…
a Waxman saliendo de un pequeño
jet
negro. Se sube el cuello de su largo abrigo y corre por una pista de aterrizaje hasta la limusina negra que lo aguarda. La noche es fría, de vientos crudos. Al este, un débil brillo anuncia la alborada. En el interior de la limusina el conductor baja la ventanilla trasera.
—Me alegra tenerle de vuelta, señor.
Otro fogonazo.
Waxman sale de la limusina, y avanza por una larga acera rumbo a uno de los muchos edificios amurallados de hormigón blanco que conforman un vasto complejo. Más allá de una suave colina, al otro lado de los árboles, puede escuchar el borboteo de las gélidas aguas de un río. Cruza dos puertas de cristal y un detector de metales, donde un vigilante armado le da la bienvenida, saludándolo por su nombre.
Atraviesa un suelo de mármol ajedrezado, deja atrás a un madrugador conserje que se afana en abrillantar la reluciente superficie de un enorme sello, y por un instante la visión se amplifica, permitiendo ver por completo un emblema…
… el perfil de la cabeza de un águila, posado en lo alto de un sol con múltiples rayos que se despliegan en todas direcciones, componiendo una circunferencia en la que se engastan algunas palabras. La visión regresa a Waxman en el momento exacto en que éste apoya su pulgar en un escáner para acceder a un largo pasillo de color blanco. En su interior, Waxman se detiene y mira por encima del hombro, como si acabara de escuchar a alguien siguiendo sus pasos. Sacude la cabeza y continúa andando, hasta detenerse ante una puerta sin ningún tipo de ornamento, situada a mitad de pasillo. De nuevo Waxman usa el escáner para el pulgar, y luego pasa una tarjeta para poder entrar.
Las luces se encienden abruptamente, iluminando una enorme sala de guerra. Docenas de pantallas y monitores se alinean en tres de las paredes. La cuarta está atestada de archivadores. Hay un mapa en el centro de una enorme mesa, con un punto rojo sobre el norte de Egipto.
Waxman se deja caer en una silla y baja la cabeza:
—Cállate, madre —sisea—. Todavía puedo ganarte. Lo encontraré.
Entonces, por extraño que parezca, comienza a sollozar. Golpea la mesa. Una vez y otra. Y con cada golpe de su mano, la visión de Caleb se empieza a deshacer en pequeños fragmentos, que se desperdigan como las hojas secas de un enorme árbol, girando en torno a sus ojos, hasta que…
Todo terminó. Caleb estaba sentado frente a Phoebe.
Abrieron los ojos al mismo tiempo.
—Caleb… —susurró Phoebe.
¿Cómo no se habían dado cuenta de ello hasta ahora? El membrete en el maletín de Waxman, las imágenes que poblaban los sueños en los que aparecía su padre. La visión remota. Juntos habían recibido las imágenes que necesitaban, habían encontrado las respuestas que buscaban. Caleb había realizado numerosos dibujos con aquel emblema, y sin embargo nunca había unido las piezas…
Pero ahora todo quedaba claro. La habilidad de Waxman para introducirse en el ordenador de Phoebe. Sus contactos en los gobiernos locales. El dinero para sobornar oficiales. ¿Pero qué significaba aquello?
¿Por qué nos ha estado usando? ¿Por qué?
Siguieron mirándose el uno al otro hasta que Phoebe dijo lo que ambos estaban pensando:
—Nunca hicimos las preguntas adecuadas.
Ambos lo susurraron al mismo tiempo, como si temieran pronunciarlo en voz alta:
—La CIA.
LIBRO TRES
—LOS GUARDIANES—
Pues la maldad de la
Ignorancia envuelve toda la
Tierra, y corrompe el Alma,
encerrada en el Cuerpo, sin
sufrirlo, para llegar al Refugio
de la Salvación.
Libro de PIMANDRO
1
Bahía de Sodus — 15 de Diciembre
En las cuatro semanas que siguieron a la revelación sobre quién era en realidad Waxman, Caleb y Phoebe no tuvieron demasiado tiempo para pensar en lo que aquello significaba. Cada minuto lo empleaban en cuidar de su madre y hacer planes para devolverla sana y salva a casa. Revisaron sus finanzas, transfirieron dinero a sus cuentas y organizaron las cosas para disponer un pequeño hospital en su propio hogar.
Aún en Alejandría, dormían por turnos en la habitación de Helen, hasta que Caleb consiguió convencer a Phoebe para que tomaran una habitación en un hotel cercano. Phoebe estaba exhausta, más débil de lo que jamás la había visto. Cada día que pasaba parecía un poco más cerca de caer en un colapso total.
—Sé lo que estás pasando —le dijo Caleb por fin, tras reconocer la mirada que había en sus ojos—. No fue culpa tuya.
—¿Qué quieres decir?
Estaban en la mesa que solían ocupar en la cafetería del hospital, subsistiendo a base de
gyros
de ternera y
falafel
. Los familiares de los pacientes iban y venían, algunos con los ojos vidriosos tras haber pasado toda la noche llorando.
—Créeme —dijo Caleb—. Yo sentía lo mismo cuando… cuando aquella tumba te destrozó las piernas.
—Dejemos clara una cosa —susurró Phoebe entre dientes—. Aquella tumba no hizo otra cosa que ejecutar su función. Fue Waxman quien me hizo esto. Y lo ha hecho de nuevo, esta vez a mamá.
Estaba en lo cierto. Había sido Waxman.
—Quiero que sufra —dijo, y bajó la vista a su plato, que todavía tenía su comida intacta.
—Yo creo que ya sufre —repuso Caleb—. Pero entiendo lo que quieres decir. La pregunta es, ¿qué hacemos con él?
—Trabaja para la CIA —dijo Phoebe, mirando de un lado a otro con aire suspicaz, como si de pronto estuviera convencida de que los estaban vigilando. Y, por lo que sabían, probablemente fuera así. Era algo que Waxman bien podía haber ordenado a sus hombres. Picoteó con el tenedor en su ensalada de pepino—. ¿Qué tiene que ver papá con ellos?
—No sabía que tuviera algo que ver con ellos.
—Pero el símbolo, el águila y el sol… Tú los veías cada vez que visualizabas a papá en aquella prisión iraquí. —Tomó aire y prosiguió—. Y yo vi lo mismo, además de otro signo: una estrella rodeada por una valla.
Desde hacía varios días, Caleb había estado pensando lo mismo que ella.
—Vi algo más en esa sala de las oficinas de la CIA donde Waxman entró.
Phoebe levantó la vista hacia él:
—¿El qué?
—Un nombre —dijo—.
Stargate
. La puerta de las estrellas.
—¿Como la película?
—No, como el proyecto —se inclinó hacia ella—. Después de que el acta de liberación de Información desclasificara un montón de archivos, salieron a la luz bastantes proyectos de los primeros tiempos de la CIA.
—¿Y uno de ellos se llamaba
Stargate
?
Caleb asintió.
—A principios de los años 70, la CIA comenzó a experimentar con la parapsicología, después de que los rusos intentaran algo similar. Ya conoces a los militares: no pueden permitir que otro tipo les tome la delantera, especialmente durante la Guerra Fría —dio un sorbo a su coca-cola—. Supe de ello gracias a Lydia. Lo mencionó en una ocasión. —Hizo una pausa—. Como si supiera…
—¿El qué?
Caleb estuvo a punto de atragantarse con el burbujeante líquido.
—Me pregunto si ella lo sabría.
—¿Lo de Waxman?
—Piénsalo. ¿Por qué tiene tantas ganas de conseguir el tesoro? ¿Podría ser un guardián? ¿Un descendiente de los que se separaron del resto? ¿Y trataba Lydia de avisarme?
—¿O quizá ambos te utilizaban? —suspiró Phoebe, y ambos guardaron silencio.
—¿Y entonces, qué hay de ese proyecto, el
Stargate
? —Phoebe retomó el tema de conversación—. ¿Y por qué mis visiones guardaban relación con ello? Eran visiones muy duras, pero también es verdad que era muy pequeña. Quizá aquello era todo lo que podía entender.
—O quizá lo que se esperaba es que lo entendieses después, cuando fueras mayor.
Y por un instante se dio cuenta de la realidad: alguien, quienquiera que fuese, esperaba de ellos que conociesen la verdad. Lo esperaba, aun cuando ambos sufriesen durante años la confusión que aquel conocimiento sin duda conllevaría. Caleb estaba cerca de averiguarlo, pero aún había demasiadas piezas del enigma dando vueltas por su cabeza, mezcladas sin ningún criterio.
Pensó en voz alta:
—El proyecto
Stargate
pretendía emplear las habilidades de los psíquicos, en particular la visión remota, de la misma manera en que hoy usamos las imágenes procedentes de los satélites. La CIA se encargaba de entregar a sus cobayas determinados objetivos: una planta nuclear rusa, el palacio de Castro, un avión derribado de los Estados Unidos… Hecho lo cual, estos tenían que dibujar en trance todo cuanto veían. Trabajaban con mapas y marcadores terrestres, y en algunos casos, los resultados se antojaban bastante certeros.
—¿Y qué ocurrió?
—Aparentemente, los logros no fueron suficientemente específicos o concluyentes. O a lo mejor es que el gobierno no quería que la opinión pública considerase a sus miembros como una panda de chiflados. En cualquier caso, la CIA dejó de recibir fondos tras el fin de la Guerra Fría, y el programa terminó por disolverse.
—¿O quizá lo enterraron? —preguntó Phoebe.
—Waxman tuvo algo que ver con ello, y todavía es así. Llevó el programa por su cuenta, trabajando en él en secreto.
—Todavía parece tener respaldo financiero y conexiones políticas.
—¿Pero por qué el faro?
Phoebe sacudió la cabeza.
—De nuevo, todo nos lleva a los guardianes. ¿Podría ser Waxman el Renegado?
—No lo sé —reconoció Caleb—. No puedo creer que sea uno de ellos. No me encaja. En su caso parece algo bastante personal.
Phoebe ajustó los reposabrazos de la silla y frotó una parte hasta que su reflejo apareció en la pulida superficie de metal:
—Debemos tener cuidado. Ya sabemos que el faro puede llegar a obsesionar a la gente, y sabemos cómo es Waxman. Lo intentará de nuevo.
Caleb miró a Phoebe a los ojos:
—Volverá por nosotros.
Aquella noche trasladaron a Helen. Voló hasta Nueva York en una unidad de cuidados especiales, y desde allí hasta Rochester. Una ambulancia la aguardaba para llevarla hasta Sodus, donde una enfermera designada por el propio hospital, Elsa, los recibió en la puerta. Colocaron a Helen en la cama, conectaron las sondas de fluidos y los equipos de monitorización y emplazaron allí una nevera para almacenar las bolsas de suero. Llenaron un cajón con sábanas, trapos y manoplas. Por fin, Caleb llevó a Phoebe a su cuarto, donde la ayudó a retirarse de su silla y a meterse en la cama. Allí Phoebe se vino abajo, dejando escapar un profundo suspiro.
—Al menos mamá está en casa…
Caleb no quiso completar el pensamiento de su hermana: …
para que así pueda morir con dignidad, rodeada de los seres que la han acompañado en su vida.
—No voy a rendirme —dijo Phoebe, como si leyera la mente de Caleb.
—Lo sé.
—Sabes que hay esperanzas.
—Pues claro que sí —replicó—. Hasta los doctores dicen que esas cosas pasan. Este tipo de comas no son los más graves. Aún puede moverse, y podría hablar, aun cuando lo que diga carezca del menor sentido.
—No, me refiero a que hay esperanzas de que podamos curarla.
Caleb la miró de hito en hito. Sabía a lo que se refería:
—Los libros. El tesoro.
—¿No eres tú quien ha escrito sobre los avances médicos que incluso en aquel tiempo ya se conocían, los adelantos científicos que sólo ahora comenzamos a redescubrir?
Caleb asintió:
—Sí, se habla de ciertas prácticas médicas alternativas y técnicas de sanación que unían el cuerpo y la mente para facilitar la recuperación.
Phoebe se puso de lado, cerrando los ojos:
—Como he dicho, hay esperanzas —suspiró—. Lo siento, hermanito. Necesito dormir. Ha sido un día muy largo.
—Un mes muy largo —replicó, cogiendo una manta y arropando con ella su cuerpo—. Que duermas bien.
—Ten cuidado —susurró.
—¿Qué? —preguntó Caleb, pero Phoebe ya estaba dormida. Salió de la habitación, apagó la luz y pasó de puntillas ante el dormitorio de Helen, y se asomó para verla. Elsa estaba sentada en una silla junto a la cama, dormitando mientras sostenía un ejemplar de la revista
Time.
De nuevo en la cocina, Caleb se sentó a solas ante la mesa vacía. Su visión comenzó a emborronarse, y sintió un rapto de energía recorriendo su espina dorsal, dando vueltas y más vueltas como una serpiente, subiendo hasta la base de su cráneo.
Ahogó un gemido y dejó que aquella sensación siguiese su curso, sabiendo lo que estaba por venir. Perdió de vista la cocina. El suelo se convirtió en agua…
… y unas enormes olas ondulan donde solían estar los armarios. La mesa se ha transformado en un balaústre de madera. Escucha la llamada de las gaviotas dando vueltas sobre su cabeza, y de pronto, una enorme vela blanca cortada por una raya púrpura irrumpe entre las turbias nubes que encapotan el cielo.
—Padre —dice una voz a su lado, y al volverse ve a un niño de no más de diez años, acurrucado en una manta como si acabara de despertarse y abandonar la bodega del barco—. ¿Cuándo volveremos a tocar tierra?
—Todavía no. Aún no es seguro.
—¿Alguna vez lo será?
El rostro se le ensombrece al niño, aunque le brillan los ojos. Una solitaria gaviota se lamenta en el cielo, y una gota de lluvia cae sobre su mejilla mientras la barca se mece de lado a lado.
—En un mes saldremos a por víveres. Pero luego volveremos a echarnos al mar.
El niño fruce el ceño.
—¿Tenemos que seguir así?
—Debemos.
—¿Por qué?
—Lo sabrás. Cuando llegue el momento.
—¿Y eso será pronto?
—Quizá.
Siente un enorme dolor en su corazón cada vez que mira a su hijo, y se da demasiada cuenta del soplo que dejan escapar sus pulmones. No le queda demasiado tiempo. Maldice los años intermedios desde que partió de Alejandría. Maldice el tiempo y el destino. Pero, con todo, acepta que este es el destino del elegido. Es verdad que ha esperado demasiado a tener un heredero. Pero ahora está hecho, y el chico está casi preparado.
Su hijo mira una vez más el mar. Contempla el informe horizonte gris, donde una lejana tempestad de lluvia conecta el mar con el cielo, lo que está arriba con lo que está abajo. Aquello espolea su imaginación.
Es una buena señal.
Está casi preparado.