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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (18 page)

BOOK: Nuestra especie
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Desconocimiento carnal

Desde la expulsión de Adán y Eva del jardín del Edén, las culturas occidentales han asociado la sexualidad humana con el pecado, la suciedad y el mundo animal. Aunque es posible que el «hombre» fuera hecho a imagen y semejanza de Dios, sólo «esa parte de él que se eleva por encima de las partes inferiores, que comparte con las bestias —advirtió San Agustín—, lo acerca al Supremo Hacedor». Hasta Sigmund Freud, el gran campeón de la libido, relegaba el sexo al «ello», fundamento animal de la psyche humana. Ahora bien, ¿es que de verdad nos parecemos más a las bestias de cintura para abajo que de cintura para arriba? Entiendo que no. De absolutamente ninguna de las más o menos 200 especies de primates vivientes puede afirmarse que posea «partes inferiores» o que copule u ovule enteramente como lo hacen los humanos.

Dice el Génesis que Adán y Eva perdieron su inocencia en cuestiones sexuales después de probar el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal. Sin embargo, la serpiente no les reveló un detalle importante: al penetrar en Eva, Adán no sabía cuando ésta ovulaba. Y así ha seguido siendo hasta el día de hoy, con consecuencias que alcanzan los más profundos niveles de nuestra existencia social. Por mucha sabiduría que hayamos acumulado, nuestros conocimientos carnales continúan siendo incompletos. Fuera de un laboratorio, somos todavía incapaces de saber cuándo está listo para ser fecundado el óvulo femenino.

La trascendencia de este secreto, el mejor guardado de la naturaleza, se pondrá de manifiesto una vez que hayamos contado algunas de estas cosas, familiares y no tan familiares, de la vida.

Cada veintiocho días, aproximadamente, uno de los dos ovarios del organismo femenino libera un pequeño huevo en la correspondiente trompa de Falopio, sea la izquierda o la derecha. Si un espermatozoide fecunda el óvulo antes de que haya descendido a lo largo de la trompa, éste se fijará en el revestimiento, esponjoso e inyectado de sangre, especialmente previsto al efecto en la pared del útero. En caso contrario, dicho revestimiento se deshace, dando lugar al conocido fenómeno de la menstruación. El hecho más destacable de este ciclo es que tanto el espermatozoide como el óvulo no fecundado tienen vidas muy cortas. El segundo pierde su capacidad para ser fecundado si a las veinticuatro horas no es penetrado por un espermatozoide. Y si éste no penetra en el óvulo en las veinticuatro horas siguientes a su eyaculación en la vagina, su pequeña cola deja de agitarse y muere. Así pues, en general, la fecundación sólo es posible si el coito coincide con la ovulación o se realiza dentro de las cuarenta y ocho horas anteriores o las veinticuatro posteriores a ésta. En conjunto, el margen en que la copulación puede producir un embarazo viene a ser, aproximadamente, de tres días de cada veintiocho. Por término medio, las setenta y dos horas decisivas transcurren a mediados del ciclo menstrual, esto es, durante los días decimosegundo, decimotercero y decimocuarto a partir del comienzo del flujo menstrual. (No es recomendable, sin embargo, fiarse de estos cálculos para mantener relaciones sexuales sin correr riesgo de embarazo. El intervalo entre menstruación y ovulación puede llegar a variar de cinco a diez días, en cualquier ciclo dado). En la mayoría de las especies mamíferas cuyos óvulos y espermatozoides cuentan con márgenes de oportunidad análogamente estrechos (a diferencia de los murciélagos, cuyas hembras almacenan el esperma durante meses), la hembra emite una variedad de señales y adopta formas estereotipadas de comportamiento cuyo objeto es asegurar, tanto a la hembra como a su pareja, que existe un huevo viable a la espera de la eyaculación de un macho. También puede ocurrir a la inversa: el huevo no es liberado si no es en presencia de esperma viable, como es el caso en los ratones. El «celo» de las hembras, bien conocido para los propietarios de gatos o perros no castrados, constituye una de las estrategias más comunes para sincronizar copulación y ovulación. La hembra se muestra inquieta y quejumbrosa y despide un fuerte olor que atrae a los machos de los alrededores.

Lo mismo que gatos y perros, tampoco monos y simios permiten que la ovulación aparezca y termine sin asegurarse de alguna manera de la presencia de esperma que fecunde el óvulo. La hembra del mono capuchino pardo, por ejemplo, altera notoriamente su comportamiento a medida que se aproxima a la ovulación. Su rostro exhibe una mueca, emite un suave y característico silbido que se va transformando en un gemido vibrante y ronco, y persigue durante horas a algún macho dominante, al cual se aproxima mucho, tocándole o empujándole en la grupa o agitando una rama cerca de él para luego echarse a correr.

Los olores también desempeñan un papel importante en diversas especies de primates. Entre los monos rhesus (Macaca mulatta), las secreciones de ácidos grasos vaginales atraen al macho cuando se acerca la ovulación y aumentan su sensibilidad a las solicitaciones de la hembra. Otras especies revelan la inminencia de la ovulación mediante señales visuales en la zona perineal (analgenital). Al acercarse la ovulación, la hembra del chimpancé común desarrolla una tumescencia perineal de color rosáceo que alcanza en su apogeo el tamaño de un pomelo, para disminuir posteriormente. También se pueden «iluminar» otras partes de la hembra. Las hembras del babuino gelada (Theropitecus gelada), que pasan la mayor parte del tiempo sentadas arrancando puñados de hierba, desarrollan hinchazones brillantes en forma de collar en el pecho, además de las hinchazones, a menudo difíciles de ver, en sus posaderas.

Las tumescencias más prominentes se presentan, según parece, en especies primates que se aparean de forma promiscua, como los chimpancés y los babuinos. Las hembras promiscuas se sirven de señales muy vivas para atraer a tantos machos como sea posible durante cada ovulación. Estos apareamientos establecen lazos de amistad entre machos y hembras y desalientan la agresividad sexual contra las crías por parte de los primeros (agresividad que, según la teoría sociobiológica de la eficacia biológica inclusiva, podría llegar a manifestarse si los machos tuvieran la certeza de que las crías han sido engendradas por otro). Los chimpancés machos rara vez pelean entre sí por el acceso a las hembras en celo. Hasta veinte de ellos pueden llegar a esperar pacientemente su turno ante una misma hembra. Esto no quiere decir que no exista una competencia en torno al éxito reproductor. Al contrario, rivalizan ferozmente con objeto de fecundar al mayor número de hembras. Pero la forma en que se desarrolla esta competencia no lleva aparejada la amenaza, el daño físico o la muerte del rival. En comparación con otros simios, los chimpancés comunes poseen testículos sumamente grandes y pesados y su eyaculación media contiene aproximadamente diez veces más espermatozoides que la de un gorila o un orangután. En los múltiples apareamientos se alzan con la victoria reproductora los machos que presentan un recuento de espermatozoides más elevado en el líquido seminal y poseen un esperma más vigoroso. El tamaño medio de su pene concuerda, asimismo, con su apuesta por la competencia seminal. En proporción al tamaño corporal, éste es más del triple de largo que el del gorila.

Entre los gorilas y orangutanes, ninguno de los cuales anuncia la ovulación mediante tumescencias sexuales prominentes, se observa una pauta de apareamiento distinta. Los gorilas machos, que son el doble de grandes que las hembras, mantienen harenes exclusivos e impiden que los demás machos copulen con sus hembras cuando éstas se encuentran en celo. Por lo tanto, las hembras que se aproximan a la ovulación no ganarían nada emitiendo señales visibles para atraer a gran número de machos. A su único compañero se le puede advertir de la condición ovulatoria mediante señales menos conspicuas y complejas. Si bien los orangutanes machos carecen de harenes, se aplica el mismo razonamiento. Los orangutanes son monógamos, lo que significa nuevamente que las hembras sólo tienen que atraer a un único macho y que, en consecuencia, pueden prescindir de toda publicidad estridente destinada a pretendientes adicionales. Como lo mismo el orangután que el gorila mantienen un control excluyente sobre las hembras ahuyentando o derrotando en combate a posibles rivales, no necesitan competir por el acceso a los óvulos mediante testículos de gran tamaño, elevados recuentos de espermatozoides y largos penes.

La evolución de la promiscuidad femenina, combinada con la competencia seminal y la tolerancia mutua entre los machos que cubren a una misma hembra, ha alcanzado su forma más desarrollada entre los chimpancés pigmeos (Pan paniscus). Lo que se va a relatar sobre la vida sexual de estas notables criaturas era desconocido hasta hace escasos años. Los chimpancés pigmeos, que habitan en las partes más profundas y densas de la pluvisilva congoleña, fueron los últimos grandes simios estudiados por los primatólogos en su hábitat natural mediante modernos métodos de campo. Dado que su parentesco genético con los homínidos es al menos tan cercano como el del mejor conocido chimpancé común (Pan troglodytes), su singular comportamiento social y sexual arroja nueva luz sobre el papel de la sexualidad en el origen de las sociedades humanas. A diferencia de la variedad común, cuyo máximo de apareamientos coincide con el punto culminante de las tumescencias perineales, el chimpancé pigmeo copula durante todo el año y durante todo el ciclo ovulatorio. A lo largo de los treinta y seis a cuarenta y dos días que dura éste, existe una fase de hinchazón máxima de quince a dieciocho días. Pero durante todo el ciclo la actividad copulatoria no varía gran cosa de unos días a otros, con excepción de las escasas jornadas en que la hinchazón es mínima. Debo añadir que en las hembras adultas ésta nunca disminuye tanto como entre los chimpancés comunes, de modo que en realidad las hembras están emitiendo continuamente señales para atraer a los machos. El resultado es que machos y hembras copulan varias veces al día durante la mayor parte del mes y a lo largo de todo el año.

En comparación con otras especies de simio, el chimpancé pigmeo sólo se puede describir como hipersexual. El pene del macho tiene mayor tamaño y es más visible que el de cualquier otro simio, y, en relación con el tamaño corporal, es más grande que el que posee nuestra especie. Para no ser menos, la hembra posee el mayor clítoris de todas las especies primates. Éste es claramente visible durante todo el ciclo ovulatorio. En momentos de excitación sexual, dobla su longitud, produciéndose una congestión de la base y la punta, tal como ocurre en la erección peniana. La tumescencia del clítoris parece estar asociada a una peculiar forma de homosexualidad femenina que se ha venido en llamar «frotamiento genitogenital»: dos hembras se abrazan cara a cara, mirándose a los ojos, y frotan sus partes genitales, una contra otra, mediante rápidos movimientos laterales. Durante el acto, una de las hembras suele rodear la cintura de la otra con sus piernas. En ocasiones, las parejas utilizan el clítoris erecto para reproducir los movimientos penetratorios característicos del coito entre hembras y machos. También los machos se entregan a actos homosexuales pseudocopulatorios, si bien con menos frecuencia que las hembras. En otras especies primates, las relaciones homosexuales entre machos adultos pueden interpretarse habitualmente como intentos de aplacar a machos dominantes por parte de machos subordinados, o de intimidar a los segundos por parte de los primeros. Esta conducta es relativamente rara entre los chimpancés pigmeos porque los machos, en consonancia con su apuesta por la competencia seminal como estrategia reproductora, muestran una tolerancia insólita respecto de sus rivales.

El coito no tiene lugar hasta que los individuos de uno y otro sexo han indicado su buena disposición mediante señales faciales y vocales. Antes de comenzar se miran fijamente a los ojos durante quince minutos y mantienen el contacto visual durante el coito. Los chimpancés pigmeos utilizan la posición ventral-ventral (cara a cara) con mayor frecuencia que otros primates subhumanos. Evidentemente, han conseguido prescindir del vínculo entre coito y ovulación al sustituir las señales ovulatorias que otros simios emplean para garantizar el encuentro de óvulo y espermatozoide por una intensa y continua actividad sexual. ¿En qué medida podemos utilizar a los chimpancés pigmeos como modelo de los orígenes humanos?

Y ahora algo completamente distinto

La selección natural ha ideado un método sencillo aunque derrochador para conseguir la unión del óvulo y el espermatozoide humanos en los tres días válidos al efecto. Nos ha dotado de necesidades y apetitos sexuales tan fuertes que estamos predispuestos a tolerar, por no decir desear ardientemente, el sexo todos los días del mes y todos los días del año a lo largo de muchísimos años. Esto elimina toda conjetura en ese juego de trilero que es la reproducción: para adivinar dónde se esconde el premio levantamos todos los cubiletes. Naturalmente, no necesito explicar que esto no significa que los hombres tengan automáticamente erecciones en cuanto se topan con una mujer ni que éstas se muestren receptivas a cualquier solicitud masculina de mantener relaciones sexuales. Como todos sabemos, los unos y las otras disfrutan de un grado de libertad considerable para decidir tanto de quiénes solicitan favores amorosos y a quiénes aceptan o rechazan, como el momento, lugar y frecuencia de las relaciones. El punto fundamental es, no obstante, que el acto sexual constituye una experiencia intensamente placentera para hombres y mujeres y que no existen barreras fisiológicas u hormonales que nos impidan practicarlo una o más veces al día todos los días del año, al menos desde la adolescencia hasta la mediana edad. Y es esta sorprendente táctica de fuego graneado para acertar en la diana de los tres días la que los humanos, todavía más que los chimpancés pigmeos, utilizan como sustituto del disparo bien afinado de las especies que copulan primordialmente cuando hay un óvulo en que atinar.

Aunque las eyaculaciones son abundantes, los recuentos de espermatozoides en el líquido seminal humano son menos elevados que en otras especies primates y el porcentaje de espermatozoides mótiles es también extraordinariamente bajo. Pero este es un asunto oscuro y un tanto alarmante, ya que los estudios indican que, desde 1950, los recuentos de espermatozoides y de motilidad han descendido de forma sensible en la especie humana posiblemente como resultado de la contaminación química del aire, los alimentos y el agua. En todos los demás aspectos, los humanos son una de las especies de sexualidad más acentuada del reino animal. El pene humano es más largo y grueso que el de cualquier primate, y sus testículos más pesados que los del gorila o el orangután. Nuestra especie dedica más tiempo que los demás primates al cortejo precoital y las sesiones de acoplamiento duran más que entre éstos. La capacidad femenina para el orgasmo, sin ser exclusiva de los humanos como antes se pensaba, se encuentra altamente desarrollada. Ciertamente, la frecuencia del acto sexual no es tan elevada como entre los chimpancés, pero hay que tener en cuenta que los humanos deben sortear el mayor número de restricciones sociales a la sexualidad. Estas restricciones son causa de poluciones nocturnas en los varones (los llamados «sueños húmedos») y de frecuencias de masturbación en hombres y mujeres sólo igualadas por los primates encerrados en zoológicos o laboratorios. La obsesión sexual del macho humano carece de parangón en otras especies. Los adolescentes norteamericanos entre los trece y los diecinueve años afirman pensar en el sexo cada cinco minutos, como promedio, durante sus horas de vigilia e incluso a la edad de cincuenta años los varones norteamericanos piensan en el sexo varias veces al día. ¿Cómo se originó este peculiar patrón de sexualidad?

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