Nueva York (7 page)

Read Nueva York Online

Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

BOOK: Nueva York
12.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por eso, cuando Margaretha usó el pretexto de la amenaza inglesa para decirle que no se marchara, Van Dyck vio claramente que aquello era una estratagema. Ella pretendía controlarlo y él no estaba dispuesto a permitírselo.

—¿Y mis negocios? —preguntó.

—Pueden esperar.

—Yo no lo creo así. —Abrió una pausa mientras ella lo observaba—. Tú y los niños no vais a correr ningún peligro —añadió.

—Eso es lo que dices tú.

—Porque es verdad.

—¿Significa eso que te niegas a quedarte aquí?

—Hasta el duque de Moscovy piensa que ahora estamos seguros —señaló.

Los habitantes de Nueva Ámsterdam, a menudo resentidos por los métodos dictatoriales de Stuyvesant, lo llamaban muchas veces así a sus espaldas.

—No hay necesidad de referirse al gobernador con ese estúpido mote —espetó ella con enojo.

—Como quieras —contestó con un encogimiento de hombros—. Será Pata de Palo si lo prefieres.

Lo cierto era que Stuyvesant no despertaba muchas simpatías entre los mercaderes, ni siquiera entre los ricos amigos de su mujer, ni en el seno de la Compañía de las Indias Occidentales. Van Dyck estaba convencido de que a algunos no les importaba mucho qué nación se fuera a quedar con la colonia, con tal de que no los importunaran en sus actividades comerciales. Encontraba gracioso que los amigos de su esposa coincidieran más con su punto de vista que con el de ella.

—¡Él vale diez veces más que cualquiera de vosotros! —gritó, encolerizada.

—Vaya por Dios —se mofó—. Cualquiera diría que estás enamorada de él.

Se había excedido. Ella estalló.

—¿Es eso lo único que se te ocurre pensar? Quizá valdría más que juzgaras a los otros aplicando tu mismo patrón. En cuanto a esas visitas que dedicas a los indios… —Dejó caer las palabras con amargo desdén, dejando que destilaran un inconfundible sentido—. Más vale que estés de vuelta antes de tres semanas, si quieres seguir utilizando mi dinero.

La última amenaza la expresó a voces, mientras se ponía en pie sacando chispas por los ojos.

—Volveré cuando termine lo que debo hacer —replicó él con imperturbable frialdad.

Ella ya había abandonado, sin embargo, la habitación con la furia de un vendaval.

Al día siguiente Dirk van Dyck se marchó al amanecer, sin haber vuelto a ver a Margaretha.

En aquella espléndida mañana de verano, la barca de tingladillo navegaba rumbo norte impulsada por cuatro remeros. En lugar de remontar el gran río Hudson, Van Dyck había iniciado esa vez su viaje por el otro lado de Manhattan, en el East River. En el centro de la embarcación había un gran montón de aquella gruesa y resistente tela fabricada en Holanda, la lona. Se trataba de un cargamento legal que sofocaría cualquier posible sospecha.

Con su pacífico aire, la barca bordeó una larga lengua de tierra que quedaba en el centro del cauce para luego doblar a la derecha, a unas ocho millas del muelle de Nueva Ámsterdam, y dirigirse a un pequeño espigón donde los aguardaban unos hombres con un carro lleno de barriles. Ése era el verdadero cargamento.

Tardaron un rato en cargar todos los barriles. Luego el responsable, un corpulento granjero holandés, preguntó si quería probar la mercancía.

—¿Es la misma que otras veces? —preguntó Van Dyck.

—Exactamente la misma.

—Me fío de ti. —Ya habían hecho negocios en múltiples ocasiones.

Se trataba de aguardiente. A los indios les encantaba. En realidad, vender aguardiente a los indios era una actividad ilegal.

—Pero el delito es menos grave —le había informado con picardía a Van Dyck el genial capataz— porque lo he aguado.

Sólo un poco —total los indios no lo notaban—, pero con ese poco aumentaban los beneficios de Van Dyck. Una vez hubieron cargado todos los barriles, la barca se alejó por el río.

Aquella operación conllevaba sólo un problema: el cargamento debía efectuarse en la parte superior del East River. Si no quería rehacer todo el camino pasando por Nueva Ámsterdam tenía que continuar subiendo por la orilla oriental de Manhattan para salir al gran Río del Norte, el Hudson, y ello entrañaba ciertos peligros.

Las aguas del East River se bifurcaban más arriba. A la izquierda, un estrecho canal permitía rodear la punta norte de Manhattan. A la derecha, otro canal más ancho conducía al inmenso brazo de mar cuyas plácidas aguas se extendían a lo largo de casi cien millas protegidas del océano por la isla larga. El peligro se hallaba en la bifurcación, sometida a una confluencia de mareas y corrientes que producían una compleja agitación hidráulica cuya localización acababa de complicar la presencia de diversos islotes. Incluso en los días de calma en que en la ensenada apenas se movían las cañas, cualquier marino inexperto que llegara a ese conflictivo punto se encontraría con que los remolinos aspiraban su embarcación para proyectarla contra una pared de agua que parecía haber surgido de las profundidades a la manera de un colérico dios. «Puerta del Infierno» llamaban a ese lugar, que más valía procurar evitar.

Con lógica cautela, sin alejarse de la costa de Manhattan, entraron en el angosto canal de la izquierda, y aunque se vieron zarandeados, lograron atravesarlo sin percance.

A su izquierda quedaba el pequeño asentamiento de Harlem. Pese a que contaba con tan sólo un kilómetro de ancho, aquella parte septentrional de Manhattan tenía unas impresionantes elevaciones de terreno. A la derecha se iniciaba la propiedad de Bronck. La angosta vía navegable se prolongaba unas cuantas millas hasta conducir, después de unas antiguas cuevas y bases de campamentos indios, a un tortuoso desfiladero que desembocaba en el gran Río del Norte. También allí había otro peligroso paraje en que había que sortear las corrientes. Una vez se halló en el cauce del gran río, Van Dyck exhaló un suspiro de alivio.

A partir de allí, la ruta era fácil. Cuando la marea del Atlántico entraba por la bahía, invirtiendo con su suave impulso el flujo de las aguas del río, la corriente retrocedía hacia arriba a lo largo de muchos kilómetros. Entonces la marea obraba a su favor. Los remeros apenas tuvieron que esforzarse para que el cargado barco se desplazara a buen ritmo hacia el norte. A la derecha dejaron atrás la finca de Jonker; a la izquierda, las altas defensas de piedra de la orilla occidental se prolongaban aún hasta que al fin se interrumpieron junto a una roma colina. Entonces, a la derecha, Van Dyck avistó su punto de destino, el poblado indio emplazado en la ladera de la orilla oriental.

—Descansaremos aquí hasta la mañana —indicó a los remeros.

La pequeña estaba tan contenta de verle que lo llevó a recorrer el pueblo para que saludara a todas las familias. Las casas, construidas con dúctiles troncos de árboles jóvenes, atados y cubiertos de corteza, estaban dispuestas en un saliente de tierra, cerca del agua. El edificio de mayores dimensiones, una vivienda larga y estrecha, acogía a cinco familias. Al lado de aquella casa crecían dos nogales y en los arbustos de atrás trepaban las parras silvestres. Abajo, en la orilla, había unas enormes redes de pesca dobladas sobre bastidores. Los cisnes y ánades reales comían al lado de los juncos.

«Aun siendo pobre —pensó van Dyck—, mi hija no vive peor que yo».

Después de mediodía comieron un delicioso pescado capturado en el río. Aún quedaban bastantes horas de luz cuando Pluma Pálida le pidió que dieran un paseo por la ladera para subir a una peña que proporcionaba una magnífica vista. Él advirtió que llevaba un pequeño objeto envuelto en hojas. Cómodamente sentados, con el sol del atardecer contemplaron las águilas que volaban en lo alto.

—Tengo un regalo para ti —le dijo, poco después, la niña—. Lo he hecho yo.

Le entregó el paquetito. Al desenvolver las hojas, él sonrió encantado.

—¡
Wampum
! —exclamó—. Es precioso.

Seguro que había pasado un número incalculable de horas elaborándolo. El
wampum
era una obra artesanal realizada con cuentas procedentes de conchas de moluscos. Sólo se aprovechaba la parte central de ésta, que se recortaba y pulía para luego ensartarla en cordeles o tendones. Las cuentas blancas provenían de los bígaros y las púrpuras y las negras de las almejas, que eran más duras. Las sartas se entretejían para confeccionar cinturones, diademas y toda clase de adornos. Aparte, el
wampum
servía de moneda de cambio. Los indios lo usaban como ofrendas para las bodas, peticiones de mano y pago de tributos. Dado que era un símbolo de riqueza, los caudillos de la tribu siempre procuraban que el
wampum
quedara distribuido de forma equitativa entre las diversas familias.

Aquel artículo no sólo servía de adorno y de moneda de cambio, sino que vehiculaba un sentido. El blanco significaba paz y vida; el negro significaba guerra y muerte. Al incorporarlos al atuendo era factible componer intrincados dibujos y pequeños pictogramas geométricos que se podían leer. Los enormes y larguísimos cinturones ceremoniales eran indicativos de importantes acontecimientos o tratados. Los chamanes llevaban
wampum
con símbolos de complicada interpretación.

Los holandeses no habían tardado en descubrir que podían comprar pieles con
wampum
. Los puritanos ingleses instalados en Massachusetts habían ido, por su parte, más lejos. Tradicionalmente, los indios recolectaban en verano las conchas en la arena y reservaban para el invierno el tedioso trabajo de perforarlas con un punzón de piedra. Utilizando taladros de acero que permitían acelerar la producción, los ingleses habían comenzado a fabricar su propio
wampum
, eliminando la competencia de los indios de la región. Lo peor era que, a medida que aumentaban las existencias de éste y que se incrementaba a la vez la demanda de mercancías, se necesitaba más
wampum
para adquirir los mismos artículos. Para los comerciantes holandeses e ingleses aquella inflación era algo normal, pero los indios, acostumbrados a atribuir un valor intrínseco a la belleza del
wampum
, tenían la impresión de que los blancos los estaban estafando.

Lo que Van Dyck tenía ahora en las manos era un cinturón. Tenía varios centímetros de ancho y más de metro y medio de largo, por lo que tendría que darle varias vueltas en torno a la cintura. Sobre el fondo de conchas blancas destacaban unos pequeños motivos geométricos de color púrpura que la niña señaló con ademán de orgullo.

—¿Sabes lo que dice? —preguntó.

—No —confesó.

—Dice Padre de Pluma Pálida —explicó, recorriéndolo con los dedos—. ¿Lo vas a llevar? —inquirió con una sonrisa.

—Siempre —prometió.

—Qué bien.

Lo miró con satisfacción mientras se lo ponía. Después permanecieron sentados largo rato, contemplando el rojo sol que poco a poco se ocultaba tras los bosques del otro lado del río.

Antes de marcharse, a la mañana siguiente, le prometió que pasaría a verla en el viaje de regreso.

Dirk van Dyck disfrutó de una placentera expedición aquel verano. El tiempo era magnífico. En la orilla occidental se extendían las vastas regiones boscosas que todavía controlaban las tribus de lengua algonquina, como la de su hija. Pasando junto a la confluencia de afluentes que conocía bien viajó, tal como le agradaba decir, como huésped del río. Aquel poderoso flujo de la marea llegado del océano dejaba sentir su impulso hasta trescientos kilómetros más arriba por el cauce del río Hudson, llegando hasta Fort Orange. En verano, incluso la salada agua del mar remontaba hasta más de cien kilómetros en el interior. Gracias a ello, la mayor parte del tiempo no tuvo más que dejarse llevar tranquilamente por la corriente hacia su punto de destino, en territorio mohawk.

Mucha gente temía a los mohawk. Los indios que habitaban las zonas de alrededor de Manhattan hablaban todos algonquino, pero las poderosas tribus que controlaban las grandes extensiones de tierra más al norte, como los mohawk, hablaban iroqués. Y éstos no eran amigos de los algonquinos; hacía cuarenta años que habían comenzado a hostigarlos. Efectuaban incursiones contra sus poblados y les exigían tributos. De todas maneras, pese a la temible reputación de los mohawk, los holandeses habían adoptado una actitud simple y pragmática.

—Si los mohawk agreden a los algonquinos, tanto mejor. Con suerte, eso significará que éstos están demasiado ocupados luchando contra los mohawk para importunarnos a nosotros.

Los holandeses habían incluso vendido armas a los mohawk. Aquella política no estaba exenta de riesgos, en opinión de Van Dyck. Los enclaves más septentrionales de los Nuevos Países Bajos, como Fort Orange y Schenectady, se encontraban en territorio mohawk, donde a veces causaban problemas. Había sido uno de aquellos incidentes lo que había reclamado la presencia de Stuyvesant en Fort Orange poco tiempo atrás. Pese al poco aprecio que le tenía a Stuyvesant, Van Dyck no abrigaba dudas de que el curtido y viejo gobernador resolvería la situación con los mohawk. Por más belicosos que fueran, acabarían negociando, porque les convenía.

En lo que a él respectaba, a Van Dyck no le inspiraban miedo los mohawk. Hablaba iroqués y conocía su forma de ser. En cualquier caso, no iba a llegar hasta Fort Orange, sino que se detendría en un puesto comercial situado junto a un riachuelo que quedaba a una jornada al sur del fuerte. De acuerdo con su propia experiencia, fuera lo que fuese lo que acontecía en el mundo, los comerciantes siempre eran bien recibidos. Se adentraría en las tierras salvajes, vendería aguardiente aguado a los mohawk y regresaría con un buen cargamento de pieles.

—El comercio es lo único en lo que se puede confiar —solía decir—. Aunque se acaben los reinados, el comercio perdura siempre.

Era una lástima que tuviera que comerciar con los mohawk, desde luego, porque a él le gustaba más el pueblo algonquino de su hija. Pero qué se le iba a hacer. La avidez de pieles de los blancos y la prontitud con que los indios se las habían suministrado había diezmado hasta tal punto los castores de los márgenes inferiores del río Hudson que los algonquinos no tenían bastantes para vender. Hasta los mohawk debían adentrarse en el territorio de los hurones, situado más al norte aún, a fin de satisfacer la incesante demanda de los blancos. Éstos, en cualquier caso, le suministraban la mercancía, y eso era lo que contaba. Por eso eran ahora sus principales proveedores.

El viaje hacia las tierras del interior duró diez días durante los cuales no sufrió ningún contratiempo. A diferencia de los poblados algonquinos, la base comercial de los mohawk era un puesto permanente rodeado de una recia empalizada. Los indios que lo recibieron allí eran bruscos y desabridos, pero aceptaron su aguardiente. «Habría sido mejor que nos hubieras traído armas», le dijeron. Regresó con uno de los cargamentos de pieles más copiosos que había transportado nunca río abajo. Aun así, pese al valor de éste, no tenía prisa en volver a Manhattan e ideaba maneras para demorarse, un día aquí y otro allí.

Other books

Taken by the Others by Jess Haines
3 Coming Unraveled by Marjorie Sorrell Rockwell
Cuttlefish by Dave Freer
Christie Kelley by Every Night Im Yours
Daughters by Osmund, Florence