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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (43 page)

BOOK: Nuestra especie
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Desde luego las religiones eclesiásticas de las antiguas jefaturas y Estados no usaban equívocos acerca de los objetivos prácticos de sus relaciones con las deidades. Los hombres esperaban recibir del mundo de los espíritus bienes y servicios, y el cometido principal de los especialistas eclesiásticos, el objetivo consumado de todo su saber y de todo su estudio, consistía en la satisfacción de estas expectativas.

Los expertos eclesiásticos disponen de un repertorio limitado de opciones en su esfuerzo por obtener de los dioses las ventajas deseadas. En efecto, están obligados en gran medida a utilizar las estratagemas a que recurren los seres humanos cuando intentan obtener bienes y servicios de sus semejantes. Se puede intentar una táctica agresiva y amenazar a los dioses que no colaboren. También se puede entablar alguna forma de intercambio de bienes y servicios apreciados por los dioses a cambio de beneficiarse de otras ventajas. O bien se puede apelar a la piedad y generosidad del socio comercial superior y prometer equilibrar la balanza con ofrendas de amor y devoción. Por último, encaso extremo, está el sacrificio, que yo defino como una expresión de amor y gratitud respaldada por acciones dolorosas como la automutilación, el sacrificio de un ser querido o la destrucción de una propiedad que el suplicante tiene en gran aprecio.

Son pocas las religiones eclesiásticas que abordan a sus dioses con el espíritu beligerante y vengativo que adoptan los dobuanos respecto al Señor Espíritu. Cuando los dioses de las religiones eclesiásticas son maltratados, lo son a manos de gente descontenta del común. Es sabido que los aldeanos del México rural, por ejemplo, azotan las imágenes de los santos patrones por administrar mal las lluvias o no mantener alejada la enfermedad. Pero las autoridades eclesiásticas ven tales acciones con malos ojos. La razón por la cual las autoridades eclesiásticas se abstienen de adoptar medidas severas contra los dioses recalcitrantes es que éstas sólo podrían surtir efecto contradivinidades menores y relativamente débiles. ¿Cómo podrían dioses como el Señor Espíritu, que ceden ante amenazas y castigos insignificantes, proporcionar las grandes cosas que esperan de ellos las religiones eclesiásticas?

El intercambio siempre ha sido considerado como un enfoque más apropiado para aquellos que desean recabar la ayuda de los altos dioses de las religiones eclesiásticas. Pero el intercambio presupone que los hombres poseen algo que interesa a los dioses. ¿Qué puede ser eso? La respuesta común es que lo más preciado por los hombres es también lo más preciado por los dioses. Por esta razón, la comida y la bebida, sin las cuales el hombre no puede sobrevivir, encabezaban las listas de necesidades divinas prácticamente en todas las religiones eclesiásticas. De hecho, muchos de los primeros intercambios divinos parecen partir implícitamente del supuesto de que la razón principal por la cual los dioses se tomaron la molestia de crear la especie humana era que necesitaban a los hombres para que éstos los alimentaran. Según se relata en el mito babilónico de Gilgamesh, los dioses sufrían hambre junto con los hombres cuando un gran diluvio anegó la Tierra. En la versión bíblica del diluvio subsisten huellas de esta dependencia mutua. Cuando las aguas vuelven a su cauce, Noé ofrece al Señor un holocausto de cada uno de los animales puros y de cada ave pura, y el Señor, que aspira el «suave olor», promete no provocar ningún otro diluvio.

Dicho sin ambages, las primeras religiones eclesiásticas veían a los hombres y a los dioses como si estuvieran enredados en un ciclo alimentario. Sin la ayuda de los dioses, los seres humanos no se veían capaces de alimentarse, pero los hombres debían alimentar a los dioses para obtener esta ayuda. ¿No podría dar esto la impresión de que, al asumir la carga de alimentar a unos dioses eternamente hambrientos, el hombre terminaría atrapado en una creciente escasez alimentaria? No. Ese dilema tenía fácil solución. La comida expuesta para consumo de los dioses no desaparecía de inmediato: se descomponía, como todo alimento normal sin consumir. Estaba claro que los dioses, seres hechos de espíritu, sólo se alimentaban de la esencia espiritual de la comida que se les ofrecía. La sustancia material podía entonces redistribuirse bajo los auspicios de la autoridad eclesiástica y política y ser consumida como comida autorizada a los hombres por los dioses. ¿Son familiares esas palabras? Debería ser así, pues lo que estoy describiendo es el aspecto espiritual de los sistemas de intercambio redistributivo, cuya importancia en la evolución de las jerarquías políticas ya he tratado con anterioridad.

A medida que se jerarquizaban las relaciones entre las minorías gobernantes y las gentes del común, los intercambios redistributivos se fueron desequilibrando, y lo que había comenzado como ofrendas de los hombres a sus antepasados acabó en donaciones obligatorias —impuestos en especie— recaudadas por la Iglesia y el Estado. ¿Pero puede afirmarse que las gentes del común, cuyas donaciones sustentaban a las élites eclesiásticas, habían hecho mal negocio? No, a decir de los expertos eclesiásticos, pues los hombres hubieran muerto de hambre y la Tierra y todos los seres que la pueblan se habrían hundido en la desgracia si los sacerdotes no hubieran alimentado a tiempo a los dioses.

Ofrendas de carne

Si bien la mayoría de los dioses son omnívoros y gustan de los alimentos vegetales y de las bebidas (sobre todo alcohólicas), un vistazo sobre cualquier religión primitiva nos pone de manifiesto que la carne ocupa un lugar preeminente en el ciclo del intercambio alimentario que une a los hombres con el mundo de los espíritus; ello obedece también al principio de que los dioses y los seres humanos aprecian las mismas cosas. Puesto que la carne es el alimento más prestigioso y universalmente deseado por los seres humanos, es también el alimento más prestigioso y universalmente deseado por los dioses. Por consiguiente, con la evolución de las instituciones eclesiásticas el sacrificio de animales y el ritual religioso quedaron firmemente entrelazados. En gran parte de Europa, Asia, África y Oceanía, ser sacerdote significaba poseer conocimientos, aptitudes y autoridad para matar animales del modo más grato a los dioses. A los masais, los nuer, los dinkas y otros pueblos de África oriental les estaba vedado comer animales domésticos, sobre todo de especies vacunas, que no hubieran sido sacrificados por hombres expertos según el ritual prescrito. Además, el sacrificio y consumo de carne no se dejaban al antojo de cualquiera que tuviera deseos de comer carne, sino que estaban reservados a ocasiones especiales como nacimientos, bodas, funerales y ritos de transición a la edad adulta, ocasiones en que la carne podía ser redistribuida y compartida por los miembros de la comunidad. Algunos textos sacros que aluden a las creencias y prácticas del Irán y de la India antiguas indican que en la base de las más antiguas religiones eclesiásticas conocidas se practicaban rituales de redistribución extraordinariamente parecidos. El Yasna, texto sagrado persa, contiene el siguiente pasaje: «Dice la vaca al sacerdote que debería sacrificarla y no lo hace: "¡Sin hijos te quedes y mal reputado, tú que no me distribuyes una vez asada, mas sólo me engordas para tu mujer o tu hijo o para llenar tu propio estómago!"».

Como demuestra este pasaje, en el antiguo Irán no se podía consumir reses que no estuvieran sacrificadas de acuerdo con el ritual, y la redistribución de la carne formaba parte indisociable del sacrificio ritual. Las tumbas védicas de la India revelan las mismas restricciones. Los brahmanes, miembros de la casta sacerdotal, se encargaban del sacrificio ritual de los animales domésticos y de servir raciones con arreglo a una fórmula determinada. Sólo se comía carne de animales que los brahmanes habían sacrificado ritualmente, ofrecido a los dioses y antepasados y redistribuido a los huéspedes invitados. Bruce Lincoln, estudioso de la cultura indoiraní, afirma que el sacrificio ritual tenía lugar en presencia de las deidades convocadas para la ocasión, no sólo en calidad de espectadores sancionadores, sino como consumidores activos de carne espiritualizada. Mediante himnos y plegarias, los sacerdotes oficiantes anunciaban lo que esperaban a cambio. «En su abrumadora mayoría, estas peticiones son de carácter secular: salud, éxito y bienestar».

También la Europa celta prerromana tuvo su casta de especialistas eclesiásticos, los druidas. Julio César relata que los druidas tenían bajo su responsabilidad los asuntos sagrados, la interpretación de todas las cosas sacras y los «sacrificios públicos y privados». Otras fuentes aclaran que los rituales druidas se centraban en el sacrificio y la redistribución de animales domésticos, sobre todo vacunos y caballos, sin duda relacionados con la idea de alimentar a los dioses a cambio de favores materiales. Por último, como bien sabe todo lector del Antiguo Testamento, los levitas, descendientes de Aarón y nombrados sacerdotes hereditarios del antiguo Israel, estuvieron encargados del sacrificio ritual de animales domésticos para su ofrenda y redistribución. Como ocurre con los pueblos del África oriental de la actualidad, los israelitas «no podían comer carne de vacuno y ovino sino como acto religioso». El Levítico detalla minuciosamente cómo, dónde y por quién debe ser efectuado el sacrificio ritual, y prescribe a menudo el sexo, la edad, el color y la condición física del animal. El Levítico menciona al menos siete tipos de ofrendas: «holocausto», «paz», «pecado», «delito», «acción de gracias», «expiación» y «fraude o engaño».

Con excepción, quizá, del holocausto, el sacrificio ritual no convertía el cadáver en incomestible, aunque siempre se procedía a desangrar el animal y a derramar su sangre sobre el altar. Parece ser que los levitas se quedaban con parte significativa de las ofrendas animales para consumo propio. En Números 8, el Señor autoriza de forma explícita a los levitas a comer las ofrendas que le son hechas, a condición de que esto ocurra en un lugar santo. De acuerdo, también, con el Libro de los Números (7: 1-89), a lo largo de un período de doce años se sacrificaban ritualmente, en dedicación al primer tabernáculo, 36 bueyes, 144 carneros y corderos y 72 machos cabríos y corderos primales. A medida que el pueblo israelita avanzaba del nivel de jefaturas semipastoriles al de Estados sedentarios, aumentaba la importancia de las ofrendas animales. Con motivo de la dedicación del primer templo de Jerusalén, el rey Salomón sacrificó 22.000 bueyes y 120.000 corderos en calidad de ofrenda de «paz». Claro está que toda esta carne no se dejó echar a perder, y llamar sacrificio a estas festividades encubre su resultado eminentemente práctico, en consonancia con los antiguos festines redistributivos arraigados en todo el mundo. En realidad el banquete redistributivo de Salomón no fue sino un pálido reflejo de lo que un gran abastecedor verdaderamente poderoso podía hacer para sus leales seguidores. Cuando el rey asirio Asurnasirpal inauguró su palacio de Nimrod celebró una fiesta para 16.000 habitantes de la ciudad, 1.500 miembros de la realeza, 47.074 hombres y mujeres del resto del país y 5.000 emisarios extranjeros. Los más de 69.000 invitados estuvieron festejando durante diez días, durante los cuales comieron 14.000 corderos y bebieron 10.000 odres de vino. Pero la era de los grandes abastecedores estaba tocando a su fin.

Sacrificios humanos

Las primitivas religiones eclesiásticas recurrían a menudo al sacrificio humano para congraciarse con los dioses. No obstante, raramente consideraban la carne humana como un alimento que los dioses gustaran de comer, ni redistribuían los restos humanos como hacían con la carne animal en los banquetes ofrecidos por reyes generosos (con una importante excepción documentada de la queme ocuparé más adelante). Cuan do los especialistas eclesiásticos hacían uso de ofrendas humanas, éstas eran a menudo auténticos sacrificios, ofrendas destinadas a propiciar a los dioses mediante la autoimposición de privaciones exorbitantes, y no mediante la reciprocidad equilibrada y los ciclos alimentarios. El sacrificio de niños es un exponente del género. En el Antiguo Testamento Yavé pide a braham que, en prueba de obediencia, dé muerte a su único hijo, Isaac. Dios le perdona en el último instante e Isaac se salva. No ocurre así con el sacrificio infantil realizado en tiempos de los reyes apóstatas (Ajaz, en II Reyes 16:3; Manasés, en II Reyes 21:6, y Ajab, en I Reyes 16:34). También los reinos vecinos practicaban la inmolación de niños. Las excavaciones arqueológicas de Gezer, por ejemplo, indican que los cananeos bíblicos mataban a niños y colocaban sus cuerpos bajo los fundamentos de templos y palacios, y los primeros documentos asirios hablan de la quema de niños como ofrendas sacrificatorias.

Otros documentos sugieren que en algún momento el sacrificio infantil tampoco fue raro entre los propios israelitas. En Jeremías 7:31 se dice que: «Edificaron los altos de Tofet, que están en el valle de Ben-Hinom, para quemar allí sus hijos y sus hijas, cosa que ni yo les mandé ni pasó siquiera por mi pensamiento». El tofet era un santuario situado al sur de Jerusalén donde los padres entregaban a sus bebés y niños a los sacerdotes para que fueran quemados vivos en honor de Baal, como sabemos por II Reyes 17: 16-17: «Y […] sirvieron a Baal […]. Hicieron pasar por el fuego a sus hijos y a sus hijas». Los tofets se vuelven a mencionar en II Reyes 23:10 y Jeremías 32:35, donde aparecen en relación con el culto a Moloch.

El tofet de Jerusalén fue desmantelado por el rey Josías, que reinó en el siglo vil a. C., pero la construcción de tofets por otros pueblos mediterráneos y del Próximo Oriente prosiguió aún mucho tiempo después de que desistieran los antiguos hebreos. Los fenicios, que compartieron muchos rasgos culturales con sus antepasados cananeos, construyeron tofets en Sicilia, Cerdeña y Túnez. En Cartago, cerca del Túnez actual, construyeron el tofet más grandes de todos, donde enterraban los restos carbonizados en urnas especiales colocadas bajo estelas de piedra. Los cartagineses sacrificaron a sus hijos durante 600 años como mínimo, hasta que los romanos destruyeron la ciudad en el año 146 a. C. Los arqueólogos Lawrence Stager y Samuel Wolff estiman que sólo entre los años 400 y 200 a. C. se enterraron en el tofet de Cartago unas 20.000 urnas, convirtiéndolo así en el mayor cementerio de seres humanos sacrificados que se conoce. Esto no significa que los cartagineses hayan sido lossacrificadores de hombres más celosos; como veremos, otros les superaron, aunque no se molestaron en enterrar los restos en cementerios.

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