Read Nuestra especie Online

Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (17 page)

BOOK: Nuestra especie
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Por una vez, los genes

Mientras que a los habitantes del Asia oriental, a los africanos y a los amerindios no les gusta beber leche durante la fase de desarrollo, los europeos septentrionales y sus descendientes norteamericanos, jóvenes o viejos, se la beben vaso tras vaso. Para comprender por qué sucede esto, es preciso reconocer la existencia de diferencias genéticas.

Como otros mamíferos, la mayoría de los humanos pierde, a medida que envejece, la capacidad de producir lactasa, que, como ya se dijo, es la enzima que convierte la lactosa —el azúcar de la leche— en sacarosa y galactosa digeribles. La deficiencia de lactasa en los adultos tiene sentido biológico porque la leche humana es normalmente la única fuente de lactosa, y la leche materna es fundamental para la supervivencia de los niños, pero no para la de los adultos.

Antes de empezar, permítanme explicar por qué la leche no contiene un azúcar menos complejo y más fácilmente digerible. La respuesta es que la lactosa no sólo proporciona energía. También ayuda a los niños a digerir el calcio presente en la leche. Como es sabido, el organismo precisa de este mineral esencial para construir y fortalecer los huesos. Los adultos pueden obtenerlo de los alimentos de origen vegetal, en particular de los de hoja verde. Pero los niños dependen de la leche materna para conseguir su suministro de calcio. Otro factor importante en la digestión del calcio es la vitamina D, que, como expliqué anteriormente, puede o bien obtenerse de peces marinos y mamíferos ictiófagos, o bien sintetizarse en el organismo por exposición de la piel a los rayos solares. Los niños, a diferencia de los adultos, sólo pueden obtener vitamina D de los rayos solares porque la leche carece de esta vitamina. La contribución de la lactosa a la absorción de calcio en el niño contrarresta ampliamente el problema que plantea por no tratarse de un azúcar simple, sino complejo.

Hace cerca de 12.000 años, se domesticaron en el Próximo Oriente animales que se podían ordeñar. Por primera vez, los humanos pudieron obtener grandes cantidades de leche procedente de glándulas mamarias no humanas. Los primeros productores de leche descubrieron enseguida que no podían digerir el nuevo recurso alimentario si lo bebían en estado natural. Sólo conseguían digerirlo dejándolo agriarse o transformándolo en yogurt o queso, pues la fermentación convierte la lactosa en sacarosa, con lo que los adultos evitan la necesidad de producir lactasa para añadir leche animal a su dieta.

La pérdida del efecto de la lactasa sobre la absorción de calcio entre los productores de leche del Próximo Oriente no tuvo consecuencias en su éxito reproductor, ya que podían conseguir toda la vitamina D y todo el calcio que precisasen de los rayos solares y las verduras de hoja verde, respectivamente. Esto explica por qué los descendientes de viejos linajes ganaderos, como judíos, árabes, griegos, sudaneses y habitantes del Asia meridional, sufren con frecuencia molestias intestinales graves después de beber uno o dos vasos de leche sin fermentar. Sólo después de que la ganadería lechera comenzase a extenderse por la Europa del Norte, la capacidad de producir lactasa a todas las edades empezó a asociarse a la aparición de claras diferencias en las tasas de éxito reproductor. Como ya expliqué, los pueblos ganaderos del Norte vivían la mayor parte del año bajo cielos cubiertos y tenían que protegerse del frío bajo un montón de ropa. Tampoco podían obtener vitamina D de los peces y mamíferos marinos y carecían de verduras de hoja verde como fuente alternativa de calcio. En estas condiciones, las personas con la aptitud genética de digerir grandes cantidades de leche sin fermentar tenían mayor capacidad para mantener el crecimiento normal de los huesos y evitar enfermedades óseas como el raquitismo y la osteomalacia y, por consiguiente, se beneficiaban de tasas de éxito reproductor más elevadas que las de los individuos que obtenían el calcio mediante leche fermentada, yogurt o queso. En el plazo de 4.000 a 5.000 años, el gen que controla la producción de lactasa en la edad adulta se propagó a más del 90 por ciento de los individuos de las poblaciones ganaderas de la Europa septentrional.

Un aspecto interesante de esta explicación es el de las diferentes trayectorias biológicas, culturales y gastronómicas que siguieron la India y China. Los pueblos de la India adoptaron hace mucho tiempo la ganadería lechera y convirtieron los productos lácteos en la base de su cocina, pero no sufrían una necesidad apremiante de calcio, y consumían la leche fundamentalmente fermentada. La incidencia de bajos niveles de lactosa en la edad adulta es, por consiguiente, mucho más común en la India que en Europa del Norte, pese al amor que ambas tradiciones sienten por la leche y los productos lácteos. China, por otra parte, nunca aceptó los productos lácteos. Los chinos consideran que la leche es una secreción repugnante y que beberse un vaso es como beber un vaso de saliva. Cerca del 90 por ciento de los chinos y de los pueblos no ganaderos habitantes del Asia oriental carecen de lactasa suficiente para digerir leche sin fermentar en la edad adulta. Pero obsérvese que la respuesta a la pregunta de por qué los chinos aborrecen la leche no puede ser simplemente que es porque les pone enfermos. Si hubiesen adoptado la producción de leche como una modalidad de producción de alimentos, los chinos, al igual que los habitantes del Asia meridional, podrían haber superado con facilidad su insuficiencia de lactosa, consumiendo productos lácteos fermentados. La clave del problema, pues, reside en la siguiente pregunta: ¿por qué los chinos no adoptaron nunca los productos lácteos? La respuesta está relacionada con la diferencia entre las limitaciones y las oportunidades ecológicas de los hábitats chino e indio, y debe darse en términos de selección cultural, y no de selección natural.

Desarrollar esta pregunta aquí me llevaría demasiado lejos. Por tanto, tengo que limitarme a señalar que China, para conseguir los animales de tracción que necesitaba, dependía del comercio con los pastores del interior de Asia. Por esta razón los agricultores chinos no tenían motivos para criar vacas en sus pueblos. Si no hay vacas, no puede haber leche ni cocina basada en ella. Pero la India estaba aislada de las sociedades de pastores por las montañas del Himalaya y del Hindu-Kush. Para satisfacer su necesidad de ganado de tracción, la India tuvo que criar y mantener vacas en los pueblos. Esto dio origen a la preponderancia de los productos lácteos en la cocina india, y a una frecuencia intermedia del gen de suficiencia en lactasa en los adultos. Un último aspecto interesante es que, en la India, las vacas se alimentan escarbando en la basura y otros desperdicios urbanos. En China, donde no hay vacas en los pueblos, los cerdos ocupan el principal nicho carroñero. Excepción hecha de las castas cristianas, nadie cría cerdos en la India. La carne y el tocino de cerdo, por consiguiente, son a la cocina china lo que la leche y la mantequilla a la india.

Pero basta de comida por el momento. No sólo por el hambre evoluciona la cultura. Es el momento de pasar a otra gran pulsión y apetito al que la cultura debe servir.

El placer sexual

E1 sexo figura junto al hambre entre las principales motivaciones de la acción humana y fuerzas selectivas de la evolución cultural. Como el hambre, el sexo es a la vez pulsión y apetito. En estado de privación sexual extrema, el ser humano siente una imperiosa necesidad de aliviar una tensión interna. Pero el alivio de esa tensión proporciona placeres que nos hacen ansiar ardientemente nuevos actos sexuales, aun cuando no padezcamos ninguna privación extrema. Ahora bien, apetito y pulsión guardan una proporción muy diferente en el hambre y en el deseo sexual. Los efectos perniciosos de una privación sexual prolongada no son tan graves como los de un ayuno prolongado. Abstenerse de comer (como de respirar o de beber agua) produce un profundo tormento físico, además de deseos obsesivos que sólo al precio de la muerte cabe pasar por alto. En cambio, la continencia sexual ocasiona una molestia relativamente ligera y deseos cuya postergación no tiene otro precio que nuevos deseos obsesivos.

En tanto fuerza selectiva de la evolución cultural, el sexo es menos potente que el hambre porque, cuando éste alcanza niveles de inanición, los humanos pierden la pulsión y el apetito sexuales. Lo contrario no se cumple. Los humanos que sufren privaciones sexuales no pierden la pulsión o el apetito alimentarios. De hecho, es posible que traten de comer más con objeto de mitigar su penuria sexual. No obstante, en igualdad de condiciones, el sexo se impone fácilmente al deseo alimentario. Los humanos bien alimentados no tienen dificultad alguna en posponer los placeres de la mesa a los del lecho.

Los desvelos parentales, las iras conyugales, la curiosidad policial y los mandamientos eclesiásticos podrán desalentar o desviar el comportamiento apareatorio humano, pero nunca extinguir completamente la pulsión y el apetito de alivio y placer sexuales. Con tal de conseguir objetivos sexuales, las gentes están dispuestas a luchar, matar, violar y a empeñar la fortuna, la salud, hasta la propia vida. El deseo sexual puede perseverar desafiando todos los peligros: las deformaciones de la gonorrea, la locura asociada con la sífilis, la comezón del herpes, las enfermedades cancerosas derivadas del SIDA. Muchos lo han combatido en aras de una vida espiritual superior, pero dudo de que haya existido nunca ningún ser humano sano, de uno u otro sexo, que lograra reprimir completamente sus sensaciones genitales. «Siento una ley en mis miembros —confesó San Pablo— que repugna a la ley de mi mente y me encadena al pecado que está en mis miembros» (Romanos 7: 23).

El hecho de que la continencia sexual carezca de efectos fisiológicos adversos, los extraordinarios esfuerzos que las personas están dispuestas a afrontar con tal de experimentar orgasmos, la búsqueda repetitiva y compulsiva de nuevos orgasmos, la inutilidad de los intentos de renunciar a ella: todo esto sugiere una estrecha semejanza entre la búsqueda del placer sexual y la adicción a las drogas psicotrópicas. Entre los adictos a la heroína, por ejemplo, la necesidad de un «chute» es a menudo más poderosa que la necesidad de sustento, reposo y abrigo. El hecho de que no se ingiera nada para producir un estado de euforia sexual no invalida la analogía. Sabemos que, convenientemente estimulado, el organismo puede autoadministrarse dosis de sustancias euforizantes de fabricación interna.

La experimentación con ratas y perros ha revelado que determinadas partes del cerebro actúan como centros de placer y que los animales están dispuestos a aceptar sacrificios extraordinarios para conseguir que se administre una corriente eléctrica ligeramente estimulante a dichos centros. Si se conectan unos electrodos implantados en su cerebro a interruptores que los propios animales pueden accionar, éstos se estimulan de forma compulsiva durante horas y horas. Y puestos a elegir entre pulsar el botón estimulador del centro de placer y otro para obtener alimento y bebida, siguen estimulándose hasta morir de hambre o de sed. También se han realizado experimentos parecidos con seres humanos al preparar a pacientes para operaciones de neurocirugía. El cerebro humano posee, asimismo, centros llamados neurotransmisores que producen sensaciones sumamente placenteras al ser activados mediante corrientes o infusiones químicas. De acuerdo con las descripciones de algunos pacientes, estas sensaciones se asemejan al orgasmo. Sin embargo, los investigadores no han encontrado todavía un centro que empuje al ser humano a apretar compulsivamente el botón como hacen las ratas. En 1975, un equipo de científicos que trabajaba en los Estados Unidos, Escocia y Suecia descubrió simultáneamente una sustancia denominada encefalina que reacciona con los mismos receptores neuronales del cerebro que la heroína y que alivia el dolor y produce una sensación de euforia. Poco después, otros científicos descubrieron un segundo tipo de sustancias endógenas análogas al opio llamadas endorfinas. De estos descubrimientos cabría inferir la conclusión lógica de que el placer concentrado del orgasmo es resultado de una cascada de opiáceos orgánicos entre los espacios interneuronales de los centros cerebrales del placer. Esta inferencia se contrastó en 1977 al administrar naloxona a un sujeto humano antes de que éste intentara conseguir un orgasmo masturbándose. La sustancia química denominada naloxona es un antídoto de la heroína que surte el efecto de bloquear la transmisión de los opiáceos a través de los espacios interneuronales. Los investigadores no comprobaron ninguna disminución en la capacidad del sujeto para obtener un orgasmo y éste no señaló ninguna reducción de la sensación de placer.

La estimulación eléctrica de la parte del tallo encefálico denominada septum produce sensaciones de placer en los seres humanos. La actividad eléctrica del septum durante el orgasmo se registró en un sujeto de sexo masculino y ésta mostraba una pauta de ondas cerebrales semejante a las observadas durante los ataques epilépticos, indicativa de la descarga simultánea de un número elevadísimo de neuronas. La inyección del neurotransmisor acetilcolina en el septum de un sujeto de sexo femenino produjo intensas sensaciones de placer que culminaron en orgasmos repetidos. Estos experimentos dejan demasiadas variables fuera de control, y la farmacología y neurofisiología exactas de la adicción humana al éxtasis siguen siendo uno de los secretos mejor guardados de la naturaleza. Pero ¿puede estar muy lejos el día en que alguna de las grandes firmas farmacéuticas anuncie que está preparada para comercializar sustancias capaces de inducir si no la reacción fisiológica, sí la sensación mental del orgasmo?

De no ser por el carácter intermitente del placer orgásmico, los apetitos sexuales se impondrían fácilmente a otras pulsiones y apetitos vitales, convirtiéndonos en auténticos «yonquis» del sexo. La selección natural ha hecho de la sobriedad la norma y de la euforia la excepción. Para podernos enfrentar eficazmente al mundo exterior a nuestras mentes, es indispensable que sintamos dolor y angustia. Y así la selección natural se ha preocupado de que obtengamos el placer más intenso como recompensa a la estimulación de los órganos que inician el proceso de la reproducción y no a la estimulación de los dedos de las manos y los pies. Gracias a la evolución cultural, hemos aprendido a deshacer el vínculo natural entre el placer sexual y la reproducción. ¿Nos encontramos ahora a las puertas de aprender a anular el vínculo entre el placer y el acto sexuales?

BOOK: Nuestra especie
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Vampire Taxonomy by Meredith Woerner
Blue Lantern by Gil Hogg
The Duke's Night of Sin by Kathryn Caskie
Ruin, The Turning by Lucian Bane
Death on the Lizard by Robin Paige
This Sky by Autumn Doughton
Wild Ride by Carew Opal