—Si no hubieras tenido una esposa en el puesto de comercio de los blancos, te habrías casado con mi madre ¿verdad?
—Por supuesto. —Era una mentira, pero la formuló con buena intención.
—Siempre volvías a verla.
Hasta aquella terrible primavera de hacía tres años, cuando al llegar al pueblo se enteró de que la madre de Pluma Pálida estaba enferma.
—Ayer estuvo en la choza para sudar —le explicaron—, pero no mejoró. Ahora están con ella los chamanes.
Conocía sus costumbres. Incluso para una fiebre acusada, los indios se retiraban a una pequeña cabaña que calentaban con piedras candentes hasta que adquiría la temperatura de un horno. Después de permanecer sentado allí sudando por todos los poros, el enfermo salía y se sumergía en las frías aguas del río. Luego se envolvía con una manta y se secaba junto al fuego. Aquel tratamiento a menudo daba resultado. En caso contrario estaban los chamanes, especialistas en curas a base de hierbas.
Cuando se acercaba a la casa donde yacía, de ella salió un anciano.
—Sólo los
meteinu
pueden ayudarla ahora —le anunció con pesar.
Los
meteinu
tenían poderes especiales, superiores a los de los chamanes normales. Ellos se comunicaban con el mundo del espíritu y conocían el secreto de los hechizos. Si sólo podían ayudarla ellos, era que estaba en el umbral de la muerte.
—¿Qué enfermedad padece? —preguntó Van Dyck.
—Unas fiebres. —El hombre esbozó una mueca—. La piel…
Pareció que señalaba marcas de viruela, antes de alejarse.
Marcas de viruela. El holandés se estremeció de miedo. La peor maldición que había traído el hombre blanco a América era la enfermedad. Gripe, paperas, varicela… enfermedades frecuentes en el Viejo Mundo frente a las cuales los indios no tenían resistencia alguna. A causa de ellas habían perecido pueblos enteros. La mitad de la población autóctona de la región probablemente había desaparecido de ese modo. La malaria había llegado con los barcos de los blancos, y también la sífilis, pero la dolencia de importación más temible fue la viruela. El año anterior, sin ir más lejos, aquel terrible azote había exterminado a una tribu que vivía al sur de los Nuevos Países Bajos, y después se había declarado incluso en Nueva Ámsterdam. ¿Sería viruela?
Entonces hizo algo terrible. Podía aportar una explicación para ello, desde luego. Debía pensar en sí mismo, en su esposa e hijos, en las buenas gentes de Nueva Ámsterdam. El dómine le habría dicho que optase por el bien mayor. Su actuación estuvo justificada, sí. Obró de manera correcta cuando tras un momento de vacilación, evitando incluso a Pluma Pálida, se apresuró a regresar a su barca para alejarse río abajo.
¿No habría podido esperar, sin embargo, en lugar de huir como un cobarde? En el momento en que su familia se preparaba para estar a su lado, él había abandonado a su mujer india. ¿No podría al menos haber visto a la niña? El dolor y el atroz sentimiento de vergüenza lo seguían atormentando aún. Varias veces al año se despertaba en plena noche, llorando horrorizado por lo que había hecho.
Un mes después, a su regreso, encontró a Pluma Pálida a buen recaudo en el seno de su amplia familia. Entonces supo que su madre murió un día después de que él huyera, no de viruela, sino de paperas.
Intentó compensar su error de cara a su hija. Cada año, cuando su pueblo celebraba la festividad de los difuntos, acudía a su lado. Normalmente nadie hablaba de los muertos, pero en esas fechas del año era correcto hacerlo y rezar por sus almas. Eso era lo que había estado haciendo los días previos, antes de llevar consigo a Pluma Pálida en la canoa.
—Dime lo que recuerdas de mí cuando era más pequeña —le pidió la niña.
—Deberíamos continuar —dijo—. Te lo contaré de camino.
Dejaron pues atrás el claro donde abundaban las fresas para retomar el antiguo sendero indio, y mientras seguían adelante, él hizo lo posible por evocar todas las pequeñas anécdotas que recordaba de su niñez, de los días que había pasado junto a ella y su madre. Aquello pareció complacer a Pluma Pálida. Al cabo de un rato, aunque no estaba cansada, la subió al caballo delante de él.
Llegaron a la punta de Manhattan mucho antes del anochecer y acamparon en un elevado terreno, encima de unas cuevas indias. Envueltos en las dos mantas, contemplaron el despejado cielo tachonado de estrellas.
—¿Sabes dónde está ahora mi madre? —preguntó la pequeña.
—Sí. —Estaba al corriente de las creencias de los indios. Con el brazo señaló la franja de la Vía Láctea—. Su espíritu ha viajado por la senda de las estrellas hasta el decimosegundo cielo. Está con el Creador de todas las cosas.
La niña guardó silencio, tanto que él pensó que quizá se habría dormido, pero entonces volvió a hablar, con voz soñolienta.
—Yo pienso a menudo en ti.
—Yo también pienso en ti.
—Aunque no me puedas ver, siempre me puedes oír.
—Dime cómo.
—Cuando sopla una brisa suave, escucha la voz del viento que suspira en los pinos. Entonces me oirás.
—Escucharé —le prometió.
A la mañana siguiente descendieron hasta la costa y encontraron a los dos indios con la gran canoa. Allí se despidieron y luego Dirk van Dyck se fue a casa.
Margaretha van Dyck esperó tres semanas. Era una tarde de domingo. Su marido había leído un cuento a los niños, incluido Quash, el niño esclavo, en el salón mientras ella escuchaba sentada en un sillón. Aquéllos eran los momentos en que más le gustaba su marido. Su hijo Jan era un niño fuerte de trece años, con una abundante mata de pelo castaño, que admiraba a su padre y quería seguir sus pasos. Dirk lo llevaba al almacén de la compañía, le explicaba el funcionamiento de los barcos, los puertos donde hacían escala y las rutas comerciales que debían seguir sus capitanes. A ella Jan le recordaba también a su propio padre. Era de naturaleza menos rebelde que Dirk, más aficionado al hogar y a las cuentas. Seguramente le iría bien en la vida.
Unos años atrás habían perdido dos hijos a causa de unas fiebres. Había sido un golpe tremendo. La llegada de la pequeña Clara había supuesto, no obstante, una compensación. A los cinco años, con su cabello rubio y ojos azules, parecía un ángel. Era una niña dulce, magnífica. Su padre la adoraba.
En lo tocante al niño esclavo, Quash, todo se desarrollaba bien. Tenía más o menos la misma edad que Jan, con quien le habían permitido jugar cuando era más pequeño. También era muy bueno con Clara, aunque sabía mantenerse en el lugar que le correspondía.
Observando a su marido mientras leía con satisfacción el cuento a la familia, Margaretha pensó que quizá todavía había posibilidades de que su matrimonio fuera feliz, siempre y cuando introdujera ciertos cambios.
Por ello cuando, una vez terminada la lectura, mientras los niños estaban en casa de un vecino, su marido le comentó que pronto tendría que realizar otro viaje río arriba, asintió tranquilamente. A continuación, tendió la trampa.
—Estaba pensando, Dirk, que es hora de que te integres en un sindicato.
—No me lo puedo permitir.
Aun así, ella advirtió que había prestado atención.
Dirk van Dyck era un lince para el negocio de las pieles. Un cuarto de siglo atrás, cuando la Compañía de las Indias Occidentales todavía mantenía el monopolio del comercio del puerto, habría sido una figura más destacada. Desde entonces, no obstante, la economía de Nueva Ámsterdam se había diversificado y prosperado de manera considerable; y era el selecto círculo de las familias principales —los Beekman, los Van Rensselaers, los Van Cortlandt y unos cuantos más— quienes formaban los sindicatos que financiaban el transporte por barco del tabaco, azúcar, esclavos y otras mercancías. Aquél era un sector donde uno podía hacer fortuna, a condición de pagar el precio inicial.
—Es posible que tengamos más dinero del que piensas —señaló ella. Había empleado el plural, que los englobaba como un equipo a ambos, marido y mujer. Lo había dicho como si ambos compartieran el dinero, pese a que sabían que no era así. A la muerte de su padre, acaecida seis meses atrás, Margaretha había recibido su herencia y, según los acuerdos prematrimoniales, su marido no tenía ningún control sobre su fortuna. Tampoco ella le había dejado entrever hasta dónde alcanzaba su cuantía—. Yo creo que podríamos invertir un poco en un sindicato —añadió.
—Entraña un riesgo —advirtió él.
Ella lo sabía. Algunos de los principales inversores de la colonia eran viudas y esposas ricas. Las había consultado a todas.
—Desde luego. Pero yo tengo confianza en tu buen juicio.
Observó cómo reflexionaba. Probablemente había adivinado qué intenciones la guiaban, pero de todas maneras su oferta era de las que no se rechazaban así como así. Al final, él sonrió.
—Mi querida esposa —repuso con afectuoso tono—, me honra la confianza que depositas en mí y haré todo lo que pueda por el bien de nuestra familia.
Había sido la mujer más rica de la colonia, una viuda que acababa de casarse por tercera vez con un hombre más joven que ella, la que le había dispensado un útil consejo.
—No intentes mandar a tu marido. Lo que hay que hacer es preparar las condiciones en las que él toma sus decisiones.
Margaretha calculaba que Van Dyck no tardaría mucho en tomar el gusto a las transacciones financieras de mayor cuantía y a la vida social que conllevaba. Pronto estaría demasiado ocupado en Nueva Ámsterdam para irse por aquellos mundos de Dios en busca de indias. Y una vez se hubiera acostumbrado a aquella nueva vida, tendría demasiado miedo de que ella lo dejara sin financiación, aun cuando estuviera tentado de descarriarse.
—De todas maneras tendré que ir al norte —señaló.
—¿Ah, sí? —inquirió, frunciendo el entrecejo.
—No puedo abandonar los negocios que tengo entre manos. Por lo menos, no todavía. Aún necesitamos tener entradas de dinero ¿no?
La mujer vaciló. En realidad, las ganancias que él lograba eran útiles, y a no ser que quisiera especificarle de cuánto capital disponía exactamente, su argumento era sensato. De todas maneras, percibía sus intenciones. Pretendía desprenderse del anzuelo, el muy maldito. ¿Tendría una mujer por aquellos parajes salvajes? ¿O varias? Aquella niña india era hija suya, estaba segura. Aquello podía acarrearle graves complicaciones. Movido por su pasión por el orden moral, Stuyvesant había llegado a declarar ilegal el hecho de mantener relaciones sexuales con los indios. No obstante, pese a su mortificación, tampoco resolvería nada haciendo comparecer a su marido ante el tribunal del gobernador. No, tenía que mantener la calma. Que se debatiera tanto como quisiera, porque al final ella lo ganaría a base de astucia. Lo mantendría tan ocupado que no tendría tiempo para irse largas temporadas a los territorios del norte.
—Tienes razón —concedió con dulzura, para que creyera que se salía con la suya.
Las semanas siguientes fueron muy fructíferas para Dirk van Dyck. Pronto se asoció con un grupo de mercaderes que mandaban tabaco a las grandes fábricas de la vieja Ámsterdam, al otro lado del Atlántico, donde se mezclaba y aromatizaba. Junto con Margaretha, acudió a recepciones en las casas de importantes comerciantes donde apenas había puesto los pies con anterioridad. Se compró un sombrero nuevo e incluso unas cuantas medias de seda fina. En su casa decoraron la chimenea del salón con bonitos azulejos azules y blancos. Margaretha incluso tomó a su cargo al chico esclavo Quash, que antes se ocupaba de diversas tareas domésticas, lo vistió con uniforme y le enseñó a servir la mesa. Cuando el anciano dómine les hizo el honor de acudir a su morada, no escatimó elogios alabando la elegancia del pequeño esclavo.
Un día de junio, cuando Van Dyck dio por concluida una partida de bolos en una taberna, un joven comerciante holandés se dirigió a él dándole tratamiento de Jefe. Cuando un holandés lo llamaba a uno «
baas
», significaba que era un hombre importante, digno de respeto. Aquello le insufló una nueva confianza. Su mujer, además, parecía encantada con él.
Por ello, cuando se declaró la disputa, lo tomó desprevenido.
Fue una tarde de julio. A la mañana siguiente tenía que irse río arriba. Margaretha lo sabía desde hacía tiempo. Por eso no le pareció muy razonable su comentario.
—Creo que no deberías irte mañana.
—¿Por qué no? Los preparativos ya están hechos.
—Porque no deberías dejar a tu familia cuando hay tanto peligro.
—¿Qué peligro?
—Lo sabes muy bien. Los ingleses.
—Ah. —Se encogió de hombros—. Los ingleses.
Tenía su parte de razón, desde luego. El comerciante Springsteen, cuya opinión tenía por buena, se lo había expuesto con claridad unos días atrás:
—Los ingleses quieren quedarse con nuestras pieles y nuestro tráfico de esclavos, claro. El tabaco que se carga en este puerto les reportaría diez mil libras al año. Pero sobre todo, amigo mío, si se apoderan de Nueva Ámsterdam, tendrán a su disposición el río y así podrán controlar todo el norte.
Las agresiones de los ingleses eran cada vez más frecuentes. Allá en la isla larga éstos, que controlaban la punta más alejada, siempre habían dejado a los holandeses el territorio próximo a Manhattan. El año anterior, sin embargo, el gobernador Winthrop de Connecticut había exigido impuestos a algunos de los colonos holandeses, y no todos se habían atrevido a negarse.
En los últimos tiempos se habían suscitado temores por un peligro mayor. Aunque el rey Carlos II de Inglaterra era un individuo simpático, su hermano menor James, duque de York, era muy distinto. Eran pocas las personas que sentían simpatía por él. En general se lo consideraba una persona orgullosa, inflexible y ambiciosa. Por eso la noticia causó consternación: «El rey ha cedido las colonias americanas a su hermano, desde Massachusetts hasta casi Maryland». Aquel territorio abarcaba los Nuevos Países Bajos. Además, el duque de York iba a enviar una flota a América para imponer sus reivindicaciones.
Stuyvesant había reaccionado con extremo frenesí, afianzando defensas y destacando centinelas. Aunque no había enviado ni tropas ni dinero, la Compañía de las Indias Occidentales le había ordenado defender la colonia. El gallardo gobernador estaba decidido a conservar Nueva Ámsterdam, cuando menos.
Después, de Holanda llegó otro mensaje de muy distinto signo. El gobierno inglés aseguró a los holandeses, de forma clara y categórica, que no tenía ambiciones sobre su colonia, y que la flota se dirigía a Boston. Poco después recibieron tranquilizadoras noticias: la flota había llegado a Boston y permanecía allí. El conflicto había terminado. Stuyvesant se había ido río arriba para resolver ciertas diferencias con los indios mohawk que vivían más allá.