No acaba la noche (3 page)

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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: No acaba la noche
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Me gustan esas gentes del mundo del espectáculo con vidas disparatadas, que se operan constantemente en lucha contra el tiempo, como si eso fuera posible. Me fascinan los poetas suicidas, los artistas dolientes, los fracasados sociales refugiados en paraísos químicos, las criaturas de la noche, los genios excéntricos… Todos ellos suponen que están creando
obras
, que producen algo, pero su verdadero papel, su aportación, son sus propias vidas. Están ahí para que el resto pueda llevar vida normal y observarlos desde los medios de comunicación, no interesado por sus obras, sino fascinado por cómo ese señor adulto ya entrado en años es capaz de dedicar las horas de sus días a pintar, como si estuviera en el colegio, o a representar obras, a disfrazarse de otro, cosas poco serias. Cuando el escritor dijo que quería ser poema y no poeta, tenía toda la razón. De hecho, era poema, del mismo modo que el pintor es un cuadro y el actor toda una obra. Son ellos la representación, da igual qué fruto le dejen al mundo, a un mundo como éste, al que sus frutos, dicho sea de paso, le duran lo que tarda en llegar la noche.

Pienso que quizá yo sea un fracasado, como esos críticos literarios que pasan toda la vida diciendo que están escribiendo un libro y, mientras tanto, se dedican a vivir de los que escriben los demás. Sólo que la amargura de la incapacidad yo la mitigo inmiscuyéndome entre ellos, compartiendo sus vidas, jugando a formar parte de una anormalidad que, desde luego, no padezco.

Jueves, 29 de abril. 7.35 horas

A las siete y media de la mañana, la sinuosa carreterucha que baja hasta Barcelona por la sierra de Collserola parece una broma, un pedazo de camino entre dos aldeas gallegas trasplantado. Amalia de Pablos reduce a tercera y decide que ésa es la mejor marcha para seguir ruta. Conduce su A6 color guinda aferrada al volante, las manos como garras mojadas contra el cuero de la rueda, intentando controlar el molesto parpadeo nervioso y los tics que la obligan cada tres segundos a arrugar la nariz y a boquear como un pez en un cubo. Al salir de la curva donde una señal indica que a diez kilómetros se encontrará con las primeras casas de Horta y, por fin, la ronda de Dalt, decide detenerse, no sabe si para hacerse una raya o una paja. Sea para lo que sea, no tiene más remedio que salir de la carretera, y elige un caminillo de tierra pedregosa que debe de formar parte de alguna ruta forestal para urbanitas de espíritu excursionista. Sabe de la existencia del sendero por Enrique, su amante. Un par de veces he tenido que acompañarlo hasta la entrada misma para que él cierre algún negocio turbio más allá, coca seguramente, en algún punto al que ella nunca ha querido llegar.

En cuanto para el motor, se da cuenta de que ha amanecido. La luz todavía sucia de la noche que le llega por la derecha la pone de mal humor. Pronto se le echará encima y no le gusta que el día la sorprenda en el exterior, en ningún exterior, mucho menos al volante de su coche. ¿Cómo se ha hecho tan tarde? ¿Se ha parado ya antes y no lo recuerda? Ha salido de Sant Cugat con tiempo de sobras para llegar al Paradís antes de que amanezca, como quien dice, acaba de salir de aquel puto pueblo de urbanizaciones cursis y arbolitos jardineros. Está segura de haberse despedido de la tediosa fiesta de los Pàmies pasadas las cinco, pero el reloj del Audi marca sin concesiones las 7.35, y es a todas luces imposible haber empleado dos horas en los quince o veinte kilómetros que lleva recorridos, pese a los tics y las curvas. En fin, la realidad tiene en ocasiones sus agujeros negros, el tiempo se para o se precipita cuando te dan las tantas con la cabeza acelerada, y no es momento de preocuparse por esas cosas. Mejor salir a hacer un pis, poner música y tirar lo más discretamente posible a refugiarse en el vientre negro del Paradís. No pasa nada —se dice—, no mires a los currantes al coger la ronda, no pienses en que toda esa gente ya se ha levantado y va a trabajar, porque seguro que muchos de ellos, como tú, aún están rematando la noche del miércoles. Lo que pasa es que no habrán tenido la mala pata de aguantar durante horas a una panda de pesados padres de familia recientes ejerciendo de los juerguistas que fueron una vez. Qué coñazo de noche, todos ya criando, preocupados por sus vástagos tiernecitos, conectados con ellos a través de los móviles de un batallón de canguros ecuatorianas, y aun con todo desconfiados. ¿Qué tiene en común con ellos, qué los une a esas alturas? Sólo la nostalgia de haberse considerado amigos cuando todavía eran capaces de tener amigos, el recuerdo, una añoranza por ese tipo de cariño hacia los no familiares que empieza a desaparecer al llegar a la cuarentena. La mayor diferencia entre ella y los demás estriba en que el resto de la panda, excepto el muy marica de Juan José, ya lleva cómodas vidas de pareja con retoños. Las tensiones pequeñas, domésticas, que dejan escapar denotan complicidad y una compacta seguridad en sus idílicas uniones. Invariablemente, y quizá de un modo no del todo inocente, cada vez que los ve la obligan a recordar a Felipe. Algún comentario suelto como por casualidad, el recuerdo de una velada del pasado cuando aún él estaba presente. Todo muy inocente, los muy putas. Su matrimonio con Felipe, al contrario del resto, estéril en todos los sentidos, no conoció un minuto de placidez. ¿Pero acaso ella lo habría permitido? Vergüenza ajena es lo que siente de verlos jugar a hacer travesuras con un par de pastillas y tres papelas, mientras aseguran escandalizarse por la vida que suponen que había llevado ella, que está llevando. Que os den a todos por culo, farsantes, os quedan dos Navidades para desempolvar el papel heredado de vuestros progenitores y empezar a decirles a los niños «no te toques, cariño, que eso no se hace; mira que los Reyes Magos, que todo lo ven, están al caer». Mientras, en algún paréntesis como el de la noche recién cumplida, se dedican a niñear intercambios inconclusos de parejas, insinuaciones picantes y un principio de orgía blanca fruto de una raya de más.

Sale del coche y tira por entre la maleza hacia un pequeño terraplén donde esconderse de la gente para aliviar la vejiga. La carretera que ha tomado huyendo de calzadas con presencia de orden público es una ruta en vías de extinción, un vestigio de las épocas en que los barceloneses domingueaban e incluso todavía veraneaban por los alrededores de La Floresta y Las Planas. El triunfo de la segunda residencia sobre los domingueros, la victoria del centro comercial, la construcción de los túneles de Vallvidrera y varias autovías, todo contribuye a mantenerla desierta. Amalia de Pablos presenta a esas horas una imagen que desconcertaría al posible observador. Una mujer larga y delgada, con una melena negra y lacia que le llega a media espalda, vestida con Levi's negros, chaqueta de ante color avellana de evidente buena factura y unas camperas de tacón ancho, agachada en la maleza entre las brumas del amanecer allí donde el bosque aún no es bosque pero todavía no hay ni rastro de la mole urbana que está a tiro de piedra.

En eso piensa, y en que tanga y vaqueros son prendas incompatibles, cuando un sonido animal, diferente del de los trinos que ya picotean el aire, la obliga a incorporarse de golpe, con los pantalones en las rodillas y las últimas gotas cayendo. Teme que se trate de un jabalí, de los que hay a montones por estos parajes esperando a que caiga la noche para llegarse hasta los barrios norteños de la ciudad a hozar entre los contenedores de basura en busca de tesoros. Se le acelera el corazón, más allá de la taquicardia habitual en su estado, pero no sale corriendo, sino que intenta dirigir la mirada casi sin mover la cabeza hacia el lugar desde donde le llega el sonido. No es miedo, es emoción. De repente, aquello que sucede en algún lugar cercano la ha sacado de sus pensamientos, que ya empiezan a bajar en espiral, y es tal el alivio que se centra en el ruido con todos sus sentidos. Aguza el oído y vuelve a recibir aquel sonido, esta vez claramente. Es un gemido y le parece humano, pero también puede ser un gato. Piensa deprisa mientras se sube y abotona el pantalón, haciendo movimientos lo más silenciosos posible. Quiere ver qué es aquello, quién o qué gimotea o solloza por los alrededores, pero ni el bosque es su medio natural ni la hora y su estado los más indicados, así que hace todo el ruido que se le supone a un urbanita colocado entre matojos.

En medio de la maleza, un pequeño claro, no más de tres por tres, y allí un colchón destripado del que es evidente que provenían los sonidos producidos por las mismas personas que ahora oye en forma de pasos apresurados, como un resuello lejano. Amalia de Pablos se para al borde del colchón y, con ella, su corazón también parece detenerse. Quienquiera que estuviera follando o lo que fuera en aquel despojo de tela costrosa y muelles viejos se ha marchado y ella ya no tiene ganas de ver nada más. Ha amanecido, la luz pálida del primer sol dibuja en el lugar un cuadro violento y sucio del que tiene que huir, restos húmedos de líquidos corporales indefinidos y de sangre sobre otros restos pasados ya secos. Aun así, las piernas tardan en responderle más de lo deseable y tiene tiempo de añadir a la miseria circundante un vómito líquido y alcohólico que pone fin a su noche y destierra cualquier idea anterior. Sólo quiere llegar a casa, borrar la noche, desaparecer. De repente ella ha pasado a formar parte de una escena que sin saber por qué le resulta insoportable. Estar ahí, eso es lo insoportable. ¿Con qué fin? ¿Qué coño pinta parada en mitad de Collserola, acelerada y sola? La realidad le pone delante de las narices su propia imagen parando a masturbarse camino de mayor oscuridad, y entonces piensa en Enrique, que es realmente el lugar adonde se dirige. La cama de Enrique, otro sucio colchón en otro agujero de la maleza, allá arriba en lo alto del Paradís, mientras abajo algunos alegres derribados deben de estar a esa hora, con toda seguridad, reclamándole como ella iba a hacer, de forma distinta pero con la misma finalidad de olvido.

Se gira ya para andar hacia el coche cuando se da cuenta de que no está sola. Una figura entrevista por el rabillo del ojo durante una milésima de segundo, casi imaginada, un hombre, de pie en el extremo opuesto del claro, escondido tras varios arbolillos. Echa a correr con todo su cuerpo y toda su cabeza y toda su alma. Corre entre el miedo y la náusea con el corazón desbocado, y sólo cuando entra en el coche y retoma la carreterucha puede empezar a llorar a gusto. Grita. No para de llorar y de gritar hasta que deja el coche en el garaje de casa y alcanza temblando la cama.

Capítulo II

La historia en la carretera de la Arrabassada parecía una bonita fantasía, el delirio de una mente histérica, pero resulta que era real. Al menos Laura, la preciosa secretaria de Amalia de Pablos, Laurita para los amigos, aseguraba que era la narración que su mayor le había contado entre jadeos apenas una hora después de vivirla, justo antes de meterse en la cama.

La verdad es que Laura no era exactamente una secretaria, en el sentido administrativo del término, ni en el sexual, como pensé en un principio, dejándome llevar por las malas lenguas. Laurita era la compinche menor de la potente Amalia. A su sombra se había hecho con un oficio y unas buenas credenciales de futuro —no es lo de menos en esta ciudad plantarle a alguien en la cara cinco años de trabajo con la De Pablos—, pero la chica sobre todo había conseguido una tutora de gestos y de vida. A la vista de sus modos, desde luego no había perdido el tiempo. Enmarcaba sus palabras con hielo, su expresión, su mirada, congelaba los alrededores. Su carita perfecta de veinteañera de principios de siglo con la treintena recién estrenada reinaba sobre el cuello de garza como se gobiernan los poderosos, con poco esfuerzo. Conocía sus armas, el futuro era suyo y de su gente, pero sobre todo suyo, porque hay pocos elegidos para gozar de tanta belleza física. Confieso que agradecí al instante que la chica no fuera real; habría caído en sus redes como un atún.

¿Por qué empecé mi particular recorrido por el mapa de las muertas en aquella oficina? Probablemente porque, como jefa de prensa y de casi todo de Amalia, la supuse acostumbrada a indagaciones; o porque era joven y preví que despistada, inocente, desolada por lo ocurrido, indefensa, yo qué sé. Porque suelo equivocarme y no iba a ser ésa la excepción.

Laurita no estaba, como cabía esperar, arrasada por la pena, ni rastro de ojeras ni mala cara. Laurita no estaba arrasada por la pena porque en sus cálculos o en sus temores anidaba desde hacía tiempo la posibilidad de que Amalia de Pablos desapareciera. Ella se había imaginado algo más parecido a una evaporación, en fin, una salida de naja de su mayor que le prestara a la historia un tinte mítico y legendario, algo así como un viaje sin retorno a una playa lejana donde vivir su particular noche de la iguana. Se refería a la muerte de la De Pablos con decepción y un punto de rabia. Y eso que habían pasado cuatro días desde el asesinato. Pensé que habría que oírla transcurridos cuatro meses.

—Creo que es del todo injusto —decía como si alguna muerte violenta fuera justa, o incluso como si pudiera ser injusta—. Es injusto conmigo, no con ella, quiero decir, conmigo y con todos los que le dedicamos tantas horas y tantas atenciones. No debería haberse dejado morir en esas circunstancias, como una vulgar participante en un ajuste de cuentas.

—Bueno, tampoco es que tuviera ella la culpa… —No me prestaba atención.

—Ya sabía que Amalia frecuentaba ese local infecto, incluso fui un par de veces con ella, hace ya mucho tiempo, y conocí a ese Enrique que le daba algo que no podré entender, un muerto de hambre, un camello de medio pelo y un hijo de puta peligroso. Porque de Amalia puedo entender cualquier cosa, incluso sus salidas de guión más extravagantes o autodestructivas, pero no que se la chupara a ese gilipollas en un antro a cambio, ¿de qué? ¿Qué recibía ella, qué sacaba de todo eso? Yo prácticamente vivía con Amalia, así que conmigo no había engaños. Sólo teníamos una especie de pacto no dicho, según el cual ella me daba su versión de los hechos y yo la creía, pese a saber que no era cierta. Amalia no podía soportar la verdad, su papel de triunfadora la hastiaba tanto como el de toxicómana amnésica. La diferencia es que del primero sí hablábamos, echaba pestes, y el segundo no creo que se lo confesara ni en sus momentos más íntimos… Sencillamente, las cosas desaparecían de su cerebro en el momento exacto en el que caía muerta sobre su propia cama. Amalia bebía hasta quedar inconsciente, y con ese gesto daba por olvidado lo que había vivido en las horas anteriores. No quiero decir que decidiera darlo por perdonado, sino que realmente lo olvidaba.

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