Nueva York (15 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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—Son una nación despreciable —afirmaba—. Se dejan gobernar por los papistas.

Y es que, tal como se descubrió, nuestro dirigente el duque de York había sido un católico practicante en secreto. La gente sospechaba que el rey Carlos II quizá también era católico en secreto, pero él lo negaba. El duque de York, sin embargo, no lo ocultaba. Él era partidario de los católicos, e incluso envió un gobernador católico a Nueva York. En Nueva York uno puede practicar cualquier religión del mundo, o ninguna, porque dicen que la mitad de los habitantes de aquí no tienen ningún credo. De todas maneras, la mayoría les tiene miedo a los católicos.

Ese gobernador otorgó una carta en la que permitía elecciones libres en la provincia y prometía que no habría ningún aumento de impuestos sin antes consultar a los representantes. Por eso, algunos de los religiosos holandeses dijeron que no era tan malo, pero el ama siguió teniendo una mala opinión de él.

—Nunca hay que fiarse de un inglés —decía—, y tampoco de un papista.

El invierno del año 1684 fue extraordinariamente frío. El gran estanque que hay al norte de la ciudad estuvo helado durante más de tres meses. Como a la mayoría de holandeses, al Jefe le gustaba patinar sobre hielo, y una mañana nos fuimos todos allí con Jan y sus dos hijas.

Jan trabajaba con su padre, aunque por aquel entonces el negocio de la destilación de ron había adquirido más importancia. Durante un tiempo habían tenido una destilería en Staten Island, al otro lado de la bahía, pero Jan había montado otra en la ciudad con el señor Master. También comerciaba con los licores que llegaban de Holanda, como la ginebra a la que ellos llaman
genever
.

Ese día también vino el ama, con Clara y su marido. Aún no habían tenido hijos, pero ella se veía más bonita que nunca. El Jefe enseñó a patinar a todos los niños, incluido mi hijo Hudson, y el ama comentó, muy sonriente, que ver a toda esa gente patinar en el gran estanque era como contemplar una pintura holandesa. Ni siquiera pareció contrariarle que aparecieran el señor Master y su familia.

El señor Master tenía un hijo llamado Henry que debía de tener dieciocho años por aquella época. Era igual que su padre. El caso es que cuando ese joven vio a la señorita Clara, tan guapa y acalorada por el ejercicio con el frío, no pudo despegar la vista de ella. Estuvieron patinando juntos. Hasta al ama le hizo gracia.

—Ese chico está enamorado de ti —le dijo a Clara.

Ese día lo guardé en la memoria como un momento de gran felicidad.

El mazazo llegó en 1685. La noticia se abatió sobre Nueva York como un relámpago. El rey Carlos II había muerto y su hermano el duque de Nueva York lo sucedía en el trono. El rey Jaime II, el católico.

Nueva York tenía un rey católico que, al poco tiempo, ya estaba concediendo a los católicos los cargos de poder. Después anuló la carta que concedía derecho de elecciones a la provincia.

—Ya os lo había advertido —repetía el ama—. Ya os dije que nunca hay que fiarse de un católico.

Y eso no fue lo peor. En Francia, el rey Luis XIV decidió de repente expulsar a todos los protestantes de su reino, que eran muchos. Los desdichados tuvieron que coger las pertenencias que podían llevarse y huir. Algunos fueron a los Países Bajos y no transcurrió mucho tiempo antes de que también emigraran a Nueva York. Los hugonotes, los llamaban.

Un día meinheer Leisler fue a ver al ama en compañía de uno de aquellos hugonotes, un hombre muy imponente llamado monsieur Jay. Éste dijo que el rey Jaime había escrito al rey Luis para felicitarle por haber expulsado a todos esos protestantes de su reino. También comentaron que en Inglaterra había mucho descontento con aquel rey católico. El Jefe se quedó asombrado, y en cuanto al ama, a partir de ese momento no habló de otra cosa. Decía que los ingleses deberían sublevarse y derrocar al Rey. Eso era lo que habían hecho los holandeses cuando tenían como dirigente a un monarca católico español. El Jefe contestaba que los ingleses estaban dispuestos a esperar, porque el rey Jaime no tenía ningún hijo varón y sus dos hijas eran ambas protestantes. Con el tiempo las cosas volverían a su cauce, aseguraba. Ella no se quedaba satisfecha, sin embargo.

Durante los dos años siguientes, en Nueva York todo el mundo se estuvo quejando del Rey.

Un día de primavera del año 1689, el ama llegó a toda prisa a la casa con una gran sonrisa en la cara para decirnos que los ingleses habían expulsado al rey Jaime II de su reino.

—¡Se ha cumplido la voluntad de Dios! —exclamaba.

La causa fue un niño. Después de años sin haber tenido hijos, el rey Jaime tuvo de pronto un descendiente varón al que iba a educar en el catolicismo.

—Ni siquiera los ingleses iban a soportar eso —dijo.

Por lo visto, lo echaron en muy poco tiempo y reclamaron a su hija mayor, María. Ellos llamaron a aquellos sucesos la Gloriosa Revolución.

—Además de ser protestante —elogiaba el ama—, María está casada con nuestro propio soberano de los Países Bajos, Guillermo. Los dos juntos reinarán en Inglaterra.

Le faltaba poco para ponerse a bailar de alegría sólo de pensar que volvería a estar bajo gobierno holandés.

Poco después de la Gloriosa Revolución llegó la noticia de que los holandeses e ingleses habían declarado la guerra al rey católico Luis de Francia. A ese conflicto lo llamaron la guerra del rey Guillermo. Aquí teníamos todos miedo de que los franceses católicos instalados en el lejano norte se unieran a los indios iroqueses y bajaran hasta Nueva York. De hecho, los franceses y los indios atacaron algunos asentamientos holandeses en la cuenca alta del río. De todas maneras, para los comerciantes como el Jefe y el señor Master, la guerra también puede representar una gran oportunidad.

Siempre me acordaré de aquel soleado día en que el Jefe nos dijo que debíamos acompañarlo a los muelles. Nos fuimos todos: el Jefe y el ama, y yo con Hudson. Cuando llegamos, nos esperaban ya Jan y el señor Master con su hijo Henry. Nos llevaron remando hasta un barco que había anclado en el East River. Era una nave estupenda, con altos mástiles y varios cañones. El señor Master nos la enseñó. Hudson no se perdía ni un detalle; nunca lo había visto tan alborozado. Varios mercaderes habían invertido en ese barco para montar una expedición con el fin de atacar a los comerciantes franceses y, aprovechando que estábamos en guerra, quitarles sus cargamentos. El señor Master había invertido una octava parte y el Jefe y Jan otra octava parte. Se veía que el navío estaba bien construido y era capaz de navegar a buena velocidad.

—No habrá barco francés que lo pueda superar —aseguró el señor Master con gran satisfacción—. Y el capitán es un corsario de primera. Con suerte, nos reportará una fortuna.

En ese preciso momento Hudson empezó a tirarme de la manga porque quería preguntar algo. Yo le dije que se callara.

—No, deja que pregunte —intervino el señor Master.

—Por favor, Jefe ¿qué diferencia hay entre un corsario y un pirata? —dijo Hudson.

El Jefe y el señor Master se miraron y luego se echaron a reír.

—Si el barco nos roba a nosotros —explicó el Jefe—, es un pirata. Pero si roba al enemigo, es un corsario.

Poco después de que zarpase el barco, el marido de la señorita Clara se puso enfermo y se murió. Como no tenían hijos, ella volvió a vivir una temporada con sus padres. Yo pensaba que igual habría problemas, pero con el paso de los años se avino mejor con su madre. La señorita Clara estuvo apenada un tiempo, desde luego.

—Tenemos que buscarle otro marido —oí que le decía el ama al Jefe.

Mientras tanto, yo creo que el ama estaba de todas maneras contenta de tenerla a su lado.

A mi Naomi se le daba bien coser, por lo que se ocupaba de todos los remiendos de la casa. También empezó a enseñar a coser a la pequeña Martha, y al cabo de un tiempo la señorita Clara se fijó en la habilidad que tenía Martha con las agujas. Al ser tan niña, tenía unos dedos flexibles y rápidos y era sorprendente lo que era capaz de hacer.

—Esta niña es un tesoro —afirmaba la señorita Clara.

Muchas veces se llevaba de paseo a Martha y el ama no parecía que se lo tomara mal.

Una cosa era enviar nuestros corsarios contra el enemigo, y otra gobernar la provincia. Durante un tiempo reinó una gran confusión. Arriba en Boston, habían metido en la cárcel al gobernador nombrado por el rey Jaime. En Nueva York, nadie sabía a quién le correspondía el mando. Fue entonces cuando meinheer Leisler entró en las páginas de la historia. Como era uno de los dirigentes de la milicia ciudadana, los notables de la ciudad le pidieron que asumiera el puesto de gobernador hasta que se aclarasen las cosas.

Ya se puede imaginar cada cual lo contenta que se puso el ama. Algunos de los más destacados holandeses le prestaron su apoyo, como el doctor Beekman y algunos de los Stuyvesant. Los pequeños comerciantes y menestrales y todos los holandeses más pobres también estaban de su parte, porque era su compatriota. También era del agrado de los hugonotes, que no paraban de llegar en casi todos los barcos. Él los ayudó a crear un asentamiento propio en un lugar al que llamaron Nueva Rochelle, como una de las ciudades francesas de las que los habían expulsado. Muchos ingleses, sobre todo los de Long Island, lo consideraban un buen candidato, porque detestaban a los católicos en general y él era un buen protestante. Algunos de los más fervorosos incluso afirmaron que la Gloriosa Revolución era una señal de que el Reino de los Cielos se acercaba.

Meinheer Leisler estuvo pues gobernando Nueva York durante un tiempo, pero no fue tarea fácil para él. Recuerdo que una vez vino a ver al ama y le explicó lo complicado que era mantener el orden.

—Voy a tener que aumentar los impuestos —señaló—. Después de eso ya no me apreciarán tanto.

En la cara, de por sí alegre, se le notaba que estaba tenso y cansado.

—Una cosa sí os prometo, sin embargo —añadió—, y es que jamás entregaré esta ciudad a ningún católico.

Meinheer Leisler estuvo al frente de la ciudad durante un año y medio. Aunque el ama estaba encantada con él, el Jefe era más comedido.

Empecé a comprender lo que pensaba el Jefe un día en que íbamos caminando por la calle principal que va del fuerte a la entrada de la muralla, la que los ingleses llamaban Broadway, que significa camino ancho. Esa parte de la ciudad estaba habitada por los holandeses de condición más humilde, como los carpinteros, cocheros, ladrilleros, cordeleros y marineros. Todos eran partidarios de Leisler. Entonces yo le comenté al Jefe lo popular que era meinheer Leisler.

—Hum —murmuró—. De todas maneras, no le va a servir de mucho.

—¿Por qué, Jefe? —pregunté.

Pero él no me dijo nada.

Pronto se hizo evidente, sin embargo, la complicación a la que se refería. Meinheer Leisler comenzó a distribuir cargos entre las personas del pueblo llano y a darles poder. Ni siquiera a los grandes comerciantes holandeses les gustó aquello. Algunos dómines también empezaron a quejarse.

El ama no dio importancia a esas quejas. Ella siempre defendía a Leisler.

—Es holandés, y ahora tenemos un rey holandés —alegaba.

—Pero también es un rey inglés —oí que le advirtió en una ocasión el Jefe—, y tiene la corte en Londres. Los grandes comerciantes tienen amigos en la corte inglesa, y Leisler no.

A continuación le aconsejó que tuviera cuidado con lo que decía.

A medida que fueron transcurriendo los meses, los hombres relevantes presentaron una oposición tan fuerte que meinheer Leisler comenzó a reaccionar. Detuvo a meinheer Bayard y pidió órdenes de detención para Van Cortland y varios más. Los holandeses de condición humilde, que adoraban a meinheer Leisler, incluso atacaron las casas de algunas de estas personas influyentes. Como era rico, el Jefe temió incluso que vinieran a quemar la suya. Una noche llegó a casa anunciando que habría alborotos en las calles y yo le expliqué que el ama había salido.

—Acompáñame, Quash —me dijo—. Más vale que velemos para que no le pase nada.

Nos fuimos a recorrer la ciudad y cuando salíamos de la calle Beaver, al final de Broadway, vimos a más de un centenar de mujeres que caminaban juntas hacia el fuerte para expresar su apoyo a meinheer Leisler. El ama iba en la primera fila. Por un momento vi tan furioso al Jefe que pensé que iba a llevársela a rastras, pero luego de repente se echó a reír.

—Bueno, Quash —me dijo—, supongo que esto significa que no van a atacar nuestra casa.

Al final, sin embargo, todo se desarrolló tal como había advertido el Jefe. De Londres llegó un barco con soldados para tomar la ciudad. Sabiendo cuántos enemigos tenía, meinheer Leisler resistió en el fuerte diciendo que no entregaría la ciudad sin órdenes expresas del rey Guillermo. Al final éstas llegaron, sin embargo, y después arrestaron a meinheer Leisler, porque al rey le habían dicho que era un peligroso rebelde.

—Fueron tus amigos quienes tramaron esto —acusó el ama al Jefe.

—Date por contenta de que no te hayan detenido a ti también —le contestó él.

De todas maneras, cuando oímos que los notables de la ciudad pedían al rey Guillermo si podían ejecutar a meinheer Leisler, dijo que aquello sería una vergüenza.

Justo después de aquellos sucesos, el barco corsario del Jefe y del señor Master regresó a puerto. Se habían apoderado de un pequeño botín que no iba a reportar mucho provecho. También traían unos cuantos esclavos, aunque a mí no me gustó el aspecto que tenían.

—No parece que estén muy sanos —reconoció el señor Master—. Mejor será que los vendamos enseguida.

Y al día siguiente los vendieron.

Entre tanto, el pobre meinheer Leisler seguía encerrado esperando el desenlace de su suerte. La mayoría de los habitantes de la ciudad estaban indignados. En nuestra casa había un terrible abatimiento. El ama casi no hablaba con nadie. A primeros de mayo, cuando una de las mujeres que habían acudido a la marcha hacia el fuerte con el ama pidió que le cediera a Naomi unos cuantos días para hacer unas labores de costura en su granja, ella se la prestó. En la casa había tanta tristeza que le pedí que se llevara a la pequeña Martha también. Se fueron pues a esa
bouwerie
, que quedaba a unos tres kilómetros tan sólo de la ciudad, y se quedaron diez días allí.

Mientras tanto, el tiempo se volvió muy inestable. Unos días hacía calor y bochorno, los excrementos de los caballos y los otros animales apestaban en las calles, y luego venía un día de lluvia y de frío. Parecía que a todo el mundo le afectaba. Yo, que normalmente tengo un ánimo estable, me sentía abatido y me costaba hacer mi trabajo. Al final Naomi y Martha volvieron una tarde, ya de noche. No hablamos casi porque estaban tan cansadas que se fueron directamente a dormir.

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