Dejé tranquila a la mayor de las muertas y me senté a una mesa del Gótico intentando no pensar tampoco en su secretaria. Vaya perrita, no hacía ni cinco días que se le había muerto la amiga y ya tenía una versión cerrada y coherente que vender al interesado, fría ella, helada. Con
La Vanguardia
delante, me encontré buscando la crónica de Álex Ayerdi, el único de los presentes el día de autos al que yo había tratado de tú a tú, aparte de Enrique, claro. Coger el diario, acudir a los preferidos, confirmar opiniones. Si el hijoputa de Ayerdi hubiera contestado a mis llamadas, no habría tenido que empezar el periplo por aquella Laurita que tan mala espina me había clavado en las expectativas, pero el tipo llevaba varios días fuera de control. En la redacción, nadie sabía dar noticia, y todo indicaba, después de llamar a algunos amigos comunes, que los teníamos, que había decidido pasarse una temporada en el otro lado, jugando a las madrugadas y acostándose a la hora de comer, si se acostaba. Así que me quedaba la posibilidad de darme un garbeo por los tres o cuatro antros que recogen los días laborables a los que no se deciden a ir de vuelta. Aun así, nada perdía volviéndolo a probar; saqué el móvil y marqué su número. La señal acabó mandándome a la mierda. Al menos, tenía el teléfono encendido, y yo sentí un cierto alivio tras no recibir respuesta. No es Ayerdi un hombre con el que andar concertando citas, ni creía yo que fuera a encajar bien mis pesquisas. Su sola mención me hacía sentirme un completo pipiolo. Hay pocos maestros que admita haber tenido, y él era uno, creo que el de mayor talento.
Seguía con la De Pablos en la cabeza. Amalia y Ayerdi se conocían seguro, tenían que conocerse. Si no habían coincidido nunca, cosa que dudaba, los dos sabían al menos de la existencia del otro. Existe poca gente en Barcelona, entre los lectores de periódicos, que no haya leído una crónica de Ayerdi. Se trata de uno de esos periodistas cuya eficacia radica en lo poco que les importa su profesión. Un anormal en toda regla. No abundan. Ayerdi, además, es uno de los poquísimos
enfants terribles
de la prensa en estos tiempos en que la prensa carece de tales especímenes. Si sumamos que su dedicación en el diario era eso que se llama cronista de sociedad, alguna relación había tenido con Amalia de Pablos.
Pasaban de las doce y media. Podía pedirme otra caña o salir a probar suerte por la zona de la plaza Orwell, al final de las Ramblas, entrando por Escudellers, el centro de reunión de los últimos de Filipinas y los primeros de la tarde. Si era verdad que Ayerdi dormía de día, lo más probable es que esperara a la hora de comer para meterse en la cama, es la costumbre. Por lo que me había dicho Ortega, además de a Amalia, conocía, y bastante bien, a Estrella Sánchez, la segunda muerta del Paradís. Y para terminar, era el único testigo. Me di cuenta de que necesitaba echar mano de todos los argumentos a mi alcance para convencerme de una visita a las ruinas de uno de mis mitos profesionales. Era un calambre pequeño, la duda, algo que traía consigo la muerte triple, el primer tufo a decadencia. Joder —me dije—, déjate de gilipolleces y sal a ver si tienes suerte. Había contado con Ayerdi como primer contacto con los acontecimientos del Paradís, con el suceso más allá de interpretaciones de ideales secretarias, y lo mejor que podía hacer era sacudirme los complejos de encima.
En el Cubano de la plaza Orwell se suelen mezclar, a la hora en que el resto de los mortales comen, jóvenes desayunando café con leche entre aromas de cerveza rancia, la división más destartalada del sector vecino echándose al cuerpo el primero y quizá el último bocata del día y algún que otro reenganchado de la noche anterior que intenta que la cerveza o un bocado rápido le bajen la euforia, la depresión, la ansiedad o lo que quiera que lo mantiene en pie hasta el borde de la tarde. Ayerdi era uno de estos últimos. Allí estaba, como había temido, más que deseado. Consumía una jarra sentado solo ante una de las mesas del fondo del local con los ojos vidriosos y aspecto de no tener fuerzas para llegar a casa. Algunas veces, cuando la noche se te acaba y el mediodía te pilla fuera de combate, el fondo de lugares como el Cubano resulta un refugio mucho más placentero y tranquilo que el propio hogar. Me senté a su mesa sin pedir permiso y pedí yo también una cerveza. Levantó la cabeza, me miró sin gesto y volvió a bajarla para dejar bien claro que su interés hacia mí era tan insignificante que mi presencia ni siquiera lo molestaba. Escuchó las preguntas que había ido a hacerle, exactamente si conocía a Amalia de Pablos y qué pasó la noche de marras, sin inmutarse, y al final abrió la boca con cara de pocos amigos.
—Hay muchas fulanas de tal sueltas por esta ciudad, y casi todas acaban en un
after
u otro. Comprenderás que entre la noche y el ruido de los carros estoy hasta los cojones de este tema. —Esto fue lo que me dijo, y no me pareció recomendable insistirle en lo referente a la De Pablos. Pero no me di por vencido.
—¿Cómo ocurrió todo? ¿El tipo entró y las mató o se detuvo a hablar con alguien?
—Si te parece, pidió un teléfono y llamó a la policía para dar la noticia. —El esfuerzo de comunicación había sido excesivo, y tuvo que agarrarse la cabeza con ambas manos.
Ayerdi no iba a ser un hueso fácil de roer. Demasiada cultura e inteligencia para ser periodista; peor aún, para trabajar en un diario. Los informes que había recabado aquí y allá, entre sus colegas y los míos, ofrecían la credibilidad que garantizan las pequeñas comunidades profesionales, poca, pero me prestaban al menos un retrato aproximado de aquel único testigo con el que yo podía contar. Por lo que se sabía, había negociado un par de veces la entrega de un libro en una editorial solvente, pero nunca había cumplido los plazos. Fuera de la profesión, lo único suyo que se puede encontrar es la participación en un libro colectivo de relatos de viajes en el que narra su aventura por un lejano paraje ruso en busca de unas hierbas alucinógenas que no logró encontrar. Un texto bueno pero insuficiente. Después dejó colgada a la editorial tras recibir un adelanto, con lo que pasó a engrosar las filas de los cientos de escritores sin libro que viven de dedicar restos de talento y poco esfuerzo a una prensa que ni se lo exige ni los merece. Tenía una novia intermitente a la que periódicamente pedía disculpas y sin la que, aseguraban, hacía una década que no podía vivir. Imagino que había terminado ejerciendo de hijo díscolo de ella, algo que jamás iba a admitir, porque para ello antes tendría que confesar que era su novia. Uf.
Recordé todo esto mientras lo veía levantarse, ir hacia la barra, pedir una cerveza más y volver a sentarse, esta vez a otra mesa. Me había equivocado. La reciente entrevista con Laurita me había llenado la cabeza de Amalia, y en realidad, por quien debería haberle preguntado era por Estrella Sánchez. Al fin y al cabo, Ayerdi fue la última persona con la que ella habló antes de que le descerrajaran un tiro certero. Ya era tarde. Pude ver cómo se frotaba el pelo con las manos antes de apurar el vaso en un largo trago y salir a la larde incipiente.
Me levanté y salí detrás de él por inercia y porque no tenía nada mejor que hacer, pero fue un corto paseo. Cincuenta metros más allá, entró en un bar cochambroso de barrio con la barra grasienta y sólo cuatro clientes, todos árabes, repartidos en las tres mesas de plástico marrón.
29 de abril. 11.45 horas
«Por fin ha salido el sol, amigos, y eso hoy es especialmente importante, amiguitos, porque el día es de los grandes, mítico, diría yo, de los que hacen historia. Están ya en la ciudad, no diré en qué hotel, je, je, no os hagáis ilusiones, Bono, el mítico líder de U2, Nelson Mandela, ya sabéis todos quién es Mandela, el mítico luchador africano que, si no me equivoco, pasó por la cárcel de su país antes de llegar a ser presidente, y ahora es todo un símbolo de los derechos humanos, varios ministros y… ¡la gran Linda Gangstey! Sí, amiguitos, nada menos que la mítica Linda Gangstey en la Ciudad Condal. Sus larguísimas piernas patearán hoy el Palau Sant Jordi, sus medidas perfectas irán a Montjuïc para apoyar la gran cena internacional por los derechos humanos que este año tiene el honor de acoger la ciudad de Barcelona. Para sus fans tengo que decir que, aunque no viene con ella su noviazo Charles Amis, ha llegado acompañada de al menos tres guardaespaldas y que acercarse a ella es tarea totalmente imposible. Ha salido el sol y por fin el alcalde Clos puede respirar tranquilo, la ciudad cumple, nosotros cumplimos y el cielo también. Os dejo con Sting…»
Sara se decide por fin a abrir los ojos. La luz que entra por la ventana y le llega a través de la piel de los párpados le indica que la mañana ya está a punto de convertirse en mediodía y la radio despertador lleva más de una hora sonando. Es su momento. Dada la orientación de la ventana, en primavera el sol no entra en la habitación hasta alrededor de las once; entonces, los primeros rayos cruzan el umbral dirigidos directamente al cabecero de la cama. Cuando siente el calorcillo del primer rayo matinal, Sara decide que ya puede abrir los ojos. Hace tiempo que ha determinado que, si el día está nublado, no merece la pena madrugar tanto. El calor y la intensidad de la luz que entran este jueves hasta su cabecero no son los propios de ese primer rayo que la pone en funcionamiento todas las mañanas, sino que delatan un sol ya centrado en el vano de la ventana. Deben de ser cerca de las doce. Abre los ojos.
Frente a ella, un gigantesco poster reproduce la portada que la revista
Elle
le dedicó hace un par de años. Sin incorporarse, solamente estirando las piernas en un primer arranque de vida móvil, se saluda como todas las mañanas: «Hola, guapa, hoy va a ser un día largo, casi no voy a tener tiempo de pasar por el gimnasio; a las dos tengo peluquería, necesito un toque de tinte, no he planchado el vestido de esta noche; tengo que quedar con Ulrike porque no pienso presentarme sola; la vida está bien, y lo de la agencia americana no es ninguna catástrofe, que les den por culo a los americanos; tengo que llamar a un taxista; Curra me dijo que la noche iba a ser buena; me voy a ir una semana a Chiclana, pero no se lo diré a Toni, no se lo diré a nadie, que no me encuentren y se preocupen, y luego yo aparezco misteriosa y morena, y que tengan que echarme de menos; definitivamente, no voy a ponerme sujetador con el vestido rojo, y que Curra diga lo que quiera, a ver si va a ser ella también la que me diga qué ropa interior tengo que ponerme; joder, me tenía que haber avisado de que iba a estar la Gangstey por aquí, a ver qué más sorpresas nos esperan; me imagino que Ulrike tampoco sabe lo de la Gangstey, como se lo dijeran a ella y a mí no, la lío; mejor no voy a llamar al taxista. O sí, lo llamo y luego ya veremos qué hago.»
Sara Pop despega la mirada de su propia imagen y gira la cabeza en un gesto que abarca todo el apartamento. Es un piso de una sola pieza más el cuarto de baño. La habitación, rectangular, es amplia, de unos setenta metros cuadrados, con suelo de parquet rojizo y las paredes pintadas de un amarillo desvaído, casi vainilla. Su cama ocupa uno de los extremos estrechos del rectángulo. En el opuesto, un pequeño simulacro de barra de bar da entrada a la cocina americana que reluce impecable por la falta de uso. Las dos paredes más largas dibujan las obsesiones de la inquilina: una de ellas se abre en dos amplios ventanales desde los que se divisan, convenientemente alejadas, las azoteas de los pisos de la acera de enfrente. La otra está cubierta en sus tres cuartas partes por un espejo que va de suelo a techo y sobre el que se ha hecho instalar una barra de madera para sus ejercicios diarios. Medio centenar largo de fotografías suyas cubren los huecos de pared, además de un poster del cartel anunciador de la película
Amor a quemarropa
y algunos recortes de revistas con fotos de actores jóvenes. Como todo mobiliario: una pequeña mesa limpia de objetos, dos estanterías con algún libro perdido, más fotos, el equipo de música, los CD y varios peluches, un carro con ruedas sobre el que la televisión, el vídeo y el reproductor de DVD enfrentan la cama, y un par de sillas. Entra con fuerza ese sol amarillo pollito que pinta Barcelona en primavera y el conjunto más parece un estudio de danza ocupado que la casa de alguien. Algo así piensa Sara al poner los pies descalzos sobre la madera y se siente a gusto. Justo lo que ella quería.
Acaban de rechazarla por segunda vez en una agencia de modelos de Los Ángeles alegando exceso de peso, pero ella no puede adelgazar más, su cuerpo es así, tiene esas redondeces en el culo y las piernas, nunca podrá ser flaca, jamás llegará a alcanzar el aspecto de yonqui de ultratumba que es todo su anhelo. Se sube a la báscula, 48 kilos con 600, para comprobar que ha adelgazado 50 gramos desde que, hace un par de días, recibió la noticia. Se tapa con un quimono negro de seda que cuelga de la puerta del baño y decide que puede comerse una manzana acompañada de un té sin azúcar. Piensa en Curra Susín mientras pone a calentar el agua en la tetera. Recurre a ella en muy pocas ocasiones, cuando tiene algún gasto especial, para ir de vacaciones o, como en este caso, cuando un golpe en su autoestima le deja el alma dolorida. Esto último no se lo confiesa, porque prefiere pensar que utilizará el dinero en unas vacaciones donde conseguir el primer bronceado de la temporada y olvidarse de los rigores de las sesiones fotográficas y del pesado de Toni, viejo amigo, amante ocasional y aspirante a pareja de hecho.
Curra es dura, inflexible, y carga con una merecida fama de cosas mucho peores, pero tiene que admitir que a ella la trata como una madre, mejor aún, como atiende un representante de músicos de segunda al número uno de la temporada si cae en sus manos. Sara Pop. Tiene la cara pícara y honesta que los productores les suponen a las chicas educadas en colegios de monjas. Los ojos verdes, redondos como lunas, declaran una candidez asombrada que inmediatamente desmiente una nariz respingona y una boca grande de labios gruesos, carnosos.
Deja la manzana sobre la barra de la cocina tras el tercer mordisco y con la taza de té en la mano se sitúa frente al enorme espejo mirándose a los ojos. Levanta la cabeza en un gesto desafiante, uno de sus mayores éxitos frente a las cámaras, y con el semblante serio, la ceja derecha, aristocrática, alzada casi con asco, utiliza la mano que le queda libre para desatarse el cinturón del quimono. Se abre la cortina de seda y el espejo le devuelve un cuerpo blanco de tetitas insolentes con la punta de los huesos de la cadera rematando el final de dos piernas largas y rectas. Baja la mano hasta el coño y se revuelve el poco pelo que una depilación eficaz ha dejado en forma de sucinto rectángulo vertical, casi raya.