Nueva York (82 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
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Hetty se levantó despacio y tras dedicar una mirada a la informe masa que antes había sido un enérgico cuerpo con una cara, se desplazó como pudo a la Quinta Avenida. Y allí, casi sin tener conciencia de lo que sucedía, sintió de repente unos fuertes brazos en torno a ella y vio la cara de su marido. Entonces se aferró a él, mientras la ayudaba a caminar con paso incierto hasta el depósito y luego, en dirección este por la Cuarenta hasta la próxima avenida, donde la subió al gran carruaje que lo había traído a él.

—Gracias a Dios que has venido —murmuró—. Te he estado buscando todo el día.

—Yo también te buscaba a ti.

—No vuelvas a dejarme sola nunca, Frank, por favor. Nunca más.

—Nunca más —prometió él, con lágrimas en los ojos—. Nunca más, mientras viva.

Cuando inspeccionó las inmediaciones de su bar al caer la tarde, O’Donnell constató que había sido acertada su precaución de mantener a Hudson en el sótano. En todo el West Side, las turbas se habían dedicado a agredir a los negros, quemarles las casas y propinarles palizas. Corrían rumores de que había habido linchamientos. En el hotel Saint Nicholas, el alcalde se había reunido con los mandos militares y se esperaba la llegada de tropas. Habían telegrafiado al presidente Lincoln; con la retirada de los confederados después de la derrota de Gettysburg, podía permitirse enviar unos cuantos regimientos para impedir que la situación acabase de degenerar en Nueva York. Un grupo de caballeros se había armado de mosquetes para ir a defender Gramercy Park, cosa de la que se congratuló Sean. Mientras tanto, ya había visto columnas de fuego por encima de Five Points.

—Ya no pueden tardar mucho —advirtió a su familia—. Nosotros seremos los próximos.

Un cuarto de hora después entró en el bar un vigoroso individuo con cara de aventurero y largos bigotes. Sean sonrió.

—Señor Jerome. ¿Qué va a tomar?

A Sean le gustaba Leonard Jerome. Aun cuando no había nacido precisamente en Five Points, aquel osado financiero poseía el instinto y el arrojo de un camorrista callejero. En general se relacionaba con gente rica como August Belmond y William K. Vanderbilt, pero Jerome tenía predilección por los diarios y los periodistas. Se decía que había invertido en el sector de la prensa y lo cierto era que de vez en cuando acudía al bar.

En una ocasión Sean le había preguntado por sus orígenes familiares.

—Mi padre se llamaba Isaac Jerome, de modo que Belmont asegura que debo de ser judío. —Jerome se echó a reír—. Claro que no hay que olvidar que el apellido de Belmont era Schoenberg, antes de que se lo cambiara. La verdad es menos interesante, de hecho. Los Jerome eran protestantes franceses, hugonotes que llegaron en el siglo XVIII. Desde entonces se dedicaron sobre todo a la agricultura y a la abogacía. Aunque la familia de mi esposa asegura que tiene sangre iroquesa —añadió.

—¿Y usted lo cree?

—Un hombre siempre debe creer a su esposa, señor.

—Whisky, señor O’Donnell —respondió Jerome en ese momento a la pregunta inicial de Sean—. Bien largo. Tengo mucho que hacer esta noche.

—¿Prevé problemas?

—Creía que iban a quemarme la casa… aún no lo han hecho, pero están bajando hacia aquí. Ya están de camino. Usted haría bien en esconder a su negro.

—Ya lo he hecho. ¿Cree que van a asaltar el bar?

—Seguramente no. Lo que les interesa son los periódicos de signo abolicionista, el
Times
y otros. —Después de dar cuenta del whisky, dedicó una pícara sonrisa a Sean—. Deséeme suerte, pues, señor O’Donnell, porque voy a defender la libertad de prensa.

—¿Cómo lo va a hacer? —preguntó Sean, cuando Jerome se disponía a salir del bar.

—Tengo una ametralladora Gatling —contestó, antes de marcharse.

Una ametralladora Gatling. Sabría Dios de dónde la había sacado. Ni siquiera el ejército usaba casi aquella marca recién patentada. Con la rapidez de rotación de sus cañones, escupía un continuado fuego devastador capaz de segar hasta una multitud. «Más vale no buscarle las cosquillas a Jerome —pensó Sean—, porque sabe jugar sucio».

Una vez más, comprobó el cierre de los postigos, pero no cerró el bar. Si los alborotadores querían tomar algo y no les servían, se exaltarían aún más.

Menos mal que su hermana Mary no corría peligro en Coney Island.

El lunes había empezado bien para Mary. Al bajar a desayunar, había encontrado a Gretchen sentada a la mesa conversando con otra mujer. Cuando Mary se sumó a ellas, Gretchen comentó que el hijo de aquella señora se parecía al suyo, tras lo cual pasaron a hablar de la maternidad en general. Entonces la mujer preguntó a Mary si tenía hijos.

—No hasta que me case —repuso ella.

—Cuánta razón tiene —dijo la señora, riendo.

Luego apareció Theodore.

Se bañaron por la mañana. Aquella vez, sujetándose a la cuerda, Mary llegó a donde el agua le cubría hasta el pecho y, a partir de ese punto, fue nadando hasta la barrera de cuerda. Mientras nadaba allí, Theodore la adelantó y, tras zambullirse para sortear la barrera, siguió adentrándose con vigorosas brazadas en el mar, donde estuvo un buen rato. Se encontraba sentada en la playa con Gretchen cuando regresó y salió chorreando del agua.

—Es muy tonificante —aseguró, ufano, mientras se secaba con una toalla.

Durante la comida, Theodore le preguntó si iba a dibujar y ella respondió que probablemente sí. Al terminar, fue a buscar el bloc de dibujo. Cuando bajó, Gretchen y Theodore estaban hablando.

—Ve adelante, Mary, que ya te alcanzaré —le indicó Gretchen.

Se había alejado sólo un trecho en la arena cuando, al buscar en la bolsa, se dio cuenta de que se había olvidado los lápices en la habitación. Como no vio ni a Gretchen ni a Theodore al llegar a la posada, supuso que ella habría subido. En la habitación no había nadie, sin embargo, de manera que cogió los lápices y volvió a salir.

Se disponía a tomar el sendero cuando los vio. Estaban de pie al final de la valla blanca de la posada, bajo la sombra de un árbol. No la habían visto, porque estaban demasiado absortos en su conversación. Aunque ella tampoco podía oír lo que decían, enseguida se percató de que se estaba peleando. El semblante de Gretchen, tan plácido en general, era una mueca de furia. Mary nunca la había visto así. Theodore parecía irritado e impaciente.

Lo mejor que podía hacer era irse sin demora y fingir que no había visto nada.

La visión de sus amigos enzarzados en una discusión supuso una desagradable irrupción en aquel idílico marco, como un nubarrón que apareciera de repente en un cielo azul. Mary se alejó a toda prisa por la playa para distanciarse de los hermanos. No quería que nada le echara a perder aquella tarde. Al cabo de un par de kilómetros, con la sola compañía del océano y la cálida arena, sintió que recuperaba el sosiego. Entonces se dio cuenta de que se encontraba cerca del lugar donde había estado dibujando el día anterior. Al remontar la duna, escrutó los alrededores, por si la cierva había vuelto; no la vio, sin embargo.

Sí advirtió, un poco más allá, una pequeña cabaña de madera, abandonada sin duda desde hacía tiempo, puesto que del tejado ya no quedaba nada. Los postes que lo habían sostenido apuntaban, mellados, al cielo. Junto al par de árboles que crecían en las proximidades componía un extraño y decadente cuadro, que no era difícil de plasmar. Se sentó, pues, a dibujar. Al cabo de un rato, cuando ya había captado una parte de la escena, dejó el bloc y se levantó para estirar las piernas. Volvió a la duna y observó la playa por si veía a Gretchen, pero no había nadie.

Entonces volvió a dibujar hasta que se tomó una pausa y, tras quitarse el sombrero de paja, se acostó un momento para disfrutar del sol. La sensación de calidez en la cara y los brazos desnudos era una delicia. Nada perturbaba la quietud del paraje. Al escuchar el suave susurro del agua desparramada en la arena, sentía como si se encontrara en un mundo aparte, un lugar intemporal que poco tenía que ver con la vida de la ciudad que había dejado atrás. Tal vez si se quedara allí un tiempo, se transformaría en una persona distinta, pensó como en un sueño. Permaneció tumbada varios minutos, bajo el tórrido sol. Así debían de sentirse los lagartos, dedujo, mientras absorbían sus rayos posados en una roca.

Cuando oyó el tenue roce de la hierba, levantó un poco la cabeza; se disponía a saludar a Gretchen, cuando vio asomar a otra persona.

—Ah —dijo Theodore—, pensaba que te encontraría aquí.

—¿Dónde está Gretchen? —preguntó Mary.

—En la posada. Quería descansar.

—Ah.

—¿Me puedo sentar?

No contestó, pero él se sentó a su lado de todas formas. Luego tomó el bloc y observó su dibujo.

—No está acabado —advirtió ella.

—Parece prometedor —comentó él, dirigiendo la mirada hacia la cabaña en ruinas.

Después dejó el bloc un poco más allá, fuera del alcance de Mary y se tumbó. Ella permaneció sentada, un poco incómoda, sin saber si debía ponerse el sombrero.

—Deberías acostarte —aconsejó él—. Te conviene tomar el sol, al menos un poco. Cuando estoy bajo un sol como éste, yo hago como si fuera un lagarto —afirmó, muy satisfecho.

—Precisamente pensaba en lagartos cuando has llegado —reconoció ella, entre risas.

—¿Lo ves? Las mentes preclaras piensan lo mismo. O quizá sean los lagartos.

Se tumbó. Estaba a solas, tendida junto a un hombre, pero nadie los veía.

Cuando él se giró y le dio un suave beso, no ofreció resistencia. Lo dejó hacer.

—Eres muy hermosa, Mary —le dijo él, y ella sintió como si lo fuera.

Pronto él pasó a besarla como nunca lo habían hecho antes, explorándole los labios y la lengua, y ella tuvo conciencia de que aquello debía de ser el principio de lo que no debía hacer. De todas maneras siguió sin protestar y al poco correspondió a sus gestos, con el pulso cada vez más acelerado.

—¿Y si alguien nos ve? —preguntó, jadeante.

—No hay nadie en varios kilómetros a la redonda —le aseguró él.

Después sus besos se volvieron más apasionados y con las manos empezó a recorrerle el cuerpo. Se excitó tanto que aunque sabía que debía poner fin a aquello, no quería. «¿Y por qué?», se dijo. Si no era entonces, quizá no lo viviría nunca.

Notó su erección. Comenzaba a aflojarle el vestido, con la respiración alterada.

Entonces sonó la voz de Gretchen, que se acercaba por la playa.

—¿Mary?

Theodore se apartó de ella, mascullando una maldición. Quedó tendida allí un segundo, con una sensación de abandono. Después, con un repentino ataque de pánico, se puso precipitadamente en pie detrás de Theodore, cogió el bloc, localizó el sombrero y se lo puso en la cabeza. De este modo, cuando al cabo de un momento, Gretchen asomó por la duna de arena, se encontró a Mary algo despeinada pero dibujando tranquilamente y a su hermano, sentado unos metros más allá, que la observaba con la pétrea mirada de una serpiente lista para atacar.

—Hola, Gretchen —dijo con calma Mary—. ¿Por qué no vas a pasear un poco con Theodore mientras termino el dibujo?

Regresaron a la posada avanzada la tarde; casi no habían hablado. Cuando entraron en el vestíbulo, uno de los clientes les explicó que esa mañana había habido disturbios en Manhattan. La noticia había llegado con el transbordador de la tarde.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Theodore.

—Han asaltado la Oficina de Reclutamiento de la Cuarenta y Siete. Le han prendido fuego, creo.

Después de la cena, el dueño dijo que por la tarde también había habido incidentes, según le habían contado los del hotel vecino. Se habían producido varios incendios.

—Como el telégrafo no funciona, no tenemos más detalles —informó—. Seguramente no ha ocurrido nada más.

El día había sido bochornoso. Allá, con la brisa marina que soplaba del Atlántico, la humedad no se había notado tanto, pero en las calles de Nueva York debía de haber resultado agobiante. Incluso en el porche de la posada, después de cenar el ambiente era algo opresivo.

Al cabo de un poco, Gretchen entró un momento.

—Voy a ir a pasear junto al mar —anunció Theodore, cogiendo un cigarro.

—Te acompañaré —dijo Mary.

La playa estaba tranquila.

—Siento que haya llegado Gretchen antes —lamentó Mary.

—Sí —asintió Theodore.

—¿Te vas a quedar más días?

—Me gustaría, aunque tengo trabajo en el estudio.

—Ah —dijo Mary.

Se quedaron contemplando el agua. Se estaban formando bancos de nubes, que anunciaban lluvia, y alivio del calor.

—Veremos qué nos dispensa el día de mañana —concluyó Theodore.

Esa noche, Gretchen y Mary se acostaron como de costumbre; la primera no comentó nada sobre Theodore. Poco después del anochecer, Mary sintió ganas de llorar. Por ello se alegró de que un momento antes, la lluvia hubiera comenzado a caer afuera y amortiguara los sonidos.

A medianoche se despertó y advirtió que Gretchen no estaba. Esperó un poco, pero no se oía nada. Entonces salió de la cama y fue a mirar por la ventana: había dejado de llover y las estrellas lucían de nuevo en el cielo. Al principio no vio nada, aunque luego distinguió una pálida forma, que se movía en el retazo de hierba. Era Gretchen, que caminaba de un lado a otro, en camisón, delante de un carrizal.

Mary prefirió no llamarla, para no despertar a los demás. Bajó pues en silencio y salió afuera.

—¿Qué haces? —susurró Mary—. Te vas a quedar empapada.

—No puedo dormir —adujo Gretchen—. Estoy preocupada.

—¿Por qué?

—Por los niños. Por esos incendios de la ciudad.

—Dicen que no ha sido grave.

—No lo saben. Ni siquiera se ve la ciudad desde aquí.

A Mary se le heló el corazón, pero sólo vaciló un par de segundos.

—¿Quieres volver para asegurarte?

—Eso es lo que estaba pensando.

—Nos iremos con el transbordador de la mañana —acató Mary—. Siempre podemos regresar si todo está bien.

—Sí.

—Ahora vuelve a la cama o cogerás frío.

Aun cuando el transbordador no partía hasta media mañana, los tres se desplazaron a la Punta a esperarlo. Theodore había insistido en acompañarlas. El barco se retrasaba; esperaron una hora, y luego otra. Después alguien llegó y dijo que el transbordador no iba a venir, de modo que regresaron a la posada, para ver si alguien tenía noticias.

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