Nueva York (11 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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Cuando yo tenía unos catorce años, meinheer Van Dyck se volvió un negociante más destacado de lo que era antes y todo el mundo empezó a llamarlo «Jefe», incluido yo —por eso, de ahora en adelante lo llamaré así—. Por aquella época, al ama se le metió en la cabeza que yo tenía que ir vestido con librea, como los sirvientes de las casas principales. El Jefe se reía, pero la dejaba hacer, y yo me veía muy elegante con aquella librea azul. Estaba muy ufano con ella. El ama me enseñó a abrir la puerta a los invitados y a atender la mesa, cosa que encontré muy de mi agrado. «Quash, tienes una sonrisa muy bonita», me elogiaba. Yo procuraba, por consiguiente, sonreír de continuo, y así me gané una gran consideración por su parte y también por parte de su marido. Un día, el viejo dómine Cornelius vino a la casa. Era un hombre muy importante, alto, siempre vestido de negro y, a pesar de su edad, siempre iba muy tieso. Alabó a la esposa del Jefe mi elegante atuendo. Después de eso, no podía fallarle. Supongo que por todo ese buen trato me volví un tanto presuntuoso. En realidad, creo que durante un tiempo me consideraba más como una especie de aprendiz que como un esclavo y a menudo pensaba en qué podía hacer para aumentar la consideración en que me tenía la familia.

Fue más o menos un mes después de su visita a la casa cuando, efectuando un recado para el ama, vi al viejo dómine en la calle, vestido de negro y tocado con un gran sombrero puntiagudo de ala ancha. Precisamente un par de días atrás había concebido la idea de buscar la manera de ganarme aún más la estima del Jefe y de su familia, y me había acordado de que el anciano negro me contó que a los libertos se les había permitido convertirse en cristianos en el seno de la Iglesia holandesa. Por eso, al ver al viejo dómine, me acerqué a hablarle.

—Buenos días, señor —lo saludé con mucho respeto.

Él me miró con severidad, porque le estaba distrayendo de sus reflexiones, pero me reconoció.

—Tú eres el pequeño esclavo de los Van Dyck.

—Sí, señor —confirmé—. Me preguntaba si podía consultarle algo a Su Reverencia.

—¿Ah sí? ¿Qué es?

—Me preguntaba si yo podía formar parte de su iglesia.

Se me quedó mirando un momento, como fulminado por un rayo.

—¿Quieres convertirte en miembro de mi congregación?

—Sí, señor.

Se quedó callado un buen rato, mirándome con expresión fría y pensativa. Cuando me respondió, lo hizo en voz baja.

—Ya veo lo que eres —dijo. Yo, como era pequeño y estúpido, pensé que aquello supondría algo bueno para mí—. ¿Pretendes superarte a ti mismo?

—Sí, señor —contesté dispensándole, esperanzado, la mejor de mis sonrisas.

—Tal como suponía —murmuró, más para sí que para mí. Luego asintió—. Los que se integran en la congregación —añadió—, lo hacen por amor de Dios, no con intención de obtener alguna recompensa.

El caso es que, habiendo vivido con la familia Van Dyck y conociendo cómo educaban a sus hijos, yo creía conocer un poco la religión cristiana. Por eso, olvidando que era sólo un esclavo y que él era el dómine, estaba dispuesto a replicar con argumentos propios.

—Pero ellos lo hacen para escapar del infierno —aduje.

—No. —Tuve la impresión de que no deseaba mantener una conversación conmigo, pero que al ser un dómine estaba obligado a impartir instrucción incluso a un esclavo—. Ya está predestinado quién irá al infierno y quién se salvará. —Entonces me señaló con el índice—. La sumisión, joven, es el precio de entrada en la Iglesia. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor.

—No eres el primer esclavo que se imagina que integrarse al culto de nuestra Iglesia puede abrirle la vía de la libertad, pero eso no es tolerable. Si nos sometemos a Dios es porque él es bueno, no para superarnos a nosotros mismos. —Estaba elevando la voz, de modo que un transeúnte se volvió a mirar—. ¡Nadie se debe burlar de Dios, joven! —me gritó.

Luego me clavó una airada mirada antes de alejarse a grandes zancadas.

—Me han dicho que el otro día mantuviste una conversación con el dómine Cornelius —me comentó al cabo de unos días el Jefe, observándome de una manera rara.

—Sí, Jefe —corroboré.

Después de aquello tuve buen cuidado de no volver a hablar de religión.

Pronto tuve cosas más importantes de las que preocuparme que de la salvación de mi alma, porque ese verano, mientras el Jefe estaba ausente, allá en el río, llegaron los ingleses.

Yo trabajaba en la cocina cuando Jan vino corriendo con la noticia.

—Ven enseguida, Quash —me llamó—. Vamos al muelle. Ven a ver.

Yo no sabía si el ama me daría permiso, pero al cabo de un momento llegó también ella con la pequeña Clara. Recuerdo que Clara tenía la carita roja de excitación. Nos fuimos pues todos a los muelles, cerca del fuerte. Como era un día claro, se veía hasta el otro lado de la bahía. A lo lejos se divisaban dos velas inglesas que navegaban en la bocana de la bahía, para que no pudiera entrar ni salir ningún barco. Al poco rato, vimos una humareda blanca. Después hubo una larga pausa hasta que oímos el ruido de los cañones, parecido a un distante trueno, porque estaban a unos diez kilómetros de distancia. Entre la gente congregada junto al agua se armó una algarabía. Corrió la voz de que los colonos ingleses instalados más allá de Brooklyn se estaban concentrando y tomando las armas, aunque nadie lo sabía con seguridad. Los hombres apostados en los muros del fuerte tenían un cañón que apuntaba a la bahía, pero como el gobernador no estaba allí, nadie asumía el mando, cosa que causó un gran disgusto al ama. A mí me parece que le habría agradado ponerse ella misma al frente.

Ya habían mandado mensajeros por el río para avisar al gobernador, pero iba a tardar uno o dos días en llegar. Mientras tanto, los barcos ingleses se mantuvieron en la misma posición, sin acercarse más.

Después, el gobernador llegó una tarde para asumir el mando y, en cuanto se enteró, el ama fue a verlo. Al volver parecía muy enfadada, pero no explicó por qué. A la mañana siguiente, el Jefe también volvió a casa.

Cuando el Jefe puso un pie en la puerta, el ama observó que había estado mucho tiempo ausente. Él contestó que había vuelto tan pronto como había podido. «No fue eso lo que me dijo el gobernador», replicó ella. Por lo visto se había parado en algún sitio en la orilla del río, añadió dirigiéndole una mirada asesina. Sí, se paró cuando los ingleses estaban atacando a su propia familia.

—Sí, es verdad —confirmó él, sonriendo—. Y deberías alegrarte por ello.

Ella lo miró más bien con dureza, pero él no le hizo caso.

—Piensa que cuando Stuyvesant me dijo que habían llegado los ingleses, no tenía manera de saber cuál era la situación. Hasta podría haberse dado el caso de que ya hubieran entrado en la ciudad, se hubieran apoderado de todos nuestros bienes y os hubieran echado de casa. ¿Entonces debía exponerme también a que los ingleses me robaran el cargamento, que es muy valioso por cierto? Podría haber constituido la única fortuna que nos quedaba. Por eso pensé en llevarlo a un lugar donde estuviera a buen recaudo. Lo guarda el jefe del pueblo indio adonde me vio dirigirme Stuyvesant. Hace muchos años que conozco a ese indio, Greet. Es una de las pocas personas en quien puedo confiar. Yo creo que tú también estarás de acuerdo en que debo dejarlo allí hasta que acabe todo esto.

El ama no añadió ni una palabra, pero con eso yo vi claramente el buen carácter que tenía el Jefe, que siempre pensaba en su familia.

Ese día en Nueva Ámsterdam reinó una gran confusión. Había barcas que llevaban mensajes del comandante inglés, el coronel Nicolls, al gobernador Stuyvesant, y luego de vuelta. Nadie sabía qué ponía en aquellos mensajes, y el gobernador no decía nada. En todo caso, los navíos de guerra ingleses permanecían abajo, junto al estrecho.

Al día siguiente, cuando bajé a los muelles con el Jefe y Jan, nos encontramos con un gran gentío. Todos señalaban al otro lado de Brooklyn, a la izquierda. Y sí, allí se veía el brillo de las armas, en el lugar donde las tropas inglesas se concentraban junto al transbordador. Entonces alguien apuntó hacia el estrecho y dijo que al oeste, en el gran promontorio de tierra que los holandeses llamaban Staten Island, habían desembarcado más tropas inglesas.

Meinheer Springsteen estaba allí.

—En el fuerte tenemos ciento cincuenta hombres —dijo al Jefe—, y podríamos reunir tal vez unos doscientos cincuenta capaces de defender la ciudad. Incluso contando con algunos esclavos, disponemos de quinientos hombres como máximo. El coronel inglés tiene el doble, y son soldados entrenados. Dicen, además, que los colonos ingleses de la isla larga han concentrado tropas también.

—En el fuerte tenemos cañones —señaló el Jefe.

—Con pocas reservas de pólvora y de munición —replicó meinheer Springsteen—. Si los navíos de guerra ingleses se aproximan nos reducirán a añicos. —Tomó al Jefe por el brazo—. Dicen que han exigido que les entreguemos la ciudad y que Stuyvesant no quiere dar su brazo a torcer.

Cuando se hubo alejado meinheer Springsteen, Jan preguntó al Jefe si los ingleses nos iban a destruir.

—Lo dudo, hijo mío —respondió—. Tenemos mucho más valor para ellos vivos. —Entonces se echó a reír—. Aunque nunca se sabe.

Después se fue a charlar con otros comerciantes.

Cuando llegamos a casa, le contó al ama que ninguno de los comerciantes quería luchar y ella se puso enfadada y dijo que eran unos cobardes.

Al día siguiente, el gobernador Winthrop de Connecticut llegó en un barco. Yo lo vi. Era un hombre bajo, de cara morena. Traía otra carta del coronel Nicolls. Él y el gobernador Stuyvesant fueron a parlamentar a una taberna. En ese momento todos los comerciantes estaban en los muelles tratando de averiguar qué ocurría, y el Jefe también se encontraba allí. Cuando volvió, dijo que algunos mercaderes se habían enterado por los hombres del gobernador Winthrop de que los ingleses ofrecían unas condiciones muy aceptables si el gobernador Stuyvesant les entregaba la ciudad. Por eso, cuando se hubo marchado Winthrop, le pidieron al gobernador Stuyvesant que les enseñara la carta de los ingleses. En lugar de atender la demanda, el gobernador la rasgó allí mismo, provocando una gran cólera. Ellos, de todas formas, recogieron los pedazos y los juntaron. Así supieron que los ingleses estaban dispuestos a dejarles mantener todas sus costumbres holandesas y todas sus riquezas y a permitir que todo siguiera exactamente igual que antes, siempre y cuando el gobernador Stuyvesant les entregara la ciudad sin oponer resistencia. Eso era lo que todos querían hacer. Todos excepto el gobernador, claro.

El ama estaba completamente de acuerdo con el gobernador Stuyvesant.

—Ha obrado de manera correcta —aprobó—. Es el único hombre digno de ese nombre entre todos vosotros.

Luego dijo que los comerciantes eran una manada de perros de mala raza y otras cosas que no voy a repetir aquí.

Justo entonces, en la calle alguien empezó a gritar «¡Que vienen los ingleses!». Todos corrimos afuera y, efectivamente, vimos en la bahía los navíos ingleses que se acercaban. Poco a poco rodearon la ciudad, apuntándonos con los cañones, y así se quedaron, para darnos a entender lo que podían hacer si se lo proponían.

Pues bien, a la mañana siguiente todos los comerciantes firmaron una petición en la que solicitaban al gobernador que se rindiera. El ama preguntó al Jefe si iba a firmarla y él contestó que sí. Incluso el propio hijo de Stuyvesant la firmó, cosa que debió de sentarle muy mal a su padre. Pero aun así, éste no quería ceder. Nosotros bajamos hasta el fuerte y vimos al gobernador en lo alto de las murallas, solo junto a uno de los cañones, con el pelo blanco flotando al viento, y el Jefe dijo: «Maldita sea, creo que pretende disparar él mismo el cañón». Justo entonces vimos que dos de los dómines subieron a rogarle que no lo hiciera, por temor de que nos perjudicara a todos. Y al final, como eran personas religiosas, lo convencieron para que bajara. Así fue como los ingleses tomaron la plaza.

Al otro lado del océano, los ingleses quedaron tan complacidos con su victoria que declararon la guerra a los holandeses, esperando quedarse con otras posesiones suyas. Los holandeses acabaron pagándoles con la misma moneda, sin embargo, y les arrebataron algunas ricas plazas de los trópicos. Al año siguiente en Londres se declaró una terrible plaga, y después la ciudad ardió a consecuencia de un gran incendio; y un año después, los holandeses subieron con sus barcos por el río Támesis hasta Londres, cogieron el mejor navío de guerra del rey y se lo llevaron remolcándolo; como los ingleses estaban tan debilitados no pudieron hacer nada. Entonces aceptaron firmar la paz. Los holandeses recuperaron las plazas que los ingleses les habían quitado en los trópicos, útiles para el tráfico de esclavos y el comercio de la caña, y los ingleses conservaron Manhattan. El ama no estaba muy contenta, pero al Jefe le daba igual.

—Nosotros somos sólo peones en una partida que nos supera, Greet —le decía.

Cuando el coronel Nicolls asumió el cargo de gobernador, dijo a los holandeses que se podían marchar si así lo deseaban, pero que si se quedaban, nunca se les pediría que lucharan contra los Países Bajos, fuera cual fuese el conflicto. Cambió el nombre de la ciudad por el de Nueva York, en honor al duque de York que era su dueño, y al territorio circundante lo denominó Yorkshire. Luego nombró un alcalde y concejales, como en cualquier ciudad inglesa. La mayoría de los ediles fueron de todas formas comerciantes holandeses, que estuvieron más conformes que cuando los gobernaba Stuyvesant porque el coronel Nicolls les pedía siempre consejo. Era un hombre afable; siempre que veía al ama en la calle, se quitaba el sombrero. Él también promovió las carreras de caballos, que la gente recibió con agrado.

Más tarde, después de cruzar el océano para ir a presentar explicaciones en los Países Bajos a cuenta de la pérdida de la ciudad, el viejo gobernador Stuyvesant regresó a su
bouwerie
de aquí. El coronel Nicolls lo trató con mucho respeto y los dos se hicieron muy amigos. El gobernador inglés iba a menudo a visitar al anciano a su granja. El ama seguía sintiendo antipatía por los ingleses, sin embargo.

—Aunque no negaré que ese Nicolls es muy educado —reconocía.

El siguiente gobernador se parecía al coronel Nicolls. Él puso en marcha el servicio de correos para comunicar con Boston, y también obró bastante en beneficio propio. A los ricos comerciantes no les importaba, pero la franja de población de holandeses pobres, que eran mayoría, al cabo de un tiempo empezó a estar descontenta con el gobierno inglés a causa de la permanencia de sus tropas en la ciudad, que sólo les ocasionaban gastos y problemas.

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