendero, duro y peligroso, había recorrido el muchacho hasta el presente. Aquel invierno memorable -en su vida, y en la de otras vidas, además de la del Rey Gudú estaba ya muy lejos de su memoria.

Otra sangre ardía en deseo similar o aun mayor a la de Gudú y Lisio. Una venganza aún más fiera y violenta. Bancio y Cancio, a quienes sus hermanos Ancio y Furcio habían dejado al margen de sus proyectos y, en definitiva, a salvo de una muerte cierta, vivían, desde aquella estrepitosa derrota en los Desfiladeros que pareció borrar del mundo la rama de los Soeces, una miserable existencia. Cuando la noticia de aquel fracaso llegó a sus oídos, se hallaban ambos en su hedionda cámara, bebiendo, jugando a los dados y discutiendo, en compañía de dos muchachas extraídas del famoso lugar donde Gudú había conocido por primera vez un aspecto de la vida que, al parecer, no juzgó desdeñable. Pero como astutos que eran, sabían que Gudú no se dejaba dominar por él. Es más, sabían que Gudú no se dejaba dominar por nada fuera de sus secretos sueños de poder y gloria, y de aquel raro instinto de que se valía para rodearse de las gentes adecuadas: las que desbrozaban su camino hacia una riqueza que ellos no entendían, el poder y esa implacable ansia por desvelar todo cuanto se mostrase ante sus ojos tan imposible como desconocido.

Apenas llegaron a sus oídos las noticias del triunfo de Gudú y la muerte de sus hermanos, el pánico les invadió. Degollaron a las dos mujeres que les acompañaban, vistieron sus ropas y, por aquel secreto pasadizo que desde su guarida les llevaba al exterior, huyeron disfrazados y tan comidos de miedo como de odio y desesperación. En sus maldiciones estaban incluidos tanto Gudú como Tuso y sus dos hermanos, por haberles desplazado de sus planes. Aunque secretamente les bendecían, pues de esta forma tenían más probabilidades de salvar la piel, que si hubieran tomado parte en fraternal abrazo contra Gudú.

Escondidos en la espesura, ocultándose en los bosques, meditaron sobre lo que les parecía más indicado dada su situación. Y así pasaron algunos días. Fingiéronse mendigos, recorrieron cautelosamente las aldeas del contorno y, poco a poco, se fueron aproximando a los lugares donde se había desarrollado el drama de su familia. Al fin, trabaron conocimiento con algún soldado de los que vigilaban a los cautivos que explotaban las minas. Como parecían mujeres viejas -y en verdad feas-, despertaron primero mofa, y luego compasión. Y aunque recibieron más de un puntapié, y más de un peligro sortearon, lo cierto es que, poco a poco, los centinelas, soldados y capataces se acostumbraron a su presencia. Y no sólo dejaron de molestarles, sino que de cuando en cuando recibían algún mendrugo, junto a los perros.

Aunque romos de inteligencia, traidores por naturaleza y desconfiados hasta el punto de espiarse mutuamente como a los peores enemigos -y tal vez no les faltaba razón para ello-, lenta pero minuciosamente, Bancio y Cancio llegaron a urdir un plan que, si bien en principio parecía tan descalabrado como imposible, una insospechada circunstancia vino a consolidarlo y darle forma viable, y aun esperanzadora. Fue ésta la aparición de un joven harapiento, valiente, duro y animado de un fuego que ni su edad ni sus pobres harapos hacían presumible. Así fue como, tras un tiempo plagado de proyectos trazados y destrazados, disputas e ¡res y venires entre las gentes, con la astucia y la apaleada discreción de canes vagabundos, llegó un día en que conocieron al joven Lisio.

Largo y no exento de peligro había sido su camino hacia el País de los Desfiladeros, desde aquel día en que, entre las abandonadas minas de las Tierras Negras, reunió cuantos víveres y armas pudo, y partió en busca de sus hermanos de desdicha.

Aunque fue en la primavera cuando él escapó de la Corte Negra y, en su inocencia, creía que en verano arribaría a los Desfiladeros, lo cierto es que el frío le sorprendió aún muy lejos de allí y, aterido, tuvo que guarecerse muchas veces en grutas y abandonadas ruinas de aldeas -de las muchas que las guerras de Volodioso y las más recientes de Gudú sembraron por aquellos parajes-. Tan grande era su desfallecimiento, que más de una vez perdió la ruta y hubo de volver sobre sus pasos, y reanudar repetidamente un camino que ya creía recorrido.

Y tiempo tuvo para rumiar su amargura, su desencanto hacia los que creía hermanos, si no de sangre, sí en la desesperación.

Aunque los días templaron su amargura y decepción, y en cierto modo llegó a entender su flaqueza, puesto que sólo odio y malos tratos habían conocido, incluso les perdonó, no decreció su sueño vengativo. Al tiempo que su decepción, este sueño crecía y se espoleaba en el odio y en el ansia de vengar a los que tan injusta y duramente fueron tratados. Fue así avanzando, guiado tan sólo por su instinto y el curso del sol y las estrellas, tal como su abuelo le enseñó de niño. Pronto se acabaron sus víveres, mucho antes de lo que su inexperiencia le hizo creer, y tuvo que dedicarse a cazar. De esta caza, y de algunas raíces que, para no morir de hambre, aprendió a elegir desde niño, junto a sus hermanos, se alimentó durante el camino, cada vez más lento y más duro.

Al fin, cierta mañana en que el cansancio y las privaciones le hacían vacilar sobre sus pies, notó cómo ante sus ojos -que sabían ver en la oscuridad y otear en la lejanía como el águila- medio se borraban los contornos de árboles y tierras. Allí estaban -y las adivinaba más que veía-, sueño o delirio de fiebre, las Rocas Gigantes, tantas veces descritas por su abuelo, que guardaban el paso a los Desfiladeros. Allí estaban las negras siluetas, los gigantes que les daban nombre. Y con esta adivinación o visión, cayó de bruces. Sintió cómo su corazón golpeaba contra el suelo, como un sordo tambor que desde tiempo y tiempo atrás -antes de su vida, pero en la misma ruta de su sangre- latía lenta pero ininterrumpidamente, hasta que llegara un día en que su eco se extendiera por toda la corteza de la tierra, como no lo lograría el sueño de Gudú.

En la fría mañana se anunciaba un invierno que habría de ser crudo. Muchas aves ya habían emigrado al Sur, y sólo las nubes, lentas y cambiantes, huían quién sabe hacia qué países o mares. Lisio permaneció tendido, en la fría tierra, como asido al golpeteo todavía débil, pero indomable, de su corazón. El sol fue adueñándose del helado firmamento y, lentamente, bajo sus pálidos rayos, su cuerpo renacía, olía la tierra húmeda las raíces; y el viento que ahora llegaba a su frente, a diferencia del frío que atenazaba sus movimientos, parecía quemar. Abrió al fin los ojos y vio huir hacia su madriguera dos animalillos. Esto le hizo pensar en otros agujeros, otras madrigueras donde sus aún hermanos permanecían y, sin saberlo ellos, retenían para él todo el vigor del mundo. Así recibió de nuevo su fuerza, la sintió penetrar por su aterida piel, poro a poro, y reanimarle como un vino misterioso.

Las nubes se adelgazaron, se abrieron y alejaron lentamente. El sol envió más calor y, poco a poco, Lisio fue incorporándose. Oyó manar, cerca de allí, una fuente. O quizás era un arroyo. O acaso un río... Aunque él no lo sabía, estaba muy cerca del lugar donde, tiempo atrás, Predilecto detuvo su espada sobre la mirada despavorida de su hermano. Allí donde, otro hermano, le dio muerte violenta, sin piedad alguna, sin el más remoto sentimiento de duda, remordimiento o pesadumbre. Y algo flotaba entre los juncos, algo parecido a una voz que narraba aquellas cosas. Aunque sólo los juncos y las piedras, y acaso una asustada nutria, las escuchaban con el mismo pavor que oían el vuelo de los buitres o el suave hollar la hierba de la raposa. Sólo los trasgos, los elfos y acaso las criaturas fluviales podrían entender aquel lenguaje, y poco podían afectarles estas cosas. «Humanas rencillas, hediondas podredumbres, necias historias», comentaría a lo sumo la carpa con el transparente silfo, o el cándido elfo que asomara sus ojos de rocío entre la hierba.

Y Lisio tampoco oía otra cosa que no fuera el latir de su odio contra el pecho, ni veía más que el rostro moribundo de su abuelo, o los desesperados ojos de Lure. Incluso las palabras de su abuelo casi habían desaparecido de su memoria, y sólo una, negra y luciente, llenaba su pensamiento: «venganza». Y se repetía esta palabra en el latido de su corazón, y en el latido de otros corazones lejanos -en el tiempo pasado, en el tiempo que aún habría de venir- por los misteriosos caminos de la especie humana.

Siguiendo el rumor del agua, Lisio encontró el río. Refrescó el ardor de su frente y bebió. Le pareció que al beber se llenaba de vida, una vida renovada y sabia. Se sentó entre los juncos y, por vez primera, que él recordara, las lágrimas caían en sus manos manchadas de tierra, y se mezclaban al barro del mundo donde le había tocado nacer. Pero no eran lágrimas de tristeza, sino lágrimas de odio. Pues ni el recuerdo de Lure lograba devolverle la lejana ternura que, en tan largo camino, tal vez había perdido para siempre. «¿Por qué no maté aquel día al Príncipe Predilecto?», se dijo. Y con ira, secó sus ojos, y con ira tuvo fuerza para incorporarse, sin reparar que acaso centraba aquel sentimiento en la criatura que menos merecía odiar. Pero quien con vanas esperanzas estimula el corazón ajeno, hiere más que aquel de quien sólo mal se espera. Y el recuerdo de su quebrada fe, del sueño roto, de su pisoteada esperanza, le llenaba de ira. «La ira», se dijo, «la ira...». Un descubrimiento, una nueva forma de estar vivo. Y allí mismo deseó matar, con mil muertes que pudiera, al que no tuviera valor, o fuerza, para vengar la vida de un hermano. Sin saberlo, se repitió las mismas palabras de Gudú: «No vacilaré: una sola duda significa la muerte para los de mi raza y para mí mismo».

Avanzó prudentemente, medio oculto entre los juncos del río, hasta alcanzar, al fin, el Desfiladero. Le llegó entonces el olor, el humo, las voces del campamento de los soldados que defendían o guardaban aquella entrada, y el piafar de un caballo. Luego lo vio avanzar, con su jinete, y oyó sus cascos alejándose. El eco los repetía entre las grandes piedras. Planeaba la forma de trepar hacia las rocas y adentrarse en el interior de aquella especie de inmensa fortaleza natural, superior a cuantas un hombre pudiera levantar sobre la tierra, cuando oyó voces muy cercanas, y se tendió entre las jaras, anhelante.

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