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Authors: Marvin Harris

Tags: #Ciencia

Nuestra especie (19 page)

BOOK: Nuestra especie
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Dado que no tenemos conocimiento directo de los ciclos reproductores y formas de apareamiento de los afarensis o hábilis, el problema se debe abordar buscando posibles antecedentes o «modelos» en el comportamiento de los chimpancés pigmeos. El carácter inflexiblemente economizador de la selección natural hace harto improbable que la falta de moderación de éstos no tenga otro sentido que el de echarle un poco de sal a la vida. Tiene que haber un premio reproductor que recompense su táctica despilfarradora para acertar en la diana ovulatoria. ¿No podría consistir dicho premio en una forma más intensa de cooperación entre machos y hembras? ¿Y no podría ésta, a su vez, fomentar una cooperación más intensa en el seno del grupo social, creando un entorno más seguro para la crianza de nuevos retoños y, por lo tanto, aumentando el éxito reproductor de los machos y hembras con mayor actividad sexual?

Ciertos contrastes entre las respectivas organizaciones sociales de los chimpancés comunes y los chimpancés pigmeos respaldan esta interpretación. Como señalé antes, en el chimpancé las tumescencias sexuales de las hembras se hallan asociadas al apareamiento promiscuo y a un mayor grado de tolerancia de los machos respecto de hembras y crías. En la especie común, estas pautas de apareamiento están, además, vinculadas a la existencia de coaliciones flexibles y cambiantes de machos adultos que reciben visitas de hembras sexualmente receptivas y sus crías. Según las observaciones, los chimpancés comunes pasan, aproximadamente, una tercera parte de sus existencias formando estos grupos de machos temporalmente acompañados de hembras y crías. Otro tercio de su existencia transcurre en núcleos más pequeños, compuestos sólo de adultos de ambos sexos. El resto del tiempo viven en grupos constituidos exclusivamente por hembras y crías o por machos. En cambio, los chimpancés pigmeos poseen una forma de organización social más integrada.

Tres cuartas partes de su existencia la pasan en grupos compuestos de adultos de ambos sexos, individuos jóvenes y crías, y rara vez se les observa en grupos formados exclusivamente por machos o por hembras y crías sin machos adultos. En resumidas cuentas, una serie de machos adultos acompañados de su progenie permanecen unidos durante la mayor parte del tiempo, desplazándose y comiendo juntos, acicalándose mutuamente, acoplándose entre sí y reposando los unos al lado de los otros.

Creo que es razonable deducir que esta intensa sexualidad de los chimpancés pigmeos fue objeto de selección porque reforzaba los vínculos solidarios entre los machos y las hembras y su progenie. Los chimpancés comunes, mediante sus apareamientos promiscuos y su sustitución de la agresividad por la competencia seminal, siguieron también una vía evolutiva análoga. Pero como su comportamiento sexual está regulado por la tumescencia y destumescencia de las partes genitales de la hembra, las madres (y las crías) quedan con frecuencia separadas de los padres y privadas de la ayuda que éstos podrían prestar tanto en funciones de protección como de alimentación. Las hembras del chimpancé pigmeo, con sus tumescencias sexuales prácticamente permanentes y su receptividad sexual continua, se encuentran en condiciones mucho mejores de recibir ayuda masculina para ellas y sus crías.

Nuestra predicción teórica se basa en otra característica destacable de la vida social del chimpancé pigmeo: que los machos suelen efectivamente compartir alimentos con hembras y crías. Esto se aplica tanto a los pequeños animales que capturan ocasionalmente como a ciertos frutos de gran tamaño que cambian repetidas veces de manos. Según Sueshi Karoda, del Laboratorio de Antropología Física de la Universidad de Kyoto, es más frecuente que se observe una clara tendencia a compartir la comida entre los machos dominantes pigmeos que entre los machos dominantes comunes. A menudo, las hembras se acercan a los machos dominantes para tomar o mendigar alimentos. También los individuos jóvenes toman o mendigan corrientemente alimentos de los machos dominantes. Los machos subordinados suelen ser menos generosos. Si cae en sus manos una fruta muy apreciada —por ejemplo, una piña—, intentan trepar hasta algún rincón aislado. Los machos dominantes se ven rodeados a menudo de mendigos y obligados a compartir la comida. Entre los chimpancés comunes, las hembras rara vez comparten los alimentos con nadie excepto las crías; en cambio, entre los chimpancés pigmeos es corriente que las hembras compartan los alimentos no sólo con las crías, sino también con miembros adultos del grupo. Si bien en ambas especies las hembras mendigan con el brazo extendido para conseguir alimentos muy apreciados, las segundas hacen algo rara vez observado en ninguna otra especie, exceptuados los humanos: antes de mendigar el alimento deseado o prescindiendo completamente del comportamiento de súplica, mantienen relaciones sexuales con el individuo que lo posee. Karoda presenta los siguientes ejemplos: «Una hembra joven se aproximó a un macho que comía caña de azúcar. Poco después copularon, tras lo cual la hembra tomó uno de los dos trozos que tenía el macho. En otro caso, una hembra joven se ofreció a un macho poseedor de alimentos que, al principio, no le prestó atención, pero luego copuló y compartió con ella su caña de azúcar». Las hembras no se limitan a intercambiar sexo por comida con los machos. Aproximadamente la mitad de todos los episodios en que dos hembras compartían alimentos iban precedidos de frotamientos genitogenitales iniciados por la hembra suplicante.

Toda esta nueva información sobre los chimpancés pigmeos tiene consecuencias revolucionarias para nuestra comprensión de las formas probables de la vida social entre los primeros homínidos. Pero antes de referir esta parte de la historia, permítaseme detenerme para admirar un peculiar rasgo anatómico que aparece en las hembras humanas y en ningún otro primate.

¿Por qué tienen las mujeres los pechos permanentemente hinchados?

En las hembras de las especies primates subhumanas, incluidos los grandes simios, los pechos aumentan de tamaño únicamente durante la lactancia. En las hembras humanas el pecho se desarrolla en la pubertad, adoptando a menudo formas pendulares, y permanece así con independencia de que se produzca o no lactancia. El tamaño determina fundamentalmente la presencia de tejidos grasos que no tienen nada que ver con las glándulas que segregan la leche y que no guardan relación alguna con la cantidad de leche que una mujer puede producir durante la lactancia.

Como se ha señalado antes, en el chimpancé pigmeo las tumescencias sexuales del perineo se deshinchan sólo parcialmente tras la ovulación y la menstruación. Estas tumescencias han perdido la función de atraer y excitar a los machos exclusivamente cuando la hembra está a punto de ovular, como sucede entre los chimpancés comunes. Al contrario, en consonancia con el estado semipermanente de disposición sexual de las hembras, sirven como estímulo constante del interés sexual de los machos.

La aparición de tumescencias perineales semipermanentes en el chimpancé pigmeo puede arrojar luz sobre el enigma de que las humanas sean las únicas hembras primates cuyos pechos se encuentran permanentemente desarrollados. Las señales perineales son más fáciles de detectar para las especies que caminan y corren a cuatro patas que para las que lo hacen erguidas y adoptan una postura vertical al alimentarse. Ya he citado a los babuinos geladas como una especie de costumbres alimentarias verticales cuyas tumescencias sexuales aparecen en el pecho, además de la grupa. En los humanos, los senos pendulares parecen, por lo tanto, combinar la permanencia de las tumescencias perineales del chimpancé pigmeo con la visibilidad del «collar» de las hembras geladas. La teoría de que los pechos hinchados representan una traslación de las señales sexuales desde la parte trasera a la parte delantera del cuerpo la propuso por primera vez Desmond Morris en su obra El mono desnudo. El vello púbico y la posición de los genitales externos masculinos y femeninos, señaló Morris, se adaptan a la utilización de la parte delantera del torso en posición vertical para los displays sexuales.

Morris tuvo, asimismo, la idea de que los pechos de las hembras homínidas imitaban en realidad las tumescencias sexuales de algún ancestro de los simios y que cobraron eficacia como señales sexuales porque se basaban en propensiones visuales de estos simios ancestrales. Como toque final, Morris afirmó que los senos y los labios de la mujer formaban una unidad en la cual la abertura de bordes encarnados de la boca vino a representar la abertura de bordes encarnados de una vagina de simia.

Pero no hay que llevar las cosas hasta extremos tan fantasiosos para comprender por qué las señales pectorales se seleccionaron para sustituir a las perineales en los humanos. La razón de que el busto rebosante adquiriera la facultad de excitar a los machos humanos se debe a que existe una relación entre éste y el éxito reproductor. Los machos atraídos por los pechos grandes tenían más descendientes que los que no se sentían atraídos por ellos. Y las hembras que los poseían tenían proles más numerosas que las otras. Estas consecuencias beneficiosas desde el punto de vista de la reproducción obedecen al hecho de que los senos femeninos están formados fundamentalmente por grasa almacenada. Las mujeres utilizan unas 250 calorías adicionales durante el embarazo y unas 750 calorías adicionales durante la lactancia. Las mujeres de grandes pechos suelen tener amplias reservas de grasa no sólo en el busto, sino también en el resto del cuerpo, grasa que puede transformarse en calorías si el consumo dietético no logra satisfacer las necesidades extraordinarias del embarazo y la lactancia. Las reservas de grasa habrían sido especialmente beneficiosas con el traslado a hábitats de sabana, donde nuestros primeros antepasados homínidos tuvieron que enfrentarse a una oferta alimentaria menos segura y más variable que la de los simios que habitan en los bosques. Los grandes pechos habrían indicado a los posibles pretendientes que las hembras gozaban de buena salud y estaban fisiológicamente bien dotadas para soportar las cargas adicionales que imponen el embarazo y la lactancia. De esta manera, la selección natural habría favorecido a las hembras de pechos permanentemente desarrollados y pendulares, al mismo tiempo que a los machos que encontraran tales características sexualmente atractivas.

Se ha criticado esta teoría aduciendo que los grandes pechos deberían haber extinguido el interés sexual de los machos, en lugar de excitarlo, ya que entre los simios, como he señalado, las mamas de las hembras se desarrollan sólo durante la lactancia y ésta, a su vez, suprime el ciclo ovulatorio, volviendo a las hembras temporalmente estériles. Los grandes pechos hubieran servido como señal de que la hembra no se hallaba en condiciones de quedar embarazada y, por lo tanto, habrían repelido a los pretendientes masculinos, en lugar de atraerlos. Esta objeción, sin embargo, no se sostendría en el caso de un protohomínido cuyos hábitos apareatorios se asemejasen a los del chimpancé pigmeo. En consonancia con el estilo de vida normalmente hipersexual del chimpancé pigmeo, las hembras preñadas y las madres con crías lactantes siguen copulando. Si la recompensa reproductora de la receptividad sexual permanente estuviera efectivamente mediatizada por los efectos fortalecedores de los vínculos sociales, ¿no cabría esperar una extensión gradual de la actividad sexual a fases cada vez más avanzadas del embarazo y cada vez más tempranas de la lactancia?

Quizá sea precisa en este punto una advertencia cautelar en lo que atañe al atractivo erótico del busto rebosante. Desde una perspectiva europea y africana, el varón norteamericano padece aparentemente una obsesión patológica con este aspecto de la anatomía femenina. Refiriéndose a los isleños ulithis de la Micronesia, William Lessa observa que los senos femeninos desnudos no son excitantes al decir de los varones y que éstos se extrañan de que los extranjeros armen tanto alboroto a cuenta de ellos. Evidentemente, la fuerza de atracción del pecho femenino tiene un fuerte componente cultural. Escarificaciones, pinturas corporales y sujetadores pueden intensificar la excitación que su contemplación produce en los varones, multiplicando su atractivo natural. Lo mismo cabe afirmar de la práctica de llevar ropas con objeto de ocultar su visión s todos los varones menos al marido o amante de la mujer de que se trate. Sustraer a la vista pública cualquier parte de la anatomía femenina puede dar lugar s que ésta se convierta en fetiche erótico. A los varones chinos, por ejemplo, les excitaba la contemplación de los pies descalzos de las mujeres aristocráticas, que normalmente llevaban fuertemente vendados y ocultos a la vista. Las modas pueden decretar, asimismo, que el pecho femenino no llame la atención. Durante el decenio de 1920, por ejemplo, el estilo garcon, de pecho plano, dominó la moda en los atuendos femeninos. Y por lo que parece, los varones desplegaron tanto ardor en el cortejo de estas mujeres con pinta de chicos como sus descendientes en el de las pechugonas usuarias de sujetadores rellenos del decenio de 1950. Por lo tanto, considero probable que el potencial innato como señal sexual de los pechos grandes sea hoy menor que en la primera fase de la evolución de los homínidos antes del despegue cultural. Pero permítaseme retroceder s la relación entre la sexualidad y la evolución de la vida social humana.

Dar y tomar

Dar y tomar, es decir, intercambiar, es el cemento que mantiene unidas a las sociedades humanas. La forma primigenia del intercambio es el dar y tomar servicios encarnado en el coito: sexo por sexo. Además, los primates se turnan para desparasitarse o limpiarse cuidadosamente la piel o el pelaje unos a otros, nuevo ejemplo de intercambio de ser vicio por servicio. Pero fuera de la transferencia de leche materna s la cría o de la eyaculación en la vagina, el intercambio de servicios por bienes ocurre muy rara vez. Los chimpancés pigmeos constituyen la gran excepción pues, como subrayé hace un momento, las hembras de esta especie intercambian sexo por comida. Y esto tiene implicaciones trascendentales, ya que sugiere cómo pudieron alcanzar los afarensis y hábilis los niveles sin precedentes de cooperación social que los facultaron para la vida grupal en la peli cross sabana. Con la regularización progresiva de los intercambios de sexo por comida, las hembras habrían podido obtener una parte importante de su suministro de alimentos gracias a sus consortes masculinos. Además, al competir por la atención de los machos más productivos y generosos, las hembras descubrirían inevitablemente el célebre sistema de conquistar al macho por el estómago y le darían de comer bocados selectos de su propia cosecha: quizá hormigas y termitas, o algún tubérculo de gran tamaño (lamentablemente no puedo afirmar que se tratase de una manzana).

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