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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (22 page)

BOOK: Nuestra especie
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Llevamos ya buen número de páginas dedicándonos a examinar las diversas maneras en que los humanos tratan de satisfacer sus potentes pulsiones y apetitos sexuales. Espero haber demostrado que los orígenes y continua evolución de la elección de parejas heterosexuales se comprende mejor invocando una selección cultural que no invocando un estricto control por parte de propensiones genéticas relacionadas con el éxito reproductor. Permítaseme ahora pasar a concentrarme en una cuestión todavía más importante: ¿intentan los humanos maximizar su éxito reproductor de forma instintiva?

El mito del imperativo procreador

Entre los primates subhumanos la estimulación sexual suele llevar al coito y éste garantiza virtualmente la concepción. Normalmente, una vez unidos óvulo y espermatozoide, el embarazo prosigue su marcha implacable hasta que llegan los dolores del parto y el alumbramiento. A partir de ahí, unas poderosas hormonas obligan a la madre a amamantar, transportar y proteger frente a posibles peligros a su criatura.

En los seres humanos ya no existe este sistema de garantías sujetas a control genético para vincular el acto sexual con el nacimiento y la crianza de la prole: el sexo no garantiza la concepción; ésta no conduce inexorablemente al nacimiento, y éste no obliga a la madre a criar y proteger al neonato. Las culturas han desarrollado técnicas y prácticas basadas en el aprendizaje que permiten impedir que se materialicen cada una de las fases de este proceso. Para bien o para mal, hemos sido definitivamente liberados del imperativo reproductor que dicta su ley a todas las demás especies del reino animal. Así pues, a diferencia de todas las criaturas sobre la Tierra, nuestro comportamiento ya no es objeto de selección exclusivamente por su facultad para multiplicar el éxito reproductor; antes bien, se selecciona en función de su capacidad para aumentar la satisfacción de nuestras pulsiones y necesidades, aun cuando no incremente, o incluso reduzca, nuestra tasa de éxito reproductor y la de nuestros parientes más próximos.

Lo que permitió este cambio trascendental fue el hecho de que la selección natural nunca dotara al moderno sapiens de una pulsión o apetito reproductores. Esta se limitó a dotarnos de una pulsión y un apetito sexuales fortísimos, así como de un escondite interno donde el feto pudiera desarrollarse. En ausencia de una fuerte pulsión o de un fuerte apetito reproductores, la selección cultural consiguió apoderarse de todos los mecanismos psicológicos y fisiológicos que anteriormente ligaban el sexo a la reproducción.

La desconexión entre el sexo y sus consecuencias reproductoras se adelantó a la era de las técnicas avanzadas en materia de aborto y anticoncepción. Las parejas preindustriales recurrían, en primer lugar, a los efectos anticonceptivos de una lactancia prolongada e intensiva con objeto de espaciar los nacimientos. Mediante prácticas sexuales no reproductoras tales como la masturbación, la homosexualidad y el coitus interruptus, evitaban un número incontable de nacimientos adicionales. Luego, si se producían embarazos no deseados, intentaban provocar el aborto por sistemas como hacer beber pociones tóxicas a la embarazada, atar apretadas vendas y sogas alrededor de su abdomen, saltar sobre una tabla colocada sobre su vientre hasta que chorrease sangre o introducir palos afilados en su útero. Como estas técnicas tenían tantas probabilidades de destruir a la madre como al feto, en el pasado el aborto era mucho menos frecuente que hoy en día. Aun así, en una panorámica de las culturas mundiales, George Devereux comprobó que 464 sociedades practicaban alguna forma de aborto.

A mi entender, la elevada incidencia del sexo no coital, de las prácticas anticonceptivas y del aborto demuestra de manera concluyente que las mujeres carecen de una predisposición a quedar embarazadas o proteger al feto que esté sujeta a un estricto control genético. Ahora bien, ¿qué pasa con la siguiente fase? Seguramente los humanos tienen una predisposición congénita a criar, proteger y educar a su progenie, ¿no? Los elementos de juicio contrarios a esta concepción son tal vez menos conocidos, pero lamento tener que afirmar que son igual de convincentes. De hecho, debido a los peligros que afrontan las madres al practicar el aborto en las sociedades preindustriales, las mujeres prefieren muchas veces destruir al recién nacido, en vez del feto. Quiero resaltar que en la mayoría de los casos los infanticidios no se cometen por métodos directos tales como estrangular al recién nacido, ahogarlo, abandonarlo o golpear su cabeza, sino por métodos indirectos tales como dejarlos morir de hambre lentamente, descuidarlos física y psicológicamente y permitir que ocurran «accidentes».

Hasta hace poco, los antropólogos no han empezado a admitir la posibilidad de que una parte considerable de los fallecimientos de recién nacidos y niños que antes se atribuían a los efectos inevitables del hambre y las enfermedades representen en realidad formas sutiles de infanticidio fáctico. Los casos de denegación indirecta, secreta e inconsciente de alimentos a recién nacidos y niños son sumamente comunes, especialmente en países del Tercer Mundo que combinan la condena del infanticidio y la de los métodos anticonceptivos y el aborto. En estas circunstancias, las madres pueden abrigar motivos para deshacerse de hijos no deseados, pero verse en la necesidad de ocultar sus intenciones no sólo ante otros, sino también ante sí mismas. El estudio realizado por Nancy Scheper-Hughes en el noreste brasileño, donde 200 de cada 1.000 criaturas fallecen durante el primer año de vida, arroja luz sobre los complejos matices psicológicos que influyen en la decisión de criar o no a cada niño en concreto. Scheper-Hughes comprobó que las mujeres calificaban de «bendición» la muerte de algunos niños. Normalmente, juzgaban a cada niño de acuerdo con una escala rudimentaria de preparación o aptitud para la vida. Los niños que las madres percibían como rápidos, listos, activos y físicamente bien desarrollados recibían más asistencia médica que sus hermanos. Los otros, los percibidos como aletargados, pasivos y de aspecto «fantasmal», recibían menos alimentos y asistencia médica y tenían, de hecho, muchas probabilidades de caer enfermos y perecer durante el primer año de vida. Las madres se referían a ellos como niños que deseaban morir, cuya voluntad de vivir no era lo suficientemente fuerte o no estaba necesariamente desarrollada.

Al morir los niños portadores de los estigmas de la fatalidad, sus madres no dan muestras de pena. La cosa —decían a Scheper-Hughes— no tenía remedio; si se hubiese intentado tratar la enfermedad el niño «nunca habría sanado». Algunas afirmaban que el fallecimiento era «voluntad de Dios» y otras que su crío había sido llamado al cielo para convertirse en un «angelito».

Yo mismo, durante mi trabajo de campo en el noreste brasileño, tuve ocasión de presenciar muchas comitivas fúnebres con motivo de entierros de recién nacidos. Un niño mayor bajaba por la calle transportando el diminuto ataúd de madera abierto con el difunto a la vista del público; le seguía un grupo de niños que reían y brincaban y, al fondo, los padres, con las manos unidas y un tímido esbozo de sonrisa en el rostro.

No puedo ofrecer cifras exactas sobre la frecuencia con que los progenitores humanos han recurrido a formas directas e indirectas de infanticidio para deshacerse de descendientes no deseados. Joseph Birdsell estimó que los aborígenes australianos aniquilaban hasta el 50 por ciento de todos los recién nacidos. Varias muestras de sociedades preindustriales indican que entre el 53 y el 76 por ciento practicaban formas directas de infanticidio. Sean cuales sean las cifras exactas, se sabe lo suficiente como para autorizar la afirmación de que los padres y madres humanos no están «programados de fábrica» para hacer todo cuanto puedan por aumentar las perspectivas de vida de su prole.

La sangría de vidas infantiles causó escándalo en los primeros exploradores europeos que llegaron a la China. Pero los europeos se escandalizaron todavía más cuando se dispuso —en el siglo XIX— de los primeros datos censales, que indicaban que, en algunas regiones, el número de muchachos era cuatro veces superior al de muchachas. Los mayores desequilibrios coincidían con regiones de pobreza rural y escasez de tierras tales como el valle del bajo Yangtze y Amoy, en la provincia de Fukien. En esas regiones, las parejas no tenían en ningún caso más de dos hijas. De 175 neonatos de sexo femenino alumbrados por cuarenta mujeres en Swatow, 28 fueron muertos. Muestras combinadas de varias regiones indican que el 62 por ciento de las niñas nacidas vivas —en comparación con el 40 por ciento de los niños— no lograba sobrevivir hasta los diez años. En el conjunto de la provincia de Fukien, se denegaba el derecho a vivir de un 30 a 40 por ciento de los recién nacidos de sexo femenino, pero las tasas de infanticidio directo podían oscilar, según las distintas poblaciones, entre el 10 y el 80 por ciento de los nacimientos vivos de sexo femenino.

La India septentrional era otra región en que las gentes mataban sistemáticamente a los críos no deseados, especialmente a las niñas. Censos de principios del siglo XIX indican que en determinadas castas de Gujurat el número de muchachos era cuatro veces mayor que el de muchachas, en tanto que en las provincias septentrionales la proporción era de tres a uno. Las noticias recurrentes de castas y poblaciones que no dejaban que ni una sola niña sobreviviera a la primera infancia causaban estupor en los administradores británicos.

Los europeos, que hicieron constar su horror al descubrir la enorme difusión del infanticidio en Asia, parecían estar ajenos al hecho, de que éste era casi tan corriente en la propia Europa. A despecho del cristianismo, los padres europeos se deshacían de gran número de hijos no deseados. Para no infringir las leyes contra el homicidio, se preferían los métodos indirectos a los directos. Una forma de infanticidio indirecto peculiar a los europeos consistía en asfixiar a la criatura de la siguiente manera: las madres se llevaban a sus niños de pecho a la cama y los ahogaban echándose «accidentalmente» encima de ellos. Los europeos también recurrían frecuentemente a «nodrizas» para estos menesteres. Los padres contrataban los servicios de madres sustitutivas con fama de «carniceras» para amamantar a sus criaturas. La magra paga y la mala salud de estas nodrizas garantizaban una vida efímera a los indeseados. Los europeos también se deshacían de gran número de recién nacidos abandonándolos delante de hospicios públicos, cuya principal función consistía al parecer en impedir que los pequeños cadáveres se acumulasen en las calles y los ríos. Para facilitar la recogida de niños no deseados, los franceses instalaron receptáculos nocturnos dotados de mecanismos giratorios a la entrada de sus hospicios. Las admisiones pasaron de 40.000 en 1784, a 138.000 en 1822. Hacia 1830 funcionaban 270 receptáculos giratorios en toda Francia y 336.297 niños fueron abandonados legalmente durante el decenio 1824-1833. «Las madres que depositaban a sus criaturas en los hospicios sabían que las condenaban a una muerte casi tan segura como si las arrojasen al río». Entre el 80 y el 90 por ciento de los niños recogidos en estas instituciones fallecía durante el primer año de vida.

Del mismo modo que los partidarios del aborto definen al feto como una «no persona», las sociedades que toleran o alientan el infanticidio suelen definir al neonato como una «no persona». Casi todas las sociedades poseen rituales que confieren al recién nacido y al niño la condición de miembros de la raza humana. Se les bautiza, se les da un nombre, se les viste con una prenda especial, se muestra su rostro al sol o la luna. En todas las culturas que practican el infanticidio, la criatura no deseada es muerta antes de que tengan lugar estas ceremonias. Basándose en un estudio exhaustivo de los registros de nacimientos de dos aldeas japonesas del siglo XIX, G. William Skinner, de la Universidad de Stanford, calcula que un tercio de todos los matrimonios mataba a su primer hijo. Otra investigadora, Susan Hanley, afirma que el infanticidio era tan corriente en el Japón premoderno que se hizo costumbre no felicitar a la familia por el nacimiento de un hijo hasta saber si iba o no a ser criado. Si la respuesta era negativa, nada se decía; si era afirmativa, se ofrecían las felicitaciones y regalos acostumbrados.

Todo esto sería imposible si el vínculo entre padres e hijos fuera el resultado natural del embarazo y el parto. Sea cual sea la base hormonal del amor paterno y materno, es evidente que en los asuntos humanos falta una fuerza capaz de proteger a tos recién nacidos respecto de las normas y objetivos de origen cultural que definen las condiciones en que los padres deben o no esforzarse por mantenerlos vivos.

En otro tiempo se pensaba que la sistemática desvinculación entre sexo y reproducción observable en todo el mundo hubiera bastado para demostrar que el éxito reproductor no es el principio rector de las selecciones cultural y natural. Pero los sociobiólogos no consideran este hecho como prueba concluyente ni pertinente. Aducen que, al impedir una serie de concepciones y nacimientos y al aniquilar a cierto número de niños, los padres se limitan a posibilitar la supervivencia y posterior reproducción de un máximo de niños allí donde las condiciones no permiten la supervivencia y reproducción de todos. Enseguida daré respuesta a este razonamiento. Antes, sin embargo, permítaseme indicar cómo determina, a mi juicio, la selección cultural el número de niños que los padres deciden procrear y criar.

¿Cuántos hijos?

Hoy en día, los padres de la era industrial han olvidado lo útiles que pueden ser los niños en casa. En otras épocas, en cambio, los adultos sabían que la vida iba a ser extraordinariamente dura si no conseguían criar cierto número de hijos. Contrariamente a la situación que predomina en las sociedades industriales, casi siempre se ha esperado que los niños se «ganasen su sustento» en un sentido bien material. En la Amazonia brasileña, Thomas Gregor recogió estas conmovedoras palabras, dirigidas por un cabecilla aldeano a su hijo: «Kupate, hijo mío, ten más hijos. Como la rana al copular, empuja tu semen bien adentro. Mira lo solo que estás sin parientes. Haz hijos, que después te ayudarán. Pescarán para ti cuando crezcan y seas viejo».

En las familias agrícolas preindustriales, los niños empiezan ya a realizar faenas domésticas cuando apenas se han echado a andar. A los seis años, ayudan a recolectar leña para el fuego y transportan agua para cocinar y lavar; cuidan de sus hermanos menores; plantan, escardan y recogen la cosecha; muelen los cereales; llevan la comida a los adultos en los campos; barren el suelo; hacen recados. En la adolescencia, están ya en condiciones de preparar la comida, trabajar a jornada completa en los campos, fabricar recipientes y pucheros, confeccionar esteras y redes, así como cazar, pastorear, pescar o hacer, quizá con menos eficacia, prácticamente todo lo que hacen los adultos. Los estudios sobre familias campesinas javanesas realizados por el antropólogo Benjamin White muestran que los muchachos de doce a catorce años contribuyen con treinta y tres horas semanales de trabajo económicamente valioso y que las muchachas de nueve a once años contribuyen con unas treinta y ocho. En conjunto, los niños se hacen cargo de la mitad, aproximadamente, de todo el trabajo que realizan los miembros de la unidad doméstica. White comprobó, además, que los propios niños javaneses efectúan la mayor parte de las labores necesarias para criar y mantener a sus hermanos, liberando a las mujeres adultas para tareas productoras de ingresos. Meade Cain, investigador del Consejo de la Población, llegó a conclusiones parecidas respecto de los beneficios del trabajo infantil en el Bangladesh rural. A la edad de doce años, los niños de sexo masculino empiezan a producir más de lo que consumen. A los quince, ya han compensado todos los años en que no se autosustentaban.

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