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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (21 page)

BOOK: Nuestra especie
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Por lo demás, no tenemos manera de saber cuál es la incidencia real del incesto en sociedades en que los infractores de los tabúes se exponen a severos castigos en caso de ser descubiertos. En los Estados Unidos de nuestros días, psiquiatras, asistentes sociales y estamentos judiciales denuncian un crecimiento de los abusos sexuales cuyas víctimas son niños. El incesto entre padre e hija, una de sus formas más corrientes, se castiga con penas que pueden llegar a los treinta o cuarenta años de prisión. Si los humanos tienen una inclinación congénita a evitar el incesto, ¿por qué insisten en cometerlo, aun a riesgo de recibir castigos tan severos? Dados los antecedentes hipersexuales de nuestra especie, nuestra continua receptividad y disposición al acto sexual, la elevada incidencia de los «líos» extramaritales y otras formas de relación prohibidas por la opinión pública o la ley, ¿no será más bien el incesto una tentación que muchos experimentan pero que evitan por miedo a ser descubiertos, sufrir castigos y caer en pública desgracia?

Los defensores de las teorías genéticas reconocieron hace mucho la escasa probabilidad de que los genes transportaran instrucciones precisas para amortiguar las pulsiones sexuales en presencia de hermanos de sangre, hijos y padres. Siguiendo las teorías de Edward Westermarck, proponen, en cambio, que entre personas de distinto sexo se da una tendencia a encontrarse nulamente atrayentes desde el punto de vista sexual si se han criado en estrecha proximidad física durante la primera infancia y la niñez. El principio de Westermarck goza de gran aceptación entre los sociobiólogos porque facilita una solución al dilema que representan los índices relativamente elevados que a veces puede llegar a alcanzar el incesto entre hermanos en casos como el del Egipto romano, por ejemplo. Si el hermano y la hermana se crían separados, en casas distintas o al cuidado de nodrizas o personas diferentes, es muy posible que, de acuerdo con el citado principio, se encuentren lo suficientemente atractivos como para emparejarse.

A la teoría de Westermarck y otras explicaciones genéticas subyace el supuesto de que una estrecha endogamia aumenta las probabilidades de que los inviduos portadores de genes anómalos se unan entre sí y procreen descendientes con cuadros patológicos que merman sus tasas de reproducción. Además, sólo con reducir el grado de diversidad genética de una población, la endogamia puede tener efectos adversos sobre la capacidad de ésta para adaptarse a nuevas enfermedades o nuevos peligros medioambientales. En consecuencia, cabe pensar que los individuos cuyo deseo se «extinguió» debido al efecto Westermarck evitaron la endogamia, tuvieron tasas más altas de reproducción y sustituyeron gradualmente a los que sí se sentían atraídos por sus parientes próximos.

Esta parte del razonamiento presenta diversos puntos débiles. Es cierto que en las grandes poblaciones contemporáneas el incesto va acompañado de un porcentaje elevado de abortos y de descendientes minusválidos y portadores de enfermedades congénitas. Pero este resultado no se tiene que derivar por fuerza de la práctica de una estrecha endogamia en sociedades preagrícolas de dimensiones reducidas. En éstas, en cambio, lleva a la eliminación progresiva de los genes recesivos porque tales sociedades muestran escasa tolerancia respecto de recién nacidos y niños con taras o defectos congénitos. Privando de apoyo a tales niños, se eliminan las variaciones genéticas perjudiciales en generaciones futuras y el resultado son poblaciones que portan una «carga» de variantes genéticas perjudiciales mucho más reducida que la de las poblaciones contemporáneas.

Para contrastar la teoría de Westermarck no cabe invocar la mera incidencia de la evitación del incesto. Se debe demostrar que el ardor sexual se enfría cuando las personas se crían juntas, con independencia de cualesquiera normas existentes que exijan la evitación del incesto. Como esto no se puede realizar experimentalmente sin controlar las vidas de los sujetos humanos, los defensores de la teoría acuden con frecuencia a dos célebres monografías que supuestamente demuestran la pérdida de ardor sexual que aquélla predice. La primera de ellas tiene por objeto una forma de matrimonio taiwanés denominada «adoptar una hija/desposar una hermana». Un matrimonio de cierta edad adopta una joven procedente de otra familia y la crían junto al hijo con la intención de convertirla en su esposa. Como el hijo y su esposa van a permanecer con los padres de éste tras la boda, los padres inculcan actitudes de sumisión en la hija adoptiva, de manera que luego reine la armonía en la casa. Ciertos estudios han demostrado que estos matrimonios en los que la esposa y el marido han crecido juntos en un entorno muy próximo tienen menos descendencia y presentan índices más elevados de divorcio que los matrimonios normales en que los futuros esposos se han criado en unidades domésticas separadas. Estas observaciones, sin embargo, apenas confirman la teoría de Westermarck. Los taiwaneses reconocen expresamente que la fórmula «adoptar una hija/desposar una hermana» constituye una clase de matrimonio inferior, por no decir humillante. Para un vínculo matrimonial, las familias de los novios suelen intercambiar una cantidad considerable de bienes en señal de apoyo a los recién casados. Pero estos intercambios son más reducidos o brillan completamente por su ausencia en el sistema de «adoptar una hija/desposar una hermana». De ahí que resulte imposible demostrar que la esterilidad de la pareja se deba al desinterés sexual y no al desengaño y la decepción que produce recibir un trato de ciudadanos de segunda clase.

El segundo caso utilizado para confirmar la teoría de Westermarck se refiere a la supuesta falta de interés sexual constatable en muchachos de ambos sexos que han sido compañeros de clase desde la guardería hasta los seis años en las comunidades cooperativas israelíes denominadas kibbutzim. Presuntamente, estos muchachos mostraban tal desinterés que entre los matrimonios contraídos por personas criadas en cierto kibbutz ninguno de los contrayentes eran hombres o mujeres que se hubiesen educado juntos desde el nacimiento hasta la edad de seis años. Esto parece muy convincente, pero la explicación tiene un fallo decisivo. De un total de 2.516 matrimonios, había 200 en los que los contrayentes se habían criado en el mismo kibbutz, aunque no estuvieran necesariamente en la misma clase durante seis años. Teniendo en cuenta que todos los jóvenes de los kibbutzim eran llamados a filas y que en el ejército convivían con miles de cónyuges potenciales antes de casarse, la cifra de 200 matrimonios entre parejas procedentes del mismo kibbutz es mucho más elevada de lo que cabría esperar según las leyes del azar. De los 200 matrimonios entre personas procedentes de los mismos kibbutzim, cabe preguntarse a continuación, ¿qué probabilidades había de que en ninguno de los casos los contrayentes hubiesen sido compañeros de clase? Dado que por lo general las muchachas eran tres años más jóvenes que los muchachos a quienes desposaban, cabría esperar una cifra sumamente baja de matrimonios entre personas educadas en la misma clase durante seis años. De hecho, el resultado fue que hubo cinco matrimonios entre jóvenes criados juntos durante parte de los seis primeros años de sus vidas. Como la teoría de Westermarck no predice cuánto tardan en perder todo interés mutuo los chicos y chicas que se crían juntos, estos cinco matrimonios desmienten efectivamente su teoría.

El mito del gran tabú

Las teorías sobre el incesto basadas en la selección cultural cuadran mejor con los elementos de juicio de que se dispone que las basadas en la selección natural. Las prime ras se remontan a E. B. Tylor, uno de los fundadores decimonónicos de la antropología británica. Tylor propuso que el conjunto básico de tabúes contra el incesto se originó durante la fase cazadora-recolectora de la evolución cultural, cuando la escasa disponibilidad de alimentos de origen vegetal y animal obligaba alas gentes a vivir en pequeñas bandas (el equivalente de las tropas protohomínidas) integradas por veinte o treinta individuos. Los estudios sobre las bandas contemporáneas de cazadores-recolectores muestran que impedir las uniones sexuales en el seno del grupo es esencial no tanto para alejar el riesgo de una posible descendencia con taras físicas como porque los grupos de ese tamaño son demasiado pequeños para satisfacer por sí solos sus necesidades y apetitos biopsicológicos y corren peligro de extinción si no establecen relaciones pacíficas y cooperativas con sus vecinos.

Una banda endógama —esto es, que se reprodujese dentro del grupo— se enfrentaría a vecinos perpetuamente hostiles y estaría confinada a un territorio que podría resultar demasiado reducido en años de sequía, inundaciones u otras alteraciones climáticas. Además, al contar únicamente con una veintena o treintena de miembros, se expondría al peligro de que una sucesión desafortunada de nacimientos le dejase sin mujeres suficientes para engendrar una nueva generación. Las bandas que sellan alianzas, en cambio, explotan territorios más extensos, forman parte de poblaciones reproductoras más amplias, se auxilian unas a otras en la defensa contra vecinos de belicosidad recalcitrante y se prestan ayuda mutua en tiempos en que escasean los alimentos. ¿Cómo pudieron originarse tales alianzas?

Dado que la armonía en el seno de las tropas afarensis o hábilis se asentaba en los intercambios de bienes y servicios, celebrar alianzas con los vecinos por medio de intercambios de bienes y servicios apreciados no constituyó una gran innovación. ¿Cuál era la forma de intercambio más eficaz a la que podían recurrir? Por ensayo y error, descubrieron inevitablemente que consistía en intercambiar sus posesiones más preciadas, hijos e hijas, hermanos y hermanas, para que viviesen, trabajasen y se reprodujesen en el seno del grupo aliado. Pero debido justamente al gran valor de los seres humanos, todos los grupos sienten la tentación de retener en casa a los hijos e hijas, hermanos y hermanas, para beneficiarse de sus servicios económicos, sentimentales y sexuales. Mientras el intercambio se desarrolle sin problemas, la pérdida de una persona se ve compensada con la adquisición de otra y ambas partes ganan merced a la alianza resultante. Pero cualquier retraso prolongado a la hora de satisfacer los deberes de reciprocidad, sobre todo si obedece a la negativa a cumplir lo pactado por parte de un grupo, tendrá efectos desastrosos para todos los interesados. Los sentimientos de horror, pavor y cólera que envuelven al incesto reflejan los peligros que una interrupción del intercambio de personas hace correr a todos los miembros del grupo y al mismo tiempo funcionan como antídoto contra las tentaciones sexuales que acometen a las personas que se han criado juntas.

El valor socioeconómico de la evitación del incesto siguió siendo elevado durante todo el período de desarrollo de sociedades más complejas que siguió a los inicios de la agricultura. Para los grupos agrícolas, el intercambio matrimonial entre unidades domésticas formadas por familias extensas continúa siendo fundamental para su bienestar social y económico. En labores como la roturación de la tierra, la cosecha, la apertura de zanjas o la construcción de terraplenes, que requieren una concentración temporal de mano de obra, las unidades domésticas que intercambian cónyuges juegan con ventaja. Además, cuando la guerra amenaza la supervivencia del grupo, la capacidad para movilizar gran número de guerreros es decisiva. Las sociedades organizadas en aldeas de talante militarista y machista suelen utilizar a las mujeres como prendas en el establecimiento de alianzas. Estas alianzas no eliminan forzosamente la guerra entre los grupos que intercambian cónyuges, pero la hacen menos frecuente, como cabe esperar de la presencia de hermanos y hermanas en las filas del enemigo.

Las alianzas basadas en intercambios exógamos también formaron parte fundamental de la estrategia política y militar de las élites gobernantes de los reinos e imperios de la antigüedad. El matrimonio regio entre hermano y hermana proclamaba que la pareja incestuosa era tan poderosa y encumbrada que no tenía que acatar los principios del intercambio matrimonial. Con todo, los faraones, los incas y los emperadores chinos siempre contraían otros matrimonios en los que desposaban a primas o a otras mujeres de linaje real sin parentesco alguno con objeto de sellar y reforzar alianzas contra posibles rivales al trono.

Con la aparición del dinero, de la compraventa y de otras formas de intercambio basadas en los precios de mercado, la importancia de la evitación del incesto como medio de establecer alianzas intergrupales ya no es tan capital como en épocas pretéritas. Actualmente, el dinero lo compra todo (bueno, casi todo), incluidos amigos y aliados. Cierto es que un matrimonio conveniente puede seguir siendo la clave del éxito social, pero para disfrutar de la paz, la seguridad y las cosas buenas de la vida, las familias de hoy en día necesitan buenos empleos o sustanciosos seguros de vida más que tabúes contra el incesto.

Debo subrayar que es posible que una de las consecuencias del incesto que continúa despertando fuertes reacciones emocionales tenga muy poco que ver con el incesto perse. Los incestos madre-hijo y padre-hija no sólo amenazan el mantenimiento de las relaciones exteriores, sino también los vínculos fundamentales de la organización familiar. Después de todo, estas dos formas de incesto son al propio tiempo dos formas de adulterio. El incesto madre-hijo constituye una particular amenaza para la institución matrimonial. En este caso, no sólo le hace la esposa un «doble juego» al marido, sino que el hijo se lo hace también al padre. Esto puede explicar por qué esta clase de incesto (encarnada en el antiguo mito griego de Edipo) es la menos común y la más temida y detestada. De aquí se deduce que el incesto padre-hija será algo más corriente ya que los maridos se benefician más amenudo que las esposas de un doble rasero en materia de conducta sexual y son menos asequibles a los castigos por adulterio. Por último, esta misma consideración sugiere una explicación de la incidencia relativamente elevada de las uniones sexuales entre hermano y hermana y aporta una razón adicional de su legitimación en las clases elitistas: que no vulneran las normas relativas al adulterio paterno-materno.

El gran tabú, en otras palabras, está muy sobreestimado. No es una sola cosa, sino un conjunto de preferencias y evitaciones en materia de sexualidad y emparejamiento sujetas a cambios selectivos en el transcurso de la evolución cultural. En esta era de liberación y experimentación sexuales, es probable que la unión entre hermano y hermana, a condición de que tomen las debidas precauciones anticonceptivas y se procuren un asesoramiento genético, esté a punto de convertirse en una «estrafalaria» preferencia sexual más, de escaso interés para la sociedad. En Suecia ya ha sido despenalizada. Otro cantar son los incestos entre padre e hija y madre e hijo, no sólo debido a su solapamiento con el adulterio, sino también a que las diferencias de edad implican una falta de consentimiento bien informado, cuando no un abuso y una violación flagrante del menor.

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