Había pasado sólo una semana desde mi primer encuentro con Laurita, la llamémosla sucesora de Amalia de Pablos, pero al volver a verla me pareció mucho más tiempo. Desde entonces había conocido a dos mujeres, Eva Sacaluga y sobre todo Ulrike, que conseguían rebajar la innegable belleza de la chica no hasta la vulgaridad —algo imposible—, pero sí hasta una cierta normalidad; y otra mujer, Curra Susín, que dejaba sus pequeñas perversidades y engaños en juegos pueriles. Crucé de nuevo el previsible vestíbulo de diseño notando cómo había crecido de la mano de mis amigas muertas. Al empezar mi pequeña investigación paranoica creía saber mucho de aquel mundo de anormales, creía conocer sus resortes por el simple hecho de haber compartido noches y juergas con ellos, pero de repente las modelos eran putas, las agentes, proxenetas, y los camellos, pistoleros. Ella era muy lista, desde luego, seguramente más que yo, pero yo ya no era el tonto aquel después del intensivo de miseria que me habían aplicado en los últimos siete días.
Laurita «cuello largo» me había recibido hablando por el móvil con un gesto de «sígueme», y continuaba con la oreja pegada al aparato. Pensé que al otro lado de la línea podía no haber nadie y ser todo un truco para observarme, así que decidí hacer lo mismo. Camisa masculina, pantalón vaquero estrecho y botas negras de tacón alto, parecía una de tantas chicas monas ataviada para pasar la tarde de sábado en algún lugar de asueto o vacación. El pelo recogido en una coleta a su vez anudada con ayuda de un boli a modo de moño bajo volvía a dar todo el protagonismo al cuello que yo recordaba bien. O mucho me equivocaba, o la muy traidora estaba coqueteando conmigo, inventando posturas y gestos, dedicándomelos en una nueva función de teatro. De perfil, de frente, andando, a contraluz, retirándose el pelo de la cara, rascándose los pelillos de la nuca… Por fin colgó.
—No sabe cuánto agradezco esas actuaciones suyas, como la del otro día, sin otro público que yo, pero esta vez me gustaría que se olvidara del papel que ha preparado y jugáramos a la sinceridad. Amalia ya está muerta, la Serra le cederá la dirección de la agencia, no lo dude, y toda la cartera. Me parece que usted le gusta más como hija que su propia hija. Por mi parte, sospecho que será la última vez que la moleste, ¿cree que le va a costar mucho trabajo ser sincera y después olvidarse de que me ha conocido?
—Vaya, veo que esta vez no me tuteas, tú sabrás por qué. ¿Qué quieres saber? —preguntó, utilizando ya la silla tras la mesa principal del que evidentemente había sido el despacho de su mentora. Supuse que me tocaba utilizar la silla del cliente, y así lo hice.
—¿Qué le dijo exactamente Amalia cuando se vieron la última noche?
—¿Sobre qué?
—No vamos a jugar al gato y al ratón. Amalia le dijo que dejaba la agencia. ¿Por qué?
—Dijo que
me
dejaba la agencia. A mí. Que se iba porque ella ya no tenía nada que ver con todo esto. Si no eran exactamente éstas las palabras, fueron muy parecidas. No me preguntes a qué se refería, porque no tengo ni idea.
—Usted me contó que la había llamado por la mañana, asustada, porque creía que la habían estado espiando en el bosque.
—Ya te conté la historia que ella me había contado con pelos y señales.
—¿Por qué no la creyó?
—Sí la creí. En fin, creí que ella creía haber vivido eso. Otra cosa es que sucediera exactamente así. Cuando Amalia alargaba la noche hasta las ocho o las nueve de la mañana, como era el caso, llegaba a esas alturas con la cabeza y los recuerdos bastante distorsionados, por no decir inventados. Todo esto ya te lo conté el otro día.
—¿Piensa que puede tener alguna relación todo aquello con la decisión de abandonar su trabajo y probablemente la vida que llevaba?
—Puede que sí. —Se quedó pensativa, como si fuera la primera vez que se paraba a considerar el asunto—. De todas formas, sigo pensando que el causante de todo aquello era Enrique. Era ya muy tarde cuando hablé con Amalia en serio después de la Cena de la Solidaridad, y además de muy cansada, estaba enfadada con ella. Tuvo algún detalle que me molestó mucho más que su cuelgue y que me dejara sola con toda la organización. Tenía que ver con nuestra intimidad y no viene al caso. Te digo todo esto para que entiendas que a esas alturas de la noche no le presté demasiada atención. No sé, no lo recuerdo bien, porque yo también había bebido, y a lo mejor estoy metiendo la pata, pero creo que me dijo que tenía miedo.
—¿Miedo de qué?
—Creo que de Enrique. ¡Lo siento! No es verdad, no me acuerdo de qué, no me acuerdo. Algo me dice que de Enrique, pero yo no estaba ya serena. —Su rostro se había descompuesto y ahora no era la señoritinga altiva que había conocido hasta ahora, sino más bien una joven a la que le duele un mal comportamiento que ya no tiene remedio. Se quitó el boli del pelo y cayó la coleta en cascada sobre la espalda—. ¿Tú crees de verdad que querían matar a Amalia?
—Sí, sí lo creo —le admití a ella, a la vez que me lo admitía a mí mismo—. Y no querría pensar que ella se lo temía, espero que no.
Laura se levantó de la silla y yo hice lo mismo en previsión de que se le ocurriera acercarse a mí. Nuestro tono, el de ambos, había cambiado, de un momento a otro ella se derrumbaría esperando mi consuelo, vendría a buscarlo, me lo iba a suplicar. Cuando una mujer como Laura se abre las confianzas y te deja mirar, es que se está preparando un cobijo. No pensaba dárselo. No iba a darle nada, ni siquiera un gesto de despedida. En ese momento sólo tenía ganas de salir a la calle a encontrarme con la Amalia de mis pensamientos, a preguntarle qué había hecho, qué terrible pecado había cometido, cómo había acabado mereciéndose la compañía de aquel proyecto de hija de puta incapaz de compasión. No había escuchado a Amalia cuando ésta le confesó sus miedos, ni siquiera quiso enterarse de qué era aquello que asustaba a la mujer que le daba de vivir, pero en cambio podía repetir casi exactamente las palabras con las que renunció a aquella empresa que ahora era suya y se la había entregado.
El aire del Born, con su carga de piedra, me hizo bien. Todavía era pronto y la vida del barrio se reducía a un pulular de comerciantes y transportistas. Me estaba creciendo una rabia que no se correspondía con lo vivido, lo superaba de lejos. Joder, Amalia, no tienes ni idea de todo lo que dice de ti esa pequeña ególatra, de cómo eras y de lo sola que habías decidido vivir. Me acordé en ese punto del orfebre Ricardo, el hombre con la cicatriz azul cobalto, compañero de fatigas laborales de Estrella Sánchez, «los contratiempos los vivimos juntos», había dicho él. Estrella podía enfadarse con su marido y ver cómo se hundía su vida de pareja, pero no estaba sola, no completamente. En cambio, tú, Amalia, con tu madre incapaz de perdonarte la opción de vida, recriminándote no ser lo que ella dibujó, y esta pequeña arpía de hielo contemplándote desde una distancia prudencial cada vez que te hundías en el pozo del horror, para no molestar, por respeto. ¡Ja! Por respeto… Tuviste miedo, mujer. ¿Por qué, porque sabías que iban a matarte? No lo creo, uno no va a su muerte y se para a esperarla tomándose una copa, mucho menos sereno.
Me había largado de la oficina sin ni siquiera cerrar la puerta, y recordarlo me iba reconfortando. Uno se agarra a los pequeños gestos para salvarse al menos provisionalmente. Aparecí en la redacción en el peor momento de la mañana, cuando la mayoría ya ha llegado y todavía no han empezado a irse los primeros a comer. Es decir, entre la una y media y las dos de la tarde, un rato tonto en el que los periodistas aprovechan para mirar la prensa de la competencia, a ver si van o no a recibir un varapalo por algo que se les escapó el día anterior. Un rato ocioso, el peor para hacer la llamada a Arcadi Gasch i Llobera que yo me proponía. Orteguita no iba a perder ripio, lo dejó claro desde que entré.
—Hombre, maestro, ¿a qué debemos en esta ocasión el honor de su presencia en esta humilde casa? —Estaba guasón. Bien. Me tocaba improvisar algún modelo básico de halago.
—Necesito tu ayuda.
El muelle de la importancia lo levantó inmediatamente y me guió hasta la máquina de café, su oficina particular.
—Quiero saber quién era el proveedor de Enrique. ¿Tú me puedes conseguir esa información?
—Colega, pides más que los curas. —Esa prosopopeya antigua de Orteguita, esos giros anacrónicos atacaban directamente mi capacidad de aguante—. ¿Pero sigues con el tema del Paradís? Pues te advierto que se encuentra informativamente muerto, al menos por el momento. Pero, claro, a lo mejor tú, en tu papel de Marlowe, te estás adelantando a los investigadores del Cuerpo y nos das la sorpresa, ¿no?
—Mira, Pepe, hacemos una cosa. Un pacto entre caballeros. Yo sigo a lo mío, porque a estas alturas no voy a echarme atrás; corro el riesgo de darme cuenta de que no tengo otra cosa mejor en la que ocupar mi tiempo. Tú me ayudas en un par de gestiones y, a cambio, mis resultados son tuyos.
—Explícate, maestro, que me he perdido.
—Es un intercambio. Yo esto no voy a negociarlo ni aquí ni en ningún otro periódico, pero creo que he encontrado una buena veta. Si tú me ayudas, te regalo todo el material final para que hagas con él lo que le parezca.
—Joder, tío, no te pases. Si la cosa da de sí tanto como te parece, podemos firmar las entregas a medias, porque supongo que dará para ir dosificándolo, ¿no? Creo que es lo justo. Tendría que ir mi firma delante, porque soy el titular de la casa, pero la gente no se fija en eso.
El lugar de la firma, ése era el principal interés del amigo periodista, sin preocuparse siquiera por los datos que yo manejaba; eso y sacar provecho de un material ajeno que podría tenerlo sin trabajar un par de semanas, o más, si sabía gestionarlo, reportándole un pequeño lustre a su carrera, algo que le venía haciendo falta desde hacía un tiempo. A Ortega le sucedía como a todos los periodistas que llegan a una cierta edad, dejan de entusiasmarse, dejan de trabajar y se limitan a cubrir el expediente a golpe de teléfono. Sacar un tema propio como si además hubiera llevado a cabo una investigación le iba a venir muy bien. A cambio, él conocía todos los resortes de un mundo, el policial, que a mí se me escapaba por completo.
—Entonces, de acuerdo. ¿Quién me podría poner en contacto con el proveedor de Enrique?
—Colega, para eso no me hacen falta demasiadas gestiones. Tavito, el gran Gustavo Culodeoro, tiene que estar en ese ajo, es el baranda de los camellos autóctonos, los pocos camellos autóctonos que nos quedan, porque la inmigración se está haciendo con el mercado a zancadas. Baste decir que en este momento los colombianos mueven el gramo de perica de diez a quince euros por debajo de los nacionales. Así no hay quien compita, porque además el material es bueno, eso hay que admitírselo. Y Tavito Culodeoro tiene la boca más grande que el ojete, lo que en su caso ya es decir, así que si no es él, que lo dudo, sabremos quién. Además, te ha tocado un bingo, porque el pájaro y yo tenemos una relación digamos que amistosa. ¿Cuánta prisa tienes?
—Toda la prisa, Pepe. ¿Tú crees que podríamos pasarnos a verlo esta misma tarde?
—¿Esta tarde? Error, maestro, error. A ver, para empezar, al tipo hay que visitarlo por la noche, cuando ha terminado de recibir clientela, y para seguir, nada de prisas con estos pavos. Yo lo llamo ahora, a él se le pone el culo prieto, ja, ja, en la medida de las posibilidades de su trajinado culo, me invitará a visitarlo hoy y yo le comunicaré que no podemos, que tendrá que ser mañana o pasado. Así que cuenta con las presentaciones para mañana por la noche, ¿ok? ¡Manos a la obra!
Había conseguido excitar al periodista, que salió hacia su mesa con aire misterioso a mantener una conversación telefónica en voz baja, algo que la parroquia interpretaba como síntoma inequívoco de que iba a haber chicha, Toda aquella parafernalia dio sus frutos y yo pude hacer mi llamada a Arcadi Gasch i Llobera con discreción, pese a que la curiosidad provocada por nuestra conversación había mantenido a casi todos los redactores en sus sillas posponiendo la hora de la comida. En las redacciones pequeñas nunca sucede nada, y los meses pasan de rueda de prensa en rueda de prensa esperando la llegada de mister garganta profunda, un señor que, si la profundidad es la necesaria, no tiene por costumbre acudir a las redacciones pequeñas.
La secretaria del empresario metido a promotor de Catalunya para el gobierno autonómico era eficiente. No podía pasarme con él, estaba reunido, pero dígame qué quiere, y al enterarse de que era un periodista quien llamaba y que quería una entrevista con el señor Gasch i Llobera, con cierta urgencia, me citó para el día siguiente sin hacer más preguntas. Qué poca profesionalidad, pensé al darme cuenta de que la mujer había interpretado que no es que yo quisiera entrevistarme con él, sino que quería hacerle una entrevista a su jefe. Me guardé mucho de rectificar. Esa celeridad que da el ego político de los cargos bajos me iba a venir de perilla.
29 de abril. 21.15 horas
Son ya las nueve de la noche y Estrella sigue sola frente a la televisión vestida de amante. Las sucesivas copas de whisky la han colocado en un estado de euforia que roza la excitación. Cuatro veces ha imaginado con todo lujo de detalles la escena que tendrá lugar con la llegada de Juan, por supuesto borracho, y en cada ocasión la representación ha sido más sexual que la anterior, hasta el punto de que hace apenas veinte minutos ha tenido que echar mano del poco control mental que le queda para no masturbarse allí mismo, en el sillón, frente al televisor en el que da comienzo el telediario de la noche. Se ha propuesto no tener prisa; tarde o temprano, su novio volverá a casa, como todos los días durante los once años que llevan conviviendo, y allí estará ella para hacerle saber que los miedos vienen de la estupidez. A veces parece un adolescente, y por eso es mejor no presionarlo. Ha decidido no contarle nada sobre sus propios temores, ni meterse en recriminaciones, sólo hacerle el amor con toda la intensidad de quien lleva horas preparándose y esperando.
Se levanta para volver a mirarse bien en el espejo grande que ocupa una de las paredes del salón. Se encuentra guapa, muy guapa. A su edad, Estrella cree estar, con razón, en el mejor momento de su vida. No es que parezca más joven, como suponen los cánones, sino que los treinta y seis años que aparenta, los que tiene, han sido intensos y los siente plenos. Alta, de cuerpo grande y delgado, la cara concentra toda su fuerza. La melena negra y lisa, la nariz afilada y grande, como la boca, ancha, los ojos oscuros ligeramente achinados siempre con huellas de pintura negra alrededor, la barra maxilar inferior dibujada y ligeramente prominente, todo forma un conjunto bravo de carácter marcado que en los momentos necesarios puede llegar a resultar seriamente amenazante. Momentos necesarios ha habido, sobre todo en la adolescencia de extrarradio, cuando empezó a tentar los ambientes en los que una chavala de su planta o metía miedo o más le valía sentirlo. Recordando aquellos tiempos frente a su propia cara reflejada, Estrella vuelve a emocionarse al pensar en la hija que aún no tiene. Se la merece, quiere quedarse preñada porque está ya en condiciones de contarle a la niña todas las cosas que ha aprendido, quiere leerle y ponerle música, se ve ya bailando con la pequeña por el salón al ritmo de la Velvet, mejilla contra mejilla. Jamás se le ha pasado por la cabeza que el vástago vaya a ser varón.